Al pasar ante el dormitorio donde estaban Cif y Afreyt, oyó el ruido producido por alguien al levantarse y bajó la escalera de puntillas, al lado de la pared, para evitar que crujieran los escalones.
Al llegar a la cálida y penumbrosa cocina, notó el olor del gahvey que se calentaba y oyó ruido de pisadas por encima y detrás de ella. Sin apresurarse, se dirigió al baño y se ocultó tras la áspera bata de Fafhrd, confiando en que así podría observar sin ser vista.
Cif bajaba la escalera, vestida para la jornada de trabajo. La mujer menuda abrió la puerta principal y los sonidos del deshielo, junto con los rayos blancos de la baja luna poniente, entraron en la casa. Se llevó un delgado silbato a los labios y sopló, sin resultados audibles, pero Dedos consideró que había enviado una señal.
Entonces Cif se acercó al fuego, se sirvió una taza de gahvey y fue con ella a la puerta, donde esperó tomando sorbos. Por un momento pareció mirar directamente a Dedos, pero si vio a la niña, no hizo señal alguna de que así fuera.
Con un cascabeleo pero ningún otro sonido, una carreta tirada por un par de perros se detuvo más allá de ella... sin conductor, por lo que Dedos podía ver.
Cif se dirigió al vehículo, subió a bordo, sacó el látigo de su encaje vertical y, muy erguida, lo hizo restallar una vez en el aire.
Dedos salió de su escondrijo tras la vara de Fafhrd y corrió a la puerta, a tiempo de ver que Cif y su pequeño vehículo se alejaban hacia el oeste, bajo el disco descendiente de la Luna de los Sátiros, en dirección al lugar donde habían buscado al capitán Ratonero. Durante largo rato Dedos gozó de la sensación que le producía formar parte de aquella familia de brujas silenciosamente ocupadas.
Pero entonces el goteo del deshielo le recordó su propia misión. Descolgó la bata de Fafhrd, la dobló sobre su brazo izquierdo y, dejando abierta tras ella la puerta de la casa, como Cif había hecho, rodeó el edificio y se encaminó al mar a través del campo abierto, pisando la hierba vaporosa y sintiendo la caricia del suave viento del sur que ponía su sello al gran cambio de tiempo.
Ahora la luna estaba directamente a sus espaldas. Caminó por la larga sombra de ella misma que arrojaba el astro y que se extendía hasta el bajo disco lunar. Por encima se distinguían las estrellas más brillantes, aunque su señora, la luna, empalidecía su luz. Hacia el sudeste se alzaba un banco de nubes para cubrirlas.
Mientras Dedos observaba, una sola nube
alargada
se separó del banco de niebla y
avanzó
hacia ella. Descendió del cielo nocturno, moviéndose algo más rápidamente que la brisa que se llevaba a sus compañeras y que acarició ligeramente a la muchacha. Los últimos rayos lunares brillaban en su proa redondeada como el cuello de un cisne y los costados rectos y bruñidos... pues realmente parecía más una delicada nave aérea de lo que parecería cualquier nube de vapor acuoso. Un escalofrío de extrañeza y temor recorrió el cuerpo rosado de Dedos bajo su túnica ceñida con un cinturón, se encorvó un poco y avanzó con más cautela.
Ahora pasaba cerca del disco lunar, en dirección al sur. Allí donde su gnomon curvilíneo no lo ocultaba, el pálido disco aparecía lleno de runas isleñas y figuras semifamiliares.
Más allá del disco, apenas a un tiro de lanza de distancia, la misteriosa nave en forma de luna descendió en dirección contraria a la de la muchacha, hasta que se detuvo.
Al mismo tiempo, casi como si formara parte del mismo movimiento, Dedos extendió la bata de Fafhrd sobre la hierba húmeda delante de ella y se tendió encima, de modo que el bajo borde del disco lunar bastara para ocultarla. Permaneció quieta, observando atentamente el casco de la extraña nube.
La última astilla brillante de la Luna de los Sátiros se desvaneció detrás de los picos centrales de la isla. En el otro extremo del cielo aumentaba el resplandor del alba.
Desde una dirección a medio camino de la nube, se oyó la música lastimera de una flauta y un tamboril que tocaban una marcha fúnebre.
Simultánea y silenciosamente, del centro de la nube emergió una liviana pasarela que parecía lo bastante ancha para que descendieran por ella dos personas una al lado de la otra y que tocó el suelo a un tercio de la distancia entre la nube y Dedos.
