Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
—¿Puedo ayudarla?
Me volví y me encontré ante un viejo entrecano que llevaba una gorra de color rojo desvaído con la leyenda
Purina
sobre la visera.
—Ése es mi coche —le dije.
—¡Vaya!, espero que no fuera usted quien conducía. Observé que ninguna de las ruedas estaba pinchada y que los dos airbag se habían desplegado.
—Es una verdadera lástima —El hombre sacudió la cabeza contemplando los restos terriblemente mutilados del Mercedes Benz—. Créame que es el primero de éstos que veo. Un 500E. Mire, uno de los chicos de por aquí conoce los
Mercedes y me ha contado que Porsche participó en el diseño del motor de este modelo y que circulan pocos. ¿De qué año es? ¿Del 93? Supongo que su marido no lo compró por aquí.
Advertí que el piloto trasero de la izquierda estaba roto y cerca de él había una abolladura tiznada con lo que parecían restos de pintura verdusca. Me agaché para verlo mejor, mientras mis nervios empezaban a tensarse con un zumbido.
El viejo continuó su charla:
—Claro que, por los pocos kilómetros que ha hecho, es más probable que sea del 94. Si no le importa que lo pregunte, ¿cuánto costaría uno igual? ¿Cincuenta?
—¿Lo trajo usted?
Me incorporé y mis ojos recorrieron rápidamente otros detalles que disparaban las alarmas, uno tras otro.
—No, fue Toby. Lo trajo anoche. Supongo que no sabrá cuál es la potencia...
—¿El coche estaba exactamente así en el lugar del suceso? El hombre mostró una expresión de ligero desconcierto.
—Por ejemplo —continué—, el teléfono está descolgado.
—Supongo que es normal cuando un coche ha dado vueltas de campana y se ha estrellado contra un árbol.
—Y el filtro contra deslumbramientos está puesto. El viejo se inclinó y observó el cristal trasero. Se rascó el cuello y murmuró:
—Creí que estaba oscuro porque era cristal ahumado. No me había dado cuenta de que hay colocada la protección. Quién imaginaría que alguien hiciera tal cosa, de noche.
Con cautela, introduje la cabeza en el coche para observar el espejo retrovisor. Estaba levantado para reducir el brillo de los faros procedentes de detrás. Saqué las llaves del bolso y me senté de lado en el asiento del conductor.
—Yo, de usted, no haría eso. Ahí dentro, el metal es como un puñado de cuchillos. Y hay un montón de sangre en los asientos y por todas partes.
Colgué el teléfono, puse la llave en el contacto y probé. El teléfono emitió el tono que indicaba que estaba funcionando y se encendieron las luces rojas de aviso de que no descargara la batería. La radio y el reproductor de CD estaban desconectados. Los faros y las luces antiniebla, puestos. Descolgué el teléfono y pulsé el botón de repetir la última llamada. Empezó a sonar y contestó una voz de mujer:
—Emergencias...
Colgué. Noté el pulso en el cuello mientras me subía un escalofrío hasta la raíz de los cabellos. Observé las manchas rojas que salpicaban los asientos de cuero gris oscuro, el tablero y toda la parte interior del techo. Eran demasiado rojas y demasiado espesas. Aquí y allá había restos de pasta de cabello de ángel pegada al interior de mi coche.
Saqué una lima de uñas metálica y recuperé un poco de la pintura verdusca de la abolladura en la parte trasera. Guardé las partículas de pintura en un pañuelo de papel y, a continuación, intenté arrancar un fragmento del piloto dañado. Al ver que no podía, pedí al hombre que me trajera un destornillador.
—Es del 92 —le dije por último antes de marcharme a toda prisa. El viejo me siguió con la mirada, boquiabierto—. Trescientos quince caballos de potencia. Cuesta ochenta mil. Sólo hay seiscientos en el país...
había.
Lo compré en McGeorge, en Richmond. No estoy casada —Cuando llegué al Lincoln, jadeaba—. Y lo de ahí dentro no es sangre, maldita sea. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —seguí murmurando mientras cerraba de un portazo y ponía en marcha el motor.
Las llantas chirriaron cuando salí a la carretera para volver enseguida a la 95 Sur. Después de la salida de Atlee-Elmont, reduje la velocidad y abandoné la carretera. Dejé el Lincoln lo más apartado de la calzada que pude y, cuando los coches y camiones pasaron rugiendo, me golpearon paredes de viento.
El informe de Sinclair establecía que mi Mercedes había dejado la calzada aproximadamente treinta metros al norte de la señal del kilómetro 86. Me encontraba setenta metros más al norte de ese punto, por lo menos, cuando observé una marca de derrapaje no lejos de unos fragmentos de plástico de un piloto trasero, en el carril derecho de la calzada. La marca, que indicaba el brusco derrapaje lateral de un neumático y medía unos tres palmos de longitud, estaba a unos tres metros de un par de marcas de frenada rectas de unos diez metros de largo, aproximadamente. Aprovechando un intervalo en el tráfico, recogí algunos fragmentos de plástico de la calzada.
