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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

La gran aventura del Reino de Asturias (3 page)

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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A partir de Wamba, el reino se descompone. Podemos ahorrarnos más detalles sobre la sucesión de reyes: Ervigio en 680, Egica en 687, Witiza en 702… En 710 Witiza muere y deja en el trono a su hijo Agila, a quien antes había asociado a la corona. Eso contradecía la tradición electiva de la monarquía goda, de manera que una facción de la nobleza de palacio coronó rey a un aristócrata llamado Don Rodrigo. El enfrentamiento entre facciones nobiliarias pasó a convertirse en algo parecido a una guerra civil.

Agila y sus partidarios —el partido «witiziano»— controlaban el norte y el este de España; Rodrigo y los suyos, el sur y el oeste. El resultado de la lucha era incierto. Fue entonces cuando la facción de Agila tomó una decisión que terminaría siendo catastrófica: pedir ayuda a los musulmanes del otro lado del Estrecho de Gibraltar para que sus armas inclinaran la balanza del lado witiziano. El obispo de Toledo, Don Oppas, tío de Agila, fue el encargado de hacer la solicitud; ya hemos visto cómo, después, las crónicas le situarán en Covadonga. Pero aquí aparece, además, un personaje fundamental: el conde Don Julián, gobernador de la región de Ceuta, una plaza que ya entonces era hispana y goda, como antes había sido hispana y romana.

Dice la leyenda que Don Julián guardaba rencor a Don Rodrigo porque éste, años atrás, había seducido y deshonrado a su hija, Florinda la Cava. Esto es tradición y no hay prueba de tal cosa. Lo que sí se sabe es que Don Julián era hombre de confianza de Witiza, el viejo rey; que ahora, en la guerra civil, era partidario de Agila, el hijo de Witiza, y además, que estaba en buenas relaciones con los musulmanes, en especial con los jefes político y militar del área de Tánger, que eran Muza y Tarik respectivamente. Al parecer, Don Julián costeó el traslado de tropas musulmanas a la Península. Hubo, según parece, un primer desembarco tentativo que las huestes de Rodrigo aplastaron en Algeciras. Pero el 30 de abril de 711 Tarik, al frente de 7.000 hombres, desembarcaba en Gibraltar (que se llama así precisamente por aquel moro, Yabal Tariq, «montaña de Tarik») y se presentaba a orillas del Guadalete, en lo que hoy es el Puerto de Santa María. Allí tendría lugar la batalla decisiva.

En el Guadalete se consumó la traición. Rodrigo, que en ese momento se hallaba en el norte, probablemente en Pamplona, corrió hacia el sur tratando de organizar un ejército a toda velocidad. Pese a todo, no le faltaron apoyos: aparentemente, todos los visigodos hicieron causa común, abandonaron sus querellas y se unieron frente a la amenaza extranjera. Rodrigo llegó al campo de batalla con 40.000 hombres, según las crónicas, frente a los 12.000 bereberes que había llegado a reunir el ejército invasor. Pero cuando comenzó el combate los witizianos descubrieron sus cartas: abandonaron las filas cristianas, se retiraron del campo de batalla y dejaron a Rodrigo con los flancos descubiertos y en inferioridad ante los moros.

Fue un desastre. Dicen que el combate fue duro, pero las huestes de Rodrigo no podían ofrecer más que su disposición a morir. La caballería ligera de los bereberes hacía estragos en el contingente visigodo, rodeado y sin capacidad de maniobra. El séquito de caballeros de Rodrigo, así como sus espatarios, su guardia de corps, sucumbieron casi por entero. Y del rey, ¿qué fue? El caballo de Rodrigo fue encontrado cadáver días después, cubierto de flechas, río abajo. De Rodrigo nunca más se supo. Tampoco, por cierto, se supo más del conde Don Julián.

