Pero quizás el mayor efecto fue el político. Bajo el impacto de la victoria de Zamora, Alfonso podía lanzarse a nuevas aventuras. Y había un escenario que reclamaba insistentemente su atención: el valle del Ebro, donde aún escocía el varapalo que le había propinado Lope ibn Muhammad. Quizás había llegado la hora de la revancha.
La victoria de Zamora en 901 puso a Alfonso III en una situación muy ventajosa: había demostrado de qué eran capaces las armas de Asturias. Ante todos los poderes de la España de entonces, la corona de Oviedo aparecía ahora como una potencia indiscutible. Todos debían reconocer su hegemonía en el campo cristiano.
Y sin embargo, a Alfonso le quedaba pendiente un enojosísimo problema: la hostilidad de los Banu-Qasi, irreductibles en el valle del Ebro, y cuyo poder se había extendido desde Toledo hasta el Pirineo. Para acabar con el nuevo jeque Banu-Qasi, Lope ibn Muhammad, Alfonso necesitaba apoyos. Necesitaba, sobre todo, el apoyo de Fortún, el rey de Pamplona. Pero Fortún no quería. ¿Por qué?
Fortún Garcés I, rey de Pamplona desde 880, de la dinastía Iñiga o Arista. Fortún era el hijo primogénito del rey García Íñiguez. Siendo príncipe heredero, hacia 860, cayó cautivo del emir Muhammad. Fue llevado a Córdoba y allí estuvo preso durante largos años. Su hija Oneca fue dada en matrimonio al entonces príncipe Abdallah. Cuando García Íñiguez murió, hacia 870, y dado que Fortún aún se hallaba en cautiverio, desempeñó la regencia de Pamplona García Jiménez, de la dinastía Jimena. Fortún retornó a Navarra en 880 y ocupó el trono. Nuestro hombre pasaba ya de los sesenta años en aquel momento.
¿Por qué Fortún se mostraba remiso a atacar a los Banu-Qasi? Por miedo, sin duda. Sabemos que Alfonso III se había entrevistado con Fortún a la altura del año 900. Fortún ya era un anciano, pero Alfonso tampoco era un niño: pasaba de la cincuentena y llevaba treinta y cuatro años —se dice pronto— reinando. Sin duda hablaron del enemigo común. Posiblemente Alfonso pidió ayuda al rey navarro; sin duda éste se la negó. Alfonso tendría que hacerlo todo solo. O quizá no tan solo, pues más al este Aragón y Pallars sufrían también los golpes de los Banu-Qasi.
En 904 Alfonso atacó los territorios Banu-Qasi. Esta vez, sin embargo, será más prudente que en la campaña de 899 —la del desastre de Tarazona— y no se internará en zona enemiga, sino que actuará sobre la frontera. Parece que su primer objetivo fue Ibrillos, cara a La Rioja, cerca de la línea del río Tirón. Los ejércitos de Asturias tomaron la plaza. Después siguieron camino hacia la cercana Grañón, en dirección a Nájera, y sitiaron el castillo de la localidad.
Lope ibn Muhammad respondió, pero, al igual que su oponente, lo hizo con prudencia. No acudió frontalmente con sus huestes contra las tropas de Asturias, sino que reaccionó con un astuto movimiento. Se dirigió más al norte, hacia el área de Miranda de Ebro, y cercó el castillo fronterizo de Bayas. Era una jugada magistral: si caía Bayas, nada impediría a los Banu-Qasi derramarse sobre el llano de Miranda. Sin duda Lope sabía que Alfonso no tenía suficientes tropas para atender dos frentes a la vez. Y tal y como Lope había calculado, al rey de Asturias no le quedó otra opción que levantar el asedio sobre Grañón para prevenir la caída de Bayas.
Seguramente la frustrante experiencia bélica hizo pensar a Alfonso que derrotar a los Banu-Qasi en el campo de batalla era imposible. Para conseguirlo le resultaba imprescindible contar con la ayuda navarra, de modo que Lope tuviera que combatir en varios sitios a la vez y no pudiera concentrar sus fuerzas, pero esa ayuda se le negaba. Había que encontrar una solución. Alfonso la encontró. Y la solución no será militar: será política.
