La granja de cuerpos (25 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: La granja de cuerpos
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De ello deduje que el señor de la mansión había abandonado su desconsiderado sistema de arrojar la basura por la puerta de atrás, pues no distinguí ningún desperdicio reciente. Sumida por un instante en esta reflexión, percibí una presencia detrás de mí. Noté unos ojos clavados en mi espalda; fue una sensación tan vivida que se me erizó el vello de los brazos mientras me daba la vuelta lentamente.

En el camino, cerca del parachoques trasero de mi coche, había una muchacha que me observaba en la creciente penumbra, inmóvil como un cervatillo, con los ojos ligeramente bizcos y el cabello castaño mate cayéndole lacio a ambos lados del rostro, delgado y pálido. La extraña aparición no se movía un ápice, pero percibí en sus piernas largas y delgadas que desaparecería a la carrera si yo hacía el menor movimiento o cualquier ruido mínimamente alarmante. Durante largo rato continuó mirándome, y yo le sostuve la mirada como si aceptara la necesidad de aquel extraño encuentro. Cuando la muchacha desvió la vista unos instantes y me pareció que respiraba y parpadeaba de nuevo, me atreví a hablar.

—No sé si podrías ayudarme —dije en tono amistoso, sin demostrar miedo.

La chica hundió las manos en los bolsillos de un oscuro abrigo de lana que le iba varias tallas pequeño. Llevaba unos pantalones caqui arrugados y arremangados por encima de los tobillos y calzaba unas gastadas botas de cuero de color canela. Calculé que tendría trece o catorce años, pero era difícil precisarlo. Volví a intentarlo:

—No soy del pueblo y es muy importante que localice a Creed Lindsey. El hombre que vive aquí; por lo menos, tengo entendido que ésta es su casa. ¿Puedes ayudarme?

—¿Para qué lo busca?

La jovencita tenía una voz muy aguda que me recordó el sonido de las cuerdas de un banjo. También tenía un acento muy marcado y supe que me costaría no poco entender lo que pudiera decirme.

—Necesito que él me ayude —respondí, muy suavemente. La muchacha avanzó varios pasos hacia mí sin que sus ojos se apartaran un solo instante de los míos. Los suyos eran pálidos y estrábicos como los de un gato siamés.

—Creed sospecha que lo andan buscando, ya lo sé —continué con absoluta calma—, pero no es mi caso. No soy de esa gente, te lo aseguro. No he venido a hacerle ningún daño.

—¿Cómo se llama?

—Soy la doctora Scarpetta —respondí.

Su mirada se hizo aún más severa, como si acabara de revelarle un extraño secreto. Se me ocurrió que, si la chiquilla sabía siquiera lo que era un doctor, posiblemente no había conocido nunca a ninguno que fuera mujer.

—¿Sabes lo que es un médico, un doctor? —le pregunté. Ella dirigió una mirada al coche como si éste contradijera lo que yo acababa de decir—. Hay algunos doctores que ayudan a la policía cuando la gente sufre algún daño. Eso es lo que hago yo —expliqué—. Ayudo a la policía del pueblo. Por eso llevo un coche así. La policía me lo presta mientras estoy aquí, porque no soy de esta región. Soy de Richmond, Virginia.

Mi voz se apagó mientras ella seguía observando el coche en silencio, y tuve la descorazonadora sensación de que había hablado demasiado y de que todo estaba perdido. No iba a dar con Creed Lindsey. Había sido una estupidez por mi parte imaginar ni por un instante que podía comunicarme con una persona que no conocía y a la que no podía entender ni por asomo.

Me disponía a volver al coche y emprender el regreso cuando, de pronto, la chica se acercó. Me sobresalté cuando me tomó de la mano y, sin una palabra, tiró de mí hacia el coche y señaló, a través de la ventanilla, el maletín médico negro depositado en el asiento del pasajero.