Mientras la luz del alba aumentaba, lo mismo que el volumen de la música, por aquella pasarela bajó lenta y solemnemente una pequeña procesión encabezada por dos muchachas esbeltas con ceñidas prendas negras, como pajes, portadoras de la flauta y el tamboril que producían las tristes notas.
Las seguían de dos en dos y con un porte de grave dignidad seis delgadas mujeres con capuchas negras y túnicas ceñidas al cuerpo propias de las monjas de Lankhmar, cuyas aberturas en la cintura y el cuello mostraban los tonos pastel de las prendas interiores, violeta, azul, verde, amarillo, anaranjado y rojo.
Sobre sus hombros llevaban sin aparente esfuerzo y con gran solicitud un alto cuerpo masculino de anchos hombros y esbeltas caderas, envuelto en una tela negra.
Las seguía, en último lugar, una mujer delgada, alta, vestida de negro, con un sombrero cónico sin alas y los velos de una sacerdotisa de los dioses de Lankhmar. Llevaba una larga vara con un minúsculo y brillante pentáculo en la punta, con la que trazaba una interminable hilera de jeroglíficos en la atmósfera crepuscular.
Dedos, que observaba el extraño funeral desde su escondrijo, no pudo descifrar el lenguaje al que pertenecían.
Cuando la procesión desembocó en el prado, giró hacia el oeste. Una vez completado el giro, la sacerdotisa alzó su vara con gesto imperioso, inmovilizando la estrella que brillaba tenuemente. Al instante las muchachas que parecían pajes dejaron de tocar, las monjas detuvieron la marcha de su danza y Dedos sintió que le sobrevenía una parálisis que la dejaba muda e inmovilizaba todos sus músculos excepto los que controlaban la dirección en la que miraba.
En un movimiento concertado, las monjas levantaron el cadáver que transportaban, lo depositaron con una celeridad incómoda sobre la hierba y luego agitaron en el aire la mortaja vacía.
El punto en el que habían depositado el cadáver estaba fuera del campo visual de Dedos, pero la niña no podía hacer nada más que sentir frío y echarse a temblar.
Tampoco le sirvió de nada que la sacerdotisa bajase su vara.
Una tras otra las monjas se arrodillaron y efectuaron una manipulación no demasiado larga, tras lo cual cada una agachó la cabeza brevemente y, por último, todas se levantaron.
Cada una de las seis monjas hizo lo mismo cuando le tocó el turno.
La sacerdotisa tocó el hombro de la última monja con su vara para atraer su atención y le entregó una cinta de seda blanca. La mujer se arrodilló, y cuando volvió a levantarse ya no tenía la cinta en la mano.
Con más rapidez que solemnidad, la sacerdotisa volvió a alzar su vara con una estrella en la punta, las muchachas con aspecto de pajes iniciaron un paso vivo y rápido, las monjas doblaron briosamente la mortaja que habían sostenido con tanta solemnidad y toda la procesión dio media vuelta y regresó a toda prisa a la nave nubosa, con no menos rapidez de la que se tarda en anotarlo, y la tripulación se hizo a la vela.
Y Dedos seguía sin poder moverse.
Entretanto el cielo se había iluminado notablemente, el sol no tardaría en salir y. a medida que la nave nubosa se deslizaba hacia el oeste a una velocidad sorprendente, ella y su tripulación, cada vez más insustanciales, estuvieron de súbito a punto de desaparecer, mientras la música cedía el paso a una oleada de risas afectuosas.
Dedos notó que desaparecía de sus músculos la inmovilidad que los había atenazado. Echó a correr y le pareció que apenas habían transcurrido unos instantes antes de que se encontrara en la somera depresión donde las monjas habían dejado su carga mortal.
Allí, sobre un lecho de hongos lechosos recién brotados estaba tendido serenamente el alto, apuesto y levemente sonriente hombre a quien ella conocía como capitán Fafhrd y hacia quien sentía una mezcla tan desconcertante de sentimientos. Estaba doblemente desnudo por haber sufrido un afeitado general de todo el cuerpo, con excepción de cejas y pestañas, las cuales también tenía recortadas, y totalmente desnudo salvo por unas cintas con los seis colores del espectro cromático más el blanco, atados con grandes lazos alrededor de su fláccido miembro sexual.