Sabemos que los moros no desaprovecharon la oportunidad: pocos meses después, Muza desembarcaba con 18.000 árabes de refresco y se dirigía contra los centros neurálgicos del reino. En 714 caía Toledo, la vieja capital visigoda. A continuación, casi toda la Península. De eso hablaremos después. Pero, mientras tanto, preguntémonos qué fue de Agila y los witizianos, aquellos que habían llamado a los moros en su socorro.

Al parecer, Agila fue reconocido como rey por la nobleza visigoda. Pero aquella gente encontró un obstáculo que no esperaba: Agila sería rey si a los moros les parecía bien, y si no, no. Y los moros no iban a ponerle las cosas fáciles. Primero, Agila viajó a Toledo, junto a sus hermanos Alamundo y Artobás y un extenso séquito, para obtener de Tarik, el victorioso caudillo musulmán, el reconocimiento como rey. Pero Tarik se lavó las manos y remitió el problema a su jefe político, Muza, el cual, a su vez, vio que aquello excedía de sus competencias y envió a Agila a Damasco, nada menos, para que fuera el califa en persona quien decidiera sobre el asunto.

Agila marchó a Damasco. Dicen que el califa le trató bien, pero la respuesta se demoraba hasta el infinito. Como Agila tardaba en volver, los visigodos del nordeste de la Península nombraron un nuevo rey: un tal Ardón, que desde Narbona resistirá a los musulmanes hasta 720. En cuanto al rastro de Agila, se perdió para siempre. Dicen algunas fuentes que volvió a España lleno de riquezas, pero sin poder político, y que gobernó como rey títere en una zona reducida del norte de la Península. Murió poco después de volver a España, en 716.

En la amargura de la derrota, los escasos supervivientes del ejército de Rodrigo huían al norte, buscando un refugio seguro. Entre esos supervivientes sitúan las crónicas a un espatario que pronto daría que hablar: Pelayo.

¿Y quiénes eran los moros?

Pronto nos ocuparemos de Pelayo, pero antes hay que responder a una serie de preguntas importantes. ¿Quiénes eran los moros? ¿De dónde venían? ¿Qué buscaban aquí? ¿Y cómo pudo expandirse el poder musulmán por la Península con tanta rapidez?

La monarquía visigoda, recordemos, había entrado en una guerra interna. Dos facciones se enfrentaban por el poder. Una de ellas llamó en su socorro a los musulmanes del norte de África. Pero, ¿qué hacían los musulmanes allí? ¿Y quiénes eran exactamente esos musulmanes? Cuando se narra este episodio suele darse por hecho que los musulmanes estaban allí, en el norte de África, desde siempre. No es así. De hecho, hacia 711 el islam era un recién llegado.

Señalemos algunas fechas esenciales. En el corazón de Arabia, Mahoma comienza su predicación hacia 610. Perseguido, debe huir. Sin embargo, la predicación de Mahoma no deja de hacer su efecto en una tierra hasta entonces dividida en tribus de nula organización política y con unas religiones muy primarias, de tipo animista. Hacia 630, la religión que enseña Mahoma se ha convertido en la nueva fe de las tribus árabes. Como en el islam la organización religiosa corre pareja con la estructura política, en torno a esa fe se edifica el embrión de un Estado nuevo, el primer Estado musulmán, bajo la inspiración del mismo Mahoma. Cuando Mahoma muera, ese Estado será heredado por sus hijos, que lo extenderán hacia Palestina y Siria. El califa no es sólo un rey: es el heredero vivo de Mahoma. Inevitablemente, los distintos clanes de herederos se enfrentarán entre sí por hacerse con el califato. Será el clan Omeya quien triunfe: él trasladará el califato desde Arabia hasta Damasco, en Siria, en el año 661.

