La gran aventura del Reino de Asturias (33 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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Las huestes de Toledo, engrosadas con los refuerzos cristianos del norte, salieron de las murallas de la ciudad y cargaron contra el moro. La vanguardia de Muhammad no perdió la cara, hizo frente a la ofensiva y trató de mantener sus líneas. Pero la superioridad de los toledanos en aquel primer embate era tan obvia que la batalla no tardó en decantarse de su lado. Las tropas de Córdoba comenzaron a retroceder hasta que, en un momento determinado, el emir ordenó retirada. Toledanos y astures, eufóricos, creyeron ver la oportunidad de infligir al ejército del emir una severa derrota. No contentos con haber salido bien librados del primer choque, persiguieron a los fugitivos. Fue el segundo error.

Porque las tropas de Muhammad habían huido, en efecto, pero no para alejarse del combate, sino para llevar a los toledanos hasta una encerrona letal. En las estrechas y secas gargantas del Guadacelete, ocultos entre cerros y barrancos, aguardaban los guerreros del grueso del ejército cordobés. Los toledanos se vieron súbitamente acosados en todos los flancos. La emboscada mora estaba bien pensada: los toledanos apenas veían a sus enemigos, muy superiores numéricamente, que salían de los lugares más insospechados para frustrar cualquier resistencia. Incapaces de maniobrar con orden, los de Toledo y Gatón intentaron trabar combate con las fuerzas que les acosaban. Desorganizados, no pudieron o no supieron retroceder. Fue el tercer y definitivo error.

La matanza fue horrible. Dicen las crónicas moras que cayeron ocho mil hombres de Toledo y Asturias. Después, en un macabro ritual, los moros decapitaron los cadáveres, construyeron un túmulo con las cabezas y danzaron sobre ellas en un demencial baile de victoria. Las cabezas de los vencidos fueron retiradas en carros y llevadas a todos los puntos del emirato, para que nadie ignorase cuál había sido la suerte de los rebeldes. «Veo muerte por doquiera», dice un testimonio cristiano de la época. Gatón del Bierzo pudo escapar a la carnicería. Ese día el exitoso conde saboreó la amargura de la derrota.

La victoria del emir Muhammad fue incuestionable. Sin embargo, no fue completa. Y no sólo porque Gatón consiguiera escapar con parte de su hueste, sino porque Toledo no se rindió. Más precisamente, el emir, pese a su victoria en campo abierto, no se atrevió a atacar la ciudad. ¿Por qué? Sin duda, porque las tropas que movilizó para esa batalla también habían sufrido cuantiosas bajas. Y así Toledo siguió, orgullosa, desafiando al emir. Muhammad buscó otras estrategias. Primero, controlar el peligro que significaba Toledo recuperando para el emirato la plaza de Consuegra; después, sitiar la vieja capital goda con un nuevo ejército al mando del príncipe Al-Mundir.

Maniobras que en realidad sólo significaban una cosa: la rebelión toledana se daba por inexpugnable. Tanto que unos años más tarde, en 859, Muhammad optó por la vía diplomática y pactó una amnistía con la ciudad. Toledo suspendía las hostilidades contra Córdoba, pero a cambio veía reconocido su estatuto singular.

Tampoco para Ordoño fueron graves las consecuencias de la derrota. Después de todo, el objetivo político se había conseguido; el emir de Córdoba permanecía atareado en el sur y, por tanto, no podría dirigir a sus huestes contra el norte. Y aprovechando la coyuntura, el rey de Asturias se lanzará inmediatamente a repoblar León. Esta vez, con éxito. Pronto lo veremos.

Es verdad que la osadía toledana de Ordoño no quedó sin castigo. Hubo una expedición sarracena de venganza contra Alava, pero sin otras implicaciones que las habituales. Salvo el hecho, nada desdeñable, de que quien dirigió esa campaña fue Musa, el Banu-Qasi que señoreaba el valle del Ebro. Ahora bien, esto a su vez generó movimientos que terminarían en la victoria cristiana de Albelda, que bien puede considerarse como la venganza por la derrota del Guadacelete. También lo veremos en su momento.