—Recuerdos de las seis damas que han sido sus porteadoras o bailarinas y de su señora o cabecilla —observó sagazmente la muchacha, y al observar la extrema flaccidez del órgano y la profunda satisfacción que evidenciaba su sonrisa, añadió con aprobación profesional—: Y amado como es debido.
Al principio sintió una fuerte punzada de dolor, creyéndole muerto, pero una mirada más atenta le reveló que su pecho subía y bajaba suavemente, y también le permitió notar su cálido aliento.
Ella le punzó ligeramente el pecho, por encima del esternón, con un dedo, diciéndole:
—Despierta, capitán Fafhrd.
El calor de su piel le sorprendió, aunque no tanto para hacerle creer que tenía fiebre.
La suavidad de su piel la sobresaltó de veras. Estaba más afeitado de lo que ella habría creído posible, con el más afilado acero oriental. Se agachó en el mismo momento que el sol recién salido enviaba una oleada de brillantez y sólo pudo ver unas levísimas partículas de color rosado cobrizo, como de metal recién pulido. El día anterior había observado pelos grises y blancos entre los rojizos. El capitán había merecido plenamente el nombre de «tío» con que le llamaba Brisa. Pero ahora... el efecto era de rejuvenecimiento, la piel parecía infantil, tan suave como la de ella. Y el hombre seguía sonriendo en su sueño.
Dedos le cogió con firmeza por los hombros y le sacudió.
—Despierta, capitán Fafhrd
—le
gritó—, ¡Levántate y resplandece! —Entonces, en un acceso de picardía estimulada por su sonrisa, que ahora empezaba a parecer meramente necia y estúpida, añadió—: La camarera de a bordo Dedos se presenta para cumplir con sus deberes.
Supo que había cometido un error en cuanto se oyó a sí misma pronunciar esas palabras, pues como respuesta a sus sacudidas él se irguió y quedó sentado, aunque sin abrir los ojos o cambiar de expresión. De repente estas cosas la asustaron.
A fin de darse tiempo para pensar en la situación y considerar lo que haría seguidamente, Dedos fue a buscar la bata al lugar donde la había dejado extendida sobre la hierba húmeda, cuando el disco lunar. Dudaba de que él quisiera que le viese desnudo, y desde luego no desearía ser visto llevando los colores de las damas. No obstante, el sol estaba subiendo y en cualquier momento podría aparecer Brisa, Afreyt o algún visitante.
—Pues aunque nuestras damas que jugaban a monjas tenían todo el derecho a distinguirte como su amante... viendo que has sido tan liberal, según creo, con todas ellas, eso no significa que yo deba admitir su traviesa broma, aunque me parece divertida —dijo la muchacha mientras regresaba apresuradamente con la bata, hablando en voz alta porque creía que él estaba todavía dormido y, en cualquier caso, deseaba comprobarlo.
En el intervalo había llegado a la conclusión bastante romántica de que Fafhrd se encontraba en la situación del Apuesto Muchacho En Trance, equivalente masculino de la Bella Durmiente en la leyenda de Lankhmar, un joven sometido a un hechizo de sueño que sólo podía ser contrarrestado con un beso de su verdadero amor.
Esto último sugirió a Dedos en seguida la conveniencia de llevar al héroe durmiente (y extrañamente transformado, incluso amedrentador) a la señora Afreyt, para que le diera el beso reanimador.
Al fin y al cabo, se los habían presentado como amantes (y gentes bien nacidas), y nada lo ponía en tela de juicio, salvo tal vez el extravío de Fafhrd con las monjas traviesas, que era la clase de extravío que cabe esperar de los hombres, según las enseñanzas de su madre. Además, el norteño había estado sometido a la tensión de dirigir la búsqueda de su camarada capitán que había desaparecido en el subsuelo.
Sin duda reunir de nuevo a Fafhrd y Afreyt sería una devolución apropiada de la cortesía que habían tenido con ella y que se inició con su rescate de la
Comadreja.
Fafhrd seguía sin despertarse en su lecho de hongos. Dedos le cubrió con la bata caldeada por el sol, y le instó con suaves palabras y la ayuda de movimientos a que se la pusiera.
—Levántate, capitán Fafhrd, y te ayudaré a ponerte la bata y luego a ir hasta un lugar cómodo y a la sombra donde puedas seguir durmiendo cómodamente.
Cuando tras varias repeticiones de sus palