El príncipe bandolero retorna a Bobastro. Con ayuda de un tío suyo logra movilizar una partida de muladíes, mozárabes y hasta bereberes. A todos les une su animadversión hacia la aristocracia árabe. El viejo castillo se convierte en una fortaleza. La partida de bandidos crece hasta ser un auténtico ejército. Ornar tiene un mote,
el capitán de la gran nariz
. No es un delincuente: ya no se dedica a asaltar granjas, sino que es el caudillo de todos los que se rebelan contra el despotismo árabe. Su popularidad en la región crece hasta el punto de que Muhammad, siempre flexible, decide no perseguirle, sino, al contrario, abrazarle. Le perdona sus delitos y le otorga un puesto en su guardia personal. Ornar aceptará la propuesta.
Ornar ibn Hafsún no va a traicionar al emir. Sabemos que participó, y con bravura, en las campañas de 882 y 883, aquellas que se resolvieron en la imprevisible maniobra del primer ministro Hasim y la paz de hecho con el reino de Asturias, aunque también con el odio eterno entre Hasim y el príncipe Al-Mundir, que se sintió traicionado por el astuto ministro. Pero como le había ocurrido antes al muladí Ibn Marwan, también Ornar ibn Hafsún cayó víctima de los celos y desdenes de los jefes árabes. Irritados por el ascendiente de aquel muladí malagueño, los mandatarios del emirato le harán la vida imposible: le insultarán, le escamotearán los víveres en campaña, le harán objeto de intolerables desprecios públicos… Hasta que Ornar decide abandonar los ejércitos de Córdoba. Vuelve a ser un rebelde.
Instalado nuevamente en Bobastro, Ornar prodiga sus ataques contra el emirato. Como guerrillero da muestras de un talento militar implacable. Conquista las fortalezas de Comares y Mijas. Su territorio se extiende por buena parte de la sierra de Málaga. Son años de inquietud en Córdoba. El emir Muhammad I muere en 886. Le sucede en el trono su hijo Al-Mundir, el mismo que había dirigido tantas campañas contra el reino de Asturias. Pero Al-Mundir, nada más llegar al trono, sólo piensa en resolver una cuenta pendiente: aún le escuece la maniobra de Hasim ante los muros de León. Y Al-Mundir es uno de esos hombres que nunca olvidan.
Cuentan las crónicas moras que, durante las exequias fúnebres del difunto emir Muhammad, el ministro Hasim se permitió recitar unos equívocos versos: «¿Consolaré mi alma por vuestra pérdida, oh, Muhammad, leal amigo de Dios y bienhechor insigne? ¿Por qué la muerte no ha arrebatado a otros que aún permanecen vivos y por qué, para provecho mío, ellos y no tú han bebido la copa envenenada?». Esto dijo Hasim. Y Al-Mundir, quizá por susceptibilidad, quizá por la ojeriza que le tenía a Hasim, interpretó que las palabras «otros que aún permanecen vivos» se referían a él, y que el ministro le estaba deseando la muerte. De manera que el príncipe, flamante emir, ordenó detener a Hasim, confiscó sus bienes, derribó su casa y le mandó matar en prisión. Así terminó sus días Hasim.
En cuanto a Al-Mundir, no le esperaba una vida larga, y en ello tuvo mucho que ver Ornar ibn Hafsún, nuestro personaje. Como el rebelde malagueño no paraba de incordiar, el nuevo emir envió a todo su ejército contra él. En vano. No consiguió recuperar más que la plaza de Iznájar, en Córdoba (hasta ahí habían llegado los territorios controlados por Ornar). Al-Mundir, que tenía una amplia experiencia militar, decidió encabezar él mismo las operaciones. Su primer objetivo fue Archidona, donde los rebeldes se rindieron al saber que el emir en persona les asediaba. Pero Al-Mundir, cruel, mandó ejecutar a los defensores; más precisamente, mandó ejecutar a los mozárabes, o sea, a los cristianos, perdonando la vida a los muladíes. Tras Archidona, Priego. Y tras Priego, el emir marchó directamente contra Bobastro, el cubil de Ornar.
