Pero aunque el nuevo emir no era lo que se dice un trabajador infatigable, el destino le había deparado una prueba de iniciación semejante a la que había tenido que afrontar Ordoño. En efecto, el rey de Asturias, nada más llegar al trono, tuvo que afrontar una rebelión de vascones que se convirtió en batalla campal contra los sarracenos. Y del mismo modo, Muhammad, recién proclamado emir, se vio obligado a hacer frente a una rebelión de amplio alcance en Toledo, rebelión en la que terminaría participando Ordoño.
Toledo, la vieja capital goda, siempre rebelde a Córdoba. Aquí hemos contado ya un par de rebeliones especialmente sonadas. Hubo otra después, en 835, que a Abderramán II le costó mucho sofocar; finalmente lo logró, llevándose a Córdoba numerosos rehenes. Pero ahora, 852, los toledanos aprovechaban el cambio en el trono del emirato para volver a sublevarse. Sin duda se trataba de una operación planificada desde tiempo atrás. Bajo la dirección de los magnates de la ciudad, la población de Toledo se rebela y apresa al gobernador. Con el delegado del emir en su poder, los toledanos exigen un trueque: no le soltarán hasta que Córdoba libere a los rehenes presos en Toledo desde aquella rebelión de 835. Córdoba cede, pero los toledanos van más lejos: forman columnas armadas, se dirigen contra Calatrava, atacan la ciudad y la toman. A Muhammad I se le presentaba un serio problema.
El nuevo emir trató de estar a la altura de aquel desafío que inauguraba su reinado. Envió a Calatrava un ejército al mando de un hermano suyo, de nombre Al-Hakam, y logró reconquistar la plaza. Pero Toledo seguía indómita y, pocas semanas después, las huestes rebeldes asestaban un duro golpe a los ejércitos del emir. Fue a orillas del Jándula, no lejos de Andújar. Córdoba había enviado un nuevo ejército, esta vez directamente contra Toledo, al mando de los generales Qasim y Tamman. Alguien debió de advertir a los toledanos sobre esta ofensiva. El hecho es que los rebeldes cruzaron Sierra Morena, emboscaron a las tropas del emir y las aniquilaron. Y todo eso, a apenas ochenta kilómetros de la propia capital del emirato.
Era demasiado para Muhammad. El nuevo emir, extremadamente alarmado, resolvió coger el toro por los cuernos. Alineó un poderoso ejército, se puso él mismo al frente y marchó contra Toledo. Era junio de 854. Un gran peligro se cernía sobre la vieja capital de los godos. Pero los toledanos habían previsto la acometida del emir. Y para hacerle frente, habían pedido ayuda al único que podía dársela: Ordoño, el rey de Asturias. Así se cruzaron por primera vez las armas del rey cristiano y el emir moro. Pronto veremos cómo fue.
Para entender bien la enorme aventura de la Reconquista hay que subrayar siempre este hecho fundamental: por encima y por debajo de las batallas, de los nombres de reyes y de las crónicas de corte, a partir de finales del siglo VIII hombres y mujeres de a pie, familias de campesinos y grupos de monjes, iban ocupando tierras cada vez más hacia el sur, desafiando al peligro y a la muerte, en busca de una vida más libre. También ahora, mediados del siglo IX, con Ordoño en Oviedo y Muhammad en Córdoba, los colonos cristianos siguen descendiendo lentamente hacia las tierras llanas.
En páginas anteriores hemos visto a Lebato y Muniadona en el valle de Mena, a sus hijos Vítulo y Ervigio en el valle de Losa, al obispo Juan en Valpuesta, a los campesinos libres del conde Munio en Brañosera, al guerrero Juan en la plana de Vic, a los colonos de Sobrarbe y a los desdichados que acabaron sus días en la cueva Foradada, al pie del Pirineo de Huesca. Viajemos ahora a otro punto del mapa, la montaña leonesa, en el vértice de Asturias, León y Palencia. También aquí los colonos cristianos empiezan a aventurarse hacia las tierras llanas. Y conocemos la aventura de uno de ellos, el audaz Purello.
