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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (20 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—Vamos, Lisa, no digas tonterías.

—No, no las digo. En mi vida cotidiana, en mi profesión, no hay ministros ni banqueros, ni empresarios. No tiene por qué haberlos. Tampoco en el de John.

—No caigas en el viejo tópico de dividir a la gente según lo que pone en su tarjeta de visita.

—Y no lo hago; sólo digo que yo soy arqueóloga, de manera que en mi círculo difícilmente puedo encontrarme un ministro.

—Pues a Umberto le deberías tratar, es un apasionado de la arqueología, ha financiado unas cuantas excavaciones, y estoy segura de que tenéis mucho en común —insistió Mary.

Sofía y Umberto D’Alaqua se habían sentado a una mesa junto a otros invitados. D’Alaqua se mostraba atento con ella y a Sofía se la notaba feliz. Marco estaba deseando hablar con ella, saber qué había pasado, qué se habían dicho. Pero no quería acercarse a ellos, su intuición le decía que no debía hacerlo.

Era cerca de la una de la mañana cuando Paola le recordó a Marco que al día siguiente tenía que madrugar. A las ocho daba la primera clase y no quería llegar excesivamente cansada. Marco le pidió que fuera ella quien se acercara a Sofía para indicarle que se marchaban.

—Sofía, nos vamos, no sé si quieres que te llevemos a casa…

—Gracias, Paola, sí, me voy con vosotros.

Sofía esperaba que D’Alaqua se ofreciera a llevarla a su casa, pero no fue así. Se levantó y le besó la mano como despedida. Lo mismo hizo con Paola.

Cuando se dirigían hacia la puerta acompañados de Lisa y John, Sofía miró de reojo hacia la terraza. Umberto D’Alaqua conversaba animadamente con un grupo de invitados; se sintió decepcionada.

Apenas entraron en el coche Marco dio rienda suelta a su curiosidad.

—Vamos, doctora, cuéntame qué te ha dicho el gran hombre.

—Nada.

—¿Cómo?

—Que no me ha dicho nada excepto dejarme claro que era muy evidente que habíamos ido a la fiesta a verlo a él. Me hizo sentirme ridícula, cogida en falta. Y me preguntó con sorna si sospechábamos que él quería robar o destruir la Síndone.

—¿Nada más?

—El resto de la noche hemos hablado de la gripe asiática, de petróleo, arte, literatura.

—Pues parecíais muy a gusto el uno con el otro —afirmó Paola.

—Y yo lo estaba, pero no hay más.

—Él también lo estaba —insistió Paola.

—¿Os volveréis a ver? —preguntó Marco.

—No, no, no lo creo. Ha sido amable, eso es todo.


¿Touchée?

—Si me dejara llevar por mis emociones te respondería que sí, pero ya soy mayorcita, así que espero que en mí continúe primando la razón.

—O sea,
¡touchée!
—dijo Marco sin disimular una sonrisa.

—Hacéis buena pareja —sugirió Paola.

—Sois estupendos, pero no me quiero engañar. Un hombre como Umberto D’Alaqua no se interesa por una mujer como yo. No tenemos nada en común.

—Tenéis mucho en común. Mary nos ha contado que es un hombre que siente pasión por el arte, incluso participa en excavaciones arqueológicas que él mismo financia. Y tú, por si no lo sabes, eres además de inteligente y culta, guapísima, ¿verdad, Paola?

—Pues claro, hasta Mary Stuart ha venido a decirnos que nunca había visto a D’Alaqua tan atento con una mujer como le veía contigo.

—Dejémoslo. El resultado es que me ha dejado claro que nos habíamos colado en la fiesta. Esperemos que no proteste ante ningún ministro por nuestra insistencia.

— o O o —

Llovía intensamente. Los seis hombres acomodados en unos confortables sofás de cuero hablaban animadamente.

La estancia, una biblioteca con una chimenea crepitante y varios cuadros de maestros holandeses, delataba el gusto sobrio de su propietario. La puerta se abrió y un anciano, alto y enjuto, entró. Los seis hombres se levantaron y uno a uno se fundieron con él en un abrazo.

