La Hermandad de las Espadas (35 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
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En aquel momento el Ratonero notó que una especie de ciempiés se deslizaba por su muslo izquierdo, insinuándose de algún modo entre su carne y la tierra granulosa en la que estaba encajado, y entonces
avanzaba
por su pene rígido, empotrado de igual modo, y rodeaba su glande tumescente como un anillo. Y alrededor cíe su cabeza, desde el otro lado, moviéndose a través de la tierra sin esfuerzo, apareció un rostro como un hermoso cráneo cubierto por una piel cretácea moteada de azul, con ojos que eran ascuas rojas, y se apretó contra su propio rostro desde la frente hasta el mentón, de modo que notó a través de los labios azules confundidos con los suyos las dos hileras individuales de dientes. Se dio cuenta de que el ciempiés eran las puntas huesudas de sus dedos esqueléticos (la otra mano le presionaba el cuello, en la base del cráneo) y aquellos dedos se movían ahora ligeramente por su miembro rígido, induciéndole a ver una gota, pero sólo una gota, de su
carga,
provocándole una angustiosa punzada de dolor que le dejó débil y jadeante. Pero apenas se había desvanecido ese dolor cuando los finos dedos huesudos se movieron y le sobrevino una punzada igual a la primera y, tras unas pausas martirizantes, una tercera y una cuarta.

¡La estanguria! Cierta vez el Ratonero oyó decir que ése era el peor dolor que un hombre podía sufrir, cuando hay que vaciar la orina gota a gota... Aquello era lo mismo, salvo que en vez de orina estaba vertiendo su esperma.

Y la lenta eyaculación continuó.

Su mente oscilante la confundía con las salpicaduras del reloj de agua. Pero Tresita sólo había sufrido ocho o nueve azotes como máximo. ¿Cuántas salpicaduras serían necesarias para que descargara su pesada carga? ¿Y para devolver la flaccidez a su miembro? ¿Cuántos miles de gotas?

El gabinete con colgaduras violetas, Hisvet y sus doncellas habían desaparecido. Todo lo que quedaba de la visión era el volumen bermejo iluminado por las ascuas rojizas que eran los ojos del dolor y su máscara fosforescente, el infierno en un lugar muy pequeño.

En una voz áspera, chirriante, infinitamente seca, sardónica y a la vez tierna, la hermana de la muerte susurró gangosamente:

—Mi adorado, mi amor más querido.

Mientras su tormento continuaba, su conciencia vacilante, sus jadeos y su temblorosa debilidad general le advirtieron de que el fin estaba próximo. A pesar de las continuas sacudidas dolorosas, se concentró en regular su respiración, haciéndola somera, y expulsar con la lengua las partículas inhaladas con sus jadeos. Con el rugido en sus oídos, se convirtió en un oleaje de pedruscos que debía mantener a raya.

20

Cif se animó al ver el ordenado ajetreo en el lugar de la excavación, la descarga de las carretas, algunos hombres que devoraban pan y sopa al lado del fuego, mientras que en la boca del pozo el cono ancho y achaparrado de tierra extraída se había hecho perceptiblemente más alto y el sonido de una sierra indicaba el apuntalamiento y techado del túnel que estaban abriendo. Fren, el hombre de Fafhrd que estaba de servicio en la cabria, le dijo que Skor, la muchacha llamada Klute y Mikkidu estaban abajo, los dos primeros trabajando en la pared frontal del túnel y el último transportando la tierra desde allí al pozo. Cif comentó que a intervalos irregulares se notaba un ligero hedor.

—Sí, he olisqueado algo una o dos veces —convino Fren, haciendo una mueca—. ¿Como huevos podridos?

Aceptó el ofrecimiento del hombre y bajó al fondo del pozo en el cubo, de pie. Sus pequeños pies calzados con botas cabían y aún sobraba espacio.

