La Hermandad de las Espadas (25 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
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Cerró los ojos con cuidado y volvió a concentrar toda su atención en los lentos movimientos respiratorios, ignorando resueltamente la profundidad de su entierro.

12

Por encima del suelo se habían realizado considerables progresos en la búsqueda del Ratonero, una búsqueda que se había organizado más. Habían llegado los dos grupos desde el cuartel, y la presencia de hombres jóvenes entregados al trabajo era tranquilizadora: los corpulentos y enjutos ex guerreros bárbaros de Fafhrd, norteños como él mismo, y los ladrones reformados del Ratonero, compactos, esbeltos y membrudos. Las dos carretas tiradas por los grandes animales mezcla de can y plantígrado que habían traído agua, comida y leña ya habían sido descargadas y el equipo de dos perros grandes y peludos como osos, libres de sus arneses, permanecían cerca, vigilantes. Habían encendido una pequeña fogata y flotaban en el aire los apetitosos olores de la sopa de carnero que se calentaba y el jugo de carne que cocía. La madre Grum y el viejo Ourph estaban acurrucados al lado de las llamas.

El hoyo cuadrado de Fafhrd, ensanchado un pie a cada lado, era lo bastante profundo para que las cabezas de quienes lo cavaban y palpaban la tierra estuvieran por debajo del nivel del suelo. Fafhrd había delegado su trabajo en Skor, el lugarteniente que gozaba de su plena confianza, un pelirrojo que se estaba quedando prematuramente calvo, mientras que Pshawri seguía realizando la misma tarea, ayudado ahora por Mará y Klute. Un norteño permanecía en el borde y más o menos a cada minuto sacaba un gran cubo lleno de tierra que arrojaba a un lado. El otro lugarteniente del Ratonero, Mikkidu, junto con otro ladrón habían empezado a colocar la primera hilera de puntales desde arriba, fijando a los lados, con mazos de madera, las tablas de ocho pies. Las linternas de aceite de leviatán en el lado oscuro del agujero brillaban hacia arriba e iluminaban los tres rostros. La luna llena estaba tres horas más alta que cuando Skama había sido reverenciada con la danza a través del gran prado.

Fafhrd y Cif permanecían al lado del fuego, tomando a sorbos gahvey caliente con los dos ancianos. Era su primer descanso desde la asombrosa desaparición del Ratonero bajo tierra. Detrás de ellos estaban Brisa y Dedos, las cuales no atraían la atracción hacia ellas, en parte por miedo a que las enviaran de regreso a Puerto Salado con la siguiente carrera, como le había sucedido a Mayo, para tranquilizar a sus familias asegurándoles que todas las niñas estaban a salvo. También formaban parte del grupo que tomaba gahvey alrededor del fuego: Afreyt, Groniger y Rill, esta última tras haber corrido a la Torre de los Duendes para pedir a los otros dos que regresaran para conferenciar y, como se vio en seguida, discutir.

Afreyt se dirigió a Fafhrd sin acalorarse:

—Querido mío, admiro y respeto profundamente tu lealtad y consideración por tu antiguo compañero que te hace buscarle con tan testaruda determinación, siguiendo un solo camino... y un camino en el que tu mayor éxito difícilmente podrá ser más que el de desenterrar un cadáver. Pero pongo en tela de juicio tu lógica.— Puesto que hay otros caminos..., y tanto Groniger como yo lo confirmamos... caminos que prometen una clase más útil de éxito, si es que hay alguno, ¿por qué no dedicarles todos los esfuerzos?

—Eso me parece muy bien razonado —intervino Groniger, secundando a la dama.

—¿Creéis que en lo que he hecho me he dejado guiar por la razón y la lógica? —les preguntó Fafhrd con una pizca de impaciencia, incluso de desdén, agitando el gancho ante ellos—. Le he visto hundirse, os lo aseguro. Y también lo han visto otros. Cif llegó a tocarle cuando desaparecía bajo tierra.

—Yo también lo he visto —dijo Ourph—. Hemos visto un milagro, ¿por qué no esperar otro?

Afreyt opuso sus razones:

—Sin embargo, todos los que habéis visto que se hundía, habéis admitido, en uno u otro momento desde entonces, que hacia el final se volvió insustancial. Y así lo vimos Gron y yo, lo admito sin reservas, en su huida hacia la Torre de los Duendes. Pero ¿acaso esa similitud no es un argumento en favor de que demos la misma importancia a las dos posibilidades?

Fafhrd replicó con cierta fatiga:

—Yo mismo he actuado de acuerdo con esas impresiones de la desaparición del Ratonero. Si las tenemos en cuenta, la idea de buscarle también en otros lugares de la isla parece juiciosa, y cuando envié al mingol Gib con la segunda carreta para recoger más madera, me habéis oído encargarle que traiga alguna prenda íntima del Ratonero y los dos perros husmeadores si están disponibles.

—Una cosa me intriga —dijo entonces Cif— y es si no habría alguna manera, en la búsqueda del Ratonero, de usar el apaciguador de oro que Pshawri rescató del torbellino. Tiene encajada en él la ceniza negra del dios Loki, y estoy convencida de que éste es responsable de la penosa situación en la que ahora se encuentra el Ratonero. Sé, por lo que él me ha contado, que es una deidad muy traidora y con una malevolencia demencial.

—En lo último tienes
razón
—convino sombríamente la madre Grum, pero antes de que pudiera decir más, la interrumpieron los gritos de Skor desde el fondo del hoyo.

—Capitán, he encontrado algo enterrado a siete pies de profundidad que querrás ver. Ahí va.

Fafhrd se acercó rápidamente al borde, cogió algo colocado encima del siguiente cubo con tierra izado y lo sacudió antes de examinarlo minuciosamente.

—Es la capucha que el Ratonero llevaba esta noche —les anunció en tono triunfante—. ¡Ahora decidme que no se lo ha tragado la tierra exactamente aquí!

Cif le arrebató la prenda y confirmó la identificación.

—¡Pisanieves! —llamó Afreyt, y cuando se acercó el perro blanco, introdujo los dedos bajo su gran collar y le habló con vehemencia junto a la peluda oreja. El animal husmeó la prenda cubierta de tierra y empezó a moverse de un lado a otro inquisitivamente, con el morro en el suelo. Fue al agujero, lo contempló durante largo rato, sus ojos verdes a la luz de la lámpara, se sentó en el borde, alzó el hocico a la luna y aulló larga y dolorosamente, como una trompeta que convoca a la gente para asistir al funeral de un héroe.

13

La sempiterna costumbre del Ratonero de evaluar su situación al máximo posible cuando despertaba, antes de hacer el menor movimiento, le resultó muy útil. Al fin y al cabo, siempre podía haber enemigos criminales acechándole, en espera de que revelara su posición exacta mediante un movimiento o una exclamación desprevenidos, para matarle antes de que hubiera recobrado del todo la conciencia.

Si mal no recordaba, su segundo desplazamiento hacia abajo o deslizamiento a través del suelo no había durado mucho, y tras detenerse por segunda vez se había concentrado tan exclusivamente en la tarea de respirar el suficiente aire atrapado por la tierra para seguir vivo y mantener a raya el impulso de dar boqueadas, que la oscura monotonía de su ocupación le había hipnotizado por etapas graduales hasta que se durmió.

Y ahora, despierto de nuevo y sintiéndose un tanto despejado, aunque perceptiblemente enfriado, seguía respirando con regularidad, somera y lentamente, sin ningún impulso de jadear, con la lengua ocupada a intervalos, manteniendo los labios apenas abiertos húmedos y evitando la intrusión de tierra. ¡Aja, la cosa iba bien! Le revelaba que la operación se había hecho lo bastante automática para que pudiera obtener el descanso que muy bien podría necesitar si su encarcelamiento subterráneo resultaba demasiado largo..., y debía admitir la probabilidad de que así fuese.