—Perdonad la tardanza, pero a estas horas es difícil circular por Londres. No podía deshacer el compromiso de jugar al bridge con el duque y algunos de sus amigos y de nuestros hermanos.

Un suave tintineo en la puerta sirvió de anuncio al mayordomo que entró a retirar el servicio de té y a ofrecer bebidas a los siete hombres. Cuando de nuevo estuvieron solos, el anciano tomó la palabra.

—Bien, recapitulemos.

—Addaio ha castigado a Zafarín, Rasit y Dermisat, por su fracaso. Los ha confinado en la casona de las afueras de Urfa. La penitencia durará cuarenta días, pero mi contacto asegura que Addaio no se conformará con verlos penar durante ese tiempo, que prepara algo más. En cuanto a enviar un nuevo comando, aún no lo ha decidido, pero tarde o temprano lo hará. Le preocupa Mendibj, el mudo que se encuentra en la cárcel de Turín. Dice que ha tenido un sueño y que por culpa de Mendibj la desgracia se cernirá sobre la Comunidad.

»Mi contacto está preocupado, dice que desde que Addaio ha tenido ese sueño apenas come, y está fuera de sí. Teme por su salud y por lo que pueda decidir.

— o O o —

El hombre que había hablado guardó silencio. De mediana edad, moreno, con un espeso bigote, bien vestido y un impecable acento inglés, su porte se asemejaba al de los militares.

El anciano hizo un gesto a otro de los asistentes para que hablara.

—El Departamento del Arte sabe mucho, pero sin saber que lo sabe.

Le miraron preocupados y con curiosidad. El anciano le indicó que continuase.

—Sospechan que cuanto ha venido sucediendo en la catedral de Turín no son accidentes, y mantienen que alguien quiere o robar o destruir la Síndone, pero no encuentran el móvil. Continúan investigando a COCSA, convencidos de que a través de la empresa pueden encontrar un hilo del que tirar y deshacer la madeja. Como os anuncié, la operación caballo de Troya está en marcha y el mudo Mendibj saldrá en libertad en un par de meses. Otro hilo para desenredar la madeja.

—Ha llegado el momento de actuar —afirmó un hombre entrado en años, bien parecido y con un ligero acento que denotaba que el inglés no era su lengua materna.

—Mendibj debe desaparecer —continuó diciendo el mismo hombre—, en cuanto al Departamento del Arte, es hora de presionar a nuestros amigos para que paren a ese Marco Valoni.

—Puede que Addaio haya llegado a la misma conclusión, que Mendibj debe desaparecer para salvaguardar la Comunidad —manifestó el hombre del bigote con porte militar—. Quizá deberíamos esperar a ver qué decide Addaio antes de actuar nosotros. Aunque pueda resultar hipócrita, prefiero no tener la muerte de ese mudo en nuestras conciencias.

—Mendibj no tiene por qué morir, basta con ayudarle a llegar a Urfa —expresó uno de los asistentes.

—Es muy arriesgado —intervino otro—. Una vez en libertad el Departamento del Arte le seguirá los pasos, no son tontos, son gente con experiencia. Montarán un dispositivo bien trabado, y podemos encontrarnos con que para salvar su vida sea necesario sacrificar la de otros muchos, lo que además de recaer sobre nuestras conciencias sería peligroso, puesto que hablamos de policías y
carabinieri
.

—¡Ah, la conciencia! —exclamó el anciano—. En demasiadas ocasiones la dejamos de lado diciéndonos que no tenemos otra salida. La nuestra es una historia en que la muerte no nos es ajena. Como tampoco nos es ajeno el sacrificio, la fe, la misericordia. Somos hombres, nada más, actuamos de acuerdo a lo que creemos mejor. Nos equivocamos, pecamos, acertamos… Que Dios se apiade de nosotros.

El anciano guardó silencio. Los otros hombres bajaron la mirada y se sumergieron en sus pensamientos.