Cuando Ornar vio aparecer a Al-Mundir ante Bobastro, buscó una salida negociada: rendición a cambio de amnistía. El emir aceptó; era lo más rápido. Así Ornar ibn Hafsún se rindió al emir de Córdoba. Pero todo fue una añagaza del gran bandolero: en cuanto el emir levantó el campo, Ornar volvió a las andadas. De manera que Al-Mundir, decidido a aplastarle, renovó el asedio, y esta vez a muerte. Ahora bien, iba a suceder algo inesperado: el que murió fue Al-Mundir, que enfermó durante el cerco y expiró a los pocos días. Era 888. El emir había reinado sólo dos años.
Al efímero Al-Mundir le sucedió su hermano Abdallah. Dicen las malas lenguas que fue este Abdallah, presente en el cerco de Bobastro, quien había provocado la muerte de Al-Mundir, porque instigó al médico a sangrar al enfermo con una lanceta envenenada. Sea como fuere, lo que estaba envenenado era el propio emirato. Desde Badajoz hasta Zaragoza y desde Jaén hasta el norte de África, por todas partes habían surgido rebeldes que se erigían en auténticos reyes contra Córdoba. Y el más notable de ellos era, por supuesto, nuestro Ornar ibn Hafsún.
Desde su base de Bobastro, Ornar saca partido de la debilidad del nuevo emir y empieza a actuar en todas direcciones. Siempre con el apoyo de las masas mozárabes y bereberes, recupera el control sobre Estepa, Osuna y Ecija; conquista Baena, se le rinde Priego, sus correrías llegan incluso hasta los arrabales de Córdoba. Ha construido un verdadero estado con el centro en la sierra de Ronda, en Málaga, y anchas extensiones hacia Jaén, Granada, Sevilla y la propia Córdoba. El emirato no tendrá más remedio que reconocerle como gobernador de esta singular región.
Hacia el año 899, Ornar da un paso imprevisible: se convierte al cristianismo. El dato es interesante, porque incide en la superficialísima islamización de la población muladí. ¿Cuántos de ellos no serían, en realidad, cristianos dispuestos a volver a su fe original a la primera ocasión? Ornar se bautiza como Samuel. Construye en Bobastro una iglesia mozárabe (aún existen sus restos) e incluso nombra un obispo local. Parece que la conversión de Ornar/Samuel le restó el apoyo de grupos bereberes, pero las disensiones no debieron de ser muy numerosas, porque el rebelde mantuvo su hegemonía durante muchos años más.
El ocaso de Ornar empezó cuando Abdallah, el nuevo emir, consiguió el apoyo de los Banu-Qasi para acogotar al rebelde. Los territorios controlados por Ibn Hafsún se redujeron progresivamente. El murió en 917, pero su hijo Suleyman mantuvo la bandera; junto a él se hallaba otra hija de Ornar, Argéntea. Tendrá que ser otro emir, Abderramán III, quien por fin logre tomar el castillo de Bobastro, y eso no ocurrirá hasta el año 928.
El clan Hafsún tuvo entonces que marchar al exilio. Abderramán, implacable, ordenará desenterrar el cadáver de Ornar y colgarlo de la muralla. Argéntea, la hija de Ornar Ibn Hafsún, será llevada a Córdoba y obligada a abjurar del cristianismo. Pero la hija del rebelde se mostrará tan orgullosa como su padre: no abjurará de su fe. Abderramán ordenará degollarla. Era el 13 de mayo de 931. Hoy recordamos a esta brava mujer como Santa Argéntea, virgen y mártir.
El caso de Ornar ibn Hafsún no fue el único, pero sí es el ejemplo más relevante de la inestabilidad del emirato de Córdoba en estos años finales del siglo IX. Años que permitirán a Alfonso III construir un reino que sus antepasados no habrían soñado jamás.
