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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

La gran aventura del Reino de Asturias (52 page)

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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El nuevo rey de León emprendió su primera campaña inmediatamente, en la primavera de 915. Su objetivo fue deliberadamente fácil: Mérida. Fácil porque Ordoño sabía que aquel territorio se mantenía semi rebelde respecto a Córdoba y, por tanto, no contaba más que con sus propias fuerzas para repeler un ataque exterior. El área de Miknasat al Asnal, como llamaban los musulmanes a aquella región, estaba controlada por el señor de Badajoz, un tal Abdallah, que era nieto de nuestro viejo amigo Ibn Marwan, el muladí rebelde, aliado en otro tiempo de Asturias. Este Abdallah estaba a su vez en guerra con los bereberes de la región, y en precaria alianza con otros muladíes que controlaban el Algarve después de haber expulsado de allí a los árabes. Era imposible que en ese caos pudiera encontrarse una resistencia armada digna de consideración. Una vez más, Ordoño sabía dónde golpeaba.

La campaña cristiana fue un éxito. Ordoño partió de Zamora, llegó a Medellín y sometió la ciudad. Después enfiló hacia Castro Alange, con el mismo resultado. Y acto seguido acampó junto a Mérida, donde no fue preciso entablar combate: los señores locales de Mérida y Badajoz negociaron con el rey, se sometieron y pagaron tributo a León. Ordoño volvió a Zamora con un botín enorme. Lo invirtió en construir una nueva catedral para la sede leonesa.

León estaba aplicando al emirato la misma política que durante años había ejecutado Córdoba sobre las tierras cristianas. Con la sensible diferencia de que, ahora, el botín era mucho mayor que el que las aceifas musulmanas pudieron cobrar un siglo atrás en las tierras castellanas y alavesas. Ordoño repitió la operación al año siguiente, y siempre en la misma región. Una decisión muy lógica desde el punto de vista estratégico, porque la actual Extremadura, que constituía el flanco oeste del emirato, era uno de los puntos débiles de Córdoba. Mantener la presión sobre Mérida equivalía a someter al emir a una grave inestabilidad. A ese propósito respondió la campaña del año 916, esta vez más cerca de Évora. Córdoba pudo responder con un contingente armado, pero fue insuficiente. Las tropas cristianas derrotaron a los refuerzos musulmanes y el jefe moro terminó preso en León.

Esto era más de lo que Abderramán III podía soportar. Hasta ahora el nuevo emir había concentrado sus esfuerzos en sofocar la rebeldía de los caudillos locales, pero había llegado ya la hora de enfrentarse al enemigo del norte. Por otro lado, seguramente el astuto emir vio aquí una buena oportunidad para someter a su vez a los extremeños: dado que los cristianos golpeaban en esas tierras, Córdoba podría ganarse la fidelidad de Mérida y Badajoz si vencía a las tropas de Ordoño. Consta que hubo una primera campaña mora en junio de aquel mismo año 916. La dirigió un tal Ahmad ibn Muhammad ibn Abi Abda. Dice la crónica mora que regresó a Córdoba sin mayor percance, de donde cabe deducir que volvió con las manos vacías. En todo caso, la gran ofensiva vendría después.

Agosto de 917. Abderramán III se ha decidido a hacer una demostración de fuerza frente a los orgullosos cristianos del norte. Ha traído un poderoso ejército de África, bien nutrido desde el Magreb. Su objetivo es la línea del Duero oriental. Va a empezar el intercambio de golpes entre Abderramán y Ordoño, una sucesión ininterrumpida de batallas que se prolongará durante años.

Castromoros y Valdejunquera: la espada de dios

Vamos a asistir a la primera ofensiva de Abderramán III contra tierras cristianas. El nuevo emir es un tipo enérgico y un tanto sanguinario, pero es también muy astuto: sabe dónde tiene que golpear y por qué. Así como Ordoño estaba golpeándole en tierras extremeñas, lo cual amenazaba con desmoronar el flanco occidental del emirato, Abderramán se propone golpear a Ordoño en su flanco oriental, en Castilla, donde nace el Duero, para desmantelar la repoblación cristiana y recuperar la hegemonía mora sobre los caminos hacia Aragón y La Rioja. Duelo de colosos.

