Pero se recordó desesperadamente que aquella figura era sólo una estatua.
Los labios de la mujer se separaron y una ágil lengua azul se deslizó ávida a su alrededor.
Sus ojos se abrieron y fijó en él una mirada con destellos rojizos.
Le sonrió.
De repente el Ratonero supo dónde había visto antes su tez de blancura opalescente. ¡En el Reino de las Sombras! En el delgado rostro, el cuello, las manos y las muñecas de la misma Muerte, a quien había visto allí en dos ocasiones. Y aquella mujer se parecía a la Muerte tanto en sus facciones como en la delgadez de su cuerpo.
Entonces frunció los labios y, a través de la masa de tierra que los sepultaba a ambos, el Ratonero oyó el silbido suave, excitante y seductor, con que las chicas de la vida en Lankhmar invitan a tener trato con ellas. El Ratonero notó que el pelo de la nuca se le erizaba mientras un escalofrío recorría todo su cuerpo.
Lo que sucedió a continuación le llenó de horror: aquella pálida criatura espectral, hermana de la Muerte, extendió hacia él, al parecer sin esfuerzo alguno, las manos estrechas y tenuemente luminosas, las palmas azules vueltas hacia arriba con gesto invitador y los dedos opalescentes oscilando trémulos, hasta que unió sus puntas y, extendiendo las piernas sucesivamente, primero a la izquierda y luego a la derecha, empezó a nadar despacio hacia él a través de la áspera tierra que por todas partes les encajaba, como si no ofreciera más resistencia a su forma azulada y totalmente desnuda de la que presentaba a su visión oculta.
A pesar de sus buenos propósitos de no ceder al pánico mientras permaneciera enterrado, se tensó convulsamente hacia atrás, tratando de alejarse de la mujer que nadaba en la tierra, con un espasmo tan intenso que pareció reventarle el corazón. Entonces, en el momento en que su esfuerzo llegaba a una cumbre insostenible y lo abandonaba, notó el vacío a sus espaldas y se lanzó a él, con un acceso instantáneo de otra clase de terror, que pudiera caer para siempre en un pozo sin fondo.
Podría haberse ahorrado ese último terror. Apenas había retrocedido media vara, apenas un paso corto, cuando volvió a sentir la presión de la tierra granulosa y fría desde la cabeza a los pies.
Pero ahora había un vacío delante de él, el espacio del que acababa de retirar el tronco, la cabeza y una pierna. Y tuvo tiempo de inhalar hondo una vez, que valía por veinte de sus cautos, sorbos de aire, y retirar la otra pierna antes de que la tierra de delante le presionara de nuevo, golpeándole brutalmente el rostro en su avidez por amoldarse exactamente a la fachada central del Ratonero, como si la materia o sus dioses y diosas tuvieran, en efecto, ese horror al vacío que algunos filósofos les atribuyen.
Ni su sorpresa ante este hecho totalmente inesperado ni su extrañeza acerca de las leyes naturales o milagros mediante los cuales había sido efectuado fueron lo bastante intensos, pese a la enorme inhalación de aire, para que interrumpiera su régimen de pequeñas inhalaciones a través de los labios mínimamente abiertos, ni su vigilancia hacia adelante entre los párpados igualmente entrecerrados.
Los últimos le revelaron a su perseguidora de cadavérica delgadez a una vara más cerca de él y con su orientación variada casi por completo desde la vertical a la horizontal gracias a sus potentes movimientos natatorios, lanzada hacia él de
cabeza,
por lo que nuestro héroe se encontró mirando con espanto directamente sus ojos voraces con destellos rojos.
Esta visión era tan espantosa que le inspiró un nuevo esfuerzo desgarrador para retroceder, con la nueva esperanza, justamente en su momento culminante de que se repitiera el extraño milagro que
acababa
de experimentar. Y le sorprendió no poco que así ocurriera: el vertiginoso vacío a sus espaldas, el retroceso de media vara hacia atrás, la espléndida inhalación honda, el brusco impacto sobre todo el anverso de su cuerpo pero, lo más revelador de todo, sobre la cara, de la tierra fría y granulosa que volvía a recuperar, airada, la sujeción total en que le tenía.