Durante unos minutos ninguno habló. En sus rostros se había dibujado una huella de pesadumbre. Por fin el anciano levantó la mirada y erguido en su asiento volvió a hablar.

—Bien, os diré qué creo que debemos de hacer y escucharé vuestra opinión.

Era de noche cuando el anciano dio por terminada la reunión. La lluvia seguía dejando un manto húmedo sobre la ciudad.

— o O o —

Ana Jiménez no había dejado de pensar en el incendio de la catedral de Turín. Solía hablar con su hermano todas las semanas, y en cada ocasión le preguntaba por las investigaciones de Marco. Santiago se enfadaba y le recriminaba su interés, pero no le contaba nada.

—Te estás obsesionando, y esa obsesión no te va a llevar a ninguna parte. Por favor, Ana, olvídate del incendio de la catedral y de la Síndone.

—Pero es que estoy segura de que puedo ayudaros.

—Ana, no es mi caso, es una investigación del Departamento del Arte. Marco es un buen amigo, que cree que cuatro ojos ven más que dos, y por eso nos pidió que echáramos un vistazo a sus papeles, pero sólo para que le diéramos una opinión. Eso ha hecho John y eso he hecho yo, y ya está.

—Pero Santiago, déjame echar un vistazo a los papeles de Marco, soy periodista, sé ver cosas que los polis no sabéis ver.

—Sin duda los periodistas sois listísimos y muy capaces de hacer nuestro trabajo mejor que nosotros.

—No seas tonto, y no te enfades.

—Ni lo uno ni lo otro, pero ten claro Ana que no te dejaré meter las narices en la investigación de Marco.

—Al menos dime qué es lo que opinas tú.

—Las cosas son más simples de lo que a veces parecen.

—Ésa no es una respuesta.

—Pues es lo máximo que te voy a decir.

—Tengo ganas de ir a Roma, estoy pensando en coger unos días de vacaciones… ¿Te viene bien que vaya ahora?

—No, no me viene bien porque no tienes ganas de venir a Roma de vacaciones, sino a intentar que te deje meter las narices donde no debes.

—Eres insoportable.

—Tú también.

Ana miró la pila de papeles que había sobre su mesa, junto a más de una docena de libros, todos sobre la Sábana Santa. Llevaba días leyendo sobre la Síndone. Libros esotéricos, libros religiosos, libros históricos… Estaba segura de que la clave estaba en algún lugar del recorrido de la historia de la Sábana Santa. Marco Valoni lo había dicho: los accidentes se habían sucedido desde que la Síndone estaba en la catedral de Turín. Tomó una decisión: una vez que se hubiera empapado lo suficiente de las peripecias de la Sábana Santa, pediría unos días de vacaciones e iría a Turín. Era una ciudad que nunca le había gustado demasiado, no la habría elegido para pasar unas vacaciones pero tenía el pálpito de que Marco Valoni tenía razón, que detrás de los accidentes había una historia, una historia que ella quería escribir.

23

—Eulalio, un joven quiere verte. Viene de Alejandría.

El obispo acabó de rezar y se levantó con esfuerzo, apoyándose en el brazo del hombre que lo había interrumpido.

—Dime, Efrén, ¿por qué es tan importante ese joven que ha llegado de Alejandría para que me interrumpas la oración?

Efrén, un hombre maduro, de rostro noble y ademanes pausados, esperaba la pregunta. Eulalio sabía que no le habría interrumpido si no fuera importante.

—Es un joven extraño. Le manda mi hermano.

—¿Le manda Abib? ¿Y qué noticias trae?

—No lo sé, ha dicho que sólo hablará contigo. Está exhausto, lleva semanas viajando para llegar hasta aquí.

Eulalio y Efrén salieron de la pequeña iglesia y se dirigieron a una casa contigua.

—¿Quién eres? —preguntó Eulalio al joven moreno que reflejaba el agotamiento en los labios secos y la mirada perdida.

—Busco a Eulalio, obispo de Edesa, ¿quién eres tú?

—Yo soy Eulalio.