A principios de agosto de 917 sale de Córdoba un enorme ejército musulmán. En su mayor parte proviene del norte de África. Lo manda un hombre de confianza del emir, el caíd Ahmad ibn Muhammad ibn Abi Abda, que las crónicas cristianas llaman Hulit Abulhabat. Llamémosle Hulit. La hueste pone ruta hacia el Duero oriental. Siembra a su paso la desolación y la muerte. A primeros de septiembre se planta ante San Esteban de Gormaz, en el sitio que entonces se llamaba Castromoros. Su objetivo: arrasar esa plaza y, a partir de ella, aniquilar los puntos neurálgicos de la repoblación cristiana.

¿Quién aviso a Ordoño? No lo sabemos, pero el hecho es que allí apareció Ordoño II. Y no sólo él, sino, según parece, también las tropas del rey de Pamplona, Sancho Garcés. El ejército de Córdoba no esperaba semejante aparición. Los ejércitos cristianos cayeron sobre el campamento moro como un ciclón. Los moros, desprevenidos, apenas si pudieron reaccionar. El 4 de septiembre, el poderoso ejército que mandaba Hulit huye a la desbandada. Dicen las crónicas que los musulmanes muertos fueron tantos que su número excedía el cómputo de los astros: desde el cauce del Duero hasta Atienza, todo el campo amaneció cubierto de cadáveres. Entre los caídos de Córdoba se hallaba su jefe, el propio Hulit. Ordoño mandó colgar su cabeza en las almenas de San Esteban de Gormaz. Al lado colgó la cabeza de un jabalí; no dejaba de ser una forma de homenajear al vencido.

La victoria cristiana en Castromoros tuvo consecuencias políticas inmediatas. Espoleados por el triunfo, los reyes de León y de Navarra se lanzan a ocupar las plazas más importantes de La Rioja. Es ya la primavera de 918. Las tropas cristianas ponen sitio a Nájera, cercan Tudela, toman Arnedo y Calahorra… Es el fin de la hegemonía Banu-Qasi en el Ebro riojano. Abderramán responde de inmediato. Ese mismo verano lanza un ejército sobre tierras de Soria. La fuerza mora libra dos batallas consecutivas contra las huestes cristianas, los días 14 y 16 de agosto. La crónica mora dice que en Córdoba se celebró la victoria con grandes manifestaciones públicas; la crónica cristiana señala que hubo mucha muerte para ambas partes.

No hubo tregua. O mejor dicho, sí la hubo, pero fue sin querer. Al año siguiente, 919, Ordoño prepara una gran ofensiva contra tierras toledanas. Simultáneamente, Abderramán había preparado otro gran ejército. Ambos llegan a verse en la frontera; ambos rehúsan combatir. ¿Por qué? Sin duda, unos y otros habían calculado una campaña de saqueo sobre territorio enemigo, no un enfrentamiento a campo abierto. Pero esta ausencia de batalla no significa que la belicosidad de los dos caudillos haya menguado. Al revés. Acto seguido, Abderramán proclama la guerra santa. Se avecina una nueva ofensiva contra tierras cristianas. Y esta vez el propio emir irá al frente.

Conocemos casi todo sobre esa campaña. Abderramán concentró a sus tropas con gran aparato el 23 de abril de 920. Un mes después la hueste se puso en movimiento. Su objetivo: el Duero oriental, una vez más; el punto que más preocupaba al emir. El poderoso ejército moro cruzó Guadalajara con rumbo a Medinaceli. En una rápida cabalgada, atacó con éxito Osma y San Esteban de Gormaz, Clunia y Burgos, Tudela y Calahorra. Luego se dirigió hacia Arnedo, donde aguardaba el rey de Pamplona, Sancho Garcés. Cuando éste supo que Ordoño acudía a socorrerle, sacó a sus tropas de la ciudad para unirlas a los ejércitos de León. Seguramente no hubo tiempo para formar un frente lo bastante sólido. El ejército de Abderramán desarboló la resistencia cristiana en Viguera y se encaminó hacia Pamplona.

