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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (40 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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No se habían cambiado la vestimenta, no lo harían hasta haber recorrido unas leguas pasada la frontera. Entonces volverían a vestir como lo que eran: templarios, pues no había mayor orgullo que pertenecer al Temple y cumplir la sagrada misión de salvar su más preciado tesoro.

Beltrán de Santillana disfrutaba reconociendo los paisajes de su perdida patria y gustaba de hablar castellano con los labriegos y con los hermanos que los recibían en los maestrazgos y encomiendas que había en tantos territorios por los que pasaban.

Tras cabalgar treinta jornadas, llegaron a las cercanías de la villa extremeña de Jerez, llamada de los Caballeros por ser sede de una encomienda templaria. Beltrán de Santillana anunció a sus acompañantes que descansarían un par de días antes de emprender la última etapa del viaje.

Ahora que estaba en Castilla sentía añoranza de su pasado, cuando aún no sabía lo que el futuro le iba a deparar y sólo soñaba con ser un guerrero que libraría el Santo Sepulcro para devolvérselo a la Cristiandad.

Fue su padre quien le instó a ingresar en la Orden de los Templarios para convertirse en un guerrero de Dios.

Los primeros años fueron difíciles, pues si bien le gustaba manejar la espada y el arco, su naturaleza exuberante no estaba hecha para la castidad. Fueron años duros de penitencia y sacrifico hasta que logró domar su cuerpo, acompasarlo con el alma, y ser digno de profesar como hermano templario.

Ya había cumplido los cincuenta años y lo acechaba la ancianidad, pero se sentía rejuvenecer en este viaje que le había llevado a atravesar de norte a sur las tierras de Castilla.

A lo lejos, recortándose sobre el horizonte se alzaba, imponente, el castillo de los caballeros. Un valle feraz garantizaba a la encomienda el yantar, y el agua generosa de los arroyuelos les salvaba de la sed.

Unos labriegos los vieron llegar y los saludaron con la mano. Tenían por hombres de bien a los templarios. Un escudero se hizo cargo de sus monturas y les indicó el camino de entrada al castillo.

Beltrán de Santillana explicó al superior de la encomienda la situación en Francia y entregó un documento sellado de Jacques de Molay.

Durante esos días, el de Santillana disfrutó de la conversación de otro templario nacido en las montañas de Cantabria. Recordaron los nombres de los amigos comunes, servidores del palacio en que nacieron, así como el nombre de las vacas que pastaban orgullosas e indiferentes al griterío de los milos, pues habían nacido en pueblos que estaban muy cerca el uno del otro.

Cuando se despidieron lo hicieron con el alma reconfortada. Nada contó Beltrán de Santillana de la misión que tenía encomendada. Nada le preguntó el superior, ni los hermanos templarios, porque nada sabían.

— o O o —

Las casas encaladas acariciadas por el sol eran el último pueblo antes de cruzar el río en dirección a Portugal. Pagaron bien al patrón de la balsa que diariamente cruzaba de una orilla a otra llevando hombres y pertenencias.

Los templarios no discutieron el precio. Les llevó a la otra orilla del Guadiana indicándoles por dónde cabalgar para llegar a Castro Marim, cuya compacta fortaleza se veía desde la orilla castellana.

José Sa Beiro, maestre de Castro Marim, era un erudito, un hombre sabio que había estudiado medicina, astronomía, matemáticas, y leía a los clásicos gracias a su dominio del árabe, puesto que fueron éstos los que habían leído, traducido y conservado el saber de Aristóteles, de Tales de Mileto, de Arquímedes y de tantos otros.

Había combatido en Tierra Santa, conocido la sequedad de su árido paisaje, y aún añoraba las noches iluminadas por cientos de estrellas que allí en Oriente parecía que se podían coger con la mano.

Desde las murallas de la encomienda templaria se divisaba, a lo lejos, el mar. Pero la fortaleza estaba al abrigo de las incursiones de cualquier enemigo, resguardada en un recodo del Guadiana, y desde sus almenas la mirada se podía perder en el horizonte.

El superior los recibió con afecto y les hizo descansar y quitarse el polvo del viaje. No quiso hablar con ellos hasta que no hubieron comido y bebido y les supo acomodados en las austeras habitaciones que les habían dispuesto.

Beltrán de Santillana se reunió en el despacho de Sa Beiro, donde una gran ventana dejaba entrar la brisa del río.

Cuando el caballero de Santillana terminó su relato, el superior le pidió que le enseñara la reliquia. El castellano la extendió y ambos se sobrecogieron al comprobar la mudez del perfil de la figura de Cristo. Allí estaban las huellas de la pasión, el sufrimiento infligido.

José Sa Beiro acarició la tela suavemente, sabiendo el privilegio que suponía hacerlo. Allí estaba la verdadera imagen de Jesús, bien conocida por los templarios desde que el gran maestre Vichiers enviara a todas las casas del Temple cuadros asegurando a sus hermanos que el hombre pintado era el mismísimo Jesús.

El maestre leyó a continuación la carta de Jacques de Molay, y dirigiéndose a Beltrán de Santillana le dijo:

—Caballero, defenderemos con nuestra vida la reliquia. El gran maestre me recomienda que por ahora a nadie digamos que está en nuestra encomienda. Debemos esperar a saber qué sucede en Francia y qué efectos tendrá sobre la Orden el concilio de Vienne. Jacques de Molay me ordena que envíe de inmediato a un caballero como espía a París; debe ir disfrazado, no debe acercarse al Temple ni intentar ver a ningún templario, sólo ver y escuchar, y cuando sepa la suerte que ha corrido la Orden habrá de regresar de inmediato. Entonces, de acuerdo con sus órdenes y consejos será el momento de decidir si la mortaja continúa en Castro Marim o ha de ser llevada a algún otro lugar seguro. Así lo haremos. Buscaré al caballero que pueda cumplir con la misión encomendada por el gran maestre.

— o O o —

Había dejado atrás el pueblo de Troyes. Faltaban pocas leguas para llegar al señorío de Lirey.

Geoffroy de Charney había viajado sólo en compañía de su escudero, y se había sentido vigilado durante el camino, seguramente por los espías de Luis.

Llevaba el lino guardado en el zurrón, a la manera que lo hizo su tío François de Charney.

Los labriegos recogían sus aperos al notar que la luz perdía intensidad. El templario se sentía emocionado al ver los campos soñados de su infancia y ardía en deseos de abrazar a su hermano mayor.

El encuentro con los suyos fue emotivo. Su hermano Paul lo recibió con afecto y respeto, asegurándole que ésa era su casa. Su padre, más cerca de la muerte que de la vida, admiraba al Temple y había colaborado con la Orden cuantas veces le habían requerido.

La familia se sentía orgullosa de que dos de los suyos, François y Geoffroy hubiesen profesado, y habían hecho juramento de lealtad para con la Orden.

Durante unos días Geoffroy reencontró el sosiego entre los suyos. Se entretuvo con su sobrino, que llevaba su mismo nombre, y que un día heredaría la casa familiar. Era un pequeño valiente y despierto que seguía a su tío por donde quiera que iba pidiéndole que lo enseñara a luchar.

—Cuando sea mayor seré templario —le decía.

Y a Geoffroy se le ponía un nudo en la garganta, sabedor como era de que al Temple se le cerraban las puertas del futuro.

El día de su marcha, Geoffroy despidió a su tío con lágrimas en los ojos. Le había pedido que le llevara con él para luchar en Tierra Santa. No hubo manera de consolarlo. El pequeño inocente no sabía que su tío iba a librar la peor de las batallas contra un enemigo que no conocía la nobleza del combate, ni hacía gala de honor. Su enemigo no era ningún sarraceno sino Felipe de Francia, el rey.

— o O o —

El gran maestre rezaba en su cámara cuando un servidor le anunció el regreso del caballero De Charney. Inmediatamente salió a su encuentro.

Jacques de Molay informó a su amigo de las últimas novedades. El rey acusa a los templarios de paganismo y de sodomía, en pocos días les prenderán, deben de prepararse para lo peor: sufrirán torturas y calumnias antes de encontrar la muerte.

Les acusan de adorar al Diablo y postrarse ante un ídolo al que llaman Bafumet.

Hay otra figura a la que los templarios rezan a lo largo y ancho del mundo, en cada casa y encomienda y cuyo secreto ha escapado por alguna rendija; puede que en alguna parte algún sirviente infiel haya sido sobornado para que cuente los entresijos de la vida en el Temple, y haya relatado que los caballeros suelen encerrarse a rezar en una capilla a la que no puede entrar nadie, y allí sobre el muro hay un cuadro con una figura; otro ídolo —dicen los enemigos de los Caballeros.

La fortaleza de Villeneuve du Temple ha dejado de ser un recinto sagrado e inexpugnable. Los soldados del rey han requisado cuanto han encontrado y Luis está furioso por no haber encontrado rastro del inmenso tesoro del Temple. No sabe que hace meses que Jacques de Molay ha repartido el oro por distintas encomiendas, y que la mayor parte del tesoro está en Escocia, donde ha mandado trasladar también los documentos secretos del Temple. En Villeneuve apenas queda nada, lo que aguijonea aún más la ira del rey.

Un enviado de Luis se presenta en la fortaleza y pide ver al gran maestre. Jacques de Molay lo recibe tranquilo y seguro.

—Vengo en nombre del rey.

—Así lo supongo, por eso me he visto obligado a recibiros.

El gran maestre permanece en pie y no invita a sentarse al conde de Champagne que, molesto, le mira furibundo. La dignidad del gran maestre lo intimidad y le hace sentir incómodo.

