En aquel momento llegó Pshawri, seguido por Skullick para informarle sobre el trabajo de la jornada y otras cuestiones, y poco después Rill se marchó. Algunos hombres de Fafhrd habían encontrado trabajo en el nuevo edificio que estaban levantando en el solar donde estuvo El Arenque Salado, un par de ellos habían trabajado en el
Pecio,
mientras los restantes se habían dedicado a la pesca del bacalao junto con los hombres del Ratonero que no estaban en el
Halcón Marino.
Pshawri le dio su informe de una manera desenvuelta pero detallada y concienzuda que hizo pensar a Fafhrd en el Ratonero (el hombre había adoptado algunas de las maneras de su capitán). Fafhrd se sintió a la vez irritado y divertido. Por otro lado, todos los ladrones del Ratonero, delgados, membrudos y por lo menos tan bajos como él, recordaban a Fafhrd a su camarada. Una jauría de Ratoneros... ¡era ridículo!
Interrumpió el informe de Pshawri, diciéndole:
—Es suficiente, lo has hecho bien. Y también tú, Skullick. Pero procurad que vuestros compañeros se mantengan alejados del Naufragio y la Ruina. Toma, guárdame esto —dio al joven guerrero su arco y la aljaba—. Hoy cenaré fuera. Ahora dejadme.
Así pues, siguió andando a solas hacia el Naufragio y los muelles bajo el brillante crepúsculo, llamado allí la hora violeta. Al cabo de un rato se dio cuenta con cierta sorpresa y un punto de desprecio hacia sí mismo de sus motivos para apresurarse, haber evitado el lecho de Afreyt y rechazado la amigable invitación de Rill... Deseaba pasar otra velada contemplando a la esbelta mujer vestida de gris claro y plata, entregarse a ensoñaciones acerca de aquella parroquiana del Naufragio y la Ruina, la mujer de mirada tan distante y serena y de facciones atractivas. Señor, que necios románticos eran los hombres, que prescinden de lo conocido y bueno para esforzarse en pos de lo misterioso simplemente desconocido. ¿Acaso eran los sueños mejores que la realidad? ¿Tenía la fantasía siempre más estilo? Pero incluso mientras filosofaba fugazmente sobre los sueños, se internaba más profundamente en aquel sueño teñido de violeta.
Voces familiares y vehementes le desviaron parcialmente de su propósito. En el callejón lateral que estaba cruzando vio a Cif y Groniger hablando excitadamente. Quiso pasar de largo sin ser visto y volver por entero a su ensoñación, pero no pasó desapercibido a la pareja.
—¿Te has enterado de las malas noticias, capitán Fafhrd? —le preguntó el directivo portuario de grises cabellos mientras el interpelado se acercaba a grandes zancadas—. ¡La tesorería ha sido saqueada, se han llevado un botín de objetos de oro y Zwaaken, que los custodiaba, ha sido golpeado hasta la muerte!
La mujer menuda y vestida de color bermejo con destellos dorados en el cabello castaño oscuro corrió hacia él y le amplió la noticia:
—Ha sucedido hace poco, cuando se ponía el sol. Estábamos cerca de la sala del consejo, preparados para compartir la guardia nocturna (¿te has enterado de la aparición de anoche?) cuando oímos un grito procedente de la cámara subterránea y vimos un destello azulado que salía de las grietas alrededor de la puerta. Zwaaken tenía el rostro paralizado en una mueca, sus ropas humeaban... y todos los iconos habían desaparecido.
Era extraño, pero Fafhrd apenas atendió a lo que Cif le decía.
Estaba pensando en que incluso ella empezaba a recordarle al Ratonero y a comportarse como el Gris. Dicen que las personas enamoradas llegan a parecerse a sus amados. ¿Sería posible que sucediera eso tan pronto?
—Sí, no es sólo el Cubo Dorado del Juego Limpio lo que nos falta —intervino Groniger—. Todo, todo ha desaparecido.
Su mención de aquella pérdida volvió a molestar un poco a Fafhrd. De hecho, observó extrañado, estaba más irritado que interesado o preocupado por la noticia, aunque, desde luego, le habría gustado ayudar a Cif, que era la niña de los ojos del Ratonero.
—He oído hablar de tu fantasma —le dijo a Cif—. Todo lo demás es nuevo para mí. ¿Puedo ayudarte ahora de alguna manera determinada?
Los dos le miraron de un modo bastante extraño, y Fafhrd se dio cuenta de que su observación había sido un tanto fría, y así, aunque deseaba vivamente reanudar su camino, añadió:
—Podéis llamar a mis hombres en vuestra ayuda si los necesitáis para buscar a los ladrones. Están en su dormitorio.
—El alquiler del cual me adeudas —dijo Groniger automáticamente.
Fafhrd, condescendiente, hizo caso omiso de tales palabras.
—Bien, os deseo buena suerte en vuestras pesquisas —les dijo—. El oro es un material valioso.
Y, tras una ligera reverencia, se dio la vuelta y reanudó su camino. Cuando había recorrido cierta distancia, volvió a oír sus voces, pero ya no pudo distinguir lo que decían, lo cual significaba que por fortuna sus palabras no iban dirigidas a él.
Llegó al puerto cuando el cielo todavía brillaba con la luz violeta y, con una sensación placentera, se dio cuenta de que ésa era la única razón de su apresuramiento e impaciencia con cuanto se cruzaba en su camino. Las pocas personas que allí había se movían o permanecían quietas sin hacer el menor caso del recién llegado. El aire estaba inmóvil. Fafhrd se dirigió al extremo del muelle y escudriñó en dirección sur y sudeste hacia donde el cielo violeta se fundía con el encalmado mar gris en la larga línea del horizonte, sin una nube ni un solo jirón de neblina entre ambos.
Ni una señal de vela ni un indicio de casco, absolutamente nada. El Ratonero y el
Halcón Marino
seguían en algún lugar del mundo marino más allá del horizonte.
Pero aún había tiempo para que apareciera una señal o un indicio antes de que la luz se desvaneciera. Su mirada soñadora se fijó en cosas más próximas. Al este se alzaban los lisos acantilados salinos, grises en el crepúsculo. Entre ellos y el promontorio bajo el oeste, el puerto estaba vacío. En aquella dirección, a la derecha, no lejos del muelle, estaba anclado el
Pecio,
mientras que a la derecha, más cerca, había un liviano embarcadero de madera que retiraban cuando llegaban las tormentas invernales y al que estaban amarrados algunos barcos de pesca y otras embarcaciones menores. Entre ellas se encontraba el pequeño esquife a vela del
Pecio,
con el que Fafhrd tenía la costumbre de navegar solo (más entrenamiento para utilizar un gancho como sustituto de la mano izquierda) y también una embarcación estrecha, sin mástil, de quilla plana, poco más que una tabla en forma de barca, que era nueva para él.
El cielo perdía ya su luz violeta y Fafhrd exploró una vez más el horizonte del sur y el sudeste y la larga extensión de agua intermedia, un mágico vacío que le atraía poderosamente. Seguía sin haber la menor señal de una embarcación. Dio media vuelta, pesaroso, y allí, caminando por el muelle como si se dirigiera a su extremo y a unos veinte pies de distancia, donde el embarcadero se adentraba en el puerto, vio a la silenciosa dama de rostro tranquilo en la que había reparado en la taberna del Naufragio. A juzgar por la indiferencia de los pocos portuarios, podría tratarse de una aparición. Casi rozó a un marino al pasar por su lado y el hombre ni se inmutó. A sus espaldas, débiles voces procedentes de la ciudad la llamaban (¿qué les preocupaba? ¿La búsqueda de algo? Fafhrd lo había olvidado) y las sombras descendían desde el norte, llevándose las últimas tonalidades violeta de los cielos. La silenciosa mujer llevaba una bolsa suspendida de la cadera que tintineó una vez débilmente mientras se ceñía con pálidas manos una túnica de color blanco mate con destellos plateados que también le ensombrecía el rostro. Y entonces, cuando llegó a la altura de Fafhrd, volvió la cabeza y le miró directamente con sus ojos verdes ribeteados de negro, se llevó la mano al pecho y extrajo una corta flecha de oro que le mostró antes de guardarla en su bolsa, la cual tintineó de nuevo, y sonriéndole durante tres latidos de corazón con una sonrisa que era a la vez familiar y extraña, altiva y atrayente, volvió la cabeza y avanzó por el embarcadero.
Y Fafhrd la siguió, sin saber a ciencia cierta, y sin que realmente le importara, si la mirada o la sonrisa de la mujer le habían hechizado. Sólo sabía que aquélla era la dirección en la que deseaba ir, lejos del tráfago, los enredos, las responsabilidades y los hastíos de Puerto Salado, hacia el vasto sur y el Ratonero y Lankhmar... la dirección de aquella dama y de cualesquiera misterios representara. Otra parte de su mente, una parte vinculada sobre todo con sus pies y manos (aunque una de ellas no era más que un gancho), también quería seguirla por haber visto la flecha de oro, si bien él ya no podía recordar por qué aquel objeto era importante.
Cuando él enfilaba el embarcadero de madera, la mujer llegó a su extremo y subió a la embarcación estrecha y plana en la que Fafhrd se había fijado antes. Entonces, sin soltar amarras ni realizar ninguna otra acción preparatoria, la extraña dama extendió los brazos, de cara a la proa y la grisácea luz crepuscular, de espaldas a él, de manera que su túnica se abrió a cada lado y se hinchó hacia adelante, como a impulso de un viento invisible, y la ligera embarcación se dirigió a la bocana del puerto a través de las quietas aguas.
En aquel momento Fafhrd notó en la mejilla derecha la caricia de una brisa que soplaba del oeste, abordó el esquife a vela, quitó la amarra, bajó la orza de deriva, desplegó la pequeña vela y la sujetó firmemente. Entonces, aferrando la vela con la mano derecha y controlando el timón con el gancho, zarpó sin ruido en pos de la mujer. Se preguntó, aunque vagamente, por qué nadie les llamaba ni siquiera parecía mirarles, su barco navegando como por magia y el de ella de un modo tan extraño y con una vela tan rara.
No supo ni le importó cuánto tiempo navegaron de esa manera, pero el cielo gris cedió el paso a la negrura de la noche, salieron las estrellas y se levantó la luna gibosa, disminuyendo un poco la brillantez de los astros, estuvo durante un rato ante los dos navegantes y luego detrás de ellos (parecía como si hubieran trazado un amplio círculo para encaminarse luego hacia el norte), de modo que el cadavérico blanco de la luz lunar ya no incidía en los ojos de Fafhrd sino que se reflejaba tenuemente desde la vela del esquife redondeada por el viento y resaltaba las ropas blancas y plateadas de la mujer del Naufragio, siempre hinchadas hacia adelante a cada lado de ella. Muy constante era el viento silencioso que tal cosa hacía, y bajo su impulso la embarcación de Fafhrd se aproximó a la otra, hasta que al fin casi parecieron tocarse. Deseó que ella volviera la cabeza para poder verla mejor, pero al mismo tiempo deseaba seguir navegando para siempre de aquella manera encantada.
Le pareció entonces que el mismo mar se había ladeado imperceptiblemente hacia arriba, de modo que sus embarcaciones insonoramente trabadas ascendían juntas hacia las estrellas de luz disminuida por la luna. En aquel preciso instante la mujer se volvió y movió lentamente hacia él, y Fafhrd, de manera parecida, se levantó y avanzó sin esfuerzo hacia ella, sin que esos movimientos surtieran el menor efecto en el deslizamiento como en un sueño de sus dos barcos, mientras seguían ascendiendo hacia adelante. Y ella volvió a dirigirle aquella extraña sonrisa y le miró con amor, y más allá de su cabeza encapuchada grandes grímpolas ondulantes de suave luminiscencia roja, verde y azul claro ascendían hacia el cénit (él supo que eran las luces septentrionales) como si la mujer estuviera en el altar de una gran catedral con todos sus vitrales de colores vertiendo una gloriosa luz sobre ella. Fafhrd miró rápidamente a los lados y, sin gran sorpresa ni temor, vio que las dos embarcaciones ascendían, en efecto, hacia las estrellas sobre una enorme lengua de compacta agua oscura que se
alzaba
formando un precipicio a cada lado, como un vasto muro, desde la superficie del mar iluminada por la luna muy abajo. Pero él no había pensado más que en el rostro sonriente y orgulloso, en la mirada atrevida y brillante, entronizada por la aurora, que resumían para él toda la atracción del misterio y la aventura.
Entonces la mujer metió la mano en la bolsa colgada de su cintura, sacó la flecha de oro y se la ofreció, sujetándola por cada extremo con sus exquisitas manos de finos dedos, y la luz de la luna reveló a Fafhrd sus pequeños dientes perlinos mientras sonreía.
Observó entonces el aventurero que su gancho, que parecía poseer una voluntad propia, se había movido para rodear la corta varilla de la flecha entre las manos femeninas y tiraba de ella, mientras la mano derecha, que también parecía actuar con la misma independencia de su mente embrujada, se había adelantado, asido la abultada bolsa por su cuello para arrancarla de la cintura de la dama.
Tras estas acciones del hombre, la amorosa mirada destelló con intenso deseo, la sonrisa se ensanchó y adquirió un rictus salvaje, mientras ella tiraba con fuerza de la flecha, de modo que ésta se dobló por el centro, y el componente azul de la aurora que destellaba detrás de ella pareció introducirse en su cuerpo, arder en su mirada y brillar a lo largo de sus brazos y manos, y la flecha dorada brilló todavía con más intensidad, con un aura azul a su alrededor. Del mismo modo brillaba el gancho de Fafhrd, y se produjo una deslumbrante lluvia de chispas azules en el punto en que el gancho y la varilla de la flecha habían entrado en contacto. Fafhrd se alegró entonces de la presencia de la muñeca de madera entre el muñón y el gancho, pues el cabello se le erizó y notó un extraño e intenso cosquilleo en toda su piel.
Sin embargo, a pesar de aquel fenómeno, su gancho seguía tirando ciegamente de la flecha, y por fin se hizo con ella, muy doblada pero ya sin el resplandor azul. La separó del gancho con el índice y el pulgar de su mano derecha, que seguía aferrando la bolsa. Y entonces, mientras retrocedía en su esquife, vio que el hermoso rostro de la mujer se alargaba y formaba un hocico, sus ojos verdes sobresalían y se separaban, cada uno dirigiéndose a un lado de la cara, su pálida piel se convertía en escamas plateadas y su bonita boca se ensanchaba y abría para mostrar una hilera tras otra de dientes triangulares y afilados como cuchillas.
Se abalanzó contra él, Fafhrd extendió el brazo izquierdo para mantenerla a distancia, las mandíbulas del extraño ser marino entrechocaron con un mido horrísono y los terribles dientes se cerraron sobre el gancho con un chirriante forcejeo.