La guerra del fin del mundo (46 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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—También es posible que no quede una línea de telégrafos en la región —dijo Gumucio—. Si queman las tierras para que hagan siesta, sin duda destruyen los alambres y los postes para evitarles el dolor de cabeza. El Coronel puede estar incomunicado.

El Barón sonrió, con pesadumbre. La última vez que habían estado reunidos, aquí, la venida de Moreira César era como la partida de defunción para los Autonomistas de Bahía. Y ahora ardían de impaciencia por conocer los detalles de su victoria contra los que el Coronel quería hacer pasar por restauradores y gentes de Inglaterra. Reflexionaba sin dejar de observar el sueño de la Baronesa: estaba pálida, con la expresión tranquila.

—Los agentes de Inglaterra —exclamó de pronto—. Caballeros que queman haciendas para que la tierra repose. Lo he oído y no acabo de creerlo. Un cangaceiro como Pajeú, asesino, violador, ladrón, cortador de orejas, saqueador de pueblos, convertido en cruzado de la fe. Estos ojos lo vieron. Nadie diría que he nacido y pasado buena parte de mi vida aquí. Esta tierra se me ha vuelto extranjera. Estas gentes no son las que he tratado siempre. Quizá el escocés anarquista las entienda mejor. O el Consejero. Es posible que sólo los locos entiendan a los locos...

Hizo un gesto de desesperanza y dejó la frase sin terminar.

—A propósito del escocés anarquista —dijo Gumucio. El Barón sintió íntima desazón: sabía que la pregunta vendría, la esperaba desde hacía dos horas—. Te consta que nunca he puesto en duda tu sensatez política. Pero que dejaras partir así al escocés, no lo entiendo. Era un prisionero importante, la mejor arma contra nuestro enemigo número uno. —Miró al Barón, pestañeando—. ¿No lo era, acaso?

—Nuestro enemigo número uno ya no es Epaminondas, ni ningún jacobino —murmuró el Barón, con desánimo—. Son los yagunzos. La quiebra económica de Bahía. Es lo que va a ocurrir si no se pone fin a esta locura. Las tierras van a quedar inservibles y todo se está yendo al diablo. Se comen los animales, la ganadería desaparece. Y, lo peor, una región donde la falta de brazos fue siempre un problema, va a quedar despoblada. A la gente que se marcha ahora en masa, no la vamos a traer de vuelta. Hay que atajar de cualquier modo la ruina que está provocando Canudos.

Vio las miradas, sorprendidas y admonitivas, de Gumucio y de José Bernardo y se sintió incómodo.

—Ya sé que no he contestado tu pregunta sobre Galileo Gall —murmuró—. Dicho sea de paso, ni siquiera se llama así. ¿Por qué lo dejé ir? Quizá es otro signo de la locura de los tiempos, mi cuota a la insensatez general. —Sin advertirlo, hizo un círculo con la mano, como los de Murau—. Dudo que nos hubiera servido, aun si nuestra guerra con Epaminondas continúa...

—¿Continúa? —respingó Gumucio—. No ha cesado un segundo, que yo sepa. En Salvador, los jacobinos están ensoberbecidos como nunca, con la llegada de Moreira César. El
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pide que el Parlamento enjuicie a Viana y nombre un Tribunal Especial para juzgar nuestras conspiraciones y negocios.

—No he olvidado el daño que nos han hecho los Republicanos Progresistas —lo interrumpió el Barón—. Pero en este momento las cosas han tomado un rumbo distinto.

—Te equivocas —dijo Gumucio—. Sólo esperan que Moreira César y el Séptimo Regimiento entren a Bahía con la cabeza del Consejero, para deponer a Viana, cerrar el Parlamento y comenzar la cacería contra nosotros.

—¿Ha perdido algo Epaminondas Gonce a manos de los restauradores monárquicos? —sonrió el Barón—. Yo, además de Canudos, he perdido Calumbí, la hacienda más antigua y próspera del interior. Tengo más razones que él para recibir a Moreira César como nuestro salvador.