El gran golpe llega en 905. La aproximación de Fortún a los intereses musulmanes se estaba haciendo intolerable. Lo que a Fortún le preocupaba no era llevarse bien con Córdoba, sino ganarse la alianza de los Banu-Qasi, a los que temía. Era comprensible el miedo del anciano rey pamplonés. Pero, visto desde Oviedo o desde el Pirineo, ese acercamiento se presentaba lleno de riesgos: podría construir un auténtico muro que dividiera a la España cristiana, aislando al reino de Asturias, por un lado, y a los condados pirenaicos, por el otro, haciéndolos a todos más vulnerables. Era preciso, pues, quitar de en medio a Fortún.
Es difícil saber quién tomó la iniciativa, si Alfonso III, rey de Asturias; Galindo II Aznárez, conde de Aragón, o Ramón I, conde de Pallars y Ribagorza. Los tres necesitaban una Navarra inequívocamente alineada con la cruz. Los tres querían acabar con el Banu-Qasi. Los tres aparecen relacionados con el episodio. Los tres participaron, sin duda, en el golpe. Su protagonista será Sancho Garcés.
¿Quién era Sancho Garcés? Sancho era hijo de García Jiménez, el noble que había regentado la corona de Pamplona durante el cautiverio de Fortún. Nuestro hombre era sobrino del conde de Pallars. Pero, además, Sancho estaba casado con una nieta del propio Fortún, doña Toda Aznárez. Doña Toda, hija de Oneca, la misma que había sido entregada a Abdallah, pero que, concluido el cautiverio de su padre, volvió a Pamplona y se casó con un noble local, don Aznar Sánchez de Larraun. Atentos a la huella de esta mujer, Oneca, que aún saldrá más veces en nuestra historia.
El hecho es que, con estos antecedentes, la cuestión se planteará como una mezcla de pleito jurídico e intervención armada. Sancho ocupa Pamplona, recusa los derechos de los hijos de Fortún y afirma los de su esposa, doña Toda, la nieta del rey. En nombre de los derechos de su mujer se hace con la corona de Pamplona. ¿Nuevo conflicto entre las dos familias, la Iñiga y la Jimena? No lo parece: todos los descendientes de Fortún, el último rey Iñigo, casarán con miembros de la dinastía Jimena. Es como si todos los que pintaban algo en Pamplona hubieran estado de acuerdo con la maniobra. En cuanto a Fortún, ya muy anciano, muere al año siguiente, 906, recluido en el monasterio de Leyre.
Pero la maniobra no se limitaba a Pamplona. Casi al mismo tiempo, los Banu-Qasi pierden una poderosa plaza: Toledo. La vieja capital goda, en perpetua insurrección desde mucho tiempo atrás, había atravesado por numerosas vicisitudes. En 888 había pasado a manos de la tribu berebere de los Hawara de Santaver. Después, Lope ibn Muhammad la había recuperado para los Banu-Qasi y puso al frente a su pariente Mutarrif. Ahora, en 906, ocurría algo imprevisible: los toledanos se sublevaban, mataban a Mutarrif y entregaban el gobierno de la ciudad a un tal Lope ibn Tarbisa. ¿Por qué los toledanos mataron a Mutarrif? ¿Quién era este Lope ibn Tarbisa? Nadie lo sabe. Pero muy pocos meses después de estos sucesos, Alfonso III viajaba a Toledo, entraba en la ciudad entre grandes aclamaciones —cosa insólita— y recibía numerosos regalos de los toledanos. Todo indica, pues, que este cambio de poder en Toledo también fue una maniobra política del rey de Asturias.