En el pozo del desagradable olor era más intenso. Se tapó la nariz con una mano y miró a Rill y Skullick. Ellos imitaron su gesto, asintiendo. Cuando estaba cerca del fondo, Mikkidu salió de la baja entrada del túnel arrastrando un cubo lleno, y ella se hizo a un lado, preparándose para quitar del gancho el cubo vacío y colocar el lleno.

Pero Mikkidu, que había salido del túnel de espaldas, al darse la vuelta tropezó con el cubo y se precipitó en los brazos de Cif. Ésta, apoyando con firmeza los tacones en el suelo, logró sujetar al menudo lugarteniente del Ratonero, al que dijo en tono desabrido:

—¿Qué te pasa, Mik? ¿Es que estás borracho?

Cuando él le respondió aturdido: «No, señora», con la mirada errática, Cif le apoyó contra la pared, dejándole allí para que recobrara el sentido y el equilibrio, y corrió al túnel.

Allí el hedor era intenso y retuvo el aliento. Tras unos pocos pasos llegó al extremo, donde la luz de una lámpara de leviatán que producía una mortecina luz azulada le mostró a Skor de rodillas, de bruces contra la áspera superficie que había estado raspando y los hombros caídos, mientras que a su lado Klute yacía boca abajo sobre el suelo de roca. Era evidente que se había desvanecido cuando intentaba alejarse arrastrándose.

Cif la cogió por las axilas y, a medias a rastras y a medias en brazos, la sacó del túnel. Mikkidu se estaba frotando la frente. «¡Skullick!», gritó ella, pero el hombre ya descendía por la escala de estaquillas. Klute se contorsionaba un poco y gemía débilmente con los ojos cerrados. Cif la cogió en brazos, subió al cubo vacío e hizo una señal a Fren para que la izara. Las poleas crujieron. Al pasar, le dijo a Skullick:

—Skor se ha desmayado junto a la pared del túnel. Hay emanaciones y el aire está enrarecido. Sacadle cíe ahí en seguida.

Al salir del pozo entregó la niña a Rill y Fren y salió del cubo.

—No encuentro mi paleta —murmuraba la niña.

—Despierta, Klute —le dijo Rill—. Intenta respirar a fondo —y, dirigiéndose a Cif, observó—: Había un hedor como ése en la cueva cerca de Fuego Oscuro.

Cif asintió y se volvió para observar cómo Skullick arrastraba a Skor fuera del túnel.

—Saldrá de esto, señora —le dijo—. No ha perdido el pulso.

Mikkidu parecía haberse recuperado, pues ayudó a Skullick a pasar una cuerda alrededor del pecho del hombre inconsciente, a fin de poder izarle pozo arriba, y luego subió por la escala ayudando a elevar la
carga.

Cuando el lugarteniente de Fafhrd quedó estirado junto a la : boca del pozo, Cif le tomó el pulso bajo la mandíbula, no le gustó su ritmo e instruyó a Mikkidu para que le levantara los hombros y la cabeza (por el escaso cabello pelirrojo) mientras ella se ponía a horcajadas sobre su regazo, le rodeaba fuertemente con ambos brazos y le insuflaba aire con sus propios labios, alternando esta operación con breves intensificaciones de su
abrazo.

Cuando el pulso de Skor pareció más fuerte, ordenó que le llevaran a la tienda y delegó a Rill para que le vigilara y siguiera cuidándole si era necesario. Entonces se enfrentó bruscamente con Mikkidu.

—Tú entrabas y salías del túnel, de modo que has de haber notado las emanaciones.

—Así es, señora, y advertí a Skor, pero él no les dio importancia, pues estaba muy concentrado en acelerar la excavación.

—Bien, en eso tenía razón, aunque ha sido imprudente —replicó ella—. La excavación del túnel debe proseguir si queremos tener oportunidad de salvar al Ratonero. Es preciso enviar ahí un buen suministro de aire fresco. Y hacerlo con rapidez.

—Sí, señora —convino dubitativo Mikkidu—, pero ¿cómo?

—He tenido ocasión de pensar a fondo en ese asunto —respondió ella—. Mik, ¿el otoño pasado acompañaste a los capitanes en su gran cacería de serpientes de nieve por las Tierras de la Muerte que se encuentran a medio camino entre los volcanes Fuego oscuro y Resplandor del Infierno?

—¿Quién de nosotros no estuvo allí, señora? Sí, y muy
atareados
durante dos semanas, desollando y curtiendo las pieles.

—Si mal no recuerdo —siguió diciendo ella— había en total unas cuarenta pieles perfectas.

—Cuarenta y siete para ser precisos, señora. Todas tendidas en el cuartel con alcanfor y clavo en espera de la siguiente travesía comercial de uno de nuestros capitanes. En Lankhmar valdrán una fortuna.

—Ya me lo parecía —asintió ella—. La carreta está todavía aquí. Creo que voy a enviarte en busca de esas mismas pieles. Todas ellas.

Él la miró perplejo.

—¿No te das cuenta de que cada una de esas pieles constituye un tubo de cuero de la anchura de un brazo y nueve o diez codos de largo, es decir, tres o cuatro varas?

—Sí, señora —dijo él, con el ceño todavía fruncido—, pero...

—Vamos, te acompañaré —concluyó ella con una alegre sonrisa, levantándose del lugar que había ocupado junto al fuego—. Necesitarás a alguien que se ocupe de las pieles mientras tú te encargas de desmontar los grandes fuelles de la herrería para traerlos aquí.

El rostro de Mikkidu se iluminó.

—Creo, señora, que tengo un atisbo de tu intención.

—¡Y yo también! —exclamó en tono admirativo Skullick, que había estado escuchando.

—¡Estupendo! —dijo Cif al último—. Entonces puedes sustituirme aquí con máxima autoridad mientras yo estoy ausente.

Y quitándose el anillo de Fafhrd que llevaba en el pulgar se lo dio a Skullick.

21

Pshawri rompió una placa de hielo a fin de liberar las aguas del Último Manantial y beber fácilmente.

Una vez saciada su sed, retrocedió y dio las gracias con una pequeña y solemne jiga como nadie le había visto nunca bailar. Era un joven reservado.

Concluyó su jiga con una lenta rotación a contramano, explorando su entorno quieto, frío y de un blanco nebuloso de derecha a izquierda. La humareda de Fuego Oscuro era un borrón en el lechoso cielo septentrional. Detuvo su mirada escrutadora en el sudoeste y el sur, como si esperase la llegada de perseguidores por allí y desde la altura que contempló, ya fuesen perseguidores volantes o muy grandes y altos.

Se encontraba en el límite entre el Páramo y las yermas Tierras de la Lava, aunque el polvo de nieve ocultaba la negaira de las últimas y borraba la distinción.

Desabrochó un botón de la bolsa que le pendía ante el vientre y extrajo con cuidado, consciente del precioso contenido de ésta, la botella que le había dado Afreyt. Se bebió la mitad del vino dulce fortificado que quedaba, brindando por la columna de humo. Entonces sumergió la botella en el manantial hasta que estuvo casi llena, la tapó y la devolvió a la bolsa. Tras abrocharla de nuevo, la palpó con un gesto que recordaba curiosamente el de una mujer embarazada que intenta notar movimiento dentro de su vientre.

Esbozó una segunda jiga que incluía un desfilado pateado hacia el sud—sudoeste, y entonces dio media vuelta y reanudó su camino hacia el norte.

22

Anochecía cuando la joven Dedos se despertó descansada en la cama de la casa de Cif que había ocupado dos noches antes. Se deslizó de entre las sábanas sin despertar a Brisa, se puso una de las dos batas de rizo tendidas al pie, se ató el cinturón y encaminó sus pasos hacia la gran cocina, donde Afreyt, vestida de una manera similar, permanecía al lado de la estrecha puerta de madera gris (obtenida de un naufragio) con una hilera de ganchos y dos pequeñas ventanas de cuerno en la pared. Los ganchos estaban vacíos excepto dos de ellos, de los que colgaban una bata más grande que la de ella y un cinturón con tachones de hierro, con una daga envainada y un hacha pequeña. Debajo del cinto, en el suelo, había un par de botas.

—Voy a tomar un baño de vapor —dijo la alta dama—. ¿Quieres acompañarme?

—Con mucho gusto, señora —replicó la muchacha—. Me llenas de amabilidades a las que nunca podré responder.

—Es mi privilegio —replicó Afreyt—. A cambio podrías hablarme de Ilthmar y Tovilyis, donde nunca he estado. —Sus ojos violeta destellaron—. Y, además, puedes restregarme la espalda.

Colgó la bata, y Dedos la imitó, de un gancho libre, y precedió a la muchacha en una estrecha cámara que contenía cuatro anchas gradas de madera de acarreo, débilmente iluminada a través de cuatro ventanucos, y cerró la puerta tras ellas. Al lado de las gradas había un cazo de mango largo y dos cubos, el más alejado lleno de agua y el próximo de piedras redondas que tenían un resplandor rojo oscuro hacia el centro y que calentaron las pantorrillas y rodillas de Dedos cuando pasó por su lado. Afreyt vertió dos cazos y medio de agua en el cubo de piedras calientes. Se produjo un intenso siseo y les envolvieron nubes de vapor. Afreyt tomó asiento en la tercera grada, Dedos la secundó, y la mujer, al notar o adivinar la expresión de sorpresa y ligera alarma por el incremento de calor húmedo, observó:

—Encoge un poco el corazón, ¿no es cierto? Pero no temas inhalar a fondo. Si te sientes incómoda, baja a la otra grada.

—Me siento en verdad incómoda, señora —convino Dedos, pero no se movió de su sitio

—Ahora habíame de la hedionda y sucia Ilthmar y de su asqueroso dios rata —le sugirió Afreyt—. ¿Con qué figura se le muestra o representa?

—Con la de un hombre, señora, con cabeza de rata y larga cola. En ocasiones rituales, sus sacerdotes humanos llevan una máscara de rata, un látigo largo y serpenteante que parece una gigantesca cola de rata y van desnudos o vestidos según la naturaleza del rito.

—¿Cómo se racionaliza la relación entre la humanidad y la especie de las ratas? —inquirió Afreyt.

—En los tiempos antiguos, cuando las ratas tenían sus ciudades por encima del suelo, guerrearon con una raza de gigantes y la esclavizaron. Éramos nosotros, señora, la humanidad. Luego, en el curso de numerosas revueltas y represiones, las ratas transfirieron sus ciudades al subsuelo, para tener intimidad y conseguir paz y sosiego con los que perfeccionar su cultura, pero manteniendo un secreto dominio sobre sus servidores esclavos. —La muchacha hablaba en un tono reflexivo. Su mano izquierda jugueteaba con una ondulada y blanca concha marina empotrada en la tabla gris sobre la que goteaba su sudor. Junto a ella había un orificio de gusano berbiquí en el que introdujo el dedo meñique y lo movió adelante y atrás. Encajaba a la perfección.

Siguió diciendo—: Existe una oscura magia que sólo conocen los doblemente iniciados (cosa que mi madre y yo no éramos) gracias a la cual las ratas y sus aliados pueden cambiar de tamaño, adquirir unas el tamaño de los otros y viceversa. Los profetas de las ratas y sus principales aliados entre la humanidad figuran entre sus santos, de los que los canonizados más recientes son san Hisvin de Lankhmar y su hija santa Hisvet, pues Lankhmar Inferior es la principal ciudad de las ratas, aunque, al contrario de lo que sucede en Ilthmar, el culto del dios rata está prohibido en Lankhmar Superior.

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