Elianne Marchais era menuda, elegante, y no exenta de atractivo. Recibió a Ana Jiménez con una mezcla de resignación y curiosidad.
No le gustaban los periodistas, reducían tanto lo que se les contaba que al final lo tergiversaban todo. Por eso no concedía entrevistas y cuando le preguntaban su opinión sobre algo su respuesta era invariable: «Léase mis libros, allí está todo lo que pienso, y no me pida que le diga en tres palabras lo que he necesitado trescientos folios para explicar».
Pero aquella jovencita era un caso aparte, venía recomendada. El embajador de España ante la Unesco la había telefoneado pidiéndole el favor. Además de dos rectores de prestigiosas universidades españolas y tres colegas de la Sorbona. O la chica era muy importante o era una testaruda dispuesta a todo con tal de salirse con la suya, en este caso que ella la dedicara unos minutos de su tiempo, porque no estaba dispuesta a más.
Ana Jiménez decidió que con una mujer como Elianne Marchais no cabían subterfugios, de manera que decidió decirle la verdad, y una de dos, o la echaba con cajas destempladas o decidía ayudarla.
No tardó más de veinte minutos en explicarle que quería escribir una historia sobre la Síndone y que necesitaba su opinión de experta para desbrozar todo lo que había de fantasía y de verdad en la historia de la reliquia.
—¿Y por qué le interesa la Sábana Santa? ¿Es usted católica?
—No… bueno… supongo que sí, de alguna manera, estoy bautizada, aunque no soy practicante.
—No ha respondido a mi pregunta. ¿Por qué le interesa la Síndone?
—Porque es un objeto polémico que, además, parece atraer una cierta violencia, incendios, robos en la catedral…
La profesora Marchais enarcó una ceja y con cierto desprecio se dispuso a poner fin a la conversación.
—Señorita Jiménez, me temo que no podré ayudarla. Mi especialidad no son los sucesos esotéricos, de manera que tendrá usted que buscar a una persona más adecuada para hablar de esa tesis tan interesante como que la Síndone atrae calamidades.
Elianne Marchais se puso en pie. No tenía ningún interés en hablar con una estúpida periodista. ¿Por quién la había tomado para atreverse a plantearle a ella semejante desatino?
Ana no se movió de su asiento. Miró fijamente a la profesora y probó otra vez suerte intentando no meter la pata.
—Creo que me he expresado mal, profesora Marchais. No me interesa el esoterismo, si le he dado esa impresión lo siento. Lo que intento es escribir una historia documentada, alejada precisamente de toda interpretación mágica, esotérica o como se la quiera llamar. Busco hechos, hechos, sólo hechos, no especulaciones. Por eso he acudido a usted, para ser capaz de separar la verdad de las interpretaciones de determinados autores más o menos reconocidos. Usted conoce lo que sucedió en Francia en los siglos XIII y XIV como si fuera hoy mismo y son esos conocimientos los que necesito.
La profesora Marchais, todavía de pie, titubeó sobre si despedir a la joven o atender su petición. La explicación que le acababa de dar era al menos seria.
—No dispongo de mucho tiempo, así que dígame exactamente qué quiere saber.
Ana suspiró aliviada. Sabía que no podía volver a cometer un error o sería despedida con cajas destempladas.
—Me gustaría que me explicase exactamente todo lo que se refiere a la aparición de la Sábana Santa en Francia.
Con un gesto de apatía la profesora contó a Ana con todo tipo de detalles la «aparición» en Lirey de la Sábana.
—Las crónicas más documentadas de la época aseguran que en 1349, Geoffroy de Charny, señor de Lirey, dio a conocer que poseía un sudario con la impresión del cuerpo de Jesús, al que su familia tenía gran devoción. Este noble dirigió cartas pidiendo autorización al Papa y al rey de Francia para construir una colegiata donde exponer el sudario para su veneración por los fieles. Ni el Papa ni el rey respondieron a la pretensión del señor de Lirey, por lo que la colegiata no se pudo construir, pero el sudario empezó a ser objeto de culto con la complicidad de los canónigos de Lirey, que vieron una oportunidad para aumentar su influencia e importancia.
—Pero ¿de dónde había sacado el sudario?
—En la carta que De Charny escribió al rey de Francia, que se conserva en los archivos reales, aseguraba que había mantenido la posesión del sudario en secreto para no provocar disputas entre cristianos, ya habían aparecido otros sudarios en lugares tan distantes como Aquisgrán, Jaén, Tolosa, Maguncia y Roma. Precisamente en Roma, desde 1350, estaba expuesto un sudario en la basílica vaticana que naturalmente se daba por auténtico. Geoffroy de Charny juró al rey y al Papa, por el honor de su familia, que la mortaja que él poseía era la auténtica, pero lo que nunca confesó, ni al rey ni al Papa, era cómo había llegado a sus manos. ¿Herencia de familia? ¿Lo había comprado? No lo dijo y por tanto no lo sabemos.
»Tuvo que esperar años a recibir autorización para construir la colegiata, aunque no lograría ver expuesta la Sábana ya que murió en Poitiers por salvar al rey de Francia, al que cubrió con su propio cuerpo durante la batalla. Su viuda la donó a la iglesia de Lirey, lo que contribuyó al enriquecimiento de los canónigos del lugar al tiempo que provocaba la envidia de los prelados de otros pueblos y ciudades, lo que planteó un auténtico conflicto.
»El obispo de Troyes mandó hacer una investigación exhaustiva; incluso pudo presentar a un testigo importante para desacreditar la autenticidad de la mortaja. Un pintor aseguró haber realizado la imagen por encargo del señor de Lirey, de manera que el obispo logró que fuera prohibida la exhibición del sudario.
»Sería otro Geoffroy, Geoffroy II de Charny, quien 436 años después, exactamente en 1389, logró que el papa Clemente VII lo autorizase a exponer el sudario. De nuevo intervino el obispo de Troyes, alarmado por el fluir de peregrinos para adorar la Sábana. Durante unos meses consiguió que el sudario volviera a su arca y no se expusiera pero, mientras tanto, Geoffroy de Charny llegó a un acuerdo con el Papa: podría exponer el sudario a condición de que los canónigos de Lirey explicaran a los fieles que era una pintura hecha para representar la mortaja de Cristo.
Con voz monótona la profesora Marchais continuó su recorrido por la historia, explicando que la hija de Geoffroy II, Marguerite de Charny, decidió guardar el sudario en el castillo de su segundo marido, el conde de la Roche.
—¿Por qué? —preguntó Ana.
—Porque en 1415, durante la Guerra de los Cien Años, los pillajes eran continuos. De manera que estimó que la reliquia estaría más segura en el castillo de su marido, situado en Saint Hippolyte-sur-le-Doubs. Fue una mujer peculiar porque cuando enviudó por segunda vez, aumentó las escasas rentas que le había dejado su marido cobrando limosnas a quien quisiera ver de cerca y orar ante el sudario de Cristo. Fueron precisamente sus apuros económicos los que la llevaron a vender la reliquia a la Casa de Saboya. La fecha de la cesión fue el 22 de marzo de 1453. Los canónigos de Lirey protestaron porque se decían propietarios del lienzo ya que la viuda de aquel Geoffroy I de Charny se la había cedido. Pero Marguerite hizo caso omiso y disfrutó del castillo de Varambom y las rentas del señorío de Miribel cedidas por la Casa de Saboya. Existe un contrato al respecto, firmado por Luis I, duque de Saboya. Desde entonces la historia de la Sábana es conocida por todos.
—Quisiera preguntarle si es posible que el sudario llegara a Francia a través de los templarios.
—¡Ah, los templarios! ¡Cuántas leyendas y cuán injustamente se les ha tratado por desconocimiento! Es basura, sólo basura, esa seudoliteratura que trata de los templarios. ¿Y sabe por qué? Pues porque muchas organizaciones de masones se dicen herederas del Temple. Algunas de estas organizaciones han estado, por decirlo con llaneza, en el «lado bueno», por ejemplo durante la Revolución francesa, pero otras…
—¿Pero el Temple ha sobrevivido?
—Claro, hay organizaciones que, ya le digo, aseguran que son sus herederas. Recuerde que en Escocia el Temple jamás fue disuelto. Pero para mí el Temple murió el 19 de marzo de 1314 en la hoguera en la que Felipe el Hermoso mandó que ardiera el gran maestre Jacques de Molay junto a otros caballeros.
—He estado en Londres, encontré un centro de estudios templarios.
—Ya le he dicho que hay clubes y organizaciones que se dicen herederas del Temple. No tengo ningún interés en ellas.
—¿Por qué?
—Señorita Jiménez, soy historiadora.
—Sí y lo sé, pero…
—No hay peros. ¿Algo más?
—Sí, quisiera saber si la familia De Charny ha llegado hasta nuestros días, si aún hay descendientes…
—Las grandes familias se suceden a sí mismas, debería de consultar a un experto en la materia, un experto en genealogía.
—Perdone que insista, pero ¿de dónde cree usted que pudo sacar ese Geoffroy de Charny el sudario?
—No lo sé. Ya le he explicado que él nunca lo dijo, tampoco su viuda, ni los descendientes que poseyeron el sudario hasta que pasó a la Casa de Saboya. Podía ser una reliquia comprada, o regalada, vaya usted a saber. En aquellos siglos Europa estaba llena de reliquias que habían traído los cruzados. La mayoría falsas, de ahí que haya tantos «santos griales», sudarios, huesos de santos…
—¿Hay alguna manera de saber si la familia de Geoffroy de Charny tuvo alguna relación con las Cruzadas?
—Le reitero que tendría que hablar con un genealogista. Claro que…
La profesora Marchais se quedó pensativa, golpeando la punta del bolígrafo sobre la mesa. Ana guardó un silencio expectante.
