La gran aventura del Reino de Asturias (6 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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Era 732. Las campañas de los francos contra los últimos reductos musulmanes se extendieron durante algunos años más: no se trataba sólo de echar a los invasores, sino también de apoderarse de la Galia visigoda. Hacia 736 ya no había moros en la Galia, salvo el núcleo de Narbona. Carlos Martel intentó tomar Narbona en 737, pero falló. Ese año, en nuestra Asturias, pasaba algo importante: moría Pelayo. Le heredaba su hijo Favila, al que, como todo el mundo sabe, mató un oso. Pero esto es otra historia.

El oso que mató a Favila (y el caos musulmán)

Cuando murió Pelayo, en 737, le sucedió su hijo Favila. Conforme a la costumbre goda, el muchacho llevaba el nombre de su abuelo, aquel Favila de Galicia cuya cabeza cedió ante el garrote de Witiza. El joven Favila —quizás unos veinte años de edad, tal vez menos— gobernó solamente dos años. Murió de forma prematura —y violenta— bajo las garras de un oso. No sabemos nada más. Y si las crónicas no cuentan nada más es porque, seguramente, no hay nada más que contar.

Como no hay nada más que contar, la imaginación ha tratado de llenar los huecos que dejan las crónicas. Hay quien dice que Favila no murió realmente peleando contra un oso, sino víctima de un asesinato político; esto es tan posible como improbable. Otros dicen que la pelea con el oso era, cabalmente, una suerte de rito de virilidad mediante el cual el joven jefe debía demostrar su valor; tesis sugestiva, pero no menos fantástica, porque nada permite acreditarla en este caso concreto. Lo que nos ha transmitido la tradición es esto: en una montaña donde hoy se encuentra la aldea de Llueves, no lejos de Cangas de Onís, murió Favila en 739 peleando contra un oso. Punto.

Puesto que de Favila no hay mucho más que contar, podemos dirigir la mirada hacia lo que pasaba en el resto de España, que tampoco deja de tener importancia. Y ante todo señalemos esto: la expansión de los musulmanes por toda la Península Ibérica y hasta Francia es prodigiosa, pero el aliento bélico de los moros no va en una sola dirección, sino que también se dirige contra ellos mismos. En efecto, desde el primer momento surgen conflictos internos en el bando musulmán que invariablemente se resolverán por la vía de la espada, y que con frecuencia costarán la cabeza a sus líderes.

Limitémonos a una enumeración de sucesos, porque nada es más expresivo que este río de sangre. Los dos principales jefes de la invasión mora, Muza y Tarik, acabaron mal, como ya hemos visto. El primero, llamado a Damasco por el califa, fue acusado de robar, desposeído de sus títulos y, finalmente, asesinado en Damasco; el segundo, Tarik, acusador de Muza, fue a su vez marginado y su rastro se pierde en la historia. Muza, antes de irse a Damasco, había repartido el territorio conquistado entre sus hijos: Al Andalus fue para Abd-al-Aziz, Ceuta fue para Abd-al-Malik (llamado Marwan) e Ifriquiya, en Túnez, para su primogénito Abd Allah. Ese Abd-al-Aziz, valí o gobernador de Al Andalus, fue el que desposó a la viuda de Don Rodrigo; será denunciado por convertirse al catolicismo y asesinado por orden del califa de Damasco, Solimán.