—¡Alabado sea Dios! Eulalio, lo que voy a revelarte es algo extraordinario, ¿podríamos hablar a solas?

Efrén miró a Eulalio y éste asintió con la cabeza. Se quedaría a solas con el joven de Alejandría.

—Aún no me has dicho tu nombre.

—Juan, me llamo Juan.

—Siéntate y descansa mientras me cuentas eso que consideras extraordinario.

—Y lo es. Te costará creerme, pero confío en la ayuda de Dios para demostrarte cuanto voy a decirte.

—Empieza ya.

—Es una larga historia. Te he dicho que me llamo Juan, así se llamaba mi padre, y el padre de mi padre, y sus abuelos, y sus tatarabuelos. Puedo remontarme en mis orígenes hasta el año 57 de nuestra era, cuando en Sidón vivía Timeo, jefe de la primera comunidad cristiana. Timeo fue amigo de Tadeo y de Josar, discípulos de Nuestro Señor Jesús, que vivieron aquí, en Edesa. El nieto de Timeo se llamaba Juan.

Eulalio escuchaba interesado al joven Juan por más que el relato de éste le resultara confuso.

—Sabrás que en esta ciudad hubo una comunidad cristiana amparada por el rey Abgaro. Maanu, hijo de Abgaro, persiguió a los cristianos, les arrebató sus bienes y muchos sufrieron martirio por mantener su fe en Jesús.

—Conozco la historia de la ciudad —afirmó impaciente Eulalio.

—Entonces sabes que Abgaro, enfermó de lepra, fue curado por Jesús. Josar trajo hasta Edesa la mortaja en que fue envuelto el cuerpo de Nuestro Señor. El contacto del lino sagrado con el cuerpo enfermo de Abgaro obró el milagro y el rey sanó. En el sudario hay algo extraordinario: la imagen de Nuestro Señor con las señales del martirio. Mientras Abgaro vivió la mortaja fue venerada, pues en ella estaba la faz de Cristo.

—Dime, joven, ¿para qué te manda Abib?

—Perdona Eulalio, sé que abuso de tu paciencia, pero escúchame hasta el final. Cuando Abgaro presintió que moría, encomendó a sus amigos, a Tadeo, Josar, y a Marcio, el arquitecto real, que guardaran la mortaja, donde nadie pudiera encontrarla. Marcio fue el encargado de su custodia, y ni siquiera los dos discípulos de Jesús, Tadeo y Josar, supieron dónde la había escondido. Marcio se cortó la lengua para que por más que le torturaran no pudiera decir dónde la había escondido. Sufrió grandes tormentos, los mismos que los cristianos más prominentes de Edesa. Sólo un hombre conoció dónde escondió Marcio la Sábana con la imagen de Jesús.

Los ojos de Eulalio brillaban sorprendidos. Sintió un escalofrío. El Joven no le parecía un loco y sin embargo la historia que le contaba resultaba fantástica.

—Marcio le dijo a Izaz, sobrino de Josar, dónde había escondido la mortaja. Izaz huyó antes de que Maanu pudiera asesinarle y llegó hasta Sidón, donde vivían Timeo y su nieto Juan, mis antepasados.

—¿Huyó con la mortaja?

—Huyó con el secreto de dónde se encontraba. Timeo e Izaz juraron que cumplirían con los deseos de Abgaro y de los discípulos de Jesús: la mortaja jamás saldría de Edesa, pertenece a esta ciudad, pero debía permanecer oculta hasta estar seguros de que no correría ningún peligro. Acordaron que si antes de que ellos murieran los cristianos continuaban siendo perseguidos en Edesa, confiarían el secreto a otro hombre, y éste a su vez no podría revelar el secreto si no estaba seguro de que la mortaja no sufriría ningún peligro, así hasta que los cristianos pudieran vivir en paz. Confiaron el lugar del escondite a Juan, el nieto de Timeo y así generación tras generación, algún hombre de mi familia ha sido depositario del secreto del lino en que estuvo envuelto el cuerpo de Jesús.

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