—Es mi botiquín —dije—. ¿Quieres que lo saque?

—Sí, sáquelo.

Abrí la puerta y lo hice. Yo creía que la muchacha sólo sentía curiosidad pero, al instante, empezó a tirar de mí hasta el camino. Sin una palabra, me condujo hacia el punto donde antes había aparecido. Su mano, áspera y seca como farfolla de maíz, continuó apretando la mía con firmeza y determinación.

—¿Y tú, no me dirás cómo te llamas? —pregunté mientras subíamos la cuesta a paso ligero.

—Deborah.

Tenía la dentadura deteriorada y estaba demacrada y avejentada prematuramente, señales típicas de los casos de mal-nutrición crónica que solían verse en una sociedad donde el motivo no siempre era la comida. Imaginé que la familia de Deborah, como tantas que había conocido en otros lugares, subsistía gracias a las insuficientes calorías que podían proporcionar los cupones de alimentación.

—¿Deborah qué? —insistí cuando nos acercamos a una casita de madera que parecía construida con planchas sobrantes de un aserradero recubiertas de porciones de cartón embreado que debían producir, supuestamente, el efecto de paredes de ladrillo.

—Deborah Washburn.

Subí tras ella unos peldaños desvencijados que conducían a un porche ajado por la intemperie, en el que no había nada salvo leña y una mecedora de color turquesa desvaído. La muchacha abrió una puerta que no había visto la pintura desde hacía tanto tiempo que ya era imposible recordar su color, y me hizo pasar adentro. Allí quedó clara, inmediatamente, la razón de su insistencia.

Dos caritas demasiado viejas para sus pocos años me miraron desde un colchón desnudo, extendido en el suelo, en el cual también estaba sentado un hombre que sangraba sobre unos trapos desplegados en su regazo mientras intentaba coserse un corte en el pulgar derecho. En el suelo, cerca del él, había una jarra de vidrio medio llena de un líquido claro que no me pareció agua. El hombre había conseguido darse un par de puntos con hilo y aguja corrientes. Durante un momento, nos observamos mutuamente bajo el resplandor de una bombilla desnuda que colgaba del techo.

—Es una doctora —le dijo Deborah. El continuó mirándome, dejando que la sangre gotease de la herida. Calculé que rondaba los treinta años; los cabellos, largos y negros, le caían sobre los ojos, y su tez mostraba una palidez enfermiza, como si no hubiera visto nunca el sol. Alto y con una buena tripa, apestaba a grasa rancia, a sudor y a alcohol.

—¿De dónde la has sacado? —preguntó el hombre a la chiquilla.

Los otros niños, con expresión ausente, continuaron concentrados en un televisor, que, hasta donde pude ver, era el único artilugio eléctrico de la casa, aparte la bombilla.

—Estaba buscando a ése —le dijo Deborah, y no se me escapó el tono especial con que pronunciaba la última palabra: al momento supe que aquel hombre tenía que ser Creed Lindsey.

—¿Por qué la has traído?

Su voz no parecía especialmente molesta o asustada.

—Eso duele.

—¿Cómo te has cortado? —le pregunté yo mientras abría el maletín.

—Con el cuchillo.

Inspeccioné la herida. Se había levantado un pedazo de piel considerable.

—Aquí, coser no es la mejor solución —dije mientras sacaba una antiséptico tópico, esparadrapo esterilizado y pomada de ácido benzoico—. ¿Cuándo te has hecho la herida?

—Esta tarde. He llegado y he querido abrir una lata...

—¿Recuerdas la última vez que te pusieron la inyección del tétanos?

—No.

—Mañana deberías ir a que te pusieran una. Lo haría yo ahora mismo, pero no traigo ninguna dosis en el botiquín.

El hombre me observó mientras yo exploraba con la mirada el entorno. La cocina no era más que un horno de leña y el agua salía de una bomba adosada al fregadero. Después de lavarme las manos y secármelas lo mejor que pude, me arrodillé en el colchón junto a él y le tomé la mano, musculosa y encallecida, de uñas sucias y rotas.