Todo esto ocurrió en los primeros años de la invasión. Los años siguientes mantendrían la tónica. Al asesinado Abd-al-Aziz le sustituyó en 716 un tal Hurr ibn Abd ar-Rahman ath-Thaqafi. Éste gobernó sólo tres años. Le dio tiempo a fijar la capital en Córdoba, marchar contra la Tarraconense y Pamplona, y saquear parte de Cataluña. Tanto éxito despertó el recelo del expeditivo califa, que no quería más que un gallo en el gallinero: él mismo. Hasta ese momento, los jefes políticos y militares musulmanes en España eran nombrados por el valí de Ifriquiya (Túnez), que era, por así decirlo, la cabeza de partido; pero el califa de Damasco —en este momento, muerto Solimán, era ya Umar II— quiso tener todos los ases en la mano y empezó a nombrar personalmente a los gobernadores de Al Andalus, y así quitó de en medio al exitoso Thaqafi y designó en su lugar a Al-Samh ibn Malik al-Jawlani. Este, recordemos, fue el que atacó la Narbona visigoda e hizo pasar a cuchillo a todos los defensores; crecido, atacó Toulouse, pero allí murió, derrotado por Odón de Aquitania. Era ya el año 721 y en Damasco había otra vez nuevo califa, Yazid II.

Muerto Al-Samh al-Jawlani ante Toulouse, los soldados proclamaron allí mismo nuevo valí de España a Al-Gafiqi. ¿Quiénes eran esos soldados? Es interesante anotarlo: una fuerza mixta de bereberes, árabes, sirios y algunos cristianos sometidos al islam, con no pocos esclavos, reunidos todos ellos al calor del botín y la guerra santa. Esto del botín es importante, y por eso los soldados eligieron a Al-Gafiqi, que tenía la buena y prudente costumbre de repartir entre las tropas el fruto de sus saqueos. Al-Gafiqi (de nombre completo Abu SaidAbd ar-Rahman ibn Abd Allah al-Gafiqi) creyó tener todo el poder en sus manos, pero esas mismas simpatías que despertaba entre sus tropas suscitaron el recelo de los demás poderes del bando musulmán. Al año siguiente, el califa enviaba a Anbasa ibn Suhaym al-Kalbi para controlar al generoso y peligroso Al-Gafiqi.

Este Anbasa debe sonarnos, porque es el mismo que se encontrará ante sus narices con el espinoso problema de Pelayo. Anbasa era un «duro»: cruel, expeditivo, de ambición inagotable. Doblará los impuestos a todo el mundo —lo cual, por cierto, le hará perder el apoyo de los judíos—, confiscará bienes sin el menor reparo y por todas partes exhibirá una violencia aterradora. Gobernará sólo cuatro años, ya que en 726, sediento de botín, atacó Francia y murió en combate. Su sucesor, por orden del propio califa, se encargará de inventariar lo robado por Anbasa y, según se dice, incluso devolverlo a sus legítimos dueños.

Anbasa fue reemplazado por Udhra al-Fihri, que no llegó al año de gobierno; Udhra cedió el testigo a Yahya al-Kalbi, que en dos años de mandato no emprendió ninguna acción militar, y después de Yahya al-Kalbi vino Hudhaifa al-Qaysi, que tampoco superó los dos años en el cargo. A su vez, el califa Yazid II moría de tuberculosis (en 724) y era sucedido por su hermano Hisham. El baile de nombres nos dice más bien poco. ¿Qué estaba pasando? Lo que estaba pasando era que el mundo musulmán se desangraba en interminables querellas internas. En Damasco, la dinastía reinante, que eran los omeyas, tenía que hacer frente a sus rivales: los alies (luego llamados chiíes), los jariyíes, los abbasíes (o abasidas). Todos ellos disputaban a los omeyas la herencia de Mahoma. Y sobre esa guerra, que estallaba inopinadamente aquí y allá en el vasto mundo islámico, se superponía otra que enfrentaba a los distintos grupos étnicos y tribales, y especialmente a los árabes con los bereberes del norte de África. Un caos.

