La gran aventura del Reino de Asturias (30 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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Quien escribió estas líneas fue Eulogio de Córdoba, un cristiano eminente. Eulogio era cordobés, de familia cristiana; se había educado en las escuelas de parroquias y conventos y se había ordenado sacerdote. Profesor a su vez, había reintroducido el latín en su círculo, para mayor irritación del poder moro. ¿Cómo era posible que este Abderramán II, que había llevado a Córdoba a tal grado de esplendor, se comportara con tanta crueldad contra los cristianos? Era posible porque en el entorno de Abderramán, como sucede de manera recurrente en el islam, se había instalado el fundamentalismo, el llamado «malikismo», que aquí se tradujo en una aplicación estricta de la ley islámica. Guiados por ese fundamentalismo, los musulmanes extremaron su celo contra los cristianos.

«Bajo su pesadísimo yugo —escribía Eulogio—, la Iglesia era arruinada hasta la extinción». El problema venía de muy atrás. Contra lo que dice el tópico, el islam nunca fue tolerante en España. El cristianismo estaba formalmente vetado en la vida pública. Se podía ser cristiano, pero en condiciones muy duras de sumisión: había que pagar un impuesto especial para seguir profesando la fe de Jesús, estaba prohibido hacer manifestación externa de la fe, estaba prohibido hacer apostolado, estaba prohibido disentir en público de la inspiración divina de Mahoma. En la práctica política andalusí, los cristianos del emirato —los mozárabes— eran enemigos cuya presencia se toleraba a regañadientes. Por eso desde finales del siglo VIII será creciente el goteo de mozárabes que marchan al norte y buscan acogida en el reino de Asturias. Y también por eso, el elemento cristiano estará muy presente en las sucesivas conmociones internas del emirato, particularmente en las sublevaciones de viejas ciudades —Toledo, Mérida— que cada vez soportaban peor el despotismo cordobés. Ahí se mezclan problemas sociales y políticos con el problema religioso. Y donde los hispanos cristianos no puedan organizarse con las armas, buscarán otras formas de expresar su resistencia.

Este es el contexto que explica el fenómeno de los mártires, es decir, los cristianos que optan por recibir la muerte antes que abjurar de su fe. Los primeros casos conocidos datan del año 825. Como hoy es costumbre dar la vuelta a todas las cosas, no faltan reconstructores de la historia que niegan la persecución islámica y denuncian el fanatismo cristiano. Es una forma torcida de ver las cosas: la realidad es que a aquellas tierras, que eran cristianas, había llegado una religión nueva que pretendía sepultar a la tradicional. El problema parece, además, generalizado en la España mora, porque hacia 828 el emperador carolingio Ludovico Pío escribe a los cristianos de Mérida para llamarles a la resistencia. Los cristianos son muy conscientes de su situación: están oprimidos por un poder extranjero.

En respuesta, los cristianos reafirmaron sus profesiones de fe, aun sabiendo que la consecuencia inevitable sería la muerte. Es lo que ocurrió con uno de los casos más sonados de aquel tiempo, el del presbítero Perfecto, decapitado el 18 de abril de 850. Perfecto fue conminado por los musulmanes a decir qué pensaba de Mahoma. Y el presbítero contestó lo siguiente:

Jesucristo es el Señor, sus seguidores están en la verdad y llegarán a la salvación; la Ley de Cristo es del Cielo y dada por el mismo Dios. En cuanto a lo que los católicos piensan de vuestro profeta, no me atrevo a exponerlo, ya que no dudo que con ello os molestaréis y descargaréis sobre mí vuestro furor.

Evidentemente descontentos con la respuesta, y buscando la manera de atrapar a Perfecto, los musulmanes insistieron: «¿Quién es Mahoma?», le preguntaron. Y la respuesta de Perfecto a esta nueva pregunta significó su condena a muerte:

Pues que insistís, os lo diré: Mahoma es un falso profeta, el hombre del demonio, hechicero, adúltero, embaucador, maldito de Dios, instrumento de Satanás, venido del infierno para ruina y condenación de las gentes.

A Perfecto le cortaron la cabeza, pero el escarmiento no tuvo el efecto que los musulmanes esperaban, sino exactamente el contrario: el número de mártires aumentó. Tras la muerte de Perfecto, nada menos que cuarenta y ocho notables de Córdoba, cristianos todos ellos, se ofrecieron voluntariamente al martirio. A partir de ahí se desata una auténtica ola de condenas a muerte cuya cuantía exacta sería difícil precisar. Entre el3yel25de junio del año 851, son ajusticiados un laico y once monjes; entre ellos, el monje Isaac, que había sido nada menos que administrador de los caudales públicos en la corte cordobesa. El 21 de noviembre de 851 son martirizadas dos hermanas, Nunila y Alodia; tres días después, la virgen Flora (hija de un mahometano y de madre cristiana) y la monja María.

