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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (44 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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Didier la miró con fastidio. Estaba echando una cabezada sentado en su sillón favorito. Su esposa se encontraba en la parte trasera de la casa, en la cocina, y no había escuchado el timbre de la puerta, así que había abierto él y se encontraba con una entrometida.

—¿Qué quiere usted?

—Pues me gustaría que me hablara de este pueblo, de la familia Charny…

—¿Y por qué?

—Pues ya le he dicho que soy periodista y que estoy escribiendo una historia.

—¿Y a mí qué me importa lo que usted haga? ¿Cree que voy a hablarle de los Charny porque usted sea periodista?

—Bueno, no me parece que le esté pidiendo nada malo. Sé que en este pueblo se deben de sentir orgullosos porque aquí apareciera la Sábana Santa y…

—Nos importa un pimiento, a nadie le importa. Si usted quiere saber de la familia búsqueles en París pero no venga aquí a pedir información, no somos unos cotillas.

—Señor Didier, me está malinterpretando, no busco cotilleos, sólo escribir una historia en la que este pueblo y la familia Charny son parte importante. Ellos tenían la Sábana Santa, aquí se expuso, y bueno, supongo que es para que se sientan orgullosos.

—Algunos lo estamos.

Ana y el señor Didier volvieron los ojos a la mujer que acababa de entrar en el salón. Alta y robusta, debía de ser un poco más joven que el señor Didier, pero al contrario que éste, su gesto no era de fastidio sino de afabilidad.

—Me temo que ha despertado a mi marido y eso afecta su humor. Pase, ¿quiere un té, café?

Ana no se lo pensó dos veces y entró en la casa.

—Muchas gracias, si no es molestia, sí me gustaría tomar café.

—Bien, lo traeré en unos minutos. Siéntese.

Los Didier se miraron midiéndose el uno al otro. Estaba claro que eran caracteres contrapuestos y debían de chocar a menudo. Ana decidió hablar de banalidades hasta que regresara la señora Didier. Cuando ésta regresó le contó a qué se debía su visita.

—Los Charny son los señores de estas tierras desde tiempo inmemorial; debería de acercarse a la colegiata, allí encontrará información sobre ellos, y desde luego en los archivos históricos de Troyes.

Durante un buen rato la señora Didier habló de la vida en Lirey, quejándose de la huida de los jóvenes. Sus dos hijos vivían en Troyes, uno era médico y el otro trabajaba en un banco. La buena mujer le dio información puntual sobre toda su familia, y Ana la escuchó pacientemente. Prefería aguantar aquella conversación banal antes de ir al grano, lo que finalmente hizo.

—¿Y qué tal son los Charny? Debe de ser emocionante para ellos venir a Lirey.

—Hay muchas ramas, los descendientes de una de ellas, que es a los que conocemos, no vienen mucho, pero cuidamos de sus tierras y de sus intereses. Son un poco estirados, como todos los aristócratas. Hace unos años vino un familiar lejano, ¡qué chico tan guapo! y simpático, muy simpático. Vino acompañado por el superior de la colegiata. Él les ha tratado más. Nosotros tratamos con un administrador que está en Troyes. Le daré la dirección para que le llame, es muy amable el señor Capefi.

Dos horas después Ana salía de la casa de los Didier con algo más de información de la que tenía cuando llegó. Era tarde, porque en Francia a las siete ya estaban cenando, así que decidió regresar a Troyes y aguardar al día siguiente para husmear en los archivos y acercarse a la colegiata de Lirey a hablar con su superior, si es que éste quería recibirla.

— o O o —

El encargado del archivo municipal de Troyes era un joven con piercings en la nariz y tres pendientes en cada oreja que le confesó que se aburría como una ostra en ese trabajo, pero que al fin y al cabo había tenido suerte de encontrarlo puesto que era bibliotecario.

Ana le contó lo que buscaba, y Jean —que así se llamaba— se ofreció para ayudarla en la investigación.

—Así que cree que el visitador del Temple en Normandía era un antepasado de nuestro Geoffroy de Charny. Pero los apellidos no son los mismos.

—Ya, pero puede ser una variación en la grafía del apellido, no sería la primera vez que a un apellido se le cae o se le añade una letra.

—Desde luego, desde luego. Bien, esto no va a ser fácil, así que si me echa una mano veremos qué encontramos.

Primero buscaron en los archivos informatizados, luego iniciaron la búsqueda entre los viejos legajos aún sin informatizar. Ana se maravillaba de la inteligencia de Jean. Además de bibliotecario era licenciado en filología francesa, así que el francés antiguo no tenía secretos para él.

—He encontrado una relación de todos los bautizados en la colegiata de Lirey. Es un documento del siglo XIX en el que un estudioso local decidió rescatar la memoria de su pueblo y se entretuvo en copiar los archivos eclesiásticos. Veremos si hay algo.