En esta ocasión, al evaluar los efectos de sus dos breves retiradas, comprobó que había perdido a
Garra
de Gato, la cual yacía ahora a medio camino entre él y su perseguidora, con la punta amenazándole. Era evidente que la tierra donde estaba empotrado el mango se la había arrebatado al primer paso hacia atrás, pero los dedos índice y pulgar que sujetaban la punta la habían retenido tanto como pudieron, lo cual cambió la posición de la daga de vertical a horizontal, mientras que el segundo paso hacia atrás había completado el divorcio entre él y su arma. Bajó la vista con dificultad y sus ojos entrecerrados vieron los dedos índice y pulgar ensangrentados, pues la afilada hoja los había rasguñado. ¡Los pobres dedos, heridos al separarse del arma, habían hecho cuanto pudieron!
Se preguntó si la forma siniestra que le seguía sin cesar apartaría de su camino la daga abandonada, pues se dirigía directamente hacia ella, o si quizás la cogería para usarla contra él, pero ya estaba efectuando el tercer extenuante esfuerzo provocador del milagro y debía concentrarse en ello con todo su ser. Y cuando estaba felicitándose por su tercera media vara obtenida (aunque esta vez más bien parecía una vara entera) y la magnífica inhalación, volvió a mirar y vio que su pálida perseguidora se .había remontado un poco en el mar de tierra, de modo que pasó a un dedo de distancia por encima de Garra de Gato, que ahora yacía a medio camino entre los dos pezones, como minúsculas estalactitas, de sus senos proyectados hacia abajo, la afilada punta todavía dirigida hacia él como la aguja de una brújula que le señalara, mientras el liso vientre de la fantasmal mujer se deslizaba sobre la hoja.
El Ratonero observó que la funda de Garra de Gato se había soltado del cinturón y yacía en el suelo, a corta distancia detrás de él y en la misma posición, señalándole con la punta, como lo hacía su compañera el arma, que ahora yacía más allá de la perseguidora.
Pero ahora el Ratonero realizaba su cuarta, ¡no, quinta!, tambaleante retirada y la tierra invisible le golpeaba el rostro. Soltó mentalmente una maldición. Todo aquello era tan degradante... ¡se
apartaba
haciendo reverencias de la delgada y desvergonzada hermana de la Muerte!
Se le ocurrió la idea de que la mujer y su medio de desplazamiento a través de la tierra sólida eran tan extraños y, no obstante, tan excesivamente diferentes, que era muy posible que él fuese víctima de una poderosa alucinación o una pesadilla en medio de un sueño profundo, en vez de estar viviendo la realidad.
Se dijo a sí mismo que no debía creer tal cosa. «¡Desecha ese pensamiento! Pues si creyeras tal cosa, quizá relajarías tus esfuerzos para respirar, tanto los pequeños sorbos de aire como, cuando las circunstancias lo permiten, las hondas inspiraciones, pues éstas, como sabes en algún nivel muy por debajo de la razón, son vitales, ¡qué digo, fundamentales!, para sobrevivir en este entorno oscuro.»
Y sin embargo, mientras seguía manteniendo la respiración, somera y honda, acumulando una repetición tras otra, y conservaba o incluso parecía aumentar la ventaja que llevaba a su siniestra y bella perseguidora (que ahora pasaba por encima de la vaina como antes lo había hecho con la daga), la escena a su alrededor se fue haciendo lentamente más sombría, la luz mental que le permitía verla se volvía mortecina, sus movimientos manifestaban una pesadez reptiliana junto con energía, una escamosidad y pilosidad propias del mundo de los muertos y los espíritus, y el sueño le amortajó como una ceguera, dejándole sólo la conciencia de un avance lento y profundo a través de la negrura granulosa.