El mapa cambió súbitamente. Ahora el Banu-Qasi Lope se encontraba rodeado de enemigos por todas partes: al sur, Toledo; al norte, Navarra y Pallars; al oeste, el reino de Asturias. Lope no se quedará quieto, evidentemente. Su primer movimiento fue una ofensiva en toda regla contra Pamplona. Entró con el grueso de sus tropas en Navarra, llegó a la capital y frente a sus muros empezó a construir una fortaleza para someter a los pamploneses a un acoso permanente. Pero la fortuna había vuelto la espalda al terrible Banu-Qasi. Sancho Garcés, el nuevo rey de Pamplona, lanzará contra Lope una serie ininterrumpida de ataques y emboscadas. Finalmente Lope ibn Muhammad, el último gran Banu-Qasi, moría combatiendo frente a Pamplona el 29 de septiembre de 907.
El imperio Banu-Qasi se hundirá en un abrir y cerrar de ojos. Ya había perdido Toledo y el sur de Navarra. Ahora perderá, una tras otra, Barbastro, Alquézar, la Barbotania, Monzón,
Lérida, Ejea… Era el fin del poder de una dinastía. Los Banu-Qasi seguirán siendo poderosos, pero su estrella se eclipsa. Córdoba había encontrado un socio mucho más cómodo: los Banu-Tuyibi, los tuyibíes, con base en Zaragoza, que además tenían la ventaja —para Córdoba— de no ser autóctonos, sino árabes procedentes del Yemen.
El golpe de Navarra cambió la historia de la cristiandad. A partir de ese momento, se configura en el norte un bloque de cierta solidez que, sobre todo, busca asentarse a través de los enlaces matrimoniales. Navarra y los condados pirenaicos encontrarán frecuentemente que sus intereses son los mismos. Asturias, por su parte, apoyará la expansión de Navarra hacia el sur, vital para asentar la frontera oriental del reino. Y sobre la base de esta comunidad de intereses, Navarra afirmará su propia política hasta convertirse en auténtico eje de la cristiandad española. Pero para esto aún faltaban unos cuantos años. De momento, el eje estaba entre Oviedo y León. Gracias a la astucia política de Alfonso III el Magno.
Sabemos cómo era el mapa de España a principios del siglo X. El reino de Asturias y León ocupaba el tercio noroccidental de la Península. Navarra, Aragón, Pallars-Ribagorza y los condados catalanes se extendían sobre el Pirineo. Los Banu-Qasi ocupaban el valle del Ebro. El emirato de Córdoba controlaba la mitad sur de la Península Ibérica, desde el valle del Tajo hacia Andalucía, y extendía su influencia por todo el litoral mediterráneo, con las consabidas disidencias en Mérida y en Toledo. Pero, ¿qué pasaba en el resto del mundo? ¿Cómo era el mapa?
Estamos hablando de una época en la que Rusia aún no existía e Inglaterra estaba naciendo entre los dolores de parto de las guerras entre sajones y daneses. El centro del mundo, señalémoslo de entrada, para los españoles del siglo X seguía estando en el Mediterráneo, como en tiempos de Roma. A partir de ese centro, en círculos concéntricos, se desplegaba el orbe conocido. En el norte, el Imperio carolingio; en el este, el Imperio bizantino; en el sur, el imperio musulmán. Pero en este momento de nuestro relato esas entidades políticas y geográficas han ido disgregándose a su vez, dando nacimiento a nuevas realidades. Vamos a verlas por partes.
Empecemos por el mundo carolingio, que es el que más afectaba al reino de Asturias. El Imperio carolingio, construido por Carlomagno sobre la mitad oeste del continente europeo, había sido aceptado como heredero del Imperio romano de Occidente. Sabemos que el reino de Asturias comenzó algo que ya podemos llamar política exterior en tiempos de Alfonso II el Casto, cuando se intensificaron las relaciones con la Francia carolingia. Pero cuando Carlomagno desapareció, el imperio empezó a disgregarse y aquella gran referencia universal se alejó del horizonte asturiano. Podemos estar casi seguros de que las relaciones con Francia siguieron, porque consta, por ejemplo, que Alfonso III andará en tratos con los monjes de San Martín de Tours y con el duque de Burdeos, y parece probable que Asturias contara incluso con una pequeña flota que asegurara la comunicación por mar. Pero ya no en términos que quepa considerar como «política exterior» en el sentido propio del término.
Y es que el mundo carolingio se había quebrado. A la muerte de Carlomagno, el imperio se divide. Los hijos del emperador toman el relevo, pero en guerra entre sí. Los trozos que quedan son, muy grosso modo, Francia, Alemania y el norte de Italia. Dentro de cada uno de ellos estallan, a su vez, conflictos de muy diverso género, pero con una nota común: mengua la autoridad de los reyes, crece la de los nobles. El feudalismo se convierte en la norma en Europa a partir de mediados del siglo IX. La dignidad imperial es objeto de guerras sin fin entre aspirantes de nulo relieve. Hasta finales del siglo X, con Otón, no habrá nadie que realmente pueda exhibir de nuevo el título de emperador.
¿Alguien tomó el relevo de la fuente de autoridad que encarnaba el imperio? No. La gran potencia espiritual de Occidente era el Papado, pero en este momento era sólo eso, potencia espiritual, porque en lo material estaba expuesto a sus permanentes conflictos con Bizancio y con los lombardos, entre otros. Los lombardos porque, instalados en el norte de Italia, vivían en perpetua rebeldía contra los carolingios y contra Roma. Y los bizantinos, porque tan pronto ejercían como protectores de Roma que actuaban como enemigos de ella. Todo ello sin contar con la áspera relación entre las iglesias de Roma y Constantinopla, que en el siglo IX comienzan un camino de enfrentamiento que terminará conduciéndolas a la separación definitiva.
Detengámonos en Bizancio, que en aquel momento era una pieza fundamental del puzzle. El heredero del Imperio romano de Oriente se extendía sobre Grecia y los Balcanes, las costas del mar Negro y la península turca, y había empezado a proyectarse hacia la Europa eslava, además de contar con numerosas bases en el Mediterráneo. Después de larguísimas guerras civiles, en este momento de nuestro relato —principios del siglo X— reinaba en Constantinopla la dinastía macedónica, que iba a dar a Bizancio dos siglos de oro. El Imperio bizantino se encontraba ahora con una buena oportunidad: su vecino del sur, el califato de Bagdad, desangrado en interminables querellas internas, se descomponía. Y Bizancio trataría de sacar el máximo partido posible de esa circunstancia.
El califato de Bagdad es el otro gran protagonista de nuestro mapa. En este momento de nuestra historia, la gran extensión territorial del islam primigenio se había detenido; más aún, los inmensos territorios islamizados habían empezado a descomponerse. El caso español es precisamente un buen ejemplo. Del mismo modo que en Córdoba hubo una dinastía autóctona que se desgajó de Bagdad, así otros habían empezado a hacer lo propio en el norte de África. En Túnez nació el reino independiente de los aglabitas. De aquí mismo saldrá la dinastía de los fatimíes, que llegará a gobernar todo el califato. Arrojado a un vértigo incesante de guerras territoriales, querellas doctrinales, disidencias religiosas y odios tribales, el califato se había convertido en un auténtico avispero. Todo ello para mayor tranquilidad de Córdoba, que no tenía nada que temer de ese flanco… de momento.
De manera que, a principios del siglo X, el viejo mundo es una fábrica de conflictos. Bizancio está en guerra cotidiana con Bagdad y mantiene relaciones bastante tensas con Roma. Roma intenta asentar su autoridad espiritual sobre el Imperio de Occidente (el Sacro Imperio Romano Germánico) pero choca con los hondos desgarros del viejo mundo carolingio. Las coronas que han heredado el cetro de Carlomagno tratan de hacerse valer sobre territorios que cada vez controlan menos, porque los señores de la tierra y de la guerra se están convirtiendo en los verdaderos amos. Del mismo modo, el mundo musulmán, desde Marruecos hasta Irán, zozobra entre convulsiones de todo tipo.