—Esto va a doler un poco —le previne—. Y no tengo nada para aliviar el dolor, así que, si tú tienes algo, adelante.

Dirigí una mirada a la jarra de líquido. Él también la miró y alargó la mano sana para levantarla. Tomó un buen trago y el aguardiente de maíz, o lo que diablos fuera, le hizo saltar las lágrimas. Esperé hasta que hubo tomado otro trago antes de proceder a limpiar la herida y a fijar la piel en su sitio levantada, mediante la pomada y el esparadrapo. Cuando terminé, se relajó. A falta de una buena venda, le envolví el pulgar con gasa.

—¿Dónde está tu madre? —pregunté a Deborah mientras guardaba el material utilizado en el maletín, pues no vi por ninguna parte un cubo de la basura.

—Está en el Burguer Hut.

—¿Trabaja allí?

La muchacha asintió mientras uno de sus hermanitos se levantaba a cambiar el canal del televisor.

—¿Tú eres Creed Lindsey? —pregunté con llaneza a mi paciente.

—¿Por qué lo pregunta?

Hablaba con el mismo acento que la chica y no me pareció tan atontado como había sugerido el teniente Mote.

—Necesito hablar con él.

—¿Para qué?

—Porque no creo que tenga nada que ver con lo que le ha pasado a Emily Steiner, pero sí que sabe algo que puede ayudarnos a encontrar a quien lo hizo.

—¿Qué podría saber?

Su mano sana buscó de nuevo la jarra de aguardiente.

—Eso es lo que me gustaría preguntarle —respondí—. Sospecho que Emily le gustaba y que le apena mucho lo sucedido. Y también sospecho que cuando está trastornado se aleja de la gente, como lo hace ahora, sobre todo si piensa que puede verse en dificultades.

El hombre bajó la vista a la jarra y revolvió lentamente el contenido.

—Él no le hizo nada a la niña aquella noche.

—¿Aquella noche? —repetí—. ¿Te refieres a la noche en que Emily desapareció?

—Él la vio. Iba caminando con su guitarra y él aflojó la marcha de la furgoneta para decirle hola. Pero no hizo nada más. No la llevó a dar una vuelta ni nada.

—¿Él le propuso dar una vuelta?

—No se lo habría propuesto porque sabía que ella no habría aceptado.

—¿Y por qué no?

—Porque a ella no le gusta. No le gusta Creed aunque él le hace regalos.

Le temblaba el labio inferior.

—He oído que era muy bueno con ella. Que le regalaba flores en la escuela. Y caramelos.

—No, nunca le daba caramelos porque ella no los habría aceptado.

—¿No los habría aceptado?

—No. Ni siquiera los que le gustan. Y eso que la veo aceptarlos de otros.

—¿Petardos?

—Wren Maxwell me los cambia por los palillos y le veo darle los caramelos a ella.

—Aquella noche, cuando la viste caminando hacia su casa con la guitarra, ¿iba sola?

—Sí.

—¿Dónde la viste?

—En la carretera. A un buen trecho de la iglesia.

—Entonces, ¿no iba por el camino que bordea el lago?

—No, por la carretera. Ya era oscuro.

—¿Dónde estaban los demás chicos del grupo de juventud?

—Los que yo vi venían bastante más atrás. Sólo vi tres o cuatro. Ella caminaba muy deprisa y estaba llorando. Yo aflojé la marcha cuando vi que lloraba. Pero continuó caminando y yo seguí. No la perdí de vista durante un rato porque temía que le pasara algo.

—¿Por qué lo temías?

—Porque estaba llorando.

—¿Seguiste pendiente de ella hasta que llegó a su casa?

—Sí.

—¿Sabes cuál es su casa?

—Sí que lo sé.