—De todos modos, nada de eso explica que soltaras tan alegremente al cadáver inglés —dijo José Bernardo. El Barón supo de inmediato el gran esfuerzo que hacía el anciano para pronunciar esas frases—. ¿No era una prueba viviente. de la falta de escrúpulos de Epaminondas? ¿No era un testigo de oro para demostrar el desprecio de ese ambicioso por el Brasil?

—En teoría —asintió el Barón—. En el terreno de las hipótesis.

—Lo hubiéramos paseado por los mismos sitios donde ellos pasearon la famosa cabellera —murmuró Gumucio. También su voz era severa, herida.

—Pero en la práctica, no —continuó el Barón—. Gall no es un loco normal. Sí, no se rían, es un loco especial: un fanático. No hubiera declarado a favor sino en contra de nosotros. Hubiera confirmado las acusaciones de Epaminondas, nos hubiera cubierto de ridículo.

—Tengo que contradecirte otra vez, lo siento —dijo Gumucio—. Hay medios de sobra para hacer decir la verdad, a cuerdos y a locos.

—No a los fanáticos —repuso el Barón—. No a aquellos en los que las creencias son más fuertes que el miedo a morir. El tormento no le haría efecto a Gall, reforzaría sus convicciones. La historia de la religión ofrece muchos ejemplos...

—En ese caso, era preferible pegarle un tiro y traer su cadáver —murmuró Murau—. Pero soltarlo...

—Tengo curiosidad por saber qué fue de él —dijo el Barón—. Por saber quién lo mató. ¿El guía, para no llevarlo hasta Canudos? ¿Los yagunzos, para robarle? ¿O Moreira César?

—¿El guía? —Gumucio abrió mucho los ojos—. ¿Además, le diste un guía?

—Y un caballo —asintió el Barón—. Tuve una debilidad por él. Me inspiró compasión, simpatía.

—¿Simpatía? ¿Compasión? —repitió el coronel José Bernardo Murau, hamacándose de prisa—. ¿Por un anarquista que sueña con poner el mundo a sangre y fuego?

—Y con algunos cadáveres a la espalda, a juzgar por sus papeles —dijo el Barón—. A no ser que sean embrollos, lo que también es posible. El pobre diablo estaba convencido que Canudos es la fraternidad universal, el paraíso materialista, hablaba de los yagunzos como de correligionarios políticos. Era imposible no sentir ternura por él.

Notó que sus amigos lo miraban cada vez más extrañados.

—Tengo su testamento —les dijo—. Una lectura difícil, con muchos disparates, pero interesante. Incluye detalles de la intriga de Epaminondas: cómo lo contrató, intentó luego matarlo, etc.

—Hubiera sido mejor que se la contara al mundo de viva voz —dijo Adalberto de Gumucio, indignado.

—Nadie se la hubiera creído —replicó el Barón—. La fantasía inventada por Epaminondas Gonce, con sus agentes secretos y contrabandistas de armas, es más verosímil que la historia real. Les traduciré unos párrafos, después de la cena. Está en inglés, sí. —Calló unos segundos, mientras observaba a la Baronesa, que había suspirado en el sueño—. ¿Saben por qué me dio ese testamento? Para que lo envíe a un pasquín anarquista de Lyon. Imagínense, ya no conspiro con la monarquía inglesa sino con los terroristas franceses que luchan por la revolución universal.

Se rió, observando que el enojo de sus amigos aumentaba por segundos.

—Como ves, no podemos compartir tu buen humor —dijo Gumucio.

—Y eso que es a mí a quien han quemado Calumbí.

—Déjate de falsas bromas y explícanoslo de una vez —lo amonestó Murau.

—Ya no se trata de hacerle ningún daño a Epaminondas, campesino brutón —dijo el Barón de Cañabrava—. Se trata de llegar a un acomodo con los Republicanos. La guerra entre nosotros se acabó, acabaron con ella las circunstancias. No se puede librar dos guerras al mismo tiempo. El escocés no nos servía para nada y, a la larga, hubiera sido una complicación.

—¿Un acomodo con los Republicanos Progresistas has dicho? —lo miraba atónito Gumucio.