Como los martirios estaban creando un malestar social importante y, además, trascendían a otras comunidades cristianas de la España mora, Abderramán II quiso tomar cartas en el asunto y convocó un concilio en el año 852. El rey moro quería forzar a los obispos cristianos a que condenaran la búsqueda voluntaria del martirio. No lo consiguió: el concilio desaconsejó el martirio, pero no formuló la condena clara e inequívoca que quería Abderramán. Por otra parte, los martirios siguieron; la resistencia pasiva se había convertido en una fuerza que sólo podía parar la muerte. Mientras tanto, la agitación seguía en Toledo: los toledanos llegaron incluso a lanzar ofensivas sobre el valle del Guadalquivir. Los moros, en respuesta, intensificaron la represión, las persecuciones, las conversiones forzosas.

Abderramán II murió ese año. Su sucesor, Muhammad I, endurecerá aún más la represión. El 13 de marzo de 857 son decapitados los santos Rodrigo y Salomón; el primero, sacerdote, había sido entregado por su propio hermano, converso al islam. Conocemos otros nombres: Sancho, un guerrero cristiano del Pirineo que había acabado como esclavo en la guardia del sultán; Pedro, sacerdote; Walabonso, diácono; Sabiniano y Wistremundo, el anciano Jeremías, y Habencio… Estos últimos protagonizaron un episodio impresionante. Se presentaron ante el juez musulmán y se ofrecieron voluntariamente al martirio. Conocemos las palabras que dijeron. Fue así:

Nosotros repetimos lo mismo que nuestros hermanos Isaac y Sancho; mucho nos pesa de vuestra ignorancia, pero debemos deciros que sois unos ilusos, que vivís miserablemente embaucados por un hombre malvado y perverso. Dicta sentencia, imagina tormentos, echa mano de todos tus verdugos para vengar a tu profeta. Aquí nos tienes.

La represión mora logró dividir a la comunidad cristiana. Mientras unos, más acomodaticios, empezaban a criticar a los mártires como insensatos, otros defendían a los que llevaban su profesión de fe hasta la muerte. Entre los defensores de los mártires figuraba, destacadamente, aquel Eulogio cordobés del que hablábamos antes. El prestigio de Eulogio entre los resistentes mozárabes creció hasta el punto de que en 858 fue elegido obispo de Toledo. Sin embargo, no llegaría a hacerse cargo de la diócesis. Los moros habían entendido que, para sofocar el movimiento de resistencia, era imprescindible acabar con Eulogio.

San Eulogio fue encarcelado por los moros en 859. Se le acusó de haber ocultado a una joven de padres musulmanes, llamada Leocricia, y que había sido convertida por una monja. La joven fue inmediatamente sentenciada como apóstata. Eulogio fue llevado ante el emir. Se le conminó a retractarse, pero los jueces sólo consiguieron que hiciera una encendida defensa del cristianismo. San Eulogio fue decapitado el 11 de marzo de 859, a las tres de la tarde.

Las fuentes históricas de la resistencia mozárabe quedaron cegadas con la muerte de Eulogio. Poco más sabemos de ellos. Todos los cristianos de Al Andalus quedaron formalmente islamizados en la vida ciudadana, en las huestes armadas de los emires, en su idioma, en su alfabeto. Se abren así los siglos del «silencio mozárabe». Pero también sabemos que aquellas comunidades mantuvieron su fe y sus ritos cristianos incluso bajo la persecución, porque hasta nosotros han llegado los textos patrísticos y litúrgicos de la Iglesia mozárabe. La llama no se extinguió.

Este episodio de los mártires de Córdoba resulta hoy bastante políticamente incorrecto. Al discurso dominante le gusta más imaginar un Al Andalus pacífico, de convivencia tolerante entre todas las religiones. Es una imagen bonita, pero es una imagen falsa. La verdad es más bien esta otra. Primero, que la España cristiana, romana y goda no se abandonó al nuevo poder musulmán, sino que le plantó cara incluso en su propia capital, Córdoba. Segundo, que para esa resistencia fue crucial el elemento religioso: los españoles sabían que eran, ante todo, cristianos, y que ése era el rasgo de su identidad que había que defender. Tercero, que en la defensa de su fe no retrocedieron ni siquiera ante el martirio y, aún más, lo abrazaron deliberadamente, a pesar de la cobardía disfrazada de prudencia de quienes apostaban por someterse al islam. Esa es la enseñanza histórica de los mártires de Córdoba: fue la España que resistió al islam.

¿Y cómo era la corte del Rey de Asturias?

Estamos acostumbrados a imaginar las cortes medievales como una singular mezcla de lujo y rusticidad, con nobles adornados con doradas joyas mientras comen con las manos gruesos muslos de venado. No es una imagen incorrecta, aunque hay que decir que, en esa mezcla de pompa y primitivismo, la proporción de cada elemento variaba según los lugares y las fechas. La corte cordobesa, como la bizantina, era sensiblemente refinada. ¿Cómo era la asturiana? Bastante más primaria.

