—¿Así que Scott no empleó nunca este cuchillo con un propósito justificado?
—¡Protesto! —Tommy volvió a ponerse en pie.
—Siéntese. Éste es el motivo por el que estamos aquí, teniente Hart. Responda a la pregunta, teniente Murphy.
—No le vi emplear nunca el cuchillo con un propósito justificado, no señor.
Townsend dudó unos instantes antes de preguntar:
—Cuando vio usted al teniente Scott fabricar este cuchillo ¿le preguntó para qué lo necesitaba?
—Sí señor.
—¿Y qué le contestó, teniente Murphy?
—Recuerdo sus palabras con exactitud. Dijo: «Para protegerme.» Entonces le pregunté de quién quería protegerse, y Scott respondió: «De ese cabrón de Bedford.» Ésas fueron sus palabras, señor.
Tal como las recuerdo. Y luego me dijo, espontáneamente, sin que yo le preguntara nada: «¡Debería matar a ese hijo de puta antes de que él me mate a mí!» Eso fue lo que dijo, señor. ¡Lo oí con toda claridad!
Tommy se levantó, empujando su silla hacia atrás con tal violencia, que cayó al suelo estrepitosamente.
—¡Protesto! ¡Protesto! ¡Esto es improcedente, coronel!
MacNamara se inclinó hacia delante, con el rostro encendido, casi como si le hubieran interrumpido en medio de una tarea agotadora.
—¿Qué es lo que le parece inaceptable, teniente? ¿Las palabras que pronunció su cliente u otra cosa? —preguntó el oficial superior americano con desdén.
Tommy respiró hondo, mirando a MacNamara con la misma aspereza con que el coronel le había mirado a él.
—Mi protesta es doble, señor. En primer lugar, este testimonio constituye una sorpresa para la defensa. Cuando pregunté al testigo qué iba a declarar, repuso, «sobre las amenazas y la antipatía…». No dijo una palabra sobre esta supuesta conversación. Creo que se trata de un invento.
De unas mentiras, destinadas a influir injustamente…
—Puede sacar a relucir este tema durante el turno de repreguntas, teniente.
Walker Townsend, sonriendo levemente, con una ceja arqueada, interrumpió.
—Señoría, no veo ningún engaño en las palabras del testigo. Éste dijo al teniente Hart que iba a declarar sobre amenazas. Y esto es precisamente lo que hemos oído del teniente Murphy. Una amenaza. La acusación no tiene por qué asegurarse de que el teniente Hart se prepara adecuadamente buscando información adicional de un testigo con anterioridad al juicio. El teniente Hart hizo una pregunta al testigo y obtuvo una respuesta, y si consideraba que el testimonio podía perjudicar a su cliente debió tratar de aclarar el tema…
—¡Señoría, esto es injusto! ¡Protesto!
MacNamara meneó la cabeza.
—Debo insistir, teniente Hart, en que se siente. Debe aguardar su turno de preguntas. Mientras tanto, guarde silencio.
Tommy permaneció de pie, apoyando disimuladamente una mano en el borde de la mesa. No se atrevió a mirar a Lincoln Scott.
Walker Townsend sostuvo en alto el cuchillo de fabricación casera.
—«¡Debería matar a ese hijo de puta!» —tronó, la ira que contenía su voz acentuada por el tono suave que había utilizado anteriormente—. ¿Cuándo dijo eso?
—Uno o dos días antes de ser asesinado —repuso Murphy con tono solícito.
—¿Asesinado con un cuchillo? —inquirió Townsend.
—¡Sí señor! —contestó Murphy.
—¡Una profecía! —exclamó Townsend con aire satisfecho—. Y este cuchillo, el cuchillo del teniente Lincoln Scott, está manchado con la sangre del capitán Bedford.
Se acercó a la mesa de la acusación, depositó el cuchillo violentamente sobre la superficie de madera de la mesa. El ruido resonó a través de la silenciosa sala del tribunal.
