La gran aventura del Reino de Asturias (35 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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Ojo a este asunto: Valderrama está en Tobalina, en Burgos, pero ya no al norte del Ebro burgalés, sino al sur del río. ¿Cuándo se atrevieron a dar el salto? ¿Y quiénes eran Sonna y Munina? Apenas podemos aventurar respuestas para estas preguntas. Sona o Sonna es un nombre de varón; Munina o Munia, un nombre de mujer. El primero, de origen germánico; el segundo, frecuentemente vascón. Por los documentos de la época sabemos que hubo una importante familia Sonna. También abundan los Muñios y Munias, Nuños y Nuñas, cuyos hijos son Muñoz y Núñez. Podemos conjeturar que estamos ante un matrimonio de la época, Sona y Munina, una familia de propietarios tal vez, que se lanza a hacer presuras al sur del Ebro por propia iniciativa. Más pioneros, en fin, como los que hemos venido viendo en capítulos anteriores.

Así se construye un mapa nuevo. Ciudades-fortaleza en línea, cerrando el paso hacia el norte y abriendo camino hacia el sur. En torno a ellas, caminos, poblaciones y castillos que configuran una auténtica red de supervivencia. Alrededor de todo eso, al norte y al sur, campos que van volviendo a la vida por la acción de los colonos. Y envolviendo el paisaje, el espíritu de la Reconquista. ¿Cómo era la existencia de esa gente? ¿Cuántos eran? ¿Cómo se organizaban? Vamos a intentar responder a esas preguntas.

Un día en la vida del conde Rodrigo de Castilla

Castilla nace como un pequeño rincón de aventureros, entre la promesa de una vida mejor y la amenaza permanente del enemigo musulmán. A partir del núcleo inicial de las Bardulias, la tierra castellana empieza a extenderse a fuerza de espada y de arado. El primer jefe político y militar del nuevo territorio es un pariente muy próximo (tal vez un hermano) del rey Ordoño, el conde Rodrigo. Con él, en una vida que conoció tantas glorias como sinsabores, surgen para la historia Castilla y los castellanos.

Un gran conde, Rodrigo, sí. Pero no perdamos de vista lo esencial: el signo distintivo de la Reconquista es que se ejecuta bajo un modelo distinto del modelo feudal; ése es el rasgo singular del medioevo español, lo que le diferencia del resto de Europa, y por eso es preciso insistir en ello. Y es que, en la España de la primera Reconquista, el noble sólo es dueño de sus propias tierras, no de la demarcación sobre la que ejerce su autoridad. No hay identificación entre el espacio del poder y el espacio de la propiedad nobiliaria. Rodrigo es conde de Castilla, pero no es
señor
de Castilla; él tiene sus tierras, pero gobierna otras muchas —la mayoría— que no son suyas, sino de otros, incluido el rey.

Hay que tener siempre presente este hecho capital: en este momento, a mediados del siglo IX, cuando el poder llega a un territorio es porque los colonos han abierto antes el camino. Así, lo que el conde se encuentra es una tierra apenas organizada, cierto, pero poblada y trabajada por los pioneros. En consecuencia, lo que los reyes hacen fundamentalmente es confirmar las presuras realizadas con anterioridad por las comunidades de monjes y de campesinos; una sanción formal de un hecho consumado. Y allá donde las tierras aún son yermas, el rey se atribuye la propiedad con un rito solemne: haciendo sonar un cuerno que da publicidad a la presura y enarbolando sobre el lugar el estandarte regio.

El conde ejerce su poder como delegado del rey, no en nombre propio. Y lo ejerce sobre un territorio discrecionalmente señalado por el rey. Por otra parte, aunque la dignidad condal es vitalicia, es decir, que la tiene el conde hasta que muere, eso no lleva aparejado el gobierno del condado, que puede serle revocado en cualquier momento. Y, por supuesto, la condición de conde no es hereditaria. En otras áreas, como Galicia, sí habrá una mayor presencia del señorío nobiliario y eclesial, pero en Castilla los protagonistas de la repoblación son los pequeños propietarios y las ciudades.

