En enero de 912, Gonzalo Téllez aparece en un documento muy importante, la fundación del monasterio de San Pedro de Arlanza. Gracias a ese documento sabemos que su esposa se llamaba Flámula. Este monasterio está al sur de la ciudad de Burgos, no lejos de Lerma. La presencia de una comunidad monástica allí significa que, para ese año, la frontera efectiva ya había bajado mucho y que la línea del Duero se consideraba segura. Nace un espacio nuevo que conocerá el mismo proceso que ya hemos visto en capítulos anteriores: los colonos repueblan por su propia iniciativa, el poder regio sanciona después las tierras adquiridas. Ese espacio empieza a llamarse ya Extremadura del Duero (por eso Soria, en su escudo, es Cabeza de Extremadura). A Gonzalo Téllez se lo traga la historia en el año 913, fecha de su última aparición documental. Nada más sabemos de él. Quizá participó en la campaña de García sobre tierras riojanas. En todo caso, ya había entrado en la historia.
La llegada a la línea del Duero tiene otros protagonistas. A uno ya lo conocemos bien: Munio Núñez, conde de Castilla, suegro del rey García, el mismo conde que se levantó contra Alfonso III en las oscuras jornadas de 909. Debía de ser un hombre ya de edad, de la misma generación que el rey Magno. Le hemos visto combatir contra las aceifas musulmanas de los años anteriores (882 y 883) desde su posición de Castrojeriz. Ahora, 912, ya no es conde de Castilla, sino de Amaya. Pero desde esa base emprende la repoblación de otro punto fundamental en la nueva frontera: Roa, entre Valladolid y Aranda.
Roa es también ciudad de abolengo. Enclave vácceo (celtibero) antes de ser romano, ocupado por los bereberes, despoblado después de las campañas de Alfonso I, era una ciudad casi desierta hasta esa fecha de 912. La llegada de Munio Núñez devuelve Roa a la vida. Manda fortificar la plaza con una torre. A su sombra queda protegida la vida de los colonos que, en número incesante, han ido instalándose en los alrededores desde varios años atrás. Es otra pieza básica en la Reconquista.
Y el tercer personaje decisivo es Gonzalo Fernández, conde de Burgos desde 899 y, además, de Castilla desde 909. Gonzalo debía de ser un tipo muy activo, porque su nombre aparece vinculado a la reconquista y repoblación de numerosas plazas. Lo tenemos en Burgos en 899, en Lara inmediatamente después. Su primera aparición documental data de esas fechas: es la fundación del monasterio de San Pedro de Cárdena, en la comarca burgalesa de Juarros. Llega hasta el río Arlanza. Derrota a una guarnición musulmana en Carazo. Es uno de los puntales de la Reconquista en la Extremadura del Duero.
Gonzalo Fernández asume el control sobre la zona central del Duero. Si Munio había fortificado Roa y si Téllez estaba en Osma, Gonzalo Fernández ocupa todos los enclaves del área intermedia, desde Haza hasta San Esteban de Gormaz, pasando por la vieja ciudad romana de Clunia, hoy Coruña del Conde. A Gonzalo Fernández nos lo vamos a encontrar como conde de Castilla en distintos documentos hasta 915. Después, al parecer, marchó a la corte leonesa. Pero no desaparecerá de la historia, porque iba a dejar un legado insospechado. Desde una fecha indeterminada, quizás entre 913 y 915, estaba casado con una dama llamada Muniadona. ¿Otra Muniadona, como la esposa del rey García, hija de Munio? Otra no, seguramente la misma. Parece, en efecto, que esta Muniadona, al enviudar de García, casó con Gonzalo. Y con él tendrá un hijo que iba a dar mucho que hablar: Fernán González, el primer conde de Castilla independiente.
El hecho es que la acción de los tres condes, evidentemente impulsada por la voluntad regia, culmina la obra de Alfonso III. Lleva físicamente la frontera hasta la línea del Duero y además se preocupa por dejar constancia de la nueva marca. Desde Simancas hasta Soria, una línea ininterrumpida de castillos, torres y fuertes cubre la trayectoria del río. No hemos de concebir esa línea de enclaves como un frente de guerra —el sur del Duero sigue prácticamente despoblado—, sino, según hemos explicado, como los nudos de una red. En torno a ellos se construye la vida de un mundo que está naciendo. Por eso las fortalezas del Duero son tan importantes: más que una cadena de construcciones militares, lo que tenemos delante es una red de centros neurálgicos que van a permitir organizar el territorio, controlarlo y, en definitiva, sumarlo al espacio político del reino de León.
El emirato reaccionará, como era de esperar. Había que desmantelar ese avance cristiano. Vendrán años de guerra. Pero lo esencial es que, a la altura de 912, la obra que concibió Alfonso III había quedado culminada: el reino llegaba a las aguas del Duero. Y los pies de Gonzalo Fernández, Munio Núñez y Gonzalo Téllez, sumergidos en el río, daban fe de que aquello había vuelto a ser tierra cristiana.
El reino de Asturias se ha metamorfoseado. Derrocado Alfonso III, la corona pasa a sus hijos, que dividen el reino en tres: Galicia, Asturias y León. Y cuando muere Alfonso, García I se convierte en rey de León con todos los derechos. Un personaje inquietante, García, marcado por sucesos que no ofrecen una imagen demasiado grata. Y además estaba la cuestión política. ¿No iba a descomponerse la España cristiana con esa división de reinos? Veamos cómo fue.
Ante todo, desdramaticemos la cuestión política; eso de que un rey repartiera el reino entre sus hijos —o que éstos hicieran el reparto una vez vacante el trono, como parece ser el caso asturiano— era un fenómeno bastante común. Entre los francos era incluso una costumbre institucionalizada. Esto es así porque en la Edad Media el reino, como unidad política, respondía a un concepto esencialmente patrimonial: era patrimonio del rey. En nuestros días, la división de un país ocasionaría un hondo desgarro político; en la Edad Media, no.
El reino podía partirse y dividirse sin que hubiera una impresión de desgarro político porque las relaciones políticas, en esta época, no tienen nada que ver con las que conocemos hoy. Las relaciones políticas de las personas se establecían en función de sus vinculaciones directas, por arriba y por abajo, en la escala social. Uno estaba vinculado a su tierra, a su familia, a su señor —en su caso—, al rey por personas interpuestas y, en todos los casos, a Dios por mediación de la Iglesia. En ese contexto, que el reino se partiera en dos o en tres trozos era algo que sólo tenía relevancia para los magnates y para la corte, y apenas para la gente del común.
¿Cómo sería la articulación del conjunto político, una vez dividido el reino? No conservamos documentación que nos lo explique, pero podemos imaginarlo por el paralelismo con muchos otros casos semejantes en el medioevo europeo. Cabe pensar que el reino de León, como cabeza del conjunto político, guardaría una cierta superioridad que se materializaría en huestes armadas, en tamaño de la corte y en rentas; no en vano era el predio del primogénito y heredero, García, a quien correspondía el territorio más extenso, León y Castilla. En cuanto a los otros reinos, Galicia y Asturias, encomendados a Ordoño y Fruela respectivamente, serían entidades menores, sin duda completamente autónomas, pero respetuosas con la hegemonía leonesa.
¿Y esto afectaba de alguna manera a la Reconquista? Seguramente, no. El proceso de descenso hacia el sur era imparable, formaba parte de la esencia misma de la vida cotidiana en todas las áreas del reino. De hecho, lo que hemos visto en los años siguientes a la muerte de Alfonso es que sus hijos prolongan la línea por él sentada, culminan su obra y llegan al Duero oriental. Veremos también cómo el nuevo rey de León, García, emprende campañas que parecen calcadas sobre la plantilla de su padre. Pero para explicar este último punto hay que profundizar un poco en la figura del rey García I, un tipo controvertido.
Todo cuanto sabemos de García permite reconstruir una imagen muy nítida: la del hombre exasperado por la enorme talla de su padre. Es como si García hubiera vivido toda su vida entre intimidado y apabullado por la grandeza de Alfonso, deseando imitarle y, a la vez, deseando derribarle. Es un caso frecuente: la huella enorme de un padre grande puede generar en el heredero una mezcla explosiva de sentimientos donde se juntan la admiración y el odio, la rebeldía y el temor, el complejo de inferioridad y el deseo de venganza. Así pudo ocurrir con García.
Una de las pocas cosas que sabemos de García, en sus tiempos de príncipe heredero, es que su padre le confió tareas de repoblación en el área de Zamora. Nada de empresas bélicas: organización del territorio. ¿Qué tendría García en su cabeza en aquellos años? El tiempo pasaba, el viejo rey seguía en el trono, el heredero envejecía… En un momento determinado, García se permite gestos problemáticos. Por ejemplo, hacer generosas donaciones a monasterios preocupándose de que en el documento no se mencione para nada el nombre del rey, su padre. Es un dato interesante: permite reconstruir un perfil psicológico que explicaría, a su vez, la conspiración de 910 y el derrocamiento de Alfonso. Y explicaría también el insólito gesto de birlarle a su padre los 500 dinares de oro que éste, antes de morir, quiso donar a la sede de Santiago de Compostela.
Una vez en el trono, García parece obsesionado por imitar a su padre. Del mismo modo que Alfonso había llegado hasta Mérida y el segundón de la familia, Ordoño, hasta Sevilla, García arma un fuerte ejército y busca dorar su espada en tierras moras. Eso sí, un poco más cerca, entre Toledo y Talavera, que era la frontera norte del emirato. Lo único que sabemos de esa campaña es que resultó frustrante. Las huestes de García llegaron a Talavera, entraron en la ciudad, apresaron al gobernador, un tal Ayola, y se marcharon. Pero muy pocas jornadas después, cuando el ejército cristiano estaba todavía en El Tiemblo, en Ávila, este gobernador Ayola se escapó. García se quedó sin premio.
Después de la frustrada expedición a Talavera, García busca nuevas glorias guerreras y marcha contra la frontera oriental, es decir, La Rioja, sin duda el lugar más peligroso que podía escoger. Es curioso: también otro lugar donde su padre, el rey Alfonso, buscó una y otra vez victorias. Cierto que, en esta ocasión, García tenía razones más que sobradas para intervenir en tierras riojanas, y más aún desde que los condes castellanos, en 912, habían puesto los pies en el alto Duero. Con la frontera allí dibujada, neutralizar las amenazas que pudieran venir de La Rioja se había convertido en algo vital, pues de eso dependía la seguridad de la repoblación en la zona.
¿Quién personificaba la amenaza en tierras riojanas? Los Banu-Qasi, por supuesto. Alfonso III, derrotado militarmente por el fiero Lope ibn Muhammad en Tarazona y ante Grañón, había logrado vencerle políticamente en Pamplona y Toledo. Ahora Lope había desaparecido, pero los Banu-Qasi seguían allí y, sobre todo, parecían decididos a trabajar para Córdoba. Aunque los herederos de Lope carecían del talento del viejo jefe, era preciso conjurar la amenaza. Y García apuntó a una de sus plazas fundamentales: Arnedo.
Arnedo había sido un enclave decisivo de los Banu-Qasi. Cubría la retaguardia de sus posiciones en La Rioja y la entrada al Ebro aragonés. Desmantelar la potencia musulmana en Arnedo equivalía a abrir el camino para dominar las tierras riojanas, algo que interesaba tanto al reino de León, porque libraría de amenazas la repoblación en el alto Duero, como al reino de Pamplona, porque le permitiría bajar su frontera muy al sur. No sabemos si algún contingente navarro reforzó las huestes de García, pero sí que éste puso sitio a la ciudad, derrotó a sus defensores y dejó la comarca expedita para que avanzara la repoblación cristiana. Fue un gran éxito de García I de León.