—La defensa puede interrogar al testigo —dijo tras una pausa para dar mayor efecto a sus palabras.
Tommy se levantó, ofuscado por la ira, las dudas y la confusión que le invadían. Abrió la boca, pero en aquel preciso momento el coronel MacNamara alzó la mano para interrumpirle.
—Pospondremos el turno de repreguntas hasta mañana por la mañana, teniente. Concluiremos la sesión con el tiempo justo para presentarnos al
Appell
vespertino, ¿no es así,
Hauptmann
?
Por primera vez en aproximadamente una hora, Tommy se volvió hacia el alemán manco. Visser asintió con la cabeza, pero no respondió de inmediato. Durante varios segundos, el alemán miró al teniente Murphy, mientras el copiloto del Liberator se movía incómodo en la silla. A continuación Visser recorrió lentamente la sala con la vista, deteniéndose en Lincoln Scott y en Tommy Hart, luego en el fiscal y sus ayudantes y por último en el coronel MacNamara.
—Tiene razón, coronel —respondió—. Creo que es el momento oportuno para suspender la sesión.
Visser se levantó y el estenógrafo cerró su bloc de notas.
MacNamara dio unos golpes con su martillo.
—Se suspende la sesión hasta mañana. Nos reuniremos aquí inmediatamente después del recuento matutino. ¡Teniente Murphy!
—¿Sí, señor?
—No debe comentar su testimonio con nadie. ¿Entendido? Absolutamente nadie, ni la acusación, la defensa, ni amigos ni enemigos. Puede hablar del tiempo o del ejército. Puede hablar de la repugnante comida, o de esta repugnante guerra. Pero no puede hablar de este caso. ¿Me explico?
—¡Sí señor! Perfectamente.
—Muy bien —dijo MacNamara con tono enérgico—. Puede retirarse —alzó la vista y miró a los hombres congregados en la sala—. Todos pueden hacerlo.
MacNamara se levantó y los
kriegies
se pusieron en pie, cuadrándose cuando los miembros del tribunal se levantaron de la mesa y abandonaron con solemnidad el teatro. Luego salieron el comandante Clark y el capitán Townsend, que apenas pudo reprimir una sonrisa de satisfacción al pasar junto a Tommy, y acto seguido, Visser y el resto de los alemanes, salvo un par de hurones que exhortaron a los
kriegies
a desalojar la sala. Sus exclamaciones de
«Raus! Raus!»
resonaron en el aire detrás de Tommy.
Tommy cerró los ojos un momento y escudriñó la vacía oscuridad que había tras sus párpados.
Al cabo de unos segundos los abrió y se volvió hacia Lincoln Scott y Hugh Renaday. Scott miraba al frente, los ojos fijos en la silla vacía de los testigos. Sin pestañear. Rígido.
—Bueno —dijo Hugh con calma inclinándose hacia delante—, eso ha sido un cañonazo de advertencia. ¿Cómo vamos a demostrar que ese cabrón miente?
Tommy abrió la boca para responder, aunque no estaba seguro de lo que iba a decir, pero Scott le interrumpió.
La voz del aviador negro, seca, rasposa, reverberó ligeramente en la sala. Estaban solos.
—No era mentira —dijo en tono quedo, casi como si le doliera pronunciar esas palabras—. Era verdad. Eso es palabra por palabra lo que dije a ese asqueroso hijo de perra.
Cuando concluyeron el
Appell
vespertino y regresaron a su dormitorio en el barracón 101, Tommy echaba chispas. Dio un portazo y se volvió hacia Scott.
—Podía habérmelo dicho —le espetó, alzando el tono de la voz como cuando un motor se acelera—.
Me habría sido útil saber que había amenazado con matar a Bedford antes de que éste fuera asesinado.
Scott abrió la boca para responder, pero se detuvo. Se encogió de hombros y se sentó bruscamente en el borde del camastro.
