Balduino contrajo el gesto y a punto estuvo de dejar fluir las lágrimas, pero la mirada dura de Pascal de Molesmes le recordó quién era.
—También os he traído una carta de su majestad.
El caballero sacó un documento lacrado y se lo entregó al emperador. Éste lo cogió sin fuerza, y sin mirarlo se lo tendió a Pascal de Molesmes.
Tendió su mano a Robert de Dijon, y el noble depositó un simbólico beso en el anillo del emperador.
—¿Me daréis respuesta a la carta del rey?
—¿Volvéis de nuevo a Tierra Santa?
—Antes he de viajar a la corte de doña Blanca de Castilla, le llevo una misiva de su hijo, mi buen rey don Luis. Uno de los caballeros que me acompaña ansia regresar a combatir con el rey, él llevará el mensaje que quiera transmitirle vuestra majestad al rey, vuestro tío.
Balduino asintió con la cabeza y se levantó. Salió del salón del trono sin mirar atrás, atribulado por la noticia de que su tío el rey de Francia no le podía ayudar.
—¿Qué haré ahora, Pascal?
—Lo que habéis hecho en otras ocasiones, mi señor.
—¿Viajar de nuevo a las cortes de mis parientes, que no son capaces de comprender la importancia que tiene que la cristiandad conserve Constantinopla? No es a mí a quien están ayudando, Constantinopla es el último baluarte contra los musulmanes, es tierra cristiana, pero los venecianos son avariciosos y pactan con los otomanos a mis espaldas, a los genoveses sólo les importan las ganancias del comercio, y mis primos de Flandes se quejan de no disponer de suficientes medios para ayudarme. ¡Mentira! ¿He de volver a postrarme ante los príncipes suplicándoles que me ayuden a mantener el imperio? ¿Crees que Dios me perdonará haber empeñado la corona de espinas de su Hijo Crucificado?
»No tengo para pagar a los soldados, ni a las gentes del palacio, ni a mis nobles. No tengo nada, nada. Fui rey con veintiún años, entonces soñaba con devolver al reino todo su esplendor, intentar recuperar las tierras perdidas, y ¿qué he hecho? Nada. Desde que los cruzados dividieron el imperio y saquearon Constantinopla, he mantenido el reino a duras penas, y el buen papa Inocencio tampoco es sensible a mis ruegos.
—Tranquilizaos, señor. Vuestro tío no os abandonará.
—Pero ¿no has oído el mensaje?
—Sí, os dice que os mandará llamar cuando venza al sarraceno.
Sentado en un majestuoso sillón del que hacía tiempo había mandado arrancar las láminas de oro que lo cubrían, el emperador se mesaba la barba y movía el pie izquierdo en un gesto incontrolado que delataba inquietud.
—Señor, debéis de leer la carta del rey de Francia.
Pascal de Molesmes le tendió el documento lacrado del que Balduino ya se había olvidado, angustiado como estaba por su precariedad.
—¡Ah! Sí, mi tío me escribe, supongo que será para recomendarme que sea un buen cristiano y no pierda la esperanza en Dios Nuestro Señor.
Rompiendo el lacre el emperador fijó la mirada en la misiva, y el asombro se reflejó en su rostro.
—¡Dios! Mi tío no sabe lo que pide.
—¿El rey os demanda algo, señor?
—Luis me asegura que, a pesar de las dificultades por las que atraviesa dado el coste de la cruzada, está dispuesto a adelantarme una cantidad de oro si le entrego el Mandylion. Sueña con poder mostrárselo a su madre, la cristianísima doña Blanca. Luis me pide que le venda la reliquia o se la alquile durante unos años. Cuenta que ha conocido a un hombre que le asegura que el Mandylion es milagroso, que ya curó a un rey de Edesa de la lepra, y que quien lo tiene nada ha de sufrir. Dice que en caso de que acceda a su ruego trate de los pormenores con el conde de Dijon.
—¿Y qué haréis?
—¿Tú me lo preguntas? Sabes que el Mandylion no me pertenece, que aunque quisiera no podría entregárselo a mi tío, el buen rey de Francia.
—Podéis intentar convencer al obispo de que os lo entregue.
—¡Imposible! Tardaría meses en intentar convencerlo y no lo lograría. No puedo esperar, dime, ¿qué más puedo empeñar, acaso nos queda alguna reliquia importante que pueda estar a la altura de mi primo?
—Sí.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Si convencéis al obispo de que os entregue el Mandylion…
—Nunca lo hará.
—¿Se lo habéis pedido acaso?
—Lo guarda celosamente. La reliquia sobrevivió milagrosamente al saqueo de los cruzados. Se la entregó su antecesor y juró que la protegería con su vida.
—Vos sois el emperador.
—Y él el obispo.
—Es vuestro súbdito, si no obedece amenazadlo con cortarle las orejas y la nariz.
—¡Qué horror!
—Perderéis el imperio. Esa tela es sagrada, quien la posee nada ha de temer. Intentadlo.
—Bien, hablad con el obispo. Decidle que vais en mi nombre.