En cuanto al conde Gatón, hay que decir que volvió al Bierzo, desde donde seguía pilotándose la repoblación del llano leonés, al mismo tiempo que los campesinos bercianos, cántabros, asturianos y vascos continuaban su lento y tenaz camino hacia las tierras del sur. Movimientos decisivos empezaban a tomar forma también en el valle del Ebro, Pamplona y La Rioja. El mapa cambiaba.

Pero entonces ocurrió algo que volvió a retener la atención de todos los españoles, tanto cristianos como moros: retornaban los vikingos. Y esta vez iban a secuestrar nada menos que aun rey.

Vuelven los vikingos

Corría el año de Nuestro Señor de 858, octavo del reinado de Ordoño I y sexto del emir Muhammad en Córdoba, cuando las costas españolas recibieron por segunda vez la visita de unos indeseables forasteros: volvían los vikingos. Y hay que decir que, una vez más, aquellos terribles guerreros nórdicos que aterrorizaban a Europa se llevaron aquí un par de buenas tundas. Por el camino, no obstante, lograron secuestrar nada menos que al rey de Pamplona.

Se llamaban Bjorn, alias
Costillas de Hierro
, y Hasting. Eran dos grandes caudillos guerreros, con fama de implacables. Hasting había acumulado un fantástico historial en su juventud. Las crónicas danesas lo describen como «astuto, vigoroso, temible e impredecible». En cuanto a Bjorn Costillas de Hierro, era hijo del rey de Dinamarca, Ragnar Lodbrok, llamado
Calzones Velludos
, que unos años antes había saqueado París. Bjorn y Hasting concibieron una audaz empresa: saquear Roma, nada menos. Y hasta llegar a Roma, cabotando por todo el Atlántico europeo, saquearían cuanto encontraran por el camino. Por ejemplo, la ciudad que escogieron como primera etapa de su empresa: Santiago de Compostela, en lo que ellos llamaban Jakobsland.

Dicen que fueron cien naves las que en el mes de junio de 858 penetraron por la ría de Arosa. Desembarcaron en Iria Flavia, la vieja sede episcopal, y la saquearon. Desde allí pusieron rumbo a Santiago. La capital compostelana ya era una ciudad famosa, pero ni mucho menos había sido concebida como una fortaleza militar: poco defendida, sin apenas murallas, era presa fácil para cualquier atacante. Los vikingos sitiaron Santiago. Los compostelanos se defendieron como pudieron. Dos semanas aguantaron el empuje de los normandos. Finalmente, Santiago se rindió. Para evitar el saqueo de la ciudad, enviaron emisarios a Bjorn y Hasting. Los vikingos actuaron como de costumbre. Exigieron un alto rescate. Y Santiago pagó. Pero la ambición nubló la vista de los caudillos daneses: cuando tuvieron el dinero en sus manos, con la ciudad vencida, ordenaron el saqueo de Santiago. Traición. Las huestes normandas se lanzaron contra la ciudad indefensa. Pero…

Pero en ese momento apareció el ejército del rey de Asturias. Ordoño I, que había recibido ya noticia de la incursión vikinga, se había movido con velocidad. Alineó una tropa, la puso al mando del noble Pedro Theon y le encomendó la misión de liberar Santiago. Este Pedro Theon, también conocido como Pedro de Pravia, debía de ser un guerrero de primera; varios años más tarde lo encontraremos ocupando altas responsabilidades en el reino. No sabemos cómo fue el combate que trabó con los normandos, porque las crónicas no dieron detalles. Lo único que sabemos es que Hasting y Bjorn, viendo que el paisaje se complicaba, levantaron el campo, corrieron hasta sus barcos y pusieron proa al sur, hacia Lisboa. El reino de Asturias había vuelto a vencer a los vikingos.