Con las manos crispadas en unos puños, Tommy comenzó a caminar en círculos ante el negro.
—¡Me ha hecho parecer un idiota! —gritó—. ¡Y usted ha quedado como un asesino! ¡Me aseguró que no sabía nada sobre ese maldito cuchillo y ahora resulta que lo fabricó con sus propias manos!
¿Por qué no me lo dijo?
—Después de irme de la lengua delante de Murphy —dijo Scott de mala gana—, lo metí en el lugar donde guardo mi caja de la Cruz Roja. A la mañana siguiente había desaparecido. No volví a verlo hasta que Clark lo sacó de ese escondite del que yo no sabía nada, debajo de la litera.
—Genial —contestó Tommy furioso—. ¡Es una bonita historia! ¡Seguro que todo el mundo se la tragará!
Scott alzó de nuevo la vista como si se dispusiera a responder, pero cambió de opinión.
—¿Cómo quiere que le defienda si no me cuenta la verdad, Scott? —preguntó Tommy sulfurado.
Scott abrió la boca, pero no dijo nada. Estaba sentado con la cabeza agachada, casi como si rezase, hasta que por fin suspiró profundamente y murmuró:
—No lo sé.
Tommy lo miró boquiabierto.
—¿Qué?
Scott alzó ligeramente la cabeza y miró a Tommy.
—No quiero que me defienda —repuso con lentitud—. No necesito que me defienda. ¡No debería encontrarme en una situación en que deba ser defendido! ¡Yo no he hecho nada más que decir la verdad! ¡Y si esas verdades a usted no le gustan, no puedo hacer nada para remediarlo!
Con cada frase, Lincoln se fue tensando hasta ponerse en pie, con las manos crispadas.
—Vale, amenacé a ese cabrón. ¿Y qué? ¡Fabriqué ese cuchillo delante de Murphy! ¡Con ello no violé ninguna regla, porque no hay reglas! Dije que lo mataría. ¡Tenía que decir algo, coño! No podía quedarme de brazos cruzados, sin hacer caso de lo que ese cabrón decía. ¡Tenía que hacerle comprender que yo no era un negro débil de carácter, aterrorizado e ignorante a quien él pudiera hostigar y someter cada minuto de su jodida vida! ¡Tenía que advertir a ese asqueroso racista que aunque yo estuviera solo aquí no iba a aguantarlo! ¡Que no iba a quedarme acojonado en un rincón y doblegarme ante él, tragándome toda la mierda que me echara encima, como otros! ¡No soy un esclavo! ¡Así que fabriqué esa condenada espada y dije que estaba dispuesto a utilizarla! ¡Porque lo único que los malditos Bedfords de este mundo comprenden es la misma violencia que ellos emplean contigo! ¡Se comportan como cobardes cuando les plantas cara, y eso fue lo que hice!
Scott permaneció inmóvil en el centro de la habitación, enfurecido.
—¿Lo entiende ahora? —preguntó a Tommy.
Tommy se levantó, plantándose delante del aviador negro.
—Usted no es libre —repuso secamente, subrayando cada palabra con un breve ademán, como si golpeara el aire—. ¡Ni usted, ni yo ni ninguno de los que estamos aquí!
Scott sacudió la cabeza enérgicamente de un lado a otro.
—Quizá sea usted un prisionero, Hart, como Renaday, Townsend, MacNamara, Clark, Murphy y todos los demás, pero yo no. Quizás hayan derribado mi avión, me hayan encerrado aquí y me ejecute un pelotón de fusilamiento por un crimen que no he cometido, pero jamás me consideraré un prisionero. ¡Ni por un segundo! Soy un hombre libre, atrapado temporalmente detrás de una alambrada de espino.
Tommy se disponía a responder, pero calló. Ese era el problema, el meollo del asunto. El problema de Scott era infinitamente más profundo que una mera acusación de asesinato.
Tommy comenzó a pasear en círculo por la pequeña habitación, reflexionando.