Observó entonces que, aunque seguía teniendo los brazos apretados contra los costados, durante el segundo descenso
—cada
brazo doblado por el codo y las manos empujadas hacia arriba por el suelo arenoso a través del cual se deslizaba— habían subido por la parte delantera de su cuerpo hacia la cintura, por lo que los dedos cíe la mano derecha descansaban ahora contra la funda de su daga Garra de Gato, contacto que le resultó tranquilizador. Empezó a mover los dedos hacia arriba a lo largo de la funda, deteniéndose para regularizar su respiración cada vez que se volvía un poco laboriosa. Cuando los dedos llegaron por fin a su objetivo, le sorprendió descubrir que no tocaban la pieza transversal y la empuñadura de la daga, sino una sección de la afilada y estrecha hoja cerca de la punta. El suelo arenoso en el que estaba encajado, al restregar hacia arriba contra su cuerpo mientras descendía, casi había extraído por completo la daga de su funda.

Reflexionó en esta nueva circunstancia, preguntándose si debería introducir de nuevo el arma en la vaina, cogiendo la hoja entre los dedos índice y pulgar y dándole pequeños tironcitos, a fin de que un nuevo deslizamiento por su parte no le hiciera perderla del todo, perspectiva que le alarmaba. ¿O debería tratar de mover la mano todavía más arriba y aferrar la empuñadura a fin de tenerla lista para la acción en caso de que algún cambio imprevisto de su situación le permitiera usarla? Esta última posibilidad era la que más le atraía, aunque prometía requerir más trabajo.

Durante este debate consigo mismo, sin darse cuenta murmuró en voz alta: «¿Cuál de las dos?», y al instante se estremeció, previendo un agudo dolor. Pero lo había dicho en un tono suave, y aunque las palabras atronaron un poco en sus oídos, no hubo otras consecuencias dolorosas. Le animó descubrir que podía conversar consigo mismo bajo el suelo, siempre que mantuviera la voz al nivel de un susurro, pues, a decir verdad, se estaba sintiendo demasiado solo. Pero después de intentarlo dos o tres veces, desistió, pues descubrió que cada vez que hablaba se sentía ridículamente aterrado por la posibilidad de que le oyeran, poniéndose en desventaja al revelar su presencia, aunque qué o a quién tenía que temer en el seno terroso de aquella isla polar escasamente poblada no podría decirlo. No sería, sin duda, a los carnívoros espectros kleshitas, sino más bien a los dioses, si tales bribones existían, pues se dice de ellos que oyen hasta las palabras que pronunciamos en voz más queda, incluso nuestros susurros.

Al cabo de un rato decidió dejar de lado el problema de Garra de Gato y arriesgarse una vez más a una inspección visual de su entorno, puesto que el persistente resplandor rojizo a través de los párpados le indicaba que había llevado consigo su propia y peculiar iluminación hasta aquel lugar más profundo. No lo había hecho antes por dos razones. En primer lugar, le había parecido más juicioso hacer sólo una cosa a la vez, aparte de respirar; intentar algo más invitaría al cansancio y a una confusión que muy bien podría conducirle al pánico y la pérdida de control que había logrado mantener con dificultad. En segundo lugar, eran tan escasas las actividades que podría llevar a cabo en sus constreñidas circunstancias, que haría bien en atesorarlas y distribuirlas como un avaro, a fin de no ser víctima de un hastío que muy bien podría resultar literalmente enloquecedor, un tedio suicida.

Tomando las mismas precauciones que antes, abrió los ojos sin ningún incidente y, una vez más, se encontró ante una borrosa y granulosa pared, pero esta vez entreverada de blanco y azul apagado, como si en el suelo de su entorno hubiera una mezcla de creta y pizarra. Y de nuevo descubrió que cuanto más la miraba, acompañado tan sólo por sus silenciosas y rítmicas exhalaciones e inhalaciones, tanto más profundamente podía ver a través de ella, como si tuviera algún poder de visión oculta.