¿Veía finalmente García coronado su cetro con los laureles de la victoria? Sí, pero incluso en esto el primer rey leones fue desdichado. Porque ya fuera a causa de las heridas recibidas en el combate o ya por alguna enfermedad contraída durante el asedio, García volvió a Zamora muy quebrantado. Tan quebrantado que murió pocas semanas después. Así, la única victoria importante de García terminó siendo la causa de su muerte. Era el año 914; no llegó a estar cuatro años en el trono.
La muerte de García, tan imprevisible, creaba de repente un problema político peliagudo. ¿Quién ocuparía ahora el trono leonés? García no había tenido ningún hijo de su esposa, Muniadona. Eso descartaba problemas de carácter dinástico. Pero García tenía tres hermanos con título de rey. Excluido el clérigo Gonzalo, quedaban Ramiro, muy joven; Fruela, rey en Asturias, y Ordoño, rey en Galicia. Este fue el elegido. Y la elección no debió de revestir complicación alguna, a juzgar por lo que dicen las fuentes árabes. Así lo explicó Ibn Hayyan:
Al morir su hermano García, los cristianos llamaron a Ordoño desde León y Astorga, capitales de su reino, dejando él en Galicia como vicarios a los condes de su confianza y tomando el gobierno de la comunidad cristiana en plena soberanía.
De forma que León y Astorga, las dos ciudades principales del nuevo mapa político, fueron las que llamaron a Ordoño.
¿Porque era el segundogénito y, por tanto, el siguiente en la línea sucesoria de Alfonso? ¿Porque era un buen político, según había demostrado en Galicia, y además un excelente jefe guerrero, como había tenido oportunidad de manifestar en sus prodigiosas campañas? Probablemente por todas estas razones a la vez. Y así Ordoño II, en 914, se convirtió en el segundo rey de León.
Ordoño iba a reinar diez años. En ese tiempo pasarían cosas de gran importancia para la Reconquista. Pero, al mismo tiempo, acontecimientos de no menor relieve se estaban sucediendo en Córdoba. Porque en 912 había muerto el emir Abdallah y subía al trono su nieto Abderramán III. Y con este personaje iba a cambiar la fisonomía de Al Andalus.
Córdoba tenía un problema: el emirato hacía agua. Córdoba dominaba la mayor parte de la Península, sí, pero ¿qué era en realidad lo que dominaba? Porque toda la España musulmana estaba llena de reyezuelos que hacían lo que les venía en gana y el poder del emir iba quedando relegado a una función ornamental. Era preciso tomar decisiones drásticas. Y entonces llegó alguien que las tomó: Abderramán III, nieto de una navarra, hijo de una cautiva cristiana, que llegaría a ser el primer califa de Occidente. Con él cambiaría el mapa de la Reconquista.
Córdoba, en efecto, tenía un problema: su poder se desvanecía. ¿Por qué? Fundamentalmente, por el odio generalizado a la minoría gobernante árabe: ni muladíes, ni bereberes, ni mozárabes la aceptaban. Fenómeno que a su vez se combinaba con el odio que estos otros grupos, según los tiempos y lugares, se profesaban entre sí, y con otro fenómeno no menos llamativo: la disidencia de otros grupos árabes respecto al grupo que mandaba en la corte cordobesa. Y como el emirato era incapaz de hacer valer su hegemonía en todo el territorio de Al Andalus, todas esas querellas se tradujeron en la toma del poder efectivo por parte de élites locales que, en la práctica, dejaban de obedecer a Córdoba. Para colmo de males, los musulmanes del norte de África habían proclamado un califato independiente y, al parecer, eran muchos quienes en Al Andalus sentían la tentación de abandonar a los Omeyas hispanos para ponerse bajo las órdenes de los nuevos califas vecinos.