Al emir Abdallah nunca le faltaron los enemigos. Uno de ellos, Ornar ibn Hafsún, marcó todo su reinado. Otro, paradójicamente, no iba a dirigirse contra el emir, sino contra el reino de Asturias. Se trata de Ahmad ibn al-Qitt, el
Hijo del Gato
, que por su cuenta y riesgo predicó la guerra santa, organizó su propio ejército y en 901 marchó contra la recién repoblada Zamora. Fue la última gran amenaza exterior que tuvo que afrontar Alfonso. Pero, ¿de dónde había salido este sujeto, el Hijo del Gato?
El episodio tiene algo de novelesco. Empecemos por el autor intelectual de la operación, Abu Alí al-Sarray, de profesión guarnicionero, de afición la guerra contra el infiel. Abu Alí había participado en cuantas campañas se presentaban contra Asturias. Deseoso de más combates, se empleó a predicar la guerra santa por todos los rincones del emirato. Pero el emir, Abdallah, tenía pocas ganas de guerra. Por otra parte, todo Al Andalus se había llenado de caudillos que, con unos pocos hombres, podían arrebatar un trozo de tierra al emir y erigirse en pequeños reyes. Abu Alí se meterá en todas las conspiraciones posibles. Primero hizo de intermediario entre Ornar ibn Hafsún y los Banu-Qasi. Después trató de levantar a los muladíes contra el emir Abdallah. Y en un momento determinado, concibió un proyecto aún más ambicioso: formar un gran ejército, lanzarlo contra Asturias, aplastar al rey Alfonso y, de vuelta a Córdoba, entre laureles de victoria, derrocar al emir para poner a otro en su lugar.
El problema que se le planteaba a Abu Alí era éste: ¿quién?, ¿quién podía encabezar la ofensiva contra Asturias?, ¿quién podía enardecer los ánimos de las masas para formar un gran ejército?, ¿quién podía comparecer ante el pueblo como sustituto del incompetente emir Abdallah? Abu Alí encontró a su hombre, un Omeya, el príncipe Ahmad ibn Muawiya Al-Qu-raysi, llamado
La Gacela
, bisnieto del emir Hisam I. A este Ahmad, llamado también Ibn al-Qitt, es decir, Hijo del Gato —pues tal era el sobrenombre de su padre—, nos lo pintan las crónicas moras como hermoso, crédulo, dado a la astrología y de espíritu vivaz. El hecho es que Ahmad aceptó: él predicaría la guerra santa contra los «politeístas» —que así llamaban ellos a los cristianos— del reino del norte.
Una pregunta necesaria: ¿era posible movilizar a un ejército para tal cosa? ¿Había un público objetivo —diríamos hoy— para la guerra santa contra Asturias? Lo había, sí. Por un lado, el descenso de la frontera asturiana hasta Zamora había puesto en grave peligro a las comunidades musulmanas de las áreas próximas, convertidas en objeto de las campañas asturianas de saqueo. Por otro, la credulidad de las masas, en un momento de crisis como aquél, las hacía especialmente vulnerables ante cualquier horizonte de redención. Un interés socioeconómico, pues, y otro religioso. Y los protagonistas de ambos eran los mismos: la población berebere, que era al mismo tiempo la que más sufría las campañas cristianas y la que ocupaba la base social de Al Andalus. Bereberes serán, pues, quienes acudan a la llamada del nuevo líder.
Ahmad, la Gacela, el Hijo del Gato, se presenta ante las masas como el Mahdi, el guiado, el elegido, el profeta, el salvador cuya venida anunció Mahoma y que instaurará la comunidad islámica perfecta antes del final de los tiempos. Decenas de miles de bereberes van uniéndose a su estela. Vienen de Toledo, Mérida, Talavera, Almadén. Ahmad ibn al-Qitt marcha desde Fahs al-Ballut (Los Pedroches) hasta Trujillo, y luego predica entre los nefza, una tribu berebere que ocupaba el norte de Extremadura. Allí señala su objetivo: Zamora, la orgullosa y ofensiva Zamora, ese insulto cristiano a los musulmanes. Zamora, reconquistada en 893, repoblada con mozárabes de Toledo, dotada enseguida de poderosas murallas y anchos fosos, se había convertido en la muestra más clara de la osadía cristiana, la mayor amenaza sobre los bereberes de las regiones cercanas. Junto a Toro y Simancas, repobladas por las mismas fechas, la posición de Zamora había permitido a Alfonso III controlar la confluencia del Duero y el Pisuerga y proteger el llano del Esla. Era una pieza fundamental. Y contra Zamora marcharán los hombres de Ahmad.