—Lo haré, pero no se conformará con hablar conmigo, tendréis que ser vos quien se lo pida.
El emperador se retorció las manos con gesto contrito, temía enfrentarse con el obispo. ¿Qué le diría para convencerlo y que le entregara el Mandylion?
Bebió un sorbo de vino del color de las granadas, y con un gesto indicó a Pascal de Molesmes que quería quedarse solo. Necesitaba pensar.
— o O o —
El caballero paseaba por la playa ensimismado con el batir de las olas contra los guijarros de la orilla. Su caballo lo aguardaba paciente, sin atadura ninguna, como el fiel amigo que había sido en tantas batallas.
La luz del crepúsculo iluminaba el Bósforo y Bartolomé dos Capelos sintió en la belleza del momento el aliento de Dios. Su caballo estiró las orejas, y él se volvió divisando una figura a caballo en la polvareda del camino.
Colocó la mano en la espada, en un gesto instintivo más que defensivo y aguardó a ver si el hombre que llegaba era quien él esperaba.
El recién llegado bajó del caballo, y con paso raudo fue hacia la orilla donde impasible aguardaba el portugués.
—Os habéis retrasado —afirmó Bartolomé.
—He estado de servicio con el emperador hasta que ha cenado. No ha sido hasta entonces cuando he podido escabullirme de palacio.
—Bien, ¿qué tenéis que decirme, y por qué aquí?
El hombre grueso, de baja estatura, piel cetrina y ojos de ratón sopesó al caballero templario. Debía andarse con cuidado con él.
—Señor, sé que el emperador va a solicitar al obispo que le entregue el Mandylion.
Bartolomé dos Capelos no movió un músculo, como si la información que acababa de recibir no le importara lo más mínimo.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—He oído al emperador hablar con el señor De Molesmes.
—¿Qué quiere hacer el emperador con el Mandylion?
—Es la última reliquia valiosa que le queda, la empeñará. Vos sabéis que el reino está en bancarrota. Se la venderá a su tío, el rey de Francia.
—Ten, márchate.
El templario entregó unas monedas al hombre que, saltando sobre su caballo, se fue felicitándose por su buena suerte. El caballero le había pagado bien la información.
Hacía años que espiaba en palacio para los templarios; sabía que los caballeros de la cruz bermeja tenían más espías, pero no sabía quiénes.
Los templarios eran los únicos que disponían de monedas contantes y sonantes en el empobrecido imperio, y eran muchos, incluso nobles, los que les ofrecían sus servicios.
El portugués ni se había inmutado al decirle que el emperador pensaba alquilar el Mandylion. Pudiera ser, pensó el hombre, que los templarios ya lo supieran por algún otro de sus espías. Bien, pensó, no es mi problema, con estas monedas estoy bien pagado.
Bartolomé dos Capelos cabalgó hasta la casa que el Temple tenía en Constantinopla. Un edificio amurallado, cerca del mar, donde vivían más de cincuenta caballeros junto a sus servidores y caballerizos.
Dos Capelos acudió a la sala capitular donde a esas horas rezaban sus hermanos. André de Saint-Rémy, su superior, le hizo una seña para que se incorporara al rezo. No fue hasta transcurrida una hora de su llegada cuando Saint-Rémy lo mandó llamar a la cámara en donde trabajaba.
—Sentaos, hermano. Contadme qué os ha dicho el copero del emperador.
—Confirma la información del jefe de la guardia real: el emperador quiere empeñar el Mandylion.
—La mortaja de Cristo…
—Ya empeñó la corona de espinas.
—Hay tantas reliquias falsas… Pero el Mandylion no lo es. En ese lino está la sangre de Cristo, su verdadero rostro. Espero el permiso de nuestro gran maestre, Guillaume de Sonnac para comprarlo. Hace semanas que le envié recado explicándole que en estos momentos el Mandylion es la última reliquia verdadera que queda en Constantinopla, y la más preciada. Debemos hacernos con ella para custodiarla.
—¿Y si no os llega a tiempo la respuesta de Guillaume de Sonnac?
—Entonces tomaré yo la decisión, y espero que el gran maestre la avale.
—¿Y el obispo?
—No quiere entregársela al emperador. Sabemos que Pascal de Molesmes ha ido a verlo y le ha suplicado su entrega. Se ha negado. El emperador en persona acudirá a solicitarle su entrega.
—¿Cuándo?
—Dentro de siete días. Solicitaremos una entrevista con el obispo e iré a ver al emperador. Mañana os daré las órdenes, id a descansar.
Aún no había amanecido cuando los caballeros acababan los primeros rezos del día.
André de Saint-Rémy escribía ensimismado una misiva pidiendo audiencia al emperador.
El Imperio latino de Oriente agonizaba. Balduino era emperador de Constantinopla y de las tierras aledañas, pero poco más, y los templarios mantenían un difícil equilibrio con Balduino, que tan a menudo les demandaba crédito.
Saint-Rémy no había terminado de guardar el recado de escribir cuando entró presuroso en la estancia el hermano Guy de Beaujeau.
