Todo esto conforma una personalidad singular, una identidad. Y aunque es erróneo deducir de aquí una especie de identidad política castellana en el alba de los tiempos, sí puede afirmarse que las particulares condiciones de estos colonos crearon una forma determinada de entender la vida individual y colectiva. Esa singularidad castellana se expresa a través de dos personajes de leyenda: los Jueces de Castilla, Nuño y Laín, a quienes la tradición atribuye el rango de primeros gobernantes autónomos de la tierra castellana.
Hay varias fuentes legendarias sobre este asunto de los Jueces de Castilla. Algunos textos remontan el nacimiento de la autonomía jurídica castellana a los tiempos del rey Ramiro I, a mediados del siglo IX; otros, a los del rey Ordoño II, ya en el primer tercio del siglo X. La leyenda viste el asunto con ropajes trágicos. Tras una severa derrota ante los musulmanes, el rey de León culpa a los condes castellanos, pues éstos no habían querido acompañarle en el combate; en consecuencia, prende a los condes y los ejecuta. Los castellanos, indignados, deciden otorgarse su propio gobierno y nombran dos magistrados, uno civil y otro militar, a los que denominan jueces. Sí, «jueces», porque su misión había de ser hacer justicia, y no oprimir a los castellanos ni menoscabar su libertad. Aquellos jueces primeros fueron Nuño Rasura y Laín Calvo.
Nuño Rasura fue el juez de lo civil. Laín Calvo, gran guerrero, el de lo militar. Ambos se reunían en Fuente Zapata, en la localidad burgalesa que hoy se llama Bisjueces, cerca de Villarcayo y Villalaín. Desde allí impartían justicia. Con el paso del tiempo, la tradición iría nutriendo de textos la biografía de ambos personajes. De Nuño Rasura —nos dice la tradición— descenderá Fernán González, el primer conde independiente de Castilla; de Laín Calvo, nada menos que el Cid Campeador. No faltan piezas epigráficas que avalan la historia. En la necrópolis altomedieval de San Andrés de Cigüenza, al lado de Villarcayo, hay un epitafio que dice así:
Hic jacet Nunius, Rasura, judex Castellanorum.
Esta leyenda sigue circulando hoy como partida de nacimiento de Castilla, y es una leyenda hermosa, pero hay que apresurarse a subrayar que es sólo eso, leyenda. En ninguna parte consta que Nuño Rasura y Laín Calvo tuvieran existencia real y que, juntos, configuraran algo así como el primer tribunal castellano. Eso sí, esta leyenda, como todas, bebe sin duda en una realidad. ¿Cuál? La de la progresiva emancipación castellana. Que esa emancipación empezara por lo jurídico es algo completamente lógico. Oviedo y León estaban muy lejos de allí, las comunicaciones eran difíciles y nada más natural, por tanto, que ceder a los castellanos el privilegio de juzgarse por sí mismos. Ya hemos visto en capítulos anteriores que el primer conde de Castilla, Rodrigo, tenía la facultad de presidir los pleitos.
¿En qué se sustanciaba esa autonomía jurídica de los castellanos? Ante todo, en la elaboración de un corpus doctrinal propio y basado en la jurisprudencia, es decir, en la acumulación de sentencias regidas por el sentido común y la equidad. Ese corpus doctrinal, en la cultura medieval española, se llama Fuero de Albedrío. Hasta entonces, el código que se aplicaba en España era el
Liber Ludiciorum
promulgado en tiempos del rey godo Recesvinto, hacia 654, y que iba a seguir vigente durante muchos siglos con el nombre de Fuero Juzgo. Pero ya fuera porque en las nuevas tierras colonizadas se conocía poco el texto, o ya porque no hubiera nadie capaz de aplicarlo, en el curso de la Reconquista van apareciendo fuentes distintas de derecho basadas en la experiencia cotidiana. Eso es el Fuero de Albedrío. El de Castilla es el más antiguo, pero también habrá fueros de albedrío en Aragón y Valencia, por ejemplo.
El Fuero de Albedrío castellano sobrevivirá mucho tiempo. A mediados del siglo XIII apareció una compilación de mano desconocida, el
Libro de los Fueros de Castilla
, que recoge una gran cantidad de preceptos. Es interesante leerlos, porque se trata de una detalladísima casuística que señala derechos de reyes, nobles, hidalgos…, y donde el eje central casi siempre es la propiedad. Porque Castilla —hay que repetirlo— emerge como una sociedad de pequeños y medianos propietarios. De esa conciencia de ser dueños de la propia tierra y, por tanto, de la propia libertad, nacerá andando el tiempo la noción de hidalguía.
Quizá Nuño Rasura y Laín Calvo no existieron jamás. Pero lo que ellos encarnan sí que existió: una comunidad de hombres libres, edificada sobre el trabajo, sobre la fe y sobre la guerra, que protegía sus derechos y se enorgullecía de ellos. Eso fue la Castilla inicial. Uno de los frutos más logrados del viejo reino de Asturias.