Lo único que podía conjurar el caos era la guerra: victoria, botines, riquezas… cosas que pudieran mantener el orden en las propias filas. Quizá por eso en 730 volvió a ser nombrado valí de España Al-Gafiqi, aquel que repartía el botín entre sus soldados. Hombre de acción, dirigirá sus pasos contra Francia; allí se topará con los francos de Carlos Martel, que, como ya hemos contado, en 732 desarbolaron la invasión y dieron muerte al propio Al-Gafiqi. Le sustituirá Abd al-Malik. Como militar sólo cosechó fracasos: en Pamplona, en Gascuña, ante los vascones…

Habrá más gobernadores moros en España, y todos ellos tendrán que hacer frente a los mismos problemas. Abd-al-Malik es sustituido por Uqba, que toma Pamplona, pelea en Asturias, defiende Narbona… Pero el principal problema de Uqba está dentro: la rebelión de los bereberes del norte de África, que se extiende a la Península. Cuando Uqba muere, vuelve al poder Abd-al-Malik, que no sabe qué hacer con el reto de los bereberes. Su única solución es pedir refuerzos. Los pide a las tropas sirias de un general llamado Balch, que estaba en Tánger precisamente luchando contra los bereberes. Balch y sus sirios acuden a la llamada, entran en España y derrotan a los bereberes sublevados en Al Andalus, pero no les basta con eso, se dirigen hacia Córdoba y atacan al propio Abd-al-Malik, que es derrocado, encarcelado y ejecutado. Balch, evidentemente, se proclama nuevo valí de Al Andalus. Pero Balch, que era una mala bestia, aplica una política tan sectaria que entra en conflicto con los árabes ya instalados en España, los llamados baladís. Ambos bandos se enfrentan a muerte en Aqua Portora, al norte de Córdoba. Gana Balch, pero queda tan maltrecho que muere ese mismo año. Sus tropas sirias, que son en realidad las que mandan ahora en España, eligen valí a otro de sus generales, Tha'laba. Era el año 742.

Paremos aquí la narración, porque es suficientemente ilustrativa. Este primer medio siglo de dominación mora en España es una orgía de sangre. Los bereberes del norte de África se enfrentan con los árabes, éstos se enfrentan entre sí al calor de sus viejas disputas tribales y, para colmo, llegan los sirios a poner su granito de arena sobre el caos general. Un caos que se prolongará hasta 756, cuando Abderramán, después de las guerras civiles en Damasco, venga a Al Andalus y proclame el emirato independiente de Córdoba. Pero eso ya lo contaremos en su momento.

En un contexto así, la circunstancia de Pelayo, Favila y los suyos en Asturias tiene algo de idílico; se los imagina uno entregados a la tarea de hacer sidra y cazar osos. No debió de ser tan pacífico el paisaje, pues sabemos que hubo incursiones moras. Y por otra parte, está lo del oso: aquel que mató al joven Favila, según la tradición en la aldea de Llueves, en abril del año 739.

Favila dejaba viuda y, al menos, una hija. El heredero de Pelayo se había casado con una dama llamada Froiliuba. Ella enterró a Favila en la iglesia de la Santa Cruz de Cangas, construida sobre un dolmen. En cuanto a la hija, de nombre Lavinia, sabemos que casó con un noble extranjero, el duque Luitfredo III de Suevenia. Si Favila tuvo otros hijos, lo ignoramos; nadie, en todo caso, planteará ulteriormente reclamaciones sobre el trono. Quien heredó a Favila fue su hermana Ermesinda o, para ser más exactos, el marido de ésta, Alfonso, hijo del duque de Cantabria y yerno de Pelayo. Y con Alfonso I comenzaba una era nueva: el reino de Asturias iba a ser pronto una esplendorosa realidad.

II
CÓMO SE CONSTRUYE UN REINO
El cántabro Alfonso, I de Asturias: el pionero

Después del heroico Pelayo y el anodino Favila, vino a empuñar el cetro asturiano alguien a quien ya se puede definir con plena propiedad como rey, porque él mismo lo hizo: Alfonso I, que fue crucial para que el reino de Asturias construyera su identidad definitiva. Se cree que había nacido hacia el año 693 en Tritium Magallum (hoyTricio, en La Rioja), sede de su padre, el duque Pedro de Cantabria. Si Pelayo fue el fundador; Alfonso sería el pionero.