—Señor, un musulmán pide hablar con vos. Viene acompañado de otros tres más…
El superior de los templarios de Constantinopla no se inmutó. Terminó de guardar los documentos escritos.
—¿Le conocemos?
—No lo sé, lleva el rostro cubierto y los caballeros que hacen guardia en la entrada han preferido no obligarlo a desvelarse. Les ha entregado esta flecha, hecha de la rama de un árbol, y con estas muescas, dice que vos la reconoceréis.
Guy de Beaujeau le tendió la flecha a Saint-Rémy y observó cómo una nube cubría la mirada de su superior mientras contemplaba en la palma de su mano una rama tallada toscamente como una flecha y cinco muescas.
—Hacedle pasar.
Unos minutos más tarde un hombre alto y fuerte, vestido con sencillez pero con ropajes que evidenciaban su nobleza, entró en la sala donde le aguardaba Saint-Rémy.
Éste hizo un gesto a los dos caballeros templarios que acompañaban al musulmán para que los dejaran solos, lo que hicieron sin rechistar.
Cuando quedaron a solas, los dos hombres se miraron a los ojos al tiempo que soltaron una sonora carcajada.
—Pero Robert, ¿por qué te has disfrazado?
—¿Me hubieses reconocido si no te llegan a mostrar la flecha?
—Claro que sí, ¿crees que no sería capaz de reconocer a mi propio hermano?
—Eso habría sido mala señal porque significaría que mi disfraz no es bueno y que mi aspecto no es el de un sarraceno.
—Los hermanos no te han reconocido.
—Puede que no. En todo caso llevo semanas cabalgando, y he podido llegar hasta aquí atravesando las tierras de nuestros enemigos sin que nadie sospechara de nosotros. Me alegro de que recuerdes que cuando éramos niños nos gustaba tallar nuestras propias flechas con las ramas que arrancábamos de los árboles, yo siempre les hacía cinco muescas, tú tres.
—¿Has tenido algún percance?
—Ninguno que no haya podido solucionar con la ayuda del joven hermano François de Charney.
—¿Con cuántos hombres viajáis?
—Con dos escuderos musulmanes. Así es más fácil pasar inadvertidos.
—Dime ¿qué noticias me traes del gran maestre?
—Guillaume de Sonnac ha muerto.
—¿Cómo? ¿Qué ha sucedido?
—El Temple luchó junto al rey de Francia y el apoyo que le prestamos fue fructífero, como sabrás por el éxito de la conquista de Damietta. Pero el rey ardía en deseos de atacar Al-Mansura, aunque Guillaume de Sonnac le llamó a la prudencia para evitar ensombrecer sus sentidos por la dulzura del triunfo. Pero el rey es testarudo, ha hecho el voto de recuperar Tierra Santa y ardía en deseos de entrar en Jerusalén.
—Intuyo que traes malas nuevas.
—Así es. El rey quiso conquistar Al-Mansura; su estrategia consistía en rodear a los sarracenos y atacarlos por detrás. Pero Roberto de Artois, hermano de Luis, cometió un error arrasando un pequeño campamento. De esa manera puso sobre aviso a los ayubíes. La batalla fue cruenta.
Robert de Saint-Rémy se restregó los ojos con el dorso de la mano, como si así pudiera borrar el recuerdo de los muertos que le asaltaban en la memoria. Vio de nuevo la tierra de color carmesí, empapada de sangre sarracena y sangre cruzada, y a sus compañeros combatiendo encarnecidamente, sin tregua, con las espadas cual prolongación de sus brazos clavándose en las tripas de los sarracenos. Aún sentía el cansancio en los huesos y el horror en el alma.
—Murieron muchos de nuestros hermanos. El gran maestre fue herido pero pudimos salvarle.
André de Saint-Rémy guardaba silencio al ver reflejado en el rostro de su hermano pequeño una explosión de emociones, de vívidos recuerdos de muerte, de sufrimiento.
—Junto al caballero Yves de Páyens y Beltrán de Aragón, recogimos a Guillaume de Sonnac del campo de batalla, malherido por una flecha traidora y nos alejamos cuanto pudimos. Pero el esfuerzo fue en vano; murió en la retirada preso de la fiebre.
—¿Y el rey?
—Ganamos la batalla. Las pérdidas fueron grandes, miles de hombres yacían muertos o heridos sobre la tierra, pero Luis decía que Dios estaba con él y vencería. De esta guisa animaba a los soldados, y tuvo razón, ganamos, pero nunca fue tan frágil una victoria. Las tropas cristianas emprendieron camino a Damietta, pero el rey enfermó de disentería, los soldados estaban hambrientos, agotados. No sé cómo pasó, sólo sé que el ejército capituló y Luis ha sido hecho prisionero.
Un silencio pesado inundó la estancia, y los dos hermanos, ensimismados en sus pensamientos apenas se movieron de donde estaban. Pasaron largos minutos sin que ninguno dijera palabra.
Por la ventana entraba el eco de las voces de los caballeros templarios dedicados a ejercitarse en la explanada de la fortaleza, también se escuchaba el crujir de los carros y el redoble de la yunta del herrero.