La impresión por encima del suelo de que la búsqueda del Ratonero había disminuido era desorientadora. Simplemente se había hecho algo más rutinaria y realista. Lo perdido en celeridad había sido más que compensado con una persistente eficiencia. En la mayoría de los participantes la excitación hervía interiormente, o por lo menos se cocía a fuego lento.
La luna, a medio camino de su descenso en el cielo occidental tenía una brillantez deslumbradora. Su luz blanca dejaba en sombras el rostro y el torso de otro de los hombres de Fafhrd que permanecían con los pies separados y bien afianzados en el borde del hoyo, ocupados intermitentemente en alzar y vaciar a los lados el cubo de tierra. Ésta formaba ahora un montículo ancho y bajo, que medía más de un pie hacia su centro. Las extracciones llevaban más tiempo y el brillo de su pecho en sombras y la parte inferior de la cara debido a las lámparas en el fondo del pozo era mucho menor, ambas cosas medidas de la profundidad cada vez mayor del pozo. De hecho, otros trabajadores estaban introduciendo al mismo tiempo tablas para una segunda línea de puntales, tras haber fijado firmemente la primera con travesaños clavados: unas pequeñas escarpas de hierro forjado unían las tablas cíe diversas longitudes, aprovechando así al máximo la madera tan preciosa en la Isla de la Escarcha.
El monstruoso cambio de clima, que de veraniego se había convertido en invernal, no sólo no se había moderado sino que empeoraba, pues soplaba una fuerte y constante brisa del norte que redoblaba el intenso frío nocturno. Habían levantado media tienda de campaña, al norte de la fogata en la que cocinaban, para proteger el fuego y proporcionar calor a los reunidos. Allí, entre otros, dormían Klute y Mará, extenuadas tras su considerable trabajo en el agujero, pues como Skor había observado: «¡Cavar en busca de carbón y tubérculos, incluso oro y tesoros, es una cosa; pero hacerlo en busca de carne humana que, de alguna manera, confías en hallar viva, es otra distinta y en extremo fatigosa!».
El descubrimiento de la capucha del Ratonero a siete pies de profundidad había hecho que Fafhrd y Cif relevaran a Skor y las niñas en la tarea de cavar y cerner, ansiosos de acelerar el rescate del menudo héroe de gris. Pero tras dos horas de intensa labor cedieron sus puestos, esta vez de nuevo a Skor y a Brisa, cuyo tamaño infantil constituía una ventaja especial cuando el agujero estaba repleto de gente, con los trabajadores que colocaban la segunda hilera de puntales debajo de la primera.
Tras subir por las estaquillas dispuestas como una escala a un lado del pozo y notar la mordedura de la brisa nórdica cuando salieron a la noche iluminada por la fría luna, Cif y Fafhrd se dirigieron al fuego, junto al cual se sirvieron sopa y negro gahvey calientes, y luego Cif fue a reunirse con el pequeño grupo que conversaba al otro lado de las llamas, mientras Fafhrd, diciendo que no tenía ganas de hablar, se refugió bajo la media tienda y, con una taza del humeante brebaje perfumado con aguardiente entre las manos, se sentó al pie del camastro donde Klute y Mará dormían abrazadas para calentarse.
Al otro lado de la fogata discutían de un asunto sobre el que Cif tenía una opinión inalterable: el uso actual apropiado (si es que tenía alguno) y la ubicación definitiva del trofeo que Pshawri había sacado del Maelstrom, el esquelético cubo de oro que tenía empotrada la ceniza de antorcha negra y dura como el hierro, conocido como el Apaciguador del Torbellino por el uso mágico que el Ratonero había hecho de él al rechazar la flota de los mingoles soleados, hacía casi dos años.