Llevaban cuatro días trabajando y habían casi logrado hacer un árbol genealógico de los Charny, pero ambos sabían que estaba incompleto, porque si bien constaba la copia de algunas actas de nacimiento, nada sabían de las vicisitudes de esos personajes que tantas veces se casaron para estrechar alianzas con otros nobles, y cuyo rastro y el de sus hijos era casi imposible de seguir.

—Creo que deberías buscar un historiador, alguien que sepa de genealogías.

—Sí, eso ya me lo han dicho. Pero ¿quién? ¿Conoces a alguien?

—Tengo un amigo que es de aquí, de Troyes. Estudiamos juntos el bachillerato, luego se marchó a París y se doctoró en historia en la Sorbona, incluso ha sido ayudante de cátedra. Pero se enamoró de una periodista escocesa y en menos de tres años estudió la carrera de periodismo. Viven en París, tienen una revista:
Enigmas
. Personalmente tengo mis dudas sobre ese tipo de publicaciones; tratan de temas históricos, de enigmas sin resolver. Cuentan con genealogistas, historiadores, científicos. Él nos puede dar el nombre de algún genealogista. Hace años que no nos vemos, casi desde que se casó con la escocesa, ella tuvo un accidente y ya no han vuelto por aquí. Pero es un buen amigo y te recibirá. Aunque antes debes ir a la colegiata, lo mismo el superior tiene otros archivos, o sabe algo de esta familia que pueda resultar interesante.

— o O o —

El superior de la colegiata resultó ser un amable septuagenario que la recibió una hora después de haberle llamado.

—Los Charny siempre han estado ligados a este lugar, han mantenido la posesión de las tierras, pero hace siglos que no viven aquí.

—¿Usted conoce a los actuales Charny?

—Bueno, a algunos. Hay varias ramas de Charny, así que puede imaginar que hay docenas de ellos. Una de las familias, los que están más ligados con Lirey son gente importante, viven en París.

—¿Vienen a menudo?

—No, la verdad es que no. Hace años que no vienen por aquí.

—Una señora de Lirey, la señora Didier me ha dicho que hace tres o cuatro años vino un joven muy simpático de la familia.

—¡Ah, el sacerdote!

—¿El sacerdote?

—Sí. ¿Le sorprende que alguien pueda ser sacerdote? —dijo riendo el superior.

—No, no, en absoluto. Sólo que en Lirey me dijeron que hace unos años vino un chico muy guapo, pero no me dijeron que era sacerdote.

—No lo sabrían, no tienen por qué. Cuando vino no llevaba ni alzacuello, vestía como cualquier chico de su edad. No parecía un sacerdote, pero lo es, y creo que lleva una buena carrera. Vamos, que no se quedará como un cura de pueblo. Pero no es un Charny, aunque parece ser que sus antepasados tuvieron alguna relación con estas tierras, tampoco me explicó mucho. Me llamaron de París para que lo recibiera y le ayudara en lo que me pidiera.

El teléfono móvil de Ana interrumpió la conversación. Respondió y escuchó a Jean con voz agitada.

—¡Ana, creo que lo tengo!

—¿El qué?

—Dile al padre Salvaing que te deje ver las actas bautismales de los siglos XII y XIII, puede que tengas razón y algunos Charny antes fueran Charney.

—¿Cómo lo sabes?

—Revisando las copias, pero no sé si es un error o por el contrario hemos dado en la diana. Cierro y voy para allá. Espérame, no tardo más de media hora.

A Ana le costó convencer al padre Salvaing para que accediera a dejarla ver las actas de bautismo archivadas en la colegiata y guardadas en la biblioteca como auténticas joyas.

El anciano sacerdote llamó al hermano archivero, que puso el grito en el cielo al conocer la pretensión de la periodista.

—Si usted fuera una erudita, una historiadora, pero sólo es una periodista que a saber qué busca —dijo el archivero de mal humor.

—Intento escribir una historia de la Síndone lo más completa posible.

—¿Y qué más le dan las grafías del apellido Charny? —insistió el archivero de la colegiata.

—Pues porque quiero saber si fue el visitador del Temple en Normandía, Geoffroy de Charney, que murió quemado junto a Jacques de Molay, el propietario de la Sábana y que por lo que fuera la escondió aquí, en la casa familiar, de manera que Geoffroy de Charny apareciera como su propietario cuarenta años después.

—O sea, que usted quiere probar que la Sábana perteneció a los templarios —afirmó más que preguntó el padre Salvaing.

—Y si no es así se lo inventará —remachó el archivero.

—No, yo no me invento nada, si no es así, pues no es así. Sólo trato de explicar por qué la Sábana apareció aquí, y me parece verosímil que la trajera alguien de Tierra Santa, un cruzado o un caballero templario.

—¿Quién si no? Si Geoffroy de Charny aseguraba que era auténtica, sus razones debía de tener.

—Nunca lo demostró —afirmó el anciano superior.

—Quizá no podía hacerlo.

—¡Bah, tonterías! —intervino el archivero.