El problema se le planteaba ahora al emir Muhammad, porque los caudillos normandos mantuvieron su ruta camino de Roma. Llegaron a Lisboa y la pasaron a sangre y fuego. Asaltaron Algeciras. Buscaron el Guadalquivir, remontaron el río, desembarcaron en Sevilla e incendiaron la mezquita mayor de Ibn Addabas (donde hoy está la iglesia de San Salvador). Ahora bien, el emir Muhammad tenía recursos. Desde la primera incursión vikinga, en tiempos de Abderramán, el emirato se había provisto de una nutrida flota. En algún lugar del Guadalquivir chocaron las armadas vikinga y mora. Los barcos del emir combatieron con dureza. Y los normandos, viendo que también allí encontraban más dificultades de las esperadas, abandonaron la idea de saquear Sevilla. Pero como la osadía de aquella gente no conocía límites, Bjorn y Hasting probaron suerte en el litoral africano.

Al menos dos ciudades del norte de Marruecos —Ashila y Nekor— recibieron la tarjeta de visita de los normandos. Años más tarde, las crónicas hablarán de tuaregs vendidos como esclavos en Irlanda. Después le tocó el turno a Murcia, y luego a las Baleares. Subieron el litoral mediterráneo hasta el sur de Francia. Saquearon Nimes y Arles. Pasaron el invierno en una isla de la Camarga. Se dirigieron luego contra Genova, que saquearon e incendiaron. No llegaron a Roma. Pero en algún momento de sus correrías hicieron algo que volvía a afectarnos directamente: secuestraron a García Iñiguez, rey de Pamplona.

Nadie sabe qué ruta siguieron los vikingos para llegar a Pamplona. Unos dicen que remontaron el Ebro hasta el Arga, y luego este río hasta la capital; pero cuesta imaginarlos, la verdad, pasando por una plaza tan bien defendida como Zaragoza. Otros sostienen que no entraron por el Ebro, sino desde el Cantábrico. El hecho es que llegaron a Pamplona, la saquearon y secuestraron a García Iñiguez, hijo de Iñigo Arista y rey en ejercicio de la ciudad. Después de un cautiverio de casi un año, García Iñiguez pudo salir libre gracias a un rescate de 90.000 monedas de oro: una fortuna.

Una pregunta interesante: ¿cómo pudieron enterarse los vikingos de que existía una ciudad llamada Pamplona y que era factible secuestrar a su rey? A partir de esa pregunta, hay una línea de investigación que mantiene la existencia de una densa red vikinga de espionaje e información en tierras de Al Andalus. Después de todo, tratándose de unas gentes cuyo negocio consistía en saber dónde podían saquear con más provecho, parece lógico pensar que dispusieran de agentes e informadores. Tales espías habrían sido reclutados, especialmente, entre los abundantes eslavos que vivían en Al Andalus, generalmente como esclavos de cierta posición. Por otra parte, ya hemos contado aquí que consta la existencia de contactos diplomáticos y comerciales entre el emirato de Córdoba y Dinamarca. Aunque, según parece, quien mejores relaciones mantenía con los normandos era el califato de Oriente, que veía en estos navegantes de rapiña un excelente instrumento para incordiar a andalusíes, francos y bizantinos. «El enemigo de mi enemigo es mi amigo», dice el refrán.

En ese refrán debió de pensar mucho García Íñiguez de Pamplona durante su cautiverio en manos de Bjorn Costillas de Hierro y Hasting. ¿Quién era realmente su amigo, y quién su enemigo? Teóricamente, su amigo era el gran Musa, el Banu-Qasi del valle del Ebro, pero éste no había movido un dedo para pagar el cuantioso rescate de su libertad. ¿Y si mañana el atacante no fuera una horda de normandos, sino el vecino rey de Asturias? Quizá —debió de reflexionar García Iñiguez— había llegado el momento de replantearse el sistema de alianzas.