Aunque ahora no había objetos definidos, como la lombriz y los guijarros, veía destellos fugitivos y minúsculos movimientos, como lo que ven los ojos cuando no hay luz, y le resultaba difícil determinar si se producían dentro de sus ojos o fuera, en el frío subsuelo.

Finalmente, a una distancia que le pareció de ocho o diez pies de donde él estaba, las franjas blancas y azuladas empezaron a organizarse hasta formar una esbelta figura femenina, vertical como él estaba y mirándole, pálida como la muerte, con los ojos y los labios serenamente cerrados, como si estuviera dormida. Una extraña cualidad en la blancura azulada le pareció familiar, cosa que le atemorizó, aunque no sabría decir dónde y cuándo la había visto antes.

Su visión íntima pero, de algún modo, un tanto mística de aquella figura inmóvil no parecía tan oscurecida por las tres varas de tierra sólida que la separaban de él como suavizada por ellas, como si la estuviera viendo a través de varios velos tan finos como imaginarse pueda, como los que podría haber en el saloncito íntimo de
una.
princesa etérea más que en el encierro cruel de aquel cementerio.

Al principio pensó que estaba imaginando la visión y se dijo que la vista humana tiende a ver formas definidas de cosas en el humo, extensiones de vegetación, tapices antiguos, guisados a fuego lento y cosas similares, y que tiende especialmente a interpretar las formas pálidas y confusas como cuerpos humanos. Pero cuanto más la miraba, más nítida era la imagen. Si apartaba la vista y volvía a mirarla, no desaparecía, como tampoco daba resultado el intento consciente de hacer que pareciera otra cosa.

Entretanto la figura permanecía en la misma actitud con el rostro sereno, sin sufrir el menor cambio, como probablemente sucedería si fuese una creación imaginaria, por lo que al fin el Ratonero llegó a la conclusión de que debía de tratarse de una estatua enterrada por algún extraño azar en aquel mismo lugar, aunque su estilo no le parecía en absoluto propio de Escarcha. Y, además, su destellante blancura seguía pareciéndole desagradablemente familiar. Se devanaba los sesos pensando en dónde y cuándo la había visto.

Se produjo entonces una agitación de aquellas pequeñas formas relucientes y en movimiento cuya localización le resultaba tan difícil determinar. Se resolvieron en una serie de líneas con bonitas cuentas conectadas a puntos de la inmóvil forma femenina desnuda, sus ojos, orejas, nariz, boca y partes íntimas. Mientras el Ratonero las examinaba, se hicieron más nítidas y vio que las cuentas individuales avanzaban en hilera hacia la figura en aproximadamente la mitad de las líneas y se alejaban de ella en las restantes. La palabra «gusanos» apareció en su mente y se quedó allí a pesar de sus esfuerzos para rechazarla. Las líneas de finas cuentas móviles se hicieron más reales, por mucho que él intentara convencerse de que sólo eran figuraciones extraviadas en su imaginación.

Pero entonces se le ocurrió que si realmente estuviera contemplando a unos gusanos que devoraban carne muerta y enterrada, inevitablemente se producirían disminuciones y otros cambios a peor en la última, mientras que la esbelta y azulada figura femenina ahora parecía más atractiva incluso que cuando la vio por primera vez, sobre todo los pequeños senos, erguidos y sensuales, que evidenciaban una perfecta ejecución artística y cuyos grandes pezones azul celeste imploraban besos. Si la situación fuese otra, seguramente el Ratonero sentiría deseo a pesar del entorno tan poco romántico e intensamente constrictivo. Imaginó fríamente que cogía las exquisitas tetas y las acariciaba con suavidad atormentadora hasta lograr su máxima erección, lamiéndolas ávidamente... ¡dioses! ¿Nacía podía interrumpir su constante conciencia del terrible
molde
en forma de Ratonero en el que estaba encajado? («Mas para no alejarte demasiado, bobalicón adorador del ingenio —se dijo—, ¡no te olvides de respirar!»). Las antiguas leyendas decían que la Muerte tenía una delgada hermana llamada Dolor, apasionadamente entregada a la detestable tortura que con frecuencia era el preludio de la Muerte.

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