—Permítanme que les pregunte, ¿ustedes creen que la Sábana Santa es auténtica?

Los dos sacerdotes permanecieron unos segundos en silencio. Habían dedicado su vida a Dios porque tenían fe. Sólo la fe podía hacer que un hombre renunciara a tener una familia, amor. Y su fe, la de ellos y tantos otros como ellos, a veces flaqueaba, les sumía en la desesperación porque inteligentes como eran no podían dejar de sentir la llamada de la razón.

El primero en hablar fue el archivero.

—La Iglesia permite desde hace siglos que el sudario sea un objeto de culto.

—Pero yo le he preguntado su opinión y la del padre Salvaing, la doctrina de la Iglesia ya la sé.

—Mi querida niña —dijo Salvaing—, la Sábana es una reliquia apreciada por millones de fieles. Su autenticidad ha sido cuestionada por los científicos y sin embargo… debo reconocer que me emocioné cuando la vi en la catedral de Turín. Hay algo sobrenatural en la tela, sea cual sea el veredicto del carbono 14.

Cuando Jean llegó aún continuaba intentando convencer a los dos sacerdotes para que la dejaran ver los archivos de la colegiata.

El superior y el archivero miraron con cierto disgusto a Jean, pero éste no tardó más de diez minutos en convencerlos de que le permitieran echar un vistazo a los legajos de la biblioteca. Además pidió al archivero que les ayudara.

Tardaron más de un par de horas, pero al final encontraron lo que buscaban: además de Charny en Lirey había Charney, con cierto grado de parentesco.

De regreso a Troyes, Ana invitó a cenar a Jean.

—Lo hemos conseguido.

—Bueno, ha resultado que tenías razón, y esos dos Geoffroy estaban emparentados.

—En realidad no he sido yo la que lo ha descubierto. Fue un comentario de la profesora Elianne Marchais la que me dio la pista de que eso era posible. Y lo es. Ahora estoy casi segura de que Geoffroy de Charney fue el propietario de la Sábana. Seguramente la mandó pintar o la compró por buena en Tierra Santa.

—Si hubiese sido auténtica habría estado en manos del Temple; acuérdate, Ana, de que los caballeros hacían voto de pobreza y no poseían nada. De manera que no deja de ser extraño que el templario tuviera la Sábana. A lo mejor los dos Geoffroy eran parientes, pero le estamos cargando al primero la posesión del sudario sin ninguna base, sin pruebas.

—Sólo que estuvo en Tierra Santa —insistió Ana.

—Sí, como casi todos los templarios.

—Ya, pero éste se llamaba Geoffroy de Charney.

—Ana, tu teoría es interesante pero está cogida por los pelos, y lo sabes. Por eso yo no me termino de creer lo que cuentan los periódicos, porque los periodistas a veces dais por cierto lo que sólo es probable.

—¡Otro que tiene mala opinión de los periodistas!

—Mala opinión no, una cierta desconfianza, sí.

—No mentimos, ¿sabes?

—No digo que mintáis, incluso admito que en lo que escribís hay una base de realidad, pero eso no significa que sea la verdad. Lo que te estoy intentando decir es que procures ser rigurosa cuando escribas sobre esto. De lo contrario la gente se lo tomará como una fantasía, como otra historia esotérica sobre el sudario, y ya sabes que hay muchas.

— o O o —

Decidió confiar en Jean. Hacía una semana que se habían conocido, y sin embargo tenía la impresión de que le conocía de siempre. Jean era sensible, inteligente y sensato. Tras su apariencia descuidada había un hombre de una pieza.

Le contó casi todo lo que sabía, pero sin mencionar al Departamento del Arte ni a su hermano Santiago, y esperó a escuchar su opinión.

—Para un libro esotérico no está mal. Pero la verdad, Ana, sólo me hablas de intuiciones y pálpitos. Lo que dices, bien contado puede resultar una historia interesante para un magazine, pero nada de lo que me has contado se sustenta sobre una prueba, nada. Siento decepcionarte, pero si yo me encontrara en un periódico una historia como la que cuentas no me la creería, pensaría que es una elucubración de uno de esos seudoautores que escriben de ovnis y ven misterios en cada esquina.

Ana no pudo ocultar su decepción, aunque en su fuero interno admitía que Jean tenía razón, que sus teorías no tenían ninguna base sobre las que sustentarlas seriamente.

—No me voy a rendir, ¿sabes, Jean? Si efectivamente no encuentro pruebas sólidas, no publicaré ni una línea, ése es el trato que acabo de hacer conmigo misma. Así no os decepcionare a quienes me habéis ayudado. Pero voy a continuar investigando. Ahora me queda por averiguar si un Charny que conozco tiene algo que ver con estos Charny.

—¿Quién es ese Charny que conoces?

—Un hombre muy guapo e interesante, un tanto misterioso. Iré a París; allí me será más fácil contactar con su familia, si es que es su familia.

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