—He dicho acomodo, pero he pensado una alianza, un pacto —dijo el Barón—. Es difícil de entender y más todavía de hacer, pero no hay otro camino. Bueno, creo que ahora podemos llevar a Estela al dormitorio.

VI

C
ALADO
hasta los huesos, encogido sobre una manta que se confunde con el barro, el periodista miope del
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siente tronar el cañón. En parte por la lluvia, en parte por la inminencia del combate, nadie duerme. Aguza los oídos: ¿siguen repicando en la oscuridad las campanas de Canudos? Sólo oye, espaciados, los cañonazos y las cornetas, entonando el Toque de Carga y Degüello. ¿También los yagunzos habrán puesto nombre a la sinfonía de pitos con que han martirizado al Séptimo Regimiento desde Monte Santo? Está desasosegado, sobresaltado, estremecido de frío. El agua le humedece los huesos. Piensa en su colega, el viejo friolento que, al quedarse rezagado entre los soldados-niños semidesnudos, le dijo: «En la puerta del horno se quema el pan, joven amigo». ¿Habrá muerto? ¿Habrán corrido él y esos muchachos la misma suerte que el Sargento rubio y los soldados de su patrulla que encontraron esa tarde, en las estribaciones de esta sierra? En eso, allá abajo, las campanas responden a las cornetas del Regimiento, diálogo en las tinieblas lluviosas que preludia el que entablarán escopetas y fusiles apenas despunte el día.

La suerte del Sargento rubio y su patrulla ha podido ser la suya: había estado a punto de decir sí cuando Moreira César le sugirió acompañarlos. ¿Lo salvó la fatiga? ¿Un palpito? ¿La casualidad? Ha ocurrido la víspera pero, en su memoria, parece lejanísimo, porque ayer todavía sentía Canudos como inalcanzable. La cabeza de la Columna se detiene y el periodista miope recuerda que le zumbaban los oídos, que las piernas le temblaban, que tenía llagados los labios. El Coronel lleva el caballo de la rienda y los oficiales se confunden con los soldados y los pisteros, pues la tierra los uniforma. Advierte la fatiga, la suciedad, la privación que lo rodean. Una docena de soldados se desgaja de las filas y a paso ligero vienen a cuadrarse ante el Coronel y el Mayor Cunha Matos. Quien los comanda es el joven oficial que trajo prisionero al cura de Cumbe. Lo oye chocar los tacos, repetir las instrucciones:

—Hacerme fuerte en Caracatá, cerrar las quebradas con fuego cruzado apenas comience el asalto. —Tiene el aire resuelto, saludable, optimista, que le ha visto en todos los momentos de la marcha—. No tema, Excelencia, ningún bandido escapará por Caracatá.

¿El pistero que se alineó junto al Sargento era el que guiaba a las patrullas a buscar agua? El ha sido quien llevó a los soldados a la emboscada y el periodista miope piensa que está aquí, empapado, confuso y fantaseando, de puro milagro. El Coronel Moreira César lo ve sentado en tierra, rendido, acalambrado, con su tablero portátil sobre las rodillas:

—¿Quiere ir con la patrulla? En Caracatá estará más protegido que con nosotros.

¿Qué le hizo decir no, después de unos segundos de vacilación? Recuerda que el joven Sargento y él han conversado varias veces: le hacía preguntas sobre el
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y su trabajo, Moreira César era la persona que más admiraba en el mundo —«Más aún que al Mariscal Floriano» — y, como él, creía que los políticos civiles eran una catástrofe para la República, fuente de corrupción y de división, y que sólo los hombres de espada y uniforme podían regenerar a la Patria envilecida por la monarquía.

