Era verdad que, en principio, la sucesión de Ordoño correspondía a sus hijos. Pero seguramente Fruela se preguntaría por qué había de ser así. ¿Acaso a la muerte de García no había sido su hermano Ordoño quien ocupó el trono de León? Cierto que García había muerto sin descendencia y que Ordoño sí tenía hijos, nada menos que seis: Alfonso, Ramiro, García, Sancho, Jimena y Aurea. Pero los hijos del rey muerto, ¿qué significaban? Rey, lo que se dice rey, no había más que uno vivo, Fruela, que lo era del territorio asturiano desde 910, cuando la partición del viejo reino. Ahora todo él —Galicia, León, Castilla y, por supuesto, Asturias— volvía a depender de un solo cetro.
Ojo, que aquí hay dos cuestiones importantes. Una, la sucesión; la otra, el territorio. Vayamos primero con la sucesión. ¿No habíamos quedado en que la corona ya era hereditaria, después de las convulsiones del sistema electivo? Teóricamente, así era: los reyes anteriores —Alfonso III, Ordoño I— habían heredado el trono por línea paterna; pero recordemos que ninguno había quedado exento de conspiraciones para arrebatarles el cetro. De manera que el sistema hereditario, por así decirlo, se hallaba establecido, pero no consolidado.
La otra cuestión importante es la territorial. La coronación de Fruela representa la reunificación bajo una sola corona de todo el territorio cristiano del norte, dividido a la muerte de Alfonso. Recordemos: destronado Alfonso, León y Castilla quedaron para García; Galicia, para Ordoño; Asturias —una Asturias que abarcaba la franja cantábrica desde el río Eo, en la raya con Galicia, hasta el Deva en Guipúzcoa— para Fruela. La muerte de García y su sucesión por Ordoño habían reunificado dos partes. Ahora, la muerte de Ordoño y su sucesión por Fruela reunificaba las tres.
No podemos saber si Fruela, cuando desplazó a los hijos de Ordoño para hacerse con la corona, tenía en mente este proyecto reunificador; si se sentía
imperator
, como su padre. Es verdad que el rey se rodeó inmediatamente de toda la pompa posible. Ya antes, cuando sólo reinaban en el solar asturiano, Fruela y su mujer Nunilo habían sido ungidos y proclamados reyes con gran aparato. Durante su reinado privativo en el territorio astur, Fruela va a multiplicar los gestos grandiosos: otorga a la Iglesia de Oviedo numerosos territorios y villas, manda reconstruir la calzada de Somiedo hacia la meseta y, entre otras cosas, dona a la catedral ovetense la Caja de las Agatas, una maravilla de orfebrería con la Cruz de Pelayo grabada en plata. Ahora, 924, rey no sólo de Asturias, sino también de Galicia y de León, Fruela II se hace proclamar soberano en Santiago de Compostela y no ahorra un nuevo gesto de magnificencia: dona a la basílica jacobea todos los terrenos que la rodean hasta una extensión de doce millas en derredor.
Fruela tenía ambiciones, eso parece claro. El carácter de sus sucesivos matrimonios así lo indica. Su primera mujer, Nunilo, era hija del rey de Pamplona: típico matrimonio regio, como el de su padre, Alfonso, y el de su hermano Ordoño, casado también con una hija de Sancho Garcés. Pero cuando Nunilo muere, hacia 920, Fruela contrae otro matrimonio que lleva implícito un brusco cambio en su línea política. Escoge como esposa a una Banu-Qasi, Urraca, hija de Muhammad ibn Lope, lo cual debió de sentar como un tiro en la corte pamplonesa. También sabemos que destituyó al obispo de León, Frunimio, posiblemente demasiado vinculado a los hijos de Ordoño . Y tal vez lo mismo llevó a la muerte a los hijos de un tal Olmundo, a los que el nuevo rey mandó ejecutar por rebeldía.