A unos veinticinco kilómetros de Pamplona, en Valdejunquera, el grueso del ejército cristiano trató de detener la ola musulmana. Pero era un grueso demasiado escaso: la superioridad del ejército cordobés se impuso de manera implacable. Abderramán hizo numerosos prisioneros; entre ellos, los obispos de Tuy y de Salamanca. Los supervivientes trataron de refugiarse en la fortaleza de Muez, pero el emir la sitió y, después de un feroz asedio, la desmanteló. Todos los cautivos fueron degollados. Acto seguido, los sarracenos asolaron los campos. Allí el emir dio por concluida la campaña. Dicen algunas fuentes que entró en Pamplona, abandonada por sus habitantes, y la saqueó. En todo caso, acto seguido retornó a Córdoba.

Dice la tradición que Ordoño culpó de la derrota de Valdejunquera a los condes castellanos y que, a causa de esto, los mandó prender y ejecutar. ¿Quiénes eran esos condes? Nuño Fernández, Abolmondar Albo y Fernando Ansúrez. De este episodio habría nacido la institución de los Jueces de Castilla, que ya hemos visto aquí, para prevenir ulteriores abusos regios. Esto, en realidad, sólo es leyenda. Es posible que Ordoño prendiera a los condes, en efecto, y que les hiciera responsables del desastre, por no haber defendido bien sus posiciones en el Duero. Pero consta que no los ejecutó, porque años después encontraremos sus nombres en distintos documentos. Sobrevivieron.

Probablemente Abderramán pensó que había desarticulado la fuerza ofensiva leonesa, pero no fue así. Ni las bajas cristianas fueron tantas como dicen las crónicas agarenas (porque inmediatamente vamos a ver a las tropas leonesas y navarras enteramente recompuestas), ni los golpes sobre la frontera afectaron a la repoblación (porque varias de las plazas arrasadas por el emir serán reconstruidas ipso facto), ni la derrota melló la acometividad de Ordoño. En la primavera de 921, pocos meses después del desastre de Valdejunquera, Ordoño ataca. Y, provocador, lo hace en el área que hasta entonces había utilizado Abderramán como vía de paso hacia el nordeste: Guadalajara.

Fue ésta de Ordoño una campaña de saqueo y botín. Se trataba, ante todo, de devolver el golpe de Valdejunquera. Los ejércitos de León llegan a Guadalajara (y hay que suponer que, esta vez, con la ayuda castellana, dado el teatro de los hechos). Sitian y desmantelan sucesivamente una serie de castillos cuya identificación actual sigue siendo polémica, porque las fuentes no se ponen de acuerdo, pero que podemos localizar en La Alcarria y el corredor del Henares: la vía de comunicación entre el emirato y las tierras Banu-Qasi de Zaragoza. Dice la crónica cristiana que la incursión llegó hasta muy cerca de Córdoba, aunque hay que suponer que el cronista se refería en realidad a Toledo. Y hecho un cuantioso botín, Ordoño volvió a Zamora con su crédito militar recompuesto.

En este momento le va a ocurrir al rey algo muy doloroso. A su regreso a Zamora encuentra muerta a su esposa Elvira, la hija de Hermenegildo Gutiérrez. Ordoño tenía en este momento cincuenta años. Ya no era joven, pero tampoco era viejo, y un rey no puede estar sin reina, así que el monarca se vuelve a casar. La escogida es Aragonta González, de la poderosa familia gallega de los Betote o Betótiz, con anchas posesiones en Pontevedra. Es una unión política: Ordoño quiere seguir vinculado a los clanes nobiliarios gallegos. Eso sí, el matrimonio apenas duró dos años, porque Ordoño repudió a Aragonta en 923.