Y entonces, ¿para qué servía un conde? Para muchas cosas. En su demarcación, y mientras ejercía el poder que se le había concedido, él era la única autoridad política, administrativa, fiscal, judicial y militar. El conde dirige la repoblación, encabeza las huestes armadas en caso de guerra, dicta las reglas que ordenan la vida económica y jurídica de las gentes, designa por su cuenta a los funcionarios subalternos que le asisten en el gobierno, recauda los impuestos para el rey (y él se queda una parte por derecho), cobra las costas de los litigios, preside el tribunal del condado…

Vemos que dentro de las funciones del conde se da gran importancia a los asuntos judiciales. Eso es precisamente por aquel protagonismo de los campesinos libres que antes mencionábamos. ¿Y por qué los colonos eran más libres en Castilla que en otros lugares? El protagonismo del campesinado libre y de las ciudades es una exigencia directa de las circunstancias de la guerra. A alguien que va a instalarse en zonas amenazadas por un enemigo implacable hay que asegurarle un grado de libertad suficiente para que el riesgo merezca la pena. ¿Y cómo se garantiza eso? Fundamentalmente, ofreciendo una vida mejor que la que se deja atrás. Lo cual se traducía en propiedades y en libertades concretas, tanto para las personas singulares como para sus villas y aldeas. Y así los colonos de Castilla desarrollan una mentalidad singular, de hombre libre, que va a marcar toda esta época.

En la estela de la Reconquista, de la progresiva colonización de tierras hacia el sur, aparecen miles de pequeños propietarios organizados en comunidades y pronto en villas. De ahí nace un paisaje social donde la propiedad resulta determinante. La gente adquiere tierras, ha de garantizar su propiedad, también las vende, las arrienda, las transmite, las hereda, litiga por ellas con el vecino, y junto a esas tierras se pleitea también por los cursos de agua, los montes, los molinos, los caminos… Todos litigan: los propietarios individuales, los nobles, los eclesiásticos, los ayuntamientos… Las necesidades de la vida cotidiana impulsan el nacimiento de un espacio judicial propio. Ese espacio terminará materializándose en la institución de los Jueces de Castilla, que veremos en un próximo capítulo.

Hablábamos de riesgos. El peligro, desde luego, existía. El territorio controlado políticamente por el emir de Córdoba no llegaba tan al norte —se mantenía en el Sistema Central—, pero más allá del Duero seguía habiendo puestos avanzados musulmanes que actuaban como vigías contra los cristianos. Fueron esos puestos los que alertaron de la repoblación de León en tiempos de Ramiro, por ejemplo. Sus soldados hostigaban sin cesar a los colonos —recordemos cuando secuestraron al hijo de Purello— y representaban un peligro cotidiano. Por eso los colonos serán, con frecuencia, campesinos y soldados al mismo tiempo.

¿Y eran muchos, los colonos de Castilla? Hay un célebre verso del
Poema de Fernán González
, el poema fundacional de Castilla, que lo dice con toda claridad:

Eran en poca tierra muchos hombres juntados, de hambre y de guerra eran muy lacerados, aunque mucho daño y mucha pena sufrieron, siempre ganaron: de lo suyo non perdieron.

«En poca tierra muchos hombres juntados». ¿De cuánta gente estamos hablando? No lo sabemos, porque no disponemos de cifras censales, evidentemente. Pero los arqueólogos han encontrado en el sur de Cantabria y de Vizcaya cosas asombrosas, como restos de cabañas y vestigios de cultivos en zonas de montaña completamente inaptas para la agricultura. Eso significa que la franja cantábrica estaba superpoblada, hasta el punto de llevar a la gente a tratar de sacar el máximo rendimiento de unas tierras imposibles. Y, por tanto, no puede extrañarnos que aquellas personas se lanzaran al sur de la cordillera en cuanto tuvieron la primera oportunidad.