¿Qué se proponía Fruela? Cualquier cosa que digamos no será más que vana conjetura. Hay historiadores que atribuyen a Fruela el mérito —si de tal puede hablarse— de no haber emprendido ninguna ofensiva contra los musulmanes, sin otra iniciativa guerrera que el auxilio a los navarros cuando Abderramán III saqueó Pamplona. Es un argumento bastante frágil, porque el hecho es que Fruela II no tuvo tiempo material de emprender nada: murió enseguida, en 925. Las crónicas de la época dicen que de lepra; no hay por qué dudarlo.
Si la situación política interior ya era delicada con Fruela en el trono, por la marginación de los Ordóñez (los hijos de Ordoño), ahora, con el trono vacío, el paisaje explotó. La corona de Fruela la recoge su hijo, Alfonso Froilaz, llamado
El Jorobado
, pero no es más que una coronación formal. Los Ordóñez, que no se habían atrevido a alzarse en armas contra su tío Fruela, sí lo hacen contra su primo Alfonso. Aparecen así en el reino dos bandos claramente diferenciados. ¿Quién tenía más derecho al trono? Difícil saberlo: los hijos de Ordoño invocaban el hecho de ser hijos de rey, pero lo mismo podía decir Alfonso Froilaz. Así empezó la guerra.
Sin embargo, la suerte estaba echada. Los mismos nobles que apoyaron en su día a Fruela contra los hijos de Ordoño, apoyan ahora a los hijos de Ordoño contra el hijo de Fruela. Los hijos de Ordoño: de los seis que tuvo el viejo rey, aquí son tres los que cuentan, a saber, Alfonso, Sancho y Ramiro. Sancho se había ganado el apoyo de los nobles gallegos; Ramiro, el de los nobles portugueses. También los condes castellanos están apoyando a los hermanos Ordóñez. Seguramente hay detrás de esto implicaciones políticas de más calado. Es perfectamente posible que los intentos reunificadores del partido de los froilanes incomodaran a los nobles de los otros territorios; lamentablemente, nos falta información al respecto. Pero, sobre todo, debió de ser el giro en la política navarra de Fruela, con esa alianza de última hora con los Banu-Qasi, lo que movió a los notables del reino a desconfiar de alguien cuyas intenciones no terminaban de verse claras.
La política respecto a Navarra fue, de hecho, determinante en este conflicto. El propio rey de Pamplona, Sancho Garcés, aprovechará la crisis sucesoria para enderezar una situación que se le había vuelto adversa. El primogénito de Ordoño, Alfonso, está casado con una hija del rey Sancho. Para Pamplona, la victoria del partido de los Ordóñez significa reanudar una alianza decisiva, la alianza que había roto Fruela. Podemos imaginar perfectamente a Sancho Garcés actuando cerca de quienes en Asturias y León cortaban el bacalao. También podemos imaginar a las tropas de Pamplona tomando las armas para defender la candidatura de Alfonso, el primogénito, yerno del rey navarro. Así, los hijos de Ordoño no tardan en inclinar de su lado la balanza.
Y mientras tanto, ¿qué ocurría con Alfonso Froilaz el Jorobado? Alfonso apenas reinará nominalmente unos meses; de hecho, es el único rey de Asturias que carece de número ordinal (debería haber sido Alfonso IV). Primero Alfonso intenta hacerse fuerte en Galicia, pero es desalojado de allí por Sancho. Sin más apoyos que algunos pocos clanes nobiliarios a caballo entre Asturias y Cantabria, El Jorobado se retira a la Asturias de Santillana —la mitad occidental de la actual Cantabria, más o menos— y allí se hace fuerte. Mantiene sus pretensiones al trono, pero en realidad sus posibilidades son nulas; no es rey más que en su pequeño solar de Santillana. Impotente, no puede hacer otra cosa que contemplar en la distancia cómo otro Alfonso, su primo, el hijo de Ordoño, se proclama rey.