Hay un punto en la montaña de León donde los cerros empiezan a asomarse hacia al llano, a lomos del río Esla, cerca de donde hoy se extiende el embalse de Riaño. Hasta allí habían llegado los colonos, seguramente asturianos y cántabros, ocupando montes y prados, haciendo presuras y sembrando los campos. Uno de esos colonos es nuestro amigo Purello, que se ha instalado en la zona con su familia. No era una vida fácil: pocos kilómetros al sur, la amenaza musulmana seguía presente. La gran llanura leonesa era tierra de nadie; ni moros ni cristianos habían establecido ciudades ni plazas fuertes. Pero eso no significa que estuviera exenta de presiones armadas; ya hemos visto cómo el intento de Ramiro de repoblar León fue inmediatamente frustrado por las huestes sarracenas. Porque aunque aquello era tierra de nadie, las columnas guerreras no dejaban de transitar la zona.
Podemos imaginar la situación. En el norte del llano, donde empieza la montaña, familias de campesinos cristianos; en el sur, al otro lado del Duero, partidas de guerreros musulmanes que conocen bien la debilidad de esas comunidades de agricultores y ganaderos; en medio, aisladas en el paisaje, pequeñas plazas defensivas como las de Verdiago y Aleje, puestos avanzados desde donde los musulmanes controlan los movimientos de los cristianos. No hacen falta grandes contingentes armados para castigar a los osados campesinos: bastan unos pocos hombres, veinte o treinta jinetes, para cabalgar hasta aquellos campos, saquear las cosechas y apresar a cristianos a los que luego se podrá vender como esclavos. Los campesinos saben que, si aparecen los jinetes moros, pueden refugiarse en las montañas, pero no siempre les será posible. En una de esas pequeñas expediciones de saqueo, los musulmanes han llegado hasta el paraje de Purello y han apresado a uno de sus hijos, Flagino.
Probablemente se trataba de soldados moros de los puestos de Verdiago y Aleje, en la garganta del Esla. Purello no está dispuesto a soportar la afrenta. Coge sus armas y sale en persecución de los moros. Sin duda le acompañarían sus clientes, es decir, la gente que trabajaba para él. Nuestro hombre da alcance a los secuestradores a la altura del río Dueñas, en la montaña. Implacable, mata a los moros y rescata al joven Flagino. De regreso, hace alto en el paraje de Valdoré, en el alto Esla. Purello hace presuras en el lugar y se lo adjudica. Un documento de 6 de mayo de 845, firmado por el rey Ordoño, confirma a Purello la presura de Valdoré «para que la tengáis vos y vuestros hijos y la posea vuestra progenie hasta el fin de los siglos con potestad de venderla o donarla», en premio por su acción contra los moros. Dicen que el linaje de Purello se mantendría en la zona de Valdoré hasta nuestros días.
A este Purello se le han atribuido muchas cosas. Entre otras, que fue gobernador de Astorga. La verdad es que de él sólo conocemos lo que nos dice ese documento regio de 845. Pero sí sabemos que la aventura de Purello se inscribe en un proceso más general que es la repoblación del norte de León, un proceso que la corona asturiana alienta decididamente.
Y también sabemos a quién encomendó el rey Ordoño la tarea de proteger la repoblación: al conde Gatón del Bierzo.