—¿Se ha fiado alguna vez de un blanco? —preguntó de sopetón.
Scott retrocedió un paso, como si hubiera recibido un golpe en la mandíbula.
—¿Qué?
—Me ha oído perfectamente —contestó Tommy—. Respóndame.
—¿Que si me he fiado? ¿A qué se refiere?
—Ya sabe a qué me refiero. ¡Conteste!
Scott entrecerró los párpados, dudando antes de responder.
—Ningún negro, hoy en día, llega a ningún sitio sin la ayuda de unos blancos de buena fe.
—¡Esto no es una respuesta!
Scott abrió la boca, se detuvo y sonrió asintiendo con la cabeza.
—Lleva razón. —Después de otra pausa, agregó—: No, nunca me he fiado de un blanco.
—Pero estaba dispuesto a utilizar su ayuda.
—Sí. En la escuela, sobre todo. Y la iglesia donde predica mi padre se beneficia de algunas obras de caridad.
—Pero cada sonrisa que usted esbozaba, cada vez que estrechaba la mano a un blanco, era mentira, ¿no es así?
Lincoln Scott emitió un pequeño suspiro, casi como si ese diálogo le divirtiera.
—Sí —repuso—. En cierto modo, sí.
—Y cuando les estrechaba la mano, eso también era mentira.
—Podría interpretarse así. Es muy simple, Hart. Es una lección que aprendes de pequeño. Si quieres llegar a algo, tienes que apoyarte sólo en ti mismo.
—Pues gracias a su afán de apoyarse sólo en sí mismo —dijo Tommy pausadamente—, en los últimos días sus perspectivas han disminuido notablemente. —No se molestó en ocultar su sarcasmo, el cual molestó a Lincoln Scott.
—Puede que sea así —contestó éste—, pero cuando oiga la orden de fuego al comandante del pelotón, sabré que nadie me robó lo más importante para mí.
—¿Qué?
—La dignidad.
—Que no le servirá de nada cuando esté muerto.
—En eso se equivoca por completo, Hart. Esa es la diferencia entre usted y yo. Yo deseo vivir tanto como cualquier otro. Pero no estoy dispuesto a convertirme en alguien distinto para sobrevivir. Porque ésa sería una mentira más grave que las que han dicho desde el estrado.
—Es usted un hombre difícil de comprender, Scott —comentó por fin meneando la cabeza—. Muy difícil.
Scott sonrió enigmáticamente.
—Da usted por sentado que quiero que me comprendan.
—De acuerdo. Pero tengo la impresión de que sólo está dispuesto a rebatir estas acusaciones a su estilo.
—Es la única forma en que sé hacerlo.
—Bien, pues en este caso vamos a hacerlo de forma distinta, porque tal como están las cosas no vamos a ganar.
—Lo comprendo —repuso Scott con tristeza—. Pero lo que usted no comprende es que hay distintos tipos de victorias. Ganar en este tribunal de pega no es tan importante para mí como negarme a convertirme en lo que no soy.
Tommy se quedó tan sorprendido por esta frase que tardó unos momentos en responder. Pero el repentino silencio que cayó entre ambos hombres fue interrumpido por Hugh Renaday. Había permanecido de pie, apoyado en la pared, observando y escuchando, en silencio, el airado diálogo entre Hart y Scott. De pronto avanzó hacia ellos, meneando la cabeza, y dijo con tono de reproche:
—Sois un par de idiotas.
Los otros dos se volvieron hacia el canadiense.
—Ninguno de vosotros es capaz de ver el conjunto de la situación.
En aquel instante Scott pareció animarse un poco.
—Pero usted va a explicárnoslo.
—Así es —replicó Hugh—. ¿Dónde está Phillip Pryce cuando más le necesitamos? ¿Sabes, Tommy? Si está muerto y te está mirando desde algún sitio en lo alto, al oírte seguro que le habrá dado un soponcio.