En aquel momento pocos había con tantos títulos como Alfonso para ceñir la corona. Recordemos que el núcleo inicial del reino se había formado con los territorios asturianos que controlaba Pelayo y con los territorios cántabros del duque Pedro. Alfonso, que era hijo de Pedro, era además yerno de Pelayo, porque estaba casado con Ermesinda, la hija del primer caudillo. Las crónicas dicen que, para más linaje, era descendiente de Recaredo, pero esto es dudoso. El caso es que, cuando Favila tuvo su letal tropiezo con el plantígrado, la candidatura de Alfonso se impuso por sí sola.

Este caballero, Alfonso, iba a hacer unas cuantas cosas fundamentales. Primero, imprimió al reino una organización política cohesionada, de la que hasta entonces carecía. Además, amplió de forma notable tanto sus territorios como su población y su fuerza armada. Tercer logro: supo mantener al sur de su reino, en el ancho valle del Duero, una «tierra de nadie» que actuó como cinturón protector de Asturias. Y cuarto, y no menos importante: buscó deliberadamente en la cruz, en la confesión cristiana, la seña de identidad principal del reino. Por esas cuatro cosas, Alfonso I, que reinó entre 739 y 757 y será apodado
el Católico
, puede ser considerado como el primer gran rey asturiano.

De Alfonso hay que decir, además, que fue un hombre con suerte. Tuvo suerte, ciertamente inesperada y también luctuosa, cuando la temprana muerte de Favila le abrió el camino al trono. Alfonso tenía entonces cuarenta y tres años, es decir, era un hombre maduro, alguien que sin duda sabría qué hacer con ese regalo que el destino le ponía en las manos. Pero Alfonso tuvo suerte, también, porque en el momento en que sube al trono, hacia 740, los moros empiezan a pelearse entre sí, relajando por tanto la amenaza sobre el núcleo asturiano. Y así a los cristianos se les presentaba una oportunidad que no iban a desdeñar.

De estas peleas de los moros ya hemos hablado con anterioridad. Los musulmanes, que componían un solo bloque por su fe y por su determinación de extender el islam a fuerza de guerra santa, sin embargo se hallaban divididos por serias luchas internas. Por una parte estaban los ecos de las acerbas querellas que sacudían el califato: entre los Omeyas, que eran la dinastía reinante, y sus numerosos rivales que también reclamaban el poder. Y por otro lado estaba la hostilidad entre las distintas etnias del mundo islámico, que llevaba a continuos choques entre los árabes, los bereberes y los sirios, entre otros. Lo que pasó en España hacia 740 fue que el bando moro, compuesto grosso modo por líderes políticos árabes y tropas bereberes, empezó a pelear entre sí. Los bereberes, procedentes del norte de África, se sublevaron contra los árabes, procedentes de la Península Arábiga. Y aquello fue el caos.

Los efectos de la sublevación berebere fueron inmediatos: las guarniciones moras del norte de España quedaron súbitamente abandonadas. ¿Por qué se sublevaron los bereberes? Primero, porque los árabes les hacían pagar impuestos como si fueran «infieles», es decir, no musulmanes. Y además, por poder, por botín; querían un trozo de tarta más grande que el que la poderosa minoría árabe les concedía. En el fondo, tenían razón: los bereberes habían puesto el grueso de la fuerza militar en la invasión, pero los árabes, celosos de su hegemonía, querían mantener los puestos dirigentes. Como los bereberes no tienen lo que quieren, optan por una solución drástica: abandonan sus puestos. Y esos puestos estaban precisamente al norte del Sistema Central: Astorga, León, Clunia, Osma… desde León y Zamora hasta Burgos y Soria. La amenaza musulmana no desaparecía, porque seguirá habiendo periódicas expediciones de saqueo, pero quedaba muy limitada. Si después de Covadonga los sarracenos habían renunciado a ocupar los territorios del noroeste, ahora renunciaban a ejercer un control efectivo sobre la meseta norte. Alfonso I debió de ver el cielo abierto.

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