Para entonces la expansión del islam ya era un hecho consumado. Uno de los pilares fundamentales del islam es la expansión de la fe, que no se concibe como predicación pacífica, sino que incluye el recurso a la guerra: eso es la guerra santa o
yihad
, y los musulmanes hacen abundante uso de ella. La expansión hacia el norte les está vetada por el poderío del Imperio bizantino, heredero de Roma en el este del viejo Imperio, pero hacia oriente y occidente de Arabia no hay nada que les pueda oponer resistencia. Hacia oriente, el Imperio persa se ha descompuesto y será presa fácil de los guerreros de Alá. Hacia occidente, las tierras de Egipto y Libia, hasta Cartago y lo que hoy es Marruecos, carecían de estructura política capaz de presentar una potencia alternativa. En este contexto puede entenderse mejor la rapidísima expansión islámica: en el año 640 caen El Cairo y enseguida Alejandría, en Egipto; en 650, la frontera persa; en 670, Cartago y después el Magreb.

Cuando los musulmanes llegan al norte de lo que hoy es Marruecos, lo que encuentran no es tierra vacía. Aquí ha estado la Mauritania Tingitana, uno de los territorios más prósperos de la vieja Roma. De aquí ha salido uno de los grandes sabios y santos de la Antigüedad cristiano-romana, San Agustín de Hipona. Aunque la caída del Imperio romano y la llegada de los bárbaros redujeron todo aquello a cenizas, la influencia bizantina y visigoda ha preservado buena parte del antiguo esplendor. Los moros —la palabra «moro» viene de Mauritania— intentan al menos tres veces pasar a la Península, pero los visigodos les detienen. Más fácil les resulta dejar sentir su influencia sobre el condado de Ceuta, cuyo jefe, Don Julián, va a encontrar en los aguerridos musulmanes unos oportunos aliados para una misión concreta: ayudar a uno de los bandos que pelean por el poder en la España visigoda.

Hay que señalar una cosa importante: esto de echar mano de ayuda extranjera en las querellas intestinas, a modo de tropa mercenaria, no era ni mucho menos inusual en aquel tiempo. Las tropas bizantinas, por ejemplo, ya habían decidido un par de episodios semejantes en la propia España visigoda. Luchas parecidas se vivían con frecuencia en la Francia merovingia y carolingia; hemos de darnos cuenta de que estamos hablando de lugares y épocas en los que el poder de las monarquías no está en absoluto asentado, no hay Estado en el sentido moderno del término, ni siquiera en el sentido medieval, y el poder viaja de un lado a otro según quién sea más fuerte. A estos aliados extranjeros, los beneficiarios les recompensaban con tierras y riquezas, y ahí se cerraba el negocio. No había razones para pensar que los musulmanes, aquellos nuevos inquilinos del norte de África, fueran a actuar de modo distinto; nadie pudo prever que no se conformarían con la recompensa habitual, sino que además buscarían, por mandato de su propia religión, la expansión territorial, el poder político.

Aquí ya hemos contado cómo sucedió todo: la llegada de Tarik, primero, con sus bereberes; su decisiva intervención en la batalla de Guadalete; la derrota de los rodriguistas; el posterior desembarco de Muza con refuerzos árabes; el chasco de Agila, el visigodo vencedor, que se encontró sin la corona por la que había luchado. ¿Qué estaba pasando? Algo tan simple como lo siguiente: el verdadero vencedor, que era el moro, no iba a soltar la presa. Con Rodrigo derrotado y los witizianos a por uvas, los musulmanes no pierden el tiempo. Dividen sus fuerzas en tres líneas y se dirigen rápidamente hacia otros tantos objetivos: un contingente se encamina hacia Málaga y Elvira (Granada); otro, hacia Ecija y Sevilla; un tercero, a cuyo frente va el propio Tarik, se planta en Toledo y se adueña de la capital visigoda, llegando hasta Alcalá de Henares. En apenas tres años, el sur del reino visigodo, sus regiones más prósperas y mejor organizadas, ya habían caído bajo el poder musulmán. Después caerán Talavera, Zaragoza, Lérida…

En este punto es imposible no hacerse una pregunta. ¿Cómo fue que nadie opuso resistencia, al margen de los visigodos fugitivos de Narbona bajo el mando de Ardón? ¿Cómo es posible que la estructura política, administrativa e incluso religiosa de la Hispania visigoda se derrumbara como un castillo de naipes ante la fuerza musulmana, que, pese a sus éxitos militares, nunca fue numéricamente superior a la que hubiera podido reunir un enemigo resuelto? Casi todos los historiadores están de acuerdo en que la rápida conquista del poder por los musulmanes se debió a un azaroso cúmulo de circunstancias. Vamos a verlas.