—¿Qué pasó entonces? —pregunté.

Ahora comprendía muy bien por qué le buscaba la policía. Entendía que los agentes sospecharan de él y, si oían lo que estaba contándome, sus sospechas no harían sino aumentar.

—La vi entrar en la casa.

—¿Ella te vio?

—No. Durante un rato apagué los faros. Dios bendito, me dije.

—Creed, ¿comprendes por qué está preocupada la policía?

Agitó el aguardiente un poco más y sus ojos, de una extraña mezcla de castaño y verde, dieron muestra de cierta inquietud.

—Yo no le hice nada —insistió. Le creí.

—Sólo estabas pendiente de ella porque habías visto que lloraba —asentí—. Y a ti te gustaba Emily.

—Vi que estaba llorando, sí. Tomó un sorbo de la jarra.

—¿Sabes dónde la encontraron? ¿Sabes dónde la encontró el pescador?

—Conozco el lugar.

—Has estado allí. No hubo respuesta.

—Visitaste el lugar y le dejaste caramelos. Después de su muerte.

—Mucha gente ha ido allí. Van a mirar. Pero su vieja no va.

—¿Su vieja? ¿Te refieres a su madre?

—Ella no va.

—¿Te vio alguien cuando estuviste allí?

—No.

—Dejaste esos caramelos allí. Un regalo para ella. De nuevo le tembló el labio y le lagrimearon los ojos.

—Le dejé unos petardos —reconoció por fin.

—¿Por qué allí? ¿Por qué no en la tumba?

—No quería que alguien me viera.

—¿Por qué?

Fijó la vista en la jarra. No era preciso que lo dijera. Yo sabía por qué. No era difícil imaginar las cosas que le llamarían los niños en la escuela mientras le daba a la escoba por los pasillos. Podía imaginar los motes y las risas y las bromas crueles que le gastarían si circulaba la voz de que a Creed Lindsey le gustaba alguien. Y a Creed le gustaba Emily Steiner, pero a Emily le gustaba Wren.

Cuando me marché ya casi había cerrado la noche, y Deborah me siguió como un gatito silencioso camino del coche. El corazón me dolía físicamente, como si hubiera ejercitado demasiado los músculos pectorales. Tuve el impulso de darle dinero a la niña, pero sabía que no debía.

—Haz que tenga cuidado con esa mano y que la mantenga limpia —le dije mientras abría la puerta del Chevrolet—. Y tienes que llevarle a un médico. ¿Tenéis médico, aquí?

La chica dijo que no con la cabeza.

—Haz que tu madre busque uno. En el Burger Hut le dirán de alguno. ¿Lo harás?

Me miró y me cogió de la mano.

—Deborah, puedes avisarme al Travel-Eze. No tengo el número de teléfono, pero está en la guía. Aquí tienes mi tarjeta para que te acuerdes de cómo me llamo.

—En casa no hay teléfono —dijo ella, y me lanzó una intensa mirada sin soltarme la mano.

—Ya lo sé, pero si necesitas llamar puedes buscar un teléfono público, ¿verdad?

Deborah asintió. Un coche subía por la cuesta.

—Esa es mamá.

—¿Cuántos años tienes, Deborah?

—Once.

—¿Vas a la escuela pública, aquí, en Black Mountain? —quise saber, sobresaltada por el pensamiento de que tenía la misma edad que Emily.

La pequeña asintió otra vez.

—¿Conocías a Emily Steiner?

—Ella iba más adelantada.

—¿No estabais en el mismo curso?

—No.

Me soltó la mano. El coche, un vetusto Ford al que faltaba un faro, pasó tronando, y vislumbré brevemente a una mujer que miraba hacia nosotras. Nunca olvidaré el cansancio de aquella cara fláccida, con la boca hundida y los cabellos recogidos una redecilla. Deborah saltó en pos de su madre y yo cerré la portezuela del coche.

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