Al alcanzar la alambrada y la puerta de madera que daba acceso al recinto sur, el oficial alemán se detuvo. Dijo unas breves palabras a Fritz Número Uno, quien saludó, y otras palabras a los dos guardias.
—¿Desea que un guardia le escolte de regreso a su barracón? —preguntó a Lincoln Scott.
—No —respondió Scott.
Visser sonrió.
—Quizás el teniente Hart lo crea necesario.
Tommy echó una rápida ojeada a través de la alambrada. En el recinto había unos cuantos grupos de hombres; todo parecía normal. Unos jugaban al béisbol, mientras otros se paseaban por el perímetro. Vio a algunos tumbados junto a los edificios, leyendo o charlando. Otros, aprovechando la tibieza del día, se habían quitado la camisa para tomar el sol. Nada indicaba que hacía menos de una hora se hubiera celebrado un funeral. No había indicios de cólera. El Stalag Luft 13 presentaba el mismo aspecto que había mostrado cada día durante años.
Esto inquietó a Tommy. Inspiró profundamente.
—No —contestó—. No necesitamos que nos escolten.
Visser emitió un profundo suspiro, casi como si se mofara.
—Como guste —dijo con un tonillo despectivo, mirando a Tommy—. Qué ironía, ¿no? Yo le ofrezco protección contra sus propios camaradas. ¿No le parece insólito, teniente Hart?
Visser no parecía esperar una respuesta a su pregunta. En cualquier caso, Tommy no estaba dispuesto a dársela. Visser dijo unas palabras y los guardias armados retrocedieron. Fritz Número Uno también se apartó. Tenía el ceño fruncido y parecía nervioso.
—Entonces, hasta luego —dijo Visser.
Se puso a tararear unas breves estrofas de una melodía irreconocible, esbozando su acostumbrada sonrisa breve y cruel que se deslizaba en torno a su rostro. Entonces se detuvo, se volvió hacia los soldados que custodiaban la puerta, y haciendo un amplio gesto con su único brazo les indicó que la abrieran.
—Vamos, teniente. A paso de marcha —dijo Tommy.
Los dos hombres echaron a andar hombro con hombro.
La puerta aún no se había cerrado tras ellos cuando Tommy oyó el primer silbido, seguido por otro, y luego otros dos. Los agudos sonidos se confundían, desplazándose a los pocos segundos a lo largo y ancho del campo. Los hombres que jugaban al béisbol se detuvieron y los miraron. Antes de que hubieran recorrido veinte metros, la falsa normalidad del campo fue suplantada por el ruido de pasos apresurados y el rechinar y estrépito de puertas de madera que se abrían y cerraban de golpe.
—Mantenga la vista al frente —murmuró Tommy, pero era una advertencia innecesaria, pues Lincoln Scott caminaba aún más erguido que antes, atravesando el recinto con la renovada determinación de un corredor de fondo que al fin vislumbra la línea de meta.
Ante ellos vieron salir a muchos hombres de los barracones, moviéndose con tanta rapidez como si los silbatos de los hurones les convocaran a un
Appell
o hubieran sonado las sirenas de alarma. Al cabo de unos segundos, centenares de hombres se congregaron en un gigantesco y siniestro bloque, no tanto una formación como una barricada. La multitud —que parecía dispuesta a lincharlos, según pensó Tommy— se interpuso en su camino.
Ni Lincoln Scott ni Tommy Hart aminoraron el paso al aproximarse a los hombres plantados delante de ellos.
—No se detenga —murmuró Tommy a Lincoln Scott—. Ni les plante cara.
Por el rabillo del ojo observó un gesto casi imperceptible de la cabeza por parte del aviador de Tuskegee y oyó un leve murmullo de asentimiento.
—¡Criminal! —Tommy no estaba seguro de dónde procedía la palabra, pero sin duda había surgido de la borboteante masa.
—¡Asesino! —gritó otra voz.
Un murmullo grave y ronco brotó de labios de los hombres que les interceptaban el paso. Las palabras de ira y odio se mezclaban con toda clase de epítetos e improperios. Los silbidos y abucheos reforzaban los gritos de rabia, que aumentaban en frecuencia e intensidad a medida que los aviadores avanzaban.