A este Alfonso Ordóñez, Alfonso IV, se le conocería como
El Monje
por su inclinación a la vida religiosa. Alfonso reinaría en León y Asturias desde febrero de 926, mientras su hermano Sancho quedaba como rey en Galicia y Ramiro hacía lo propio en Portugal. Pero Sancho morirá pronto, en 929, y Galicia pasará a formar parte de las tierras de Ramiro. Será, eso sí, por poco tiempo: en 930 muere la esposa de Alfonso y éste decide abrazar la vida religiosa. En efecto, en 931 el rey convoca una asamblea de nobles en Zamora y allí hace acto formal de entrega de la corona a su hermano Ramiro, que reinará como Ramiro II. Alfonso se retira al monasterio de Sahagún. Pero entonces…
Alto. Veamos: estamos ya en 931, han pasado más de doscientos años desde la batalla de Covadonga, la España cristiana ocupa ya cerca de un tercio de la Península, Abderramán III acaba de convertir el emirato de Córdoba en califato y el mapa no tiene nada que ver con el que había al principio de nuestro relato. Este reino que ahora tenemos entre manos —o más precisamente, entre las manos de Ramiro II— ya no es el de Asturias: la nueva entidad política tiene poco que ver con el solar de Pelayo, y no sólo por el cambio de capitalidad y de nombre —ahora es León—, ni por el exponencial aumento de su territorio, sino porque lo que ha nacido aquí es una realidad social, cultural, política e histórica distinta. Nuestra narración debe concluir.
Podemos resumir lo que pasó después: Ramiro reina, el Monje Alfonso —nunca sabremos por qué— se rebela junto al Jorobado Froilaz, su insurrección será bárbaramente aplastada por Ramiro, el cual, por otro lado, se las verá en el campo de batalla con Abderramán III. Vendrán años de hierro que conocerán victorias y derrotas de un lado y de otro. Mientras tanto, Castilla se convierte en condado independiente. E inmediatamente después los otros territorios cristianos de la Península —Navarra, Aragón, Barcelona— empiezan a adquirir un peso creciente, hasta el punto de que Navarra se convierte en el verdadero eje de la cristiandad española. Luego aparecerá en escena Almanzor, que siembra la desolación a su paso y a punto está de aniquilar las esperanzas de los reinos cristianos. Pero Almanzor muere y, tras él, nada queda en pie, el califato se descompone y surgen los reinos de taifas. Nace una situación nueva en la que veremos varios reinos moros y varios reinos cristianos, a veces aliándose, a veces combatiéndose. Eso sí, jamás cesará el flujo hacia el sur.
Pero todo esto es ya otra historia.
Hemos contado doscientos años de historia. Un tramo tal vez corto en la crónica de unas tierras cuya biografía se cuenta por milenios. Pero es que aquellos doscientos años, los dos siglos del reino de Asturias, fueron decisivos para la trayectoria posterior de todos los españoles.
El viejo reino de Asturias fue un milagro de supervivencia, el fruto de una resistencia prodigiosa cimentada sobre una mezcla a partes iguales de rebeldía espontánea, fe, determinación y, todo sea dicho, suerte, porque seguramente nadie habría podido hacer nada igual en un entorno geográfico distinto a las montañas cantábricas, y con un enemigo menos dado a las disensiones internas que el siempre problemático islam español.
A lo largo de doscientos años, esa voluntad de resistencia, parapetada tras la Cordillera Cantábrica y galvanizada por la cruz, pudo ir uniendo a pueblos que hasta entonces nunca habían sido el mismo pueblo, ni siquiera bajo Roma: astures, cántabros, gallegos, vascones, hispanogodos… después, bercianos, leoneses, mozárabes del sur.
A ese conglomerado, el reino de Asturias le dotó de una identidad religiosa y política, y le otorgó asimismo una significación histórica, es decir, un pasado y un futuro. Un pasado: el reino se configuraba como la prolongación consciente de la vieja Hispania goda, romana y cristiana. Un futuro: el reino se atribuía implícitamente la misión de proyectar sus fronteras hacia el sur, en nombre del derecho a recuperar la España perdida.