Dicen que el ejército de La Gacela sobrepasaba los 60.000 infantes y jinetes. Era, pues, el más numeroso que jamás había amenazado las tierras del reino de Asturias. Esa inmensa multitud acampó frente a Zamora, en la orilla opuesta del Duero, preparada para el ataque. Era el 7 de junio de 901. Ahmad, que durante toda la campaña había prodigado los gestos espectaculares para mantener viva la moral de sus hombres, se permitió allí una última exhibición. Mandó llamar a un mensajero, escribió una carta al rey Alfonso donde exigía su inmediata conversión al islam so riesgo de perder la cabeza y despachó al emisario con destino a la corte. Alfonso, que estaba en Zamora con sus tropas, se hizo leer la carta, contestó con un rugido y se preparó al combate.
Fueron tres días de guerra sobre el lecho del Duero. La presión del inmenso ejército de Ahmad parecía invencible. Pero ocurrió algo que cambió las cosas. Uno de los jefes de las tribus nefza, un tal Zual ibn Yais, comenzó a recelar de Ahmad. Fue justamente la posibilidad de la victoria lo que hizo desconfiar al jefe Zual. ¿Quién podía asegurarle que, después de una victoria como aquélla, el Mahdi Ahmad iba a respetar la autoridad del berebere sobre sus propias gentes? ¿Cómo no temer que Ahmad, victorioso, quisiera quedarse con el poder sobre las tribus nefza? De manera que, en un determinado momento del combate, Zual reunió a los suyos, les expuso sus temores y, discretamente, abandonó el campo. No fueron muchos los que se marcharon, pero sí los suficientes para sembrar el desconcierto en el bando moro y estimular a los cristianos, que redoblaron sus energías. Aquello selló el resultado final.
Las tropas del reino de Asturias empujaron a los musulmanes hasta el río Duero. Los bereberes de Ahmad lo cruzaron en retirada. Creyéndose a salvo, acamparon. Pero las huestes de Alfonso marcharon en su persecución, prolongando los combates. Alfonso III no dio descanso a su enemigo. Combatiéndole por el día, acosándole por la noche, logró que las filas musulmanas clarearan entre muertos y fugitivos. Aquel ejército de fortuna, construido sobre el fanatismo religioso y el deseo de venganza, sin otra dirección militar y política que la ambición del príncipe Ahmad y el guarnicionero Abu Alí, se desmoronó como un castillo de naipes.
Cuando Ahmad se vio perdido, no le quedó más opción que recurrir a otro de sus gestos, el último. Montó su potro y, seguido por sus fieles más íntimos, se lanzó a galope tendido contra la compacta línea de las fuerzas cristianas. Allí perdió la vida Ahmad ibn Muawiya Al-Quraysi, llamado ibn al-Qitt, el Hijo del Gato, llamado también La Gacela, que quiso derrocar al emir Abdallah en nombre de la guerra santa contra el infiel. Alfonso ordenó clavar la cabeza de Ahmad en las puertas de Zamora, mientras las tropas de Asturias aniquilaban al resto del ejército moro. Así terminó aquella demencial aventura que, para la posteridad, quedaría bautizada como la Jornada del Foso de Zamora.
Los efectos de la Jornada Zamorana fueron muchos, sobre todo en el orden psicológico. Apenas un par de años antes, Alfonso había sufrido un serio revés en Tarazona a manos de los Banu-Qasi; ahora, vencedor en Zamora, su crédito quedaba recompuesto. Por otro lado, entre los moros corrió como pólvora la noticia: era el mayor descalabro que sufría la media luna desde muchos años atrás, y eso, en un ambiente como el que entonces respiraba el emirato, entre profecías y convulsiones, causó gran impresión en las conciencias.