—Su Majestad os quiere ofrecer un trato: vuestra vida a cambio de la Santa Sábana con que se amortajó a Jesús. El rey está seguro de que la reliquia está en poder del Temple, así lo creía el santo rey don Luis. En el archivo real hay documentos al respecto, informes de nuestro embajador en Constantinopla, confidencias del rey Balduino a su tío el rey de Francia, hay legajos con los informes de nuestros espías en la corte del emperador. Sabemos que la mortaja de Cristo obra en poder del Temple. Vos la escondéis.

Jacques de Molay escuchó sin inmutarse la perorata del conde de Champagne. Mentalmente dio gracias a Dios por haber previsto la salvación de la reliquia que, a esas horas, pensó, ya estará a salvo en Castro Marim, bajo la protección del buen José Sa Beiro. Cuando el conde terminó de hablar, el gran maestre respondió con sequedad.

—Señor conde, os aseguro que no tengo la reliquia de la que me habláis, pero tened por cierto que si así fuera jamás la cambiaría por mi vida. El rey no debe confundir a todos los hombres con él mismo.

El conde de Champagne enrojeció al escuchar la impertinencia destinada a Felipe el Hermoso.

—Señor De Molay, el rey os demuestra su magnanimidad perdonándoos la vida, ya que poseéis algo que pertenece a la Corona, que pertenece a Francia y a toda la Cristiandad.

—¿Pertenece? Explicadme por qué pertenece al rey Felipe.

El de Champagne contenía su ira a duras penas.

—Sabéis como yo que el Santo Rey Luis envió importantes cantidades de oro a su sobrino el emperador Balduino, y que éste le vendió otras reliquias. Os consta como a mí que el conde de Dijon estuvo en la corte de Balduino tratando de la venta del allí llamado Mandylion y que el emperador accedió.

—No me concierne el comercio entre reyes. Mi vida pertenece a Dios, el rey me la puede quitar, mas es de Dios. Id a decidle a Felipe que no tengo la reliquia, pero que si la tuviera jamás la cambiaría por mi vida. En mí no cabe el deshonor.

— o O o —

Horas después Jacques de Molay, Geoffroy de Charney y el resto de los templarios que aún quedaban en Villeneuve du Temple fueron prendidos y conducidos a las mazmorras del palacio.

Felipe de Francia, conocido por Felipe el Hermoso, ordenó a los verdugos que torturaran sin piedad a los caballeros del Temple, en especial al gran maestre, del que debían obtener una confesión: dónde escondía la santa reliquia con la imagen de Cristo.

Los gritos de los torturados se estrellan contra los gruesos muros de las mazmorras. ¿Cuántos días han pasado desde que les prendieran? Los templarios han perdido la cuenta, algunos confiesan crímenes que no han cometido con la esperanza de que el verdugo no continúe estirando sus miembros, ni quemándoles los pies con el hierro, ni descarnándoles el cuerpo al que después rocían con vinagre. Pero de nada les sirven las confesiones porque sus verdugos continúan castigándoles de manera implacable.

Algunos días un hombre embozado acude a los calabozos y desde un rincón contempla el sufrimiento de los caballeros que un día blandieron la espada y el alma para defender la Cruz. Es el rey Felipe, enfermo de avaricia y de crueldad, quien se complace en los tormentos de los caballeros. Hace gestos al verdugo para que continúe, para que no cese el tormento.

Una tarde el embozado pide que lleven a su presencia a Jacques de Molay. El gran maestre apenas ve, pero intuye quién se esconde tras la máscara. Se mantiene firme, y en sus labios se dibuja una sonrisa cuando el rey le insiste para que confiese dónde guarda la santa reliquia de Jesús.

Felipe comprende la inutilidad de alargar el tormento. Aquel hombre morirá sin confesar. Sólo le queda hacer público escarmiento, y que el mundo sepa que el Temple ha quedado proscrito para la eternidad.

Es 18 de marzo del año del Señor de 1314 cuando se firma la sentencia de muerte contra el gran maestre del Temple y los caballeros que han sobrevivido a las interminables torturas ordenadas por el rey.

El 19 de marzo París es una fiesta porque el rey ha mandado levantar una pira donde arderá el orgulloso Jacques de Molay. Nobles y plebeyos acudirán al espectáculo, también el monarca ha prometido asistir.

Con las primeras luces del día la plaza se llena de curiosos que se pelean por conseguir un buen lugar desde donde contemplar el sufrimiento final de los otrora orgullosos caballeros. Los pueblos siempre disfrutan del espectáculo de ver humillados a los poderosos y el Temple lo había sido, por más que de sus manos hubiera salido más bien que mal.

Jacques de Molay y Geoffroy de Charney son conducidos en el mismo carro. Saben que en pocos minutos arderán y su dolor se desvanecerá para siempre.

La Corte viste sus mejores galas, el rey bromea con las damas; él, Felipe ha domeñado al Temple. Su hazaña pasará a la historia de las infamias.

El fuego comenzaba a abrasar la carne quebrada de los templarios. Jacques de Molay miró fijamente al rey y el pueblo de París, al igual que Felipe, escucharon al gran maestre proclamar su inocencia y emplazar al Juicio de Dios al rey de Francia y al papa Clemente.

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