Continué caminando y, a unos treinta metros, encontré por fin las marcas que Sinclair había indicado en el diagrama de su informe. El corazón me dio un vuelco mientras contemplaba, perpleja, las señales de caucho negro que habían dejado mis neumáticos Pirelli la noche antepasada. Aquéllas no eran huellas de frenadas, sino las marcas de aceleración que dejan los neumáticos cuando se da gas bruscamente, como yo acababa de hacer momentos antes, al partir de la estación de servicio.
Había sido inmediatamente después de hacer estas marcas cuando Lucy perdió el control y salió de la carretera. Vi las huellas de los neumáticos en la tierra y una mancha de caucho en el punto donde había dado el golpe de volante y una de las ruedas había rascado el escalón lateral de la calzada. Inspeccioné los profundos surcos que había dejado el coche al volcar, la marca del impacto en el árbol y los fragmentos de metal y de plástico esparcidos por todas partes.
Regresé a Richmond sin saber muy bien qué hacer o a quién llamar. Entonces me vino a la memoria el agente McKee, un investigador de la policía del Estado. Habíamos trabajado juntos en muchos accidentes de tráfico con víctimas y pasado muchas horas en mi despacho, moviendo sobre mi escritorio cajas de cerillas que representaban coches hasta convencernos de haber reconstruido cómo se había producido el suceso. Le dejé un mensaje en el despacho y recibí su llamada poco después de llegar a casa.
—No le pregunté a Sinclair si había tomado moldes de las huellas de neumático donde el coche se salió de la carretera, pero supongo que no lo haría —comenté, después de explicarle a grandes rasgos lo sucedido.
McKee estuvo de acuerdo.
—No, seguro que no —dijo—. He oído muchos rumores sobre el accidente, doctora Scarpetta. Ha habido muchos comentarios. Y el caso es que en lo primero que se fijó Reed cuando llegó al lugar fue en su número de matrícula, tan bajo.
—He hablado brevemente con Reed. No se complicó la vida.
—Exacto. En circunstancias normales, cuando apareció el agente de Hanover, Sinclair, Reed le habría dicho que lo tenía todo bajo control y se habría encargado él mismo de los diagramas y mediciones. Pero enseguida vio esa placa de matrícula de sólo tres cifras y se le disparó la alarma. Comprendió que el coche pertenecía a alguien importante del gobierno.
»Sinclair se ocupa de su trabajo mientras Reed usa la radio y el teléfono, llama a un supervisor y pide la identificación de la matrícula. ¡Bingo! El coche figura a nombre de usted y el primer pensamiento de Reed es que es usted la ocupante. Con esto puede formarse una idea de la que se organizó allí.
—Un circo.
—Exacto. Y resulta que Sinclair acaba de salir de la academia. Era su segundo accidente.
—Aunque hubiera intervenido en veinte, es comprensible que cometiera un error. No tenía motivo para buscar marcas de frenazos setenta metros antes del lugar donde Lucy se salió de la calzada.
—¿Y está segura de que la marca que ha visto es un derrapaje?
—Rotundamente. Si toma esos moldes verá que las huellas en el arcén se corresponden con la marca de ese punto de la carretera. Y la única explicación de esa marca es que una fuerza externa provocara un brusco cambio de dirección del coche.
—Y, luego, las marcas de aceleración setenta metros más adelante —reflexionó en voz alta el agente—. Lucy recibe un impacto por detrás, toca el freno y continúa la marcha. Segundos después, acelera bruscamente y pierde el control del vehículo
—Probablemente en el mismo instante en que marcaba el teléfono de emergencias —apunté.
—Consultaré a la compañía de teléfonos móviles para que me den la hora exacta de la llamada. Después, la buscaremos en la cinta.
—Lucy tenía a alguien pegado a su parachoques con las luces largas encendidas; primero intentó cambiar la posición del espejo retrovisor y, finalmente, decidió cerrar la protección posterior para que no siguiera deslumbrándola. No tenía conectada la radio ni el CD porque se concentraba en conducir. Estaba muy despierta y asustada porque tenía a alguien pegado a su coche.
»Finalmente, el otro coche golpeó el suyo por detrás y Lucy pisó el freno —continué reconstruyendo lo que creía que había sucedido—. Seguía conduciendo y se da cuenta de que el otro coche se abalanza sobre ella de nuevo. Asustada, acelera a fondo y pierde el control. Todo esto se produciría en unos segundos.
—Si es cierto lo que usted ha descubierto, podría haber sucedido exactamente así.
—¿Lo investigará?
—Desde luego. ¿Qué hay de la pintura?
—Llevaré las muestras, los pedazos de plástico del piloto y todo lo demás al laboratorio y daré prisa a los técnicos.
—Ponga mi nombre en la documentación. Dígales que me llamen tan pronto tengan los resultados.
Cuando terminé de hablar por teléfono en mi despacho del piso de arriba, eran las cinco y fuera ya estaba oscuro. Miré a mi alrededor, confusa, y me sentí una extraña en mi propia casa.