Afreyt creía que el icono debería venerarse en el Templo de la Luna como recordatorio de la victoria más reciente de la Isla de la Escarcha sobre sus enemigos.
Con su materialismo isleño, el rudo Groniger argumentó que, una vez liberado de la ceniza que lo desfiguraba —un objeto de valor dudoso que las sacerdotisas de la luna podían quedarse si lo deseaban— el cubo debería devolverse a la tesorería para que ocupara de nuevo el lugar que le correspondía entre los dorados Iconos de la Razón, como el Cuadrado Séxtuple o Cubo del Juego Limpio.
Pero la madre Grum aseguró que la adición de la ceniza había transformado el cubo en una poderosa arma mágica que debía ser confiada a la asamblea brujeril que ella encabezaba y en la que figuraban varias sacerdotisas de la luna. Rill la secundó, diciendo:
—Yo sostuve la ceniza cuando todavía era una antorcha encendida en el fuego de Loki, y su llama se inclinó hacia un lado, señalándonos el camino que nos condujo al nuevo cubil del dios en el muro de llamas al fondo de las cavernas situadas ante la raíz del volcán Fuego Oscuro. ¿No sería posible que una virtud similar de la ceniza nos mostrara el camino hacia el capitán Ratonero ahora que está en el subsuelo?
—¡Busquémosle con la ceniza como si fuese una varita de zahorí! —exclamó Cif—. Suspendámoslo de una cuerda, movámoslo alrededor del agujero y veamos qué ocurre. Tal vez así sepamos si se ha hundido en línea recta, como el pozo, o si se ha desviado y en qué dirección va. ¿Qué os parece?
—Permíteme decirte algo, señora —se apresuró a decir Pshawri—. Anoche, cuando el capitán Ratonero me reprendió por haberme metido en el Maelstrom, noté que el cubo vibraba a través de la bolsa contra mi pierna, como si existiera algún vínculo secreto entre el Apaciguador y el capitán, aunque ni él ni nadie sabía que lo había recuperado.
El débil tintineo de cascabeles de arnés briosamente agitados hizo que todos los oyentes de Cif y finalmente ella dirigieran sus miradas hacia el este, en la dirección contraria a la luna, donde una bamboleante lámpara de carreta les indicó la llegada inminente del equipo de perros desde el cuartel.
Pero ni el campanilleo ni la conversación precedente habían penetrado gran cosa en la profunda ensoñación melancólica en que Fafhrd se había sumido plenamente mientras tomaba de vez en cuando el gahvey con aguardiente que se iba enfriando y sus huesos doloridos reposaban en las sombras de la media tienda.
Esa sensación dio comienzo en cuanto se sentó cautelosamente a los pies del camastro de Mará y Klute con el súbito recuerdo vivido (sorprendente por su intensidad) de otra ocasión, hacía casi dos décadas, cuando tuvo que trabajar furiosamente durante un tiempo que pareció de varias horas para rescatar al Ratonero de las garras de la Muerte que le atenazaban, y al final tuvo que sacar a rastras al héroe gris, el cual gritaba y pataleaba, del ataúd que le había sido destinado. Todo ocurrió en el mágico emporio levantado brujerilmente de aquellos buhoneros cósmicos de basura, los Devoradores, y tampoco en aquella ocasión hubo períodos de descanso. Primero Fafhrd tuvo que discutir interminable y muy hábilmente con sus dos pendencieros maestros y mentores, los magos con cerebro de elefante Sheelba del Rostro Sin Ojos y Ningauble de los Siete Ojos, a fin de obtener los medios y la información esenciales para lograr el rescate y luego combatir interminablemente y con estratagemas instantáneas de brillante factura contra una incansable estatua de hierro, una diabólica espada larga de acero azulado, de esas que se sujetan con ambas manos..., por no mencionar las llamativas arañas gigantes a las que su camarada obscenamente embrujado veía como bellas y flexibles muchachas vestidas, aunque poco, con reveladores atavíos de terciopelo.