Gatón formaba parte de la familia real. Su esposa se llamaba Egilo. Unos dicen que Gatón era hijo del difunto rey Ramiro; otros, que cuñado de Ordoño. Sea como fuere, era un hombre de confianza del rey. Por eso, a partir de 850, Gatón recibe la orden de asegurar la repoblación. Recordemos cómo se hacía eso: no es que las tropas cristianas derrotaran a los moros y a continuación repoblaran la tierra recuperada, sino que la acción militar tenía por objeto asegurar los territorios recién ocupados por los colonos y dotarles de una estructura política incorporándolos a la corona. Y así Gatón parte de Balboa, en el Bierzo, y se dirige hacia el sureste: Ponferrada, Astorga…
En Astorga hemos de pararnos. Una antiquísima ciudad, primero astur y después romana, cabeza del tráfico de metales en la Hispania imperial; destruida en 456 durante las guerras entre godos y suevos, reconstruida inmediatamente por el obispo Toribio en 460, que hizo de ella su sede episcopal… Los moros la arrasaron en 714, cuando la invasión, y desde entonces había quedado reducida al estatuto de ciudad fantasma. Pero seguía siendo un lugar clave para las comunicaciones en el noroeste y, además, un baluarte estratégico de primer orden, protegido por las montañas al norte y abierto al llano hacia el sur. Gatón debió de poner enseguida sus ojos en ella. Es la primera ciudad que el conde del Bierzo repuebla. Deja allí al obispo Indisclo y sigue camino hacia el este.
¿Gatón dejó allí al obispo, o éste ya había realizado presuras en la zona? No lo sabemos. El nombre de este obispo Indisclo aparece en cualquier caso vinculado a las primeras presuras de tierra en Astorga. Al este, un riachuelo marca una frontera natural; Gatón establece allí una línea divisoria, edifica un castro defensivo —que aún hoy se llama Villagatón— y las tierras al oeste quedan para el obispo. Bajo la dirección de Indisclo nacen o se repueblan localidades como Brimeda y Biforcos. Los documentos nos indican con mucho detalle cuál era la mecánica de la repoblación; primero se plantan mojones que señalizan el terreno, después se construyen casas y se ara y siembra la tierra, reservando otros espacios para apacentar los rebaños.
El movimiento repoblador es intenso. A la zona acuden numerosas familias: bercianos, por supuesto, en la estela del conde Gatón, pero también gallegos, asturianos y hasta mozarabes que abandonan Al Andalus para unirse al reino cristiano del norte. Los monjes del monasterio de Samos aparecen en Bergido, entre las actuales Villafranca y Cacabelos. Nacen hasta diecisiete núcleos de población.
Otros nombres comparecen en nuestra historia; con frecuencia, envueltos en conflictos por la propiedad de las tierras colonizadas. Cerca de Astorga, en Combarros, un berciano llamado Catelino ara unas tierras aparentemente abandonadas y las toma como presura. Pero esas tierras forman parte de la presura de Indisclo, que las reclama. Indisclo pone un pleito a Catelino. El conde Gatón, delegado del poder real, ha de actuar como juez. Dará la razón al obispo. La noticia es interesante, porque nos señala una primera fuente de conflictos entre la presura por delegación regia y la presura popular, es decir, la que los campesinos realizaban por su propia cuenta. Y esto a su vez nos confirma el protagonismo del pueblo, que iba haciendo la Reconquista a golpe de azada.
Gatón del Bierzo tuvo éxito en su tarea, pero un acontecimiento imprevisto iba a apartarle temporalmente de ella. En el verano de 854, el rey le da orden de acudir con sus ejércitos a Toledo, porque los toledanos, en guerra con Córdoba, han pedido ayuda a Oviedo, y Oviedo se la tiene que prestar. Tal era la nueva misión del conde Gatón del Bierzo. Poco podía imaginar el eficaz repoblador del norte que el destino le había preparado una tragedia.
Noticia de impacto: los rebeldes de Toledo, acosados por el emir de Córdoba, pedían socorro al rey de Asturias. En la corte de Oviedo debió de ser una conmoción; era la primera vez que sucedía algo parecido. Y Ordoño mandó a sus tropas. Y las fuerzas del reino cristiano del norte ayudaron a los rebeldes de Toledo. Y unos y otros fueron severamente derrotados por los ejércitos del emir en el cauce del Guadacelete. Pero la aventura, después de todo, no salió tan mal como al principio pintaba. Vamos a verlo.