La punzada del hambre en el estómago fue seguida de náuseas, así que tomé un trago de Mylanta del frasco y revolví el armario de las medicinas en busca de Zantac. Durante el verano, mi úlcera se había desvanecido pero, a diferencia de los ex amantes, siempre terminaba por reaparecer.
Las dos líneas telefónicas sonaron y fueron atendidas por el contestador automático. Mientras me remojaba en la bañera y mezclaba las medicinas con una copa de vino, oí funcionar el fax. Tenía mucho que hacer. Sabía que mi hermana querría venir de inmediato. Dorothy siempre intervenía en las situaciones de crisis porque así alimentaba su vocación por lo dramático. Aprovecharía lo sucedido para investigar. Sin duda, en su siguiente libro para niños, uno de sus personajes sufriría un accidente de tránsito; y de nuevo los críticos se admirarían de la sensibilidad y los conocimientos de Dorothy, quien se preocupaba más de las criaturas que gestaba en su mente que de su única hija.
El fax, descubrí, era el horario del vuelo de Dorothy. Llegaba a última hora de la tarde del día siguiente y se quedaría con Lucy en mi casa.
—No la tendrán en el hospital mucho tiempo, ¿verdad? —preguntó cuando la llamé, minutos después.
—Calculo que la traerán aquí por la tarde —le dije.
—Debe de tener un aspecto horrible.
—Es lo normal después de un accidente de coche.
—¿Pero tiene algún daño permanente? —insistió, casi en un susurro—. No quedará desfigurada, ¿verdad?
—No, Dorothy, no quedará desfigurada. ¿Hasta qué punto sabías que Lucy bebía?
—¿Cómo iba a saber nada de eso? Ella está ahí, en la escuela, cerca de donde tú vives, y parece que nunca tiene ganas de venir por casa. Y cuando viene, no se muestra muy confiada conmigo ni con su abuela, desde luego. Yo diría que si alguien podía saberlo, eras tú.
—Si la condenan por conducir en estado de embriaguez, el tribunal puede ordenar que se someta a tratamiento —señalé con toda la paciencia de la que fui capaz.
Silencio. Finalmente:
—Dios mío...
—Aunque el juez no lo decrete —proseguí—, sería buena idea que Lucy lo hiciera, por dos razones. La más evidente es que tiene que afrontar el problema; la segunda, que el juez tomará el caso con mejor disposición si tu hija acude voluntariamente a buscar ayuda.
—Bien, voy a dejar todo eso en tus manos. Tú eres la doctora y la abogada de la familia, pero conozco a mi hija y no querrá hacerlo. No la imagino recluida en un manicomio donde no tengan ordenadores. No sería capaz de mirar a nadie a la cara nunca más.
—No estará recluida en ningún manicomio, y no hay nada vergonzoso en recibir tratamiento por alcoholismo o drogodependencia. Lo vergonzoso es dejar que siga arruinándole la vida a una.
—Yo siempre he parado al tercer vaso de vino.
—Hay adicciones de muchas clases —respondí—. Y la tuya parece ser a los hombres.
—¡Oh, Kay! —exclamó Dorothy con una risilla—. Eso es todo un cumplido, viniendo de ti. Por cierto, ¿sales con alguien?
A
l senador Frank Lord le llegó el rumor de que yo había tenido un accidente y la mañana siguiente me llamó antes de que saliera el sol.
—No. Le había dejado el coche a Lucy —le expliqué, sentada en el borde de la cama y a medio vestir.
—¡Oh, vaya!
—Se está recuperando, Frank. Me la traeré a casa esta tarde.
—Parece que un periódico de aquí ha publicado que la accidentada eras tú y que se sospechaba que el alcohol había tenido que ver con el suceso.
—Lucy estuvo atrapada en el coche durante un rato. Sin duda, alguno de los policías me tomó por ella cuando identificaron la matrícula, y el asunto acabó filtrándose hasta algún periodista apurado de tiempo.
Pensé en el agente Sinclair. Para mí, semejante desliz sólo podía haberlo cometido él.
—¿Puedo hacer algo por vosotras, Kay?
—¿Tienes alguna pista más sobre lo que pudo suceder en la ERF?
—Hay ciertos hechos interesantes. ¿Te ha mencionado Lucy en alguna ocasión el nombre de Carrie Grethen?
—Trabajan juntas. La he saludado —respondí.
—Según parece, está relacionada con una «tienda de espías», uno de esos lugares donde venden aparatos de vigilancia de alta tecnología.
—No hablarás en serio...
—Me temo que sí —dijo el senador.
—Vaya, ahora entiendo que estuviera interesada en conseguir un trabajo en la ERF. Y me sorprende que el FBI la contratara con tales antecedentes.
—Nadie estaba al corriente. Según parece, el propietario de la tienda es su novio. La razón de que sepamos que es una visitante asidua del local es precisamente que la hemos tenido bajo vigilancia.