No hay que quitar mérito a las tropas del reino de Asturias por el coscorrón que propinaron a los normandos. Los vikingos habían saqueado París y Orleans en 856, Tours y Blois en 857, Bayoux y Chartres en 858. El poderoso reino de los francos había sido incapaz de frenar las rapiñas vikingas. Pero he aquí que este pequeño reino cristiano del Cantábrico resistía por dos veces a los vikingos y los vencía en el campo de batalla. Los largos años de guerra contra el islam habían endurecido el ánimo de los gallegos, los asturianos, los cántabros… Los reyes de Oviedo, por su parte, ya habían sido capaces de poner en marcha gruesos contingentes de hombres de armas, dispuestos a actuar donde se les pidiera. El reino de Asturias empezaba a ser una pequeña potencia.

Pero para ser una pequeña potencia le faltaba a nuestro reino algo importante: poder salir libremente de las montañas donde había estado encajonado hasta entonces. Al sur, el Duero y el alto Ebro configuraban un amplio espacio libre. Las repoblaciones de Tuy, Astorga, León y la Bardulia señalaban sólidos caminos de expansión. Pero, al este del reino, una peligrosa presencia amenazaba la seguridad de los colonos: la fortaleza de Albelda, el baluarte del orgulloso Banu-Qasi Musa, señor del valle del Ebro y tercer rey de España. Ahí puso sus ojos Ordoño.

La batalla de Albelda y la ruina del viejo Musa

Ya hemos contado aquí que la batalla de Clavijo, aquella que según la leyenda libró Ramiro I contra los moros, y donde la aparición del Apóstol Santiago decidió la lucha a favor de los cristianos, es probablemente deformación legendaria de dos batallas reales: las que libró Ordoño, hijo de Ramiro, en torno a Albelda y el Monte Laturce, precisamente en el collado de Clavijo. La primera vio la victoria de los Banu-Qasi del Ebro, pero la segunda la ganaron los cristianos. Y tras esa segunda batalla de Albelda, el mapa iba a cambiar de forma decisiva.

Para contar lo que pasó hay que empezar por su protagonista fundamental, que, más que Ordoño, fue Musa. Volvamos a Musa, el fiero Banu-Qasi, el «tercer rey de España», como él mismo se hacía llamar (los otros dos reyes eran el cordobés y el asturiano). En los diez años anteriores, Musa había logrado convertirse en auténtico eje del equilibrio de poder en la Península. Siguiendo una tortuosa estrategia de alianza y a la vez oposición respecto al emir de Córdoba, este biznieto del visigodo renegado Casio había llegado a dominar un amplio espacio que abarcaba desde Tudela y Huesca, en el norte, hasta Calamocha y Daroca por el sur, pasando por Zaragoza y parte de La Rioja. El territorio Banu-Qasi era un auténtico tapón en el centro de España. Desde el año 850 ni una sola caravana partió de Zaragoza hacia Córdoba.

En un paso más allá, Musa se las había arreglado para extender su influencia política hacia el sur. Por un lado, había organizado el casamiento de una de sus hijas con el gobernador de Muhammad en Guadalajara, un tal Izraq. Por otro, había enviado a su hijo Lope como gobernador de los rebeldes de Toledo. Esta última era una típica jugada de este caballero, en su alambicada estrategia política. Con un Banu-Qasi como cabeza de los levantiscos toledanos, el emir de Córdoba podía estar seguro de que Toledo sería musulmana, pero, a la vez, tendría que aceptar la autonomía de la ciudad, sometida a un poder musulmán, sí, pero ajeno a Córdoba. Y de paso, Musa se garantizaba así una inaudita proyección de su esfera de poder hacia el sur. ¿Arriesgado? Claro, pero en eso consistía el juego. Y a Musa le dio muy buen resultado: el propio Carlos el Calvo, rey de los francos, trató de ganarse la voluntad del Banu-Qasi inundándole de regalos. Musa se había convertido en alguien con quien había que llevarse bien.

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