—Podría ser que Geoffroy de Charny tuviera algo que ver con Geoffroy de Charney, el visitador del Temple en Normandía que murió en la hoguera junto a Jacques de Molay, y que también combatió en Tierra Santa. Es una cuestión de grafía y…
—¡Sí, sí, eso es! ¡Seguro que son de la misma familia!
—Señorita, no se deje confundir por sus deseos. He dicho que pudiera ser que los dos apellidos provengan del mismo tronco, de manera que el Geoffroy de Charny que poseía el sudario…
—Lo tuviera porque años atrás el otro Geoffroy lo trajera de Tierra Santa y lo guardara en la casa familiar. No es una suposición descabellada.
—Sí, sí lo es, porque el visitador de Normandía era templario; si hubiera poseído la reliquia ésta pertenecería al Temple, nunca la habría ocultado en la casa familiar. De este Geoffroy tenemos abundante documentación porque se mantuvo fiel a De Molay y al Temple… No dejemos volar la imaginación.
—Pero pudo haber algún motivo por el que no entregó el sudario al Temple.
—Lo dudo. Respecto a Geoffroy de Charney no caben especulaciones. Siento haberla podido confundir; en mi opinión no es un problema de grafía, sencillamente los dos Geoffroy pertenecen a familias distintas.
—Iré a Lirey.
—Me parece muy bien. ¿Algo más?
—Muchas gracias, usted no lo sabe, pero creo que ha desvelado una parte del enigma.
Elianne Marchais se despidió de Ana Jiménez reafirmando una vez más su opinión sobre los periodistas: poco profundos, bastante incultos y dados a las más estúpidas elucubraciones. No era de extrañar que se contaran tantas tonterías en los periódicos.
— o O o —
Ana llegó a Troyes un día después de su entrevista con la profesora Marchais. Había alquilado un coche para desplazarse hasta Lirey y se sorprendió al comprobar que era un caserío en el que no vivían más de cincuenta personas.
Paseó entre los restos de la antigua casa señorial acariciando las viejas piedras, buscando que su contacto le indujera alguna pista, algún presentimiento, últimamente actuaba dejándose llevar por la intuición, sin planificar nada de antemano.
Se acercó a una anciana que paseaba con su perro por el borde del camino que conducía a la que fuera fortaleza del noble Geoffroy.
—Buenas tardes.
La anciana la miró de arriba abajo, con curiosidad.
—Buenas tardes.
—Es un paraje muy hermoso.
—Sí que lo es, pero los jóvenes no piensan lo mismo y prefieren la ciudad.
—Bueno es que en las ciudades hay más oportunidades de trabajo.
—El trabajo está donde uno lo quiere encontrar, aquí en Lirey las tierras son buenas. ¿De dónde es usted?
—Soy española.
—¡Ah! Me lo parecía por el acento, pero habla usted bastante bien francés.
—Muchas gracias.
—¿Y qué hace por aquí? ¿Se ha perdido?
—No, en absoluto. He venido a ver este lugar. Soy periodista y estoy escribiendo una historia sobre la Sábana Santa, y como apareció aquí, en Lirey…
—¡Uf! ¡De eso hace muchos siglos! Ahora dicen que el sudario no es auténtico, que lo pintaron aquí.
—¿Y usted qué cree?
—A mí me da lo mismo, yo soy atea, bueno en realidad agnóstica, y nunca me han interesado las historias de santos ni de reliquias.
—Ya, a mí me pasa lo mismo, pero me han encargado el reportaje y el trabajo es el trabajo.
—Pero aquí no encontrará nada, los restos de la fortaleza son los que ve.
—¿No hay archivos o documentos sobre la familia De Charny?
—Puede ser que los haya en Troyes, aunque los descendientes de esa familia viven en París.
—¿Viven?
—Bueno, hay muchas ramas de la familia, ya sabe que los nobles eran prolíficos.
—¿Cómo podría localizarlos?
—No lo sé, yo no les trato, aunque alguna vez ha venido alguno de ellos. Hace tres o cuatro años vino el pequeño de los hermanos de una de las ramas de los Charny. ¡Menudo mozo! Salimos todos a verle.
—Pero ¿cómo podría localizarles?
—Pregunte usted en aquella casa del fondo del valle. Allí vive el señor Didier, él se encarga de las tierras de los Charny.
Ana no se entretuvo más con la anciana y echó a andar deprisa hacia la casa que le había indicado. No podía creer en su buena suerte. Estaba a punto de encontrar a los descendientes de Geoffroy de Charny.
El señor Didier debía de tener unos sesenta años. Alto y fuerte, con el cabello cano y cara de pocos amigos, miraba a Ana con desconfianza.
—Señor Didier, soy periodista, estoy escribiendo una historia sobre la Sábana Santa, y he venido a conocer Lirey puesto que fue aquí donde apareció. Sé que estas tierras eran de la familia De Charny y me han dicho que usted trabaja para ellos.