Para cántabros y vascones —que éste es el contingente del que nacen los primeros castellanos—, asomarse a las tierras del sur debió de ser una experiencia impresionante. Atrás quedaban los estrechos valles y las gargantas encajonadas entre montañas; ante sus ojos se extendían, primero, los valles anchos y suaves de Mena, Losa y Tobalina; después, las grandes llanuras de la meseta. Había tierra para todos. Más aún, había más tierra de la que necesitaban, y así la Castilla naciente no sólo acogió a los foramontanos del norte, sino también a los mozárabes que, huyendo de las persecuciones, empezaron a afluir hacia el norte en número cada vez mayor para buscar refugio en tierra cristiana.

La aportación mozárabe es difícil de cuantificar, pero debió de ser bastante numerosa, sobre todo en áreas como León. Consta que en la repoblación del sur de León, y hasta Zamora, hubo abundante presencia de cristianos que venían huyendo de las persecuciones del emirato. Estos mozárabes aprovechaban las expediciones de saqueo cristianas para viajar hacia el norte con las huestes guerreras, o utilizaban los viejos caminos romanos para lanzarse a la aventura. Con ellos traían formas de vida y de cultura que iban a dejar su huella en las tierras repobladas, contribuyendo a definir la personalidad de esta nueva España.

De esta manera se configura la Castilla inicial. Córdoba, por supuesto, verá con claridad el peligro: la tierra desierta del Duero empezaba a convertirse en un espacio organizado que amenazaba la hegemonía del emirato. La proyección cristiana hacia el sur parecía imparable. Dispuesto a sacar el máximo partido de sus victorias, el rey Ordoño se lanzó a una serie de expediciones, que hoy llamaríamos preventivas, con el objetivo de situar aún más al sur el frente de guerra. Venían días de triunfo, pero también severas derrotas.

Las audaces campañas del rey Ordoño

El rey Ordoño I de Asturias no fue sólo un guerrero temible, sino también un político audaz, que supo explotar al máximo las oportunidades que le dieron sus victorias. Y, además, tenía las cosas muy claras: vivía con el transparente propósito de extender lo más posible hacia el sur sus territorios. Así, se apresuró a aprovechar el éxito de Albelda, en 859, para impulsar la repoblación de la Castilla inicial. El emirato de Córdoba reaccionará, pero será para que Ordoño, a su vez, emprenda jugadas realmente audaces.

Después de Albelda, el emir Muhammad clamaba venganza. Pero, ¿sobre quién vengarse? La derrota de Musa, el Banu-Qasi, demostraba que los ejércitos cristianos se habían convertido en un enemigo de consideración. Seguramente a Muhammad le desaconsejarían atacar directamente el reino de Asturias. Resultaba mucho más fácil atacar Pamplona, cuyo cambio de bando, poniéndose al lado de Ordoño, era una traición que merecía castigo. La ofensiva serviría, además, para advertir a todos los territorios españoles de lo peligroso que era abandonar el lado musulmán.

Debió de ser en la primavera de 860. Las tropas sarracenas entraron en Pamplona por las tierras de los Banu-Qasi en el Ebro. El reino pamplonés era demasiado débil para oponer la menor resistencia. Las huestes de Muhammad asolaron el territorio a placer. No sólo eso, sino que además se llevaron cautivo al hijo y heredero del rey García, Fortún Garcés. A Fortún le esperaba un largo cautiverio de veinte años en la corte cordobesa. Muhammad pensaba tal vez que este castigo empujaría a los pamploneses a recabar de nuevo la clemencia del emirato, pero se equivocó. Lejos de eso, la bárbara venganza sobre tierras navarras empujó a los reyes de Pamplona a abrazar ya para siempre la causa asturiana. Y es fácil entenderlo: sólo Ordoño podía protegerles de futuras incursiones moras.