¿Por qué Ordoño repudió a Aragonta? Al parecer, por razones políticas. En un tiempo en que los matrimonios tenían una función política decisiva, los repudios no eran nada anormal; tampoco parece que fuera un episodio traumático, pues a esta Aragonta la vamos a encontrar enseguida instalada en sus tierras pontevedresas con una notable fortuna, fundando monasterios y con tratamiento regio hasta su muerte. ¿Y cuáles eran esas razones políticas que motivaron el repudio de Aragonta? Unas muy concretas: la creciente solidez de la alianza leonesa con Navarra. Ordoño, en efecto, se casa con la infanta Sancha, hija del rey de Pamplona.

La alianza con Navarra era una pieza esencial de la política de Ordoño. Si la derrota de Valdejunquera hizo peligrar el asunto, la victoria de Guadalajara devolvió lustre a las armas de León. En el verano de 923, a iniciativa del rey Sancho Garcés de Pamplona, navarros y leoneses emprenden una ofensiva conjunta en La Rioja. Ordoño ocupa Nájera. Sancho toma Viguera. Los efectos de la derrota de Valdejunquera se disolvían; los cristianos recuperaban el pasillo riojano.

Habían pasado doscientos años desde la victoria de Covadonga. No es muy verosímil que Ordoño, que tenía un temperamento sensiblemente menos ilustrado que el de su padre, se detuviera a mirar atrás: «No sabía descansar, temiendo que el ocio menguara su preocupación por los asuntos del reino», dicen de él las crónicas. Pero el hecho es que las campañas de 921 y 923 habían llevado al reino a una extensión inimaginable para Pelayo y los suyos.

Es interesante imaginar cómo habrían podido ser los años siguientes del reino con Ordoño al frente. Pero ni siquiera hay posibilidad de plantear la hipótesis, porque Ordoño II murió en junio de 924, de muerte natural. Diez años antes, recién designado para el trono, una enfermedad había estado a punto de llevárselo al otro mundo. Otra enfermedad se lo llevaba ahora. Fue enterrado en la catedral de León, tras el altar mayor. La crónica escribió con letras de oro su memoria: «Prudentísimo en la guerra, justo y muy misericordioso con los ciudadanos, piadosísimo y entrañable, fuera del usual modo humano, para los infelices y los pobres, y famoso por su honestidad en todos los negocios concernientes al gobierno del reino».

Pero si Ordoño fue todo eso en vida, no pudo hacer que las mismas virtudes le sobrevivieran. A la muerte del rey, su hermano Fruela se hace con el trono y margina a los hijos de Ordoño. Van a venir años terribles para el reino; años de guerras internas que van a colocar a la política leonesa al borde del abismo.

La Extremadura del Duero: la nueva frontera

Si algo caracteriza a la España cristiana durante todo el proceso (largo, larguísimo) de la Reconquista, es lo siguiente: siempre hay una nueva frontera por alcanzar. Esto no pasaba en la España musulmana, cuyo espacio político —los territorios sobre los que mantenía un control directo— se hallaba definido con bastante claridad desde el principio. Pero la España cristiana, al contrario, vive bajo la sugestión permanente de la proyección hacia el sur, y por eso precisamente fue posible la Reconquista.

En el caso del reino de Asturias, después reino de León, esa sugestión de la nueva frontera es transparente. Primero, en los tiempos fundacionales, el horizonte está en la línea del Miño y la Cordillera Cantábrica. Después, desde finales del siglo VIII, en los valles orientales de Álava y Burgos. Más tarde será el alto Ebro y la vertiente sur de las montañas cántabras. Y todavía más tarde, la línea del Duero occidental, el Esla, el Pisuerga, el Arlanzón, el Ebro medio. Y luego el Mondego en Portugal, y el alto Duero, y después… Y después, inevitablemente, las tierras al sur del Duero. Ahora bien, esto último llevaba los horizontes cristianos hasta la línea misma del espacio político andalusí, cosa que nunca había ocurrido hasta entonces.

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