En capítulos anteriores hemos visto que Alfonso II recuperó el «orden gótico», lo cual quiere decir —entre otras cosas— que imprimió a la corte un sello nuevo, recuperando o rehabilitando no sólo las costumbres de la monarquía goda y sus rituales, sino también su organización, su estructura. Esta era una decisión importante, porque tenía consecuencias inmediatas sobre la política del reino. La estructura de la corte —el «aula regia», como la llamaban los godos— implicaba un reparto de funciones que determinaba la forma de gobernar.

Y bien, ¿cómo era la corte de Oviedo después de las reformas de Alfonso II, aumentadas y perfeccionadas por sus sucesores? En realidad, era una copia del modelo visigodo, pero mucho más sencilla, porque el reino también era mucho más menesteroso. Y sobre ese modelo visigodo, además, parece que se introdujeron muchos elementos copiados de la corte carolingia, que era la gran referencia de la época para la cristiandad. A partir de los estudios de Valdeavellano, seguido por Salazar y Acha, es posible reconstruir el esquema de la corte de Asturias. Veamos cómo era.

En la cúspide, evidentemente, estaban el rey y la familia real. Hay que decir que la familia real, en el caso de Asturias, parece haber sido siempre poco numerosa; sin duda hay que contar con la elevadísima mortandad infantil de la época. En todo caso, la familia real era la cabeza indiscutible de toda la organización, y la persona que encarnaba toda la estructura política era el rey mismo. Para hacer patente eso servían los símbolos del rey: el trono, la corona, el cetro…

El siguiente escalón en la corte eran los magnates seglares, el círculo de confianza del monarca. Estaban unidos al rey por una relación personal de vasallaje, formaban parte de su comitiva o séquito (que de ahí viene la palabra, de «seguir» al rey) y eran sus auxiliares en el consejo político y en las funciones militares. Esta figura era sucesora de lo que en el mundo godo se conocía como
comités
(los condes), y las crónicas los llamarán alguna vez
comités palatii
, es decir, condes de palacio. Alguno de esos condes conspirará contra la voluntad regia, como Nepociano.

Junto a este escalón de los magnates seglares —llamémosles los condes— hay que contar con los altos dignatarios eclesiásticos. Estos, en principio, llevaban la dirección espiritual del reino, pero sus funciones reales iban mucho más allá y con frecuencia intervenían en la política cotidiana. Será muy habitual ver, por ejemplo, cómo los obispos encabezan la repoblación en las tierras reconquistadas.

Magnates seglares y dignatarios eclesiásticos constituían la élite del poder, pero no eran los que mandaban físicamente dentro de la corte, es decir, dentro del palacio. Ese cometido estaba reservado para los denominados «oficiales palatinos»: las personas que ocupaban un oficio concreto en la estructura del palacio del rey. ¿Quiénes eran estos oficiales? Entre ellos vamos a encontrar tanto a magnates adscritos a una función determinada como a servidores de menor nivel. ¿Y qué hacían, cuáles eran esos «oficios» que desempeñaban? La verdad es que no hay una reglamentación muy estricta: cuanto más primaria era la corte, más reducido era el número de oficiales. En Oviedo no eran especialmente numerosos. Pero sí sabemos lo que hacían.

Primer oficio: el
mayordomo
. La figura del mayordomo, importada de la corte carolingia, corresponde al oficial jefe, por así decirlo: él es el responsable de que todos los demás oficiales funcionen bien. En el caso del reino de Asturias conocemos a uno de estos primeros mayordomos: un tal Sarracino, a la altura del año 883. Después vendrán Ermegildo, Gisvaldo Braoliz, Hermenegildo Aloitez…

Segundo oficio de relieve: el
primicerius
, que es el cantor mayor. El
primicerius
era, en la práctica, el capellán de palacio. A él correspondía la dirección y administración de las ceremonias religiosas dentro de la corte. También en este oficio conocemos un nombre, Gundisalvo, que fue
primicerius
allá por 853.

Hay un tercer oficio cuya importancia se calibra mejor si reparamos en que en aquellos tiempos se vivía a caballo. Es el
strator
o caballerizo, responsable de cuidar los caballos del rey en particular y del palacio en general. Hay que suponer que en su misión sería asistido por una nutrida servidumbre. Podemos imaginar al
strator
impartiendo órdenes y disponiendo todas las cosas antes de una partida de caza o de una expedición guerrera. ¿Un nombre? Quiriacus, que fue
strator
en 875.

Oficios para la guerra, para el alma y también para la administración. Es el caso del
notarius
, el escribano de confianza de la corte. Hay quien supone que el
notarius
debía de regir también una cancillería, es decir, una oficina de Estado que llevaría el control de los escritos y comunicaciones que entraban y salían de palacio. En la documentación que nos ha llegado hasta hoy aparecen numerosos
notarius
, pero no consta que ejercieran esas funciones de canciller, de manera que no podemos saber si se trataba de
notarius
de palacio.

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