Tommy mantuvo la vista al frente, confiando en ver a uno de los oficiales superiores, pero no fue así. Notó que Scott, con el maxilar crispado en un gesto de determinación, había acelerado un poco el paso. Durante unos momentos pensó que ambos parecían un barco que navegaba hacia una costa erizada de rocas.
—¡Maldito negro asesino!
Se hallaban a unos diez metros de la multitud. Tommy no estaba seguro de que el muro se abriría para cederles el paso. En aquel segundo, vio a algunos de los hombres que compartían su cuarto de literas. Los consideraba amigos suyos, no amigos íntimos, pero amigos al fin. Con ellos había compartido comida, libros y algún que otro recuerdo sobre la vida en el hogar, momentos de nostalgia, deseo, sueños y pesadillas. En aquel instante Tommy no pensó que fueran a lastimarlo.
Por supuesto no estaba seguro de ello, porque no sabía qué opinión tendrían ahora de él. Pero pensó que quizás experimentaran cierta vacilación en sus emociones; así pues, golpeando ligeramente con su hombro el hombro de Scott, modificó el ritmo y se dirigieron directamente hacia ellos.
Tommy percibió la respiración de Scott. Inspiraba unas breves y rápidas bocanadas de aire, como arrancadas al esfuerzo que representaba mantener aquella marcha acelerada.
En torno a él resonaron más insultos. Las palabras surcaban el espacio entre los pilotos más rápidamente que sus pasos.
—¡Deberíamos resolverlo ahora mismo! —oyó Tommy gritar a un hombre.
Todos asintieron.
Tommy no hizo caso de las amenazas. En aquel segundo recordó la reconfortante y serena voz de su llorado capitán de Tejas mientras pilotaba el
Lovely Lydia
a través de la enésima tempestad de fuego antiaéreo y muerte, y sin alzar la voz, expresándose con calma a través del intercomunicador del bombardero, decía: «Maldita sea, chicos, no vamos a dejar que unos pequeños contratiempos nos pongan nerviosos, ¿verdad?» Y Tommy comprendió que iba a tener que volar a través del centro de esa tempestad, manteniendo la vista al frente, como hacía su viejo capitán, aunque la última tempestad le había costado la vida y las vidas de los otros tripulantes del avión, salvo uno.
Así, sin detener el paso, Tommy se lanzó hacia el grupo de pilotos congregados ante ellos.
Unidos de forma invisible pero con tanta fuerza como si estuvieran atados, los dos se precipitaron hacia quienes les interceptaban el paso.
Éstos vacilaron unos segundos. Tommy observó que sus compañeros de cuarto retrocedían y se apartaban, creando una pequeña apertura en forma de V. Scott y él se deslizaron a través de ella. De inmediato la multitud se agolpó a sus espaldas. Pero los hombres que había frente a ellos se apartaron, aunque sólo lo suficiente para permitirles seguir avanzando.
Los que se apretujaban a su alrededor los zarandeaban. Las voces enmudecieron, los abucheos e insultos se disiparon al tiempo que los dos soldados se abrían camino entre la multitud, rodeados por un súbito e impresionante silencio, acaso peor aún. Tommy pensó que les costaba avanzar, como si estuviera atravesando un caudaloso río en el que la corriente y la potencia de las aguas le empujaran y golpearan con fuerza sus piernas y su torso.
Al cabo de unos momentos, habían superado aquella masa humana.
Los últimos hombres se apartaron para cederles paso y Tommy vio que el camino hacia los barracones estaba despejado. Era una sensación análoga a sentirse a salvo después de haber volado a través de una furiosa y siniestra tempestad hacia un cielo despejado.
Marchando todavía en pareja, Tommy y Scott se dirigieron apresuradamente hacia el barracón 101. A sus espaldas, los hombres hostiles permanecían en silencio.
Scott respiraba como un boxeador tras disputar quince asaltos. Tommy se percató de que su respiración entrecortada no era demasiado diferente.