En primer lugar, los visigodos del bando witiziano no veían a los musulmanes como a enemigos, sino como a aliados, lo cual efectivamente eran; no había razón alguna para que les hicieran la guerra. Por otra parte, los witizianos, carentes de rey, no supieron ni pudieron organizarse. Seguramente ni siquiera sintieron la necesidad de hacerlo.

Segunda razón: la penetración musulmana había sido muy bien acogida y probablemente hasta estimulada por influyentes sectores de la propia población peninsular. En efecto, parece probado que tanto los terratenientes hispanorromanos como la población judía, y en particular esta última, consideraba a los moros como a unos salvadores frente a la opresión de la monarquía visigoda, ciertamente áspera en los decenios anteriores.

Tercera causa de la expansión musulmana: al principio el nuevo poder no presentó un perfil avasallador y despótico, sino que pactó un poco por todas partes con los dueños de la tierra, ya fueran hispanorromanos o nobles godos, permitiéndoles conservar sus dominios a cambio de un impuesto y un acto formal de sumisión. Es bien conocido el caso de Teodomiro, que gobernaba en la región sureste, en torno a Murcia, y que años antes había desarbolado un intento de invasión musulmana. Ahora, en la nueva situación, este mismo Teodomiro aceptó el poder del califato a cambio de seguir gobernando sus territorios. Lo mismo hará un noble del valle del Ebro, Casio, cuya familia, islamizada, va a acompañarnos en muchos capítulos de nuestra historia: los Banu-Qasi.

Hay una cuarta razón, de carácter religioso, que es muy importante subrayar, porque explica la fácil avenencia de los españoles de la época hacia el nuevo poder. Es que el islam de aquella época, temprano siglo VIII, era un credo ostensiblemente elástico. Las normas del islam, con su conocida rigidez, no empiezan a fijarse hasta entrado el siglo siguiente. En el momento de nuestro relato, siglo VIII inicial, el islam era una fe que se presentaba como prolongación de las religiones del Libro, judía y cristiana, y cuya fundamental novedad era presentar a Jesús no como a un Dios, sino como a un hombre elegido por Dios. Particularidad esta última, por cierto, que no dejaba de corresponder con los planteamientos de la herejía arriana, muy extendida entre los visigodos.

En esas condiciones, y por todas estas razones a la vez, podemos suponer que, para la mayoría de la población, la llegada de aquellas nuevas gentes no sería muy distinta a lo que supuso la llegada de los propios godos tres siglos antes: una nueva élite guerrera se había hecho con el poder, nada sustancial iba a cambiar. Y sin embargo, todo cambiaría.

Todo cambiaría, en efecto, porque los nuevos ocupantes no iban a contentarse con ostentar el poder, sino que querían extender su dominio por todas partes y, al cabo, construir un nuevo país a su propia imagen y semejanza. En los años siguientes, grandes grupos de colonos árabes, bereberes y egipcios van entrando en la Península. Parece que no llegarán a ser más de 60.000 en todo el siglo VIII —los godos, por ejemplo, habían sumado la cifra de 200.000, como mínimo—, pero eso era suficiente para hacerse con los principales resortes del poder. En todo el territorio peninsular, los viejos dueños pactan con el nuevo amo, se convierten al islam, le pagan tributos. Pronto los moros aspiran a ir más allá de la Península y se dirigen hacia el norte, al otro lado de los Pirineos. La vieja Hispania ya era, para los moros, tierra conquistada.

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