Ordoño, que era buen jugador, vio con claridad el tablero. Después de la batalla de Albelda, los Banu-Qasi habían quedado desactivados en el Ebro. Y después del ataque moro a Pamplona, era evidente que Asturias tampoco podía temer nada de los navarros. Además, el hecho de que Muhammad hubiera atacado Navarra, y no Castilla, significaba que Córdoba no estaba en condiciones de alinear grandes ejércitos contra el norte cristiano. Era, pues, el momento oportuno para tomar la iniciativa. Ordoño decidió atacar las tierras del emir.

Desde el punto de vista estratégico, la campaña tenía mucho sentido. Se trataba, una vez más, de alejar la guerra de las fronteras propias y situarla en las fronteras del enemigo, al otro lado del despoblado valle del Duero. Hasta ese momento, el valle, la meseta norte, desarticulada y muy poco poblada, había actuado como escudo protector para el norte cristiano, pero no había evitado las aceifas moras contra Galicia, León y, sobre todo, Alava y Castilla. El propósito de Ordoño es invertir la situación: que ahora sean los moros quienes vivan con el temor de que los cristianos asomen por el horizonte.

El primer objetivo fue Coria, en la actual provincia de Cáceres, una ciudad de lejanísima memoria, enclave celta a orillas del Alagón, luego ciudad romana, después sede episcopal del reino godo. Los moros la tomaron cuando la invasión de 711 y emplazaron allí una base de primera importancia, el principal baluarte musulmán frente al desierto del Duero y el norte cristiano. En términos militares, golpear sobre Coria era tanto como herir al emirato en un brazo. Y eso es lo que se propuso Ordoño.

El rey en persona encabezó la expedición. Debía de ser el verano de 860. Un poderoso ejército cristiano partió de Astorga, atravesó Zamora, cruzó el Duero, bajó a lo largo de la actual provincia de Salamanca, pasó la sierra de Gata y asomó sobre Coria. Una cabalgada de casi cuatrocientos kilómetros, nada menos. Evidentemente, nadie en la Coria mora esperaba un ataque de los rebeldes cristianos del norte. Como había hecho Alfonso II ante Lisboa sesenta y dos años antes, Ordoño tomó la ciudad, se apoderó de cuantos tesoros pudo y, acto seguido, volvió grupas hacia el norte. Pero el rey, astuto, tomó la providencia de llevarse un rehén de campanillas: el alcalde Zeid, gobernador moro de Coria.

Al mismo tiempo que Ordoño atacaba Coria, otra expedición cristiana emprendía una aventura paralela: tomar Talamanca, al sur de la sierra de Guadarrama, en lo que hoy es la raya norte entre Guadalajara y Madrid. Otra ciudad de abolengo, Talamanca: a orillas del Jarama, hubo allí un asentamiento romano del que más tarde nació la ciudad visigoda de Armática. Cuando los moros la tomaron, hicieron de ella cabecera de su marca media, una red de fortificaciones destinada a prevenir cualquier ataque por Somosierra. Tan principal fue Talamanca que allí surgió una escuela coránica. Su valor estratégico era semejante al de Coria: era el otro brazo del dispositivo de defensa del emirato. Y ahí también quiso sacudir Ordoño.

Esta vez la misión la encabezaría el conde Rodrigo de Castilla. La hueste partió de las Bardulias, o quizá de Amaya, y cruzó la meseta en dirección sur. La fuerza cristiana cruzó el Duero en algún lugar cercano a Aranda y se plantó ante la mole de la sierra de Guadarrama. Sin duda la cruzaría por el paso de Somosierra, que sigue siendo hoy el paso natural a través de las montañas. Es poco verosímil que no hubiera puestos avanzados moros en la zona, pero nadie pudo detener el ataque. Rodrigo saldría de la sierra por Buitrago y La Cabrera. Después de unos trescientos cincuenta kilómetros de marcha, se plantó ante los muros de Talamanca de Jarama.

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