Tommy volvió la cabeza ligeramente, sin saber por qué. Un leve movimiento del cuello, una mirada hacia la derecha. En aquel breve instante, divisó al coronel MacNamara y al comandante Clark detrás de una de las cochambrosas ventanas del barracón contiguo, parcialmente ocultos y observando cómo él y Scott atravesaban el recinto. Tommy se quedó estupefacto, presa de una indignación casi incontrolable contra los dos superiores, por permitir que sus órdenes expresas fueran desobedecidas: «Nada de amenazas… tratadlo con cortesía…» Eso era lo que había ordenado MacNamara con toda claridad. Ahora presenciaba cómo violaban esa orden. En aquel segundo, Tommy sintió deseos de dirigirse hacia los dos comandantes y exigirles una explicación. Pero en medio de su ira oyó otra voz insinuándole que quizás había visto algo importante, algo que debía guardar para sí.
Y decidió seguir el consejo de esa voz.
Tommy se alejó, no sin antes asegurarse de que MacNamara y Clark se habían dado cuenta de que él les había visto espiándoles. Junto con el aviador negro, subió los peldaños de madera y penetró en el barracón 101.
Lincoln Scott rompió el silencio.
—El panorama es bastante desolador —comentó en voz baja.
Al principio Tommy no estaba seguro si el piloto del caza se refería al caso o a la habitación, porque podía decirse lo misino de ambas cosas. Todo cuanto habían acumulado los otros
kriegies
que habían compartido antes la habitación se lo habían llevado. Sólo quedaba una litera cubierta con un sucio jergón de cutí azul relleno de paja, sobre el que había una delgada manta de color pardo.
Scott arrojó las mantas y la ropa que llevaba sobre el camastro. La bombilla que pendía del techo estaba encendida, pero aún penetraba en la habitación la luz difusa del atardecer. Junto a la cabecera de la cama estaba su tosca mesa y la taquilla para guardar sus pertenencias. El aviador miró en el interior y vio que sus dos libros y su provisión de comida estaban intactos. Lo único que faltaba era la sartén que había confeccionado él mismo.
—Podría ser peor —respondió Tommy.
Esta vez fue Scott quien miró al otro tratando de adivinar si se refería al lugar o a las circunstancias por las que pasaban.
Ambos guardaron silencio unos instantes.
—Anoche, cuando se acostó después de haber salido para ir al retrete, ¿dónde dejó su cazadora?
—Ahí —repuso Scott señalando la pared junto a la puerta—. Todos disponíamos de un gancho para colgar nuestras prendas. De este modo podíamos cogerlas rápidamente cuando sonaban las sirenas o los silbatos. —Scott se sentó en la cama con aire fatigado y tomó la Biblia.
Tommy se acercó a la pared.
Los ganchos habían desaparecido. En el tabique de madera sólo se veían ocho pequeños orificios, agrupados de dos en dos y separados por unos cincuenta centímetros.
—¿Dónde solía colgar Vic su cazadora?
—Junto a la mía. Nuestros ganchos eran los dos últimos. Todos usábamos siempre el mismo gancho, para no confundirnos de cazadora. Por eso los ganchos estaban separados y agrupados por pares.
—¿Dónde cree que han ido a parar los ganchos?
—No lo sé. ¿Qué motivo tendría alguien para llevárselos?
Tommy no respondió, aunque sabía la respuesta. No se trataba sólo de que los ganchos hubieran desaparecido. Era un argumento. Se volvió hacia Scott, que hojeaba la Biblia.
—Mi padre es pastor baptista —dijo Scott—. Oficia en la iglesia baptista del Monte Sinaí en el sector sur de Chicago. Siempre dice que la Biblia nos señala el camino en los momentos de adversidad. Yo soy más escéptico al respecto, pero no niego la palabra de Dios.
El aviador negro deslizó un dedo entre las páginas del libro y con un rápido movimiento lo abrió y leyó las primeras palabras que cayeron bajo su mirada.
—Mateo 6, 24: «Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o se interesará por el primero y menospreciará al segundo.»
Scott soltó una carcajada.
—Tiene bastante sentido. ¿Qué opina, Hart? ¿Sobre lo de servir a dos señores? —Scott cerró la Biblia y exhaló lentamente—. ¿Qué ocurrirá a partir de ahora, cuando me trasladen de una celda a otra?
—¿Se refiere al proceso? Mañana se celebra una vista. Para leerle formalmente los cargos. Usted se declarará inocente. Examinaremos las pruebas en su contra. Luego, la semana que viene, tendremos el juicio.
—Un juicio. Bonita palabra para describirlo. ¿Y en cuanto a su defensa, abogado?
—Emplear la táctica de demora. Cuestionaremos la autoridad del tribunal, pondremos en tela de juicio la legitimidad del procedimiento. Solicitar tiempo para entrevistar a todos los testigos. Alegar la inexistencia de una jurisdicción adecuada para enjuiciar el caso. Dicho de otro modo, nos opondremos a todas las soluciones técnicas que se hayan tomado.
Scott asintió, pero su gesto denotaba resignación. Se volvió hacia Tommy.
—Esos hombres que estaban ahí fuera, agrupados y gritando… Cuando pasamos a través de ellos, hubo un silencio total. Creí que querían lincharme.
—Yo también.
Scott meneó la cabeza.
—No me conocen —dijo con los ojos fijos en el suelo—. No saben nada sobre mí.
Tommy no respondió.
Scott se reclinó hacia atrás y fijó la vista en el techo. Por primera vez, Tommy presintió que la agresividad del aviador ocultaba una mezcla de nerviosismo y dudas. Durante unos segundos, Scott contempló las tablas encaladas del techo y luego la bombilla encendida.
—Pude haberme largado, ¿sabe? Pude haber huido. Y entonces no estaría aquí.
—¿A qué se refiere?
Scott respondió con tono pausado, deliberado.
—Habíamos cumplido nuestra misión como aviones escoltas. Habíamos repelido un par de ataques contra la formación y los habíamos conducido hasta su campo de aviación. Nos dirigíamos a casa, Nathaniel Winslow y yo, pensando en una comida caliente, una partida de póquer y a la cama, cuando oímos la señal de socorro. Con toda claridad, como un hombre que se ahoga y llama a alguien que esté en tierra para que le arroje una cuerda salvavidas. Era un B-17 que se disponía a aterrizar sobre el portaaviones, con dos motores averiados y la mitad de la cola destrozada. No pertenecía a un grupo que debíamos escoltar nosotros, era responsabilidad de otro cazabombardero.
No formaba parte del 332. No era uno de los nuestros, ¿comprende? De modo que no estábamos obligados a hacer nada. Andábamos escasos de combustible y munición, pero ese pobre piloto tenía seis Focke-Wulfs persiguiéndole. Nathaniel no dudó un segundo. Hizo virar su Mustang y me indicó que le siguiera al tiempo que se lanzaba contra ellos. Le quedaban menos de tres segundos de munición, Hart. Tres segundos. Cuéntelos: uno… dos… tres. Ese es el tiempo de que disponía para disparar. Yo no disponía de mucho más. Pero si no nos metíamos ahí, todos ellos iban a morir. Dos contra seis. Nos habíamos enfrentado a situaciones peores. Tanto Nathaniel como yo conseguimos cargarnos a uno en nuestro primer pase, un bonito tiro desviado que hizo polvo su ataque, y el B-17 se escabulló mientras los FW venían a por nosotros. Uno persiguió a Nathaniel, pero yo me interpuse antes de que lo tuviera en su punto de mira y disparé contra él, pulverizándolo. Pero me quedé sin munición. Tenía que virar y largarme de allí, y con ese potente motor Merlin sobrealimentado, ninguno de esos cabrones alemanes conseguiría atraparnos. Pero cuando nos disponíamos a salir de allí pitando y regresar a casa, Nathaniel vio que dos de los cazas se habían lanzado contra el B-17 y volvió a indicarme que le siguiera mientras él iba tras ellos. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Escupirlos, insultarlos? Para Nathaniel, para todos nosotros, era una cuestión de orgullo. No estábamos dispuestos a permitir que ningún bombardero que protegiéramos nosotros fuera derribado. ¿Comprende? Ninguno. Cero. Jamás. No mientras estuvieran allí los del escuadrón 332.