Entre las muchas leyendas que la tradición sitúa en la época de Alfonso III, en el último tramo del siglo IX, hay una que estaba llamada a conocer un largo recorrido diez siglos más tarde: la leyenda de la batalla de Padura o de Arrigorriaga. Según la tradición, allí se enfrentaron las tropas leonesas, invasoras, contra las vizcaínas, comandadas por un tal Jaun Zuría. Los vizcaínos derrotaron a los leoneses y desde entonces obtuvieron su libertad. El nacionalismo vasco ha convertido Padura en símbolo inaugural de su identidad política. Lo que ocurre es que esa batalla, en realidad, nunca existió.
Resumamos el tema legendario. En fecha imprecisa, quizá 870, quizá 888, el rey Alfonso III envía a un tal Ordoño, hermano o hijo suyo (tampoco en esto hay precisión), para atacar las tierras de Vizcaya. Indignados, los vizcaínos se unen para hacer frente al invasor. Le plantan cara y los dos ejércitos se encuentran en un paraje próximo a Bilbao llamado Padura, que en vascuence quiere decir «las marismas». Tras largos combates con muchos muertos, los vizcaínos vencen. Tanta es la sangre derramada que el paraje de Padura empezará a llamarse Arrigorriaga, que en vascuence significa «lugar de piedras rojas». Después de la batalla, Jaun Zuría será proclamado señor de los vizcaínos.
Ésta es la leyenda. ¿Cuándo surgió? Eso no lo sabemos, pero sí conocemos al primero que la puso por escrito, Lope García de Salazar. ¿Y quién era este Lope García de Salazar? Era un
jauntxo
—un señor rural— del siglo XV; para muchos, el último jauntxo. Hay que situar al personaje en el contexto de la larga guerra civil entre oñacinos y gamboínos, partidos que durante dos siglos agruparon en sendas bandas a los clanes rurales vascos: los Salazar, los Velasco, los Ayala, los Marroquines, los Mújica, etcétera. Es un conflicto que presenta varias caras. Por un lado, los clanes rurales se enfrentan entre sí por la posesión de tierras, caminos, montes…; por otro, los clanes se enfrentan a las villas, que aspiran a llevar una vida independiente de los clanes; al mismo tiempo, la corona —de Castilla— interviene a favor de las villas y contra los jauntxos. Será la corona, ya en tiempos de los Reyes Católicos, la que a petición de las villas vascas consiga sofocar esa larga guerra. Pues bien, en ese contexto, García de Salazar, asediado en su casa-torre por sus propios hijos, escribe un libro,
Historia de las bienandanzas y fortunas
, que, mezclando leyendas e historia, es tenido por la primera historia de Vizcaya.
Lope comienza sus
Bienandanzas
con la creación según el relato bíblico, repasa la historia del pueblo judío, la de Grecia y la de Roma, la de la España goda y la invasión musulmana… Todo, en fin. En su Libro XX relata «la batalla que los vizcaínos ovieron con los leoneses e, seyendo vencedores, tomaron por señor a Don Quria». Y dice así:
Siendo este Don Zuría hombre esforzado y valiente, con su madre allí en Altamira, bajo Mondaca, a la edad de veintidós años, entró un hijo del Rey de León con poderosa gente en Vizcaya quemando y robando y matando en ella porque se quitaran del señorío de León, y llegó hasta Baquio. Y juntados todos los vizcaínos, tañendo las cinco bocinas en las cinco merindades, según su costumbre, en Guernica, y tomando acuerdo de ir a pelear con él para matarlo o morir todos allí, enviáronle a decir que querían poner este hecho en el juicio de Dios y de la batalla aplazada adonde él quisiese. Y por él les fue respondido que él no aplazaría batalla sino con rey o con hombre de sangre real y que les quería hacer su guerra como mejor pudiese. Y sobre esto acordaron de tomar por mayor y capitán de esta batalla a aquel Don Zuría, que era nieto del Rey de Escocia.
Y fueron a él sobre ello y halláronlo bien presto; y enviando sus mensajeros, aplazaron batalla en Padura, cerca de donde está Bilbao. Y llamaron a don Sancho Asteguis, Señor de Durango, para que los viniese a ayudar a defender su tierra; y vino de voluntad y juntóse con ellos todos en uno. Y habiendo fuerte batalla y después de muertos muchos de ambas partes, fueron vencidos los leoneses y muerto aquel hijo del Rey y muchos de los suyos. Y murió allí aquel Sancho Asteguis, Señor de Durango, y otros muchos vizcaínos (…)Y porque en Padura fue derramada tanta sangre, la llamaron Arigorriaga, que quiere decir en vascuence Peña Vitada de Sangre, como la llaman ahora. Y vueltos los vizcaínos con tanta honra a Guernica, tuvieron su consejo, diciendo que sin tener mayor por quien gobernarse, no podrían defenderse bien, y que tomasen a este Don Zuría, que era de sangre real y valiente, pues que él tan bien los había ayudado haciendo grandes hechos de armas en esta batalla, y tomáronlo por señor.
Esto es lo que cuenta Lope García de Salazar, refiriendo sin duda un relato tradicional que debía de circular de forma bastante extensa en Vizcaya y Alava. Pero, ¿por qué atacaban los leoneses a los vizcaínos? La versión de Lope dice que «porque se quitaran del señorío de León», es decir, porque querían separarse de la corona. No obstante, no hay fuente alguna que acredite eso. Otra tradición sobre el mismo asunto da una explicación muy literaria: los leoneses habían acudido a reclamar una serie de impuestos que los vizcaínos no habían pagado; concretamente, un buey, una vaca y un caballo blanco. Según esta misma versión, el nombre real de Jaun Zuría (que quiere decir «señor blanco») era Lope Fortún, y se le mantiene, eso sí, la filiación escocesa, como hijo de una princesa de tan lejanas tierras.
Ahora bien, ninguna otra fuente habla de esa batalla. La primera noticia histórica propiamente dicha que tenemos sobre Arrigorriaga se remonta al siglo XII: es la incorporación de la parroquia de Arrigorriaga, Santa María Magdalena, al monasterio de San Salvador de Oña, ya en 1107. O sea, más de dos siglos después de la supuesta batalla. Pero es que, además, hay muchos datos concretos que hacen imposible el legendario enfrentamiento de Padura.
Por ejemplo, al Ordoño que supuestamente entró en León nos lo presentan ora como hermano, ora como hijo de Alfonso III. ¿Un hermano? Veamos: no es seguro que Alfonso tuviera otros hermanos que el Odoario que aparece en el documento de la repoblación de Chaves. Y si los tuvo, como quiere la leyenda del infante ciego, entonces deberían haber muerto antes de los supuestos sucesos de Padura. En todo caso, ninguno de los hermanos que la tradición atribuye a Alfonso se llamaba Ordoño. De manera que no pudo ser un hermano del rey quien librara allí batalla. Entonces, ¿un hijo? Alfonso tuvo un hijo Ordoño, en efecto, pero nació hacia el año 871, y desde muy joven, antes de 890, ya estaba dedicado exclusivamente a Galicia; es altamente improbable que se le enviara al frente de una misión contra algún levantamiento en el otro extremo del reino. Y, desde luego, no murió allí.
Un levantamiento en tierras vascas… ¿Hubo tal? No consta. Sabemos, sí, que Alfonso III tuvo que hacer frente a una sublevación de vascones nada más comenzar su reinado, hacia 867: fue aquella donde hizo cautivo al caudillo de los sublevados, Eilo o Egylon. ¿Acaso la tradición popular deformó después aquel suceso, convirtiendo en gran batalla victoriosa de clanes vascos lo que en realidad fue una refriega de señores locales sofocada por el rey de Asturias? Es perfectamente posible. Pero, entonces, ¿qué función tenía la leyenda? ¿Por qué la tradición fabricó el relato de Padura?
Las leyendas, aunque sean falsas desde un punto de vista fáctico, sirven para explicar situaciones históricas cuya memoria se pierde en el pasado. En el caso de la leyenda de Padura, todo apunta a que su función era explicar las libertades forales de una manera épica; libertades que históricamente estaban vinculadas al condado de Castilla, es decir, a una situación de dependencia, y que por tanto había que relatar de una forma distinta, como fruto de un acto soberano. Lope García de Salazar enumera, en ese mismo pasaje de sus
Bienandanzas, un
breve catálogo de las libertades forales y, lo que es más importante, cómo pasaron del reino de León a los condes de Castilla. Dice así:
Y diéronle [a Zuría] la justicia civil y criminal para que él pusiese alcaldes y prestameros y merinos y prebostes que juzgasen y ejecutasen y recaudasen sus derechos a costa suya de él, jurándoles en Santa María la Antigua de Guernica guardarles franquicias y libertades, usos y costumbres según tuvieron en los tiempos pasados y consentidos por los Reyes de León, cuando eran de su obediencia, y después de los Condes de Castilla, que ahora eran sus señores, las cuales, entre otras muchas, eran estas principales: que el señor no procediese contra ningún hidalgo de suyo sino por muerte de hombre extranjero andante y por forzar a mujer y por quebrantamientos de caminos reales y de casas, y por quemas de montes y de sierras; y que no hiciese pesquisa general ni cerrada ni tuviese tormento ni recibiese querella señalando el querelloso, sino con pesquisa de inquisición.
Este párrafo es muy interesante. En la formación legendaria de las libertades locales vascas —no muy distintas de las de los demás territorios de la corona—, el cronista se remonta a una batalla que no existió para explicar el paso de una dependencia a otra: de los reyes de León a los condes de Castilla. ¿Y dependieron alguna vez los territorios vizcaínos de los reyes de León? En realidad, una cosa implicaba la otra. Los territorios de la actual Vizcaya formaban parte del ducado de Cantabria desde la época goda, y siguió siendo su adscripción jurisdiccional durante muchos años después, también bajo la corona de Oviedo. Más tarde veremos cómo aparecen varios condados en la zona de Castilla, y después otro en Alava, siempre bajo la misma corona. En esa evolución, los territorios vizcaínos nunca tuvieron una identidad política propia.