¿Podía aquello, cabalmente, considerarse prolongación del reino godo de Toledo? ¿Tenía títulos Oviedo para recuperar España? Hay opiniones para todos los gustos, pero, en realidad, ¿qué importa? Bastaba con que la convicción calara hondo en aquella gente. Y el hecho es que la resistencia inaugural de Pelayo fue convirtiéndose en otra cosa; fue convirtiéndose en un
movimiento
histórico. Primero, de manera inconsciente; muy pronto, de manera consciente. En nombre de ese pasado y de ese futuro, millares de personas encontraron una justificación para cruzar montes y ríos, ganar tierras y extender su huella sobre las planicies de la meseta. Eso es lo que conocemos como Reconquista.
Doscientos años después de Covadonga, el movimiento de la Reconquista —llámesele «proceso», si se prefiere— era un hecho imparable. Se había pasado de una realidad estática —el reino de Asturias— a una realidad dinámica, el movimiento repoblador hacia el sur. Y ese movimiento estaba tan arraigado en la vida de la España de aquel tiempo, que iba a permanecer vivo durante siglos. Más aún, la identidad profunda de la España medieval no se define por los perfiles —problemáticos, cambiantes— de los distintos reinos y sus magnates, sino por ese proceso dinámico de expansión sobre las tierras del mediodía.
En esa fragua se forjó una identidad. Nada menos. El movimiento incesante de pioneros, repobladores y colonos, sólo detenido para volver a ponerse de nuevo en marcha, creó una manera específica de ver el mundo y de entender el sentido de la propia vida. Nada de lo que ocurre en España durante los siglos siguientes puede entenderse sin aquel impulso, hondamente arraigado, de la Reconquista: ni la toma de Granada, ni la expansión aragonesa por el Mediterráneo, ni la unificación de Castilla y Aragón, ni el descubrimiento y conquista de América, ni el Siglo de Oro, ni tampoco la mengua posterior. La historia de España durante casi mil años quedó determinada por aquella potencia elemental que emergió en las montañas cantábricas.
Nada de eso, evidentemente, podían saberlo —ni siquiera sospecharlo— los pioneros: ni los primarios caballeros rurales que dirimían sus disputas a hierro y fuego, ni los monjes que soñaban con restaurar el orden gótico, ni los campesinos que se aventuraban a plantar sus reales al otro lado de los montes, en valles donde el enemigo acechaba sin tregua. Pero visto desde hoy, con ojos que pueden tomar perspectiva, aquel formidable impulso de resistencia y supervivencia adquiere un sentido propiamente
fundador
. Porque allí, en efecto, empezó todo.
Ahora echamos la mirada atrás y no podemos sino conmovernos por la existencia de aquella gente, siempre al límite. Nos vuelven a las mientes las figuras de la Reconquista. No las figuras legendarias de estampas antiguas, sino las gentes de carne y hueso. Lebato y Muniadona, los primeros colonos con nombre conocido, en sus presuras inaugurales sobre el valle de Mena. Beato de Liébana, en su áspera disputa con Elipando, «testículo del Anticristo». Vítulo y Ervigio con sus monjes colonos en Espinosa de los Monteros. El audaz Purello corriendo tras los secuestradores moros para rescatar a su hijo en los montes de León. Los mozárabes que murieron mártires en Córdoba y los que abandonaron el emirato para empezar una nueva vida en el norte. Los desdichados campesinos aragoneses que acabaron sus días emparedados en la cueva de la Foradada. Los nobles guerreros como Fruela Pérez, el bravo Gadaxara y el fiel Teudano. Los arquitectos como Theoda, el de Oviedo. Los pioneros de Brañosera, «Valerio y Félix y Zonio y Cristuévalo y Cervello con toda su parentela», como dice el fuero. Cautivas que fueron reinas como la vasca doña Munia. El oscuro Catelino en pugna con el obispo Indisclo por unas tierras en Astorga. Los grandes condes Gatón, Hermenegildo, Munio, Rodrigo, y las no menos grandes condesas Argilo, Ava, Munia, Elvira… Los intelectuales que venían del sur, como el obispo Dulcidio, y aquel ermitaño Pelayo que descubrió el sepulcro de Santiago. Y al fondo del cuadro, como un río de caudal interminable, centenares de caravanas que cruzan el paisaje de norte a sur llevando consigo ilusiones, esperanzas, miedos e incertidumbres.