La ocasión era, sin duda, trascendental. Hasta este momento, las tropas cristianas habían ejecutado alguna expedición aislada sobre tierras musulmanas, episódicas campañas de saqueo como las de Guadalajara o Medinaceli, pero nada que pudiera considerarse una ofensiva contra el corazón del emirato. Los reyes de Asturias conocían bien sus limitaciones y nadie ignoraba que el ejército musulmán era mucho más poderoso que el cristiano. Pero he aquí que a Ordoño se le presentaba ahora una oportunidad única: por primera vez podía llevar a sus ejércitos hasta la línea del Tajo, cuatrocientos kilómetros al sur de la frontera, nada menos que en la noble y vetusta Toledo, la vieja cabeza de la España goda.
Sin duda Ordoño evaluaría los riesgos. La hueste que allí enviara iba a quedar aislada de la retaguardia cristiana, separada de sus tierras por la despoblada meseta, expuesta a la aniquilación si las cosas se torcían. Pero, por otro lado, la expedición tenía un valor estratégico incalculable, porque significaba llevar el núcleo de la guerra a las tierras del enemigo, alejar la lucha de los territorios del reino cristiano, ganando seguridad para sí y zozobra para el adversario. Cuanto más estuviera la guerra en tierra mora, menos estaría en tierra cristiana. Y, en cualquier caso, nobleza obliga: si los toledanos pedían auxilio, el rey cristiano se lo tenía que prestar. Así Ordoño resolvió enviar un poderoso ejército con dirección a Toledo y encomendó la misión a su caballero más fiable, el conde Gatón del Bierzo. Era la primavera de 854.
Muhammad, por su parte, necesitaba un golpe de fuerza. Recién llegado al trono como estaba, era peligrosísimo que alguien pusiera en duda su autoridad. Así que movilizó un ejército imponente y se puso en marcha hacia Toledo. No ahorró gestos, el emir: él mismo se puso al frente de sus fuerzas. Y, por supuesto, tomó sus precauciones; no iba a asaltar directamente la ciudad, férreamente defendida por unas murallas fortificadas (y construidas, por cierto, por Amorroz, el asesino de la terrible Jornada del Foso), sino que buscaría otra manera de imponer a los toledanos un severo correctivo. El ejército del emir de Córdoba enfiló hacia Toledo por un camino singular, el arroyo de Guadacelete, entre colinas y barrancas. Allí dejó Muhammad al grueso de su hueste. Y así dispuestas las tropas, el propio emir salió al llano de Nambroca con la vanguardia de su ejército, rumbo a Toledo. Era el mes de junio de 854.
Los vigías de Toledo no tardaron en llevar la noticia: tropas de Córdoba se dirigían contra la ciudad. Contarían que el propio emir las encabezaba. Contarían, también, que su número era reducido. Los vigías no habían podido divisar más que a las fuerzas visibles en el llano; ignoraban que Muhammad había resguardado al grueso de su ejército entre los barrancos y las colinas del Guadacelete. Sin duda en Toledo pensaron que el emir había cometido un error. Pero no, fueron los toledanos y los asturianos de Gatón quienes iban a cometer una desdichada cadena de errores.
A veces la moral de victoria despierta peligrosos espejismos. Ninguno de los que en Toledo aguardaban la embestida del emir carecía de experiencia guerrera. Gatón había estado, a buen seguro, en la batalla inaugural de Ordoño en tierras vasconas, y los toledanos acababan de asestar un serio golpe a la caballería del emir. Pero quizás aquellas experiencias habían creado en los toledanos y en Gatón una idea equivocada del auténtico poder militar del emirato; quizás esas victorias les habían llevado a subestimar al enemigo y a pasar por alto su capacidad de maniobra y su versatilidad a la hora de sembrar de trampas el campo de batalla. Tal vez hubo voces más prudentes en Toledo. Podemos imaginar a unos u otros desaconsejando una carga a campo abierto. En todo caso, nadie escuchó esas voces y la opinión que se impuso fue la contraria: salir de la ciudad y trabar combate con la vanguardia musulmana. Fue el primer error.