¿Ha dejado de llover? El periodista miope se pone boca arriba, sin abrir los ojos. Sí, ya no gotea, esos alfilerazos de agua son obra del viento que barre la ladera. El cañoneo también ha cesado y la imagen del viejo periodista friolento sustituye en su mente a la del joven Sargento: sus cabellos entre blancos y amarillentos, su desencajada cara bondadosa, su bufanda, las uñas que se contemplaba como si estimularan la meditación. ¿Estará colgado de un árbol, también? No mucho después de la partida de la patrulla un mensajero viene a decir al Coronel que algo ocurre con los párvulos. ¡La compañía de los párvulos!, piensa. Está escrito, yace al fondo del bolsón sobre el que está echado para protegerlo de la lluvia, cuatro o cinco hojas relatan la historia de esos adolescentes, casi niños, que el Séptimo Regimiento recluta sin preguntarles la edad. ¿Por qué lo hace? Porque, según Moreira César, los niños tienen mejor puntería, nervios más firmes que los adultos. Él ha visto, ha hablado con esos soldados de catorce y quince años a los que llaman párvulos. Por eso, cuando escucha al mensajero decir que algo les ocurre, el periodista miope sigue al Coronel hacia la retaguardia. Media hora después los encuentran.

En las tinieblas mojadas, un escalofrío le corre de la cabeza a los pies. De nuevo suenan, muy fuertes, las cornetas y las campanas, pero él sigue viendo, en el sol del atardecer, a los ocho o diez niños-soldados, en cuclillas o tumbados sobre el cascajo. Las compañías de la retaguardia los van dejando atrás. Son los más jóvenes, parecen disfrazados, se los nota muertos de hambre y cansancio. Asombrado, el periodista miope descubre a su colega entre ellos. Un Capitán de bigotes, que parece víctima de sentimientos encontrados —piedad, cólera, indecisión — recibe al Coronel: se negaban a continuar, Excelencia, ¿qué debía hacer? El periodista trata afanosamente de persuadir a su colega: que se levante, que haga un esfuerzo. «No eran razones lo que necesitaba —piensa—, si hubiera tenido un átomo de energía hubiera seguido. » Recuerda sus piernas estiradas, la lividez de su cara, su respiración perruna. Uno de los niños lloriquea: prefieren que los haga matar, Excelencia, tienen los pies infectados, zumbidos en la cabeza, no darán un paso más. Solloza, con las manos como rezando, y, poco a poco, los que no lloraban también rompen a llorar, tapándose las caras y encogiéndose a los pies del Coronel. Recuerda la mirada de Moreira César, sus ojitos fríos pasando y volviendo a pasar sobre el grupo:

—Creí que se harían hombres más rápido en las filas. Se van a perder lo mejor de la fiesta. Me han defraudado, muchachos. Para no considerarlos desertores, les doy de baja. Entreguen sus armas y sus uniformes.

El periodista miope cede media ración de agua a su colega y ahí está la sonrisa con que éste se lo agradece, mientras los niños, apoyándose unos en otros, con manos flojas, se quitan las guerreras y los quepis y devuelven sus fusiles a los armeros.

—No se queden aquí, es demasiado descubierto —les dice Moreira César—. Traten de llegar al roquedal donde hicimos alto esta mañana. Escóndanse ahí hasta que pase alguna patrulla. La verdad, tienen pocas probabilidades.

Da media vuelta y regresa a la cabeza de la Columna. Su colega susurra a modo de despedida: «En la puerta del horno se quema el pan, joven amigo». Ahí está el viejo, con su bufanda absurda en el pescuezo, quedándose atrás, sentado como un monitor entre chiquillos semidesnudos que berrean. Piensa: «También ha llovido allá». Imagina la sorpresa, la felicidad, la resurrección que debió ser para el viejo y los chiquillos ese súbito chaparrón que envía el cielo segundos después de jorobarse y oscurecerse de nubarrones. Imagina la incredulidad, las sonrisas, las bocas abriéndose ávidas, gozosas, las manos formando cuencos para retener el agua, imagina a los muchachos abrazándose, poniéndose de pie, descansando, envalentonados, desmagullados. ¿Habrán reanudado la marcha, alcanzado tal vez a la retaguardia? Encogiéndose hasta tocar el mentón con las rodillas, el periodista miope se responde que no: su abatimiento y ruina física eran tales que ni siquiera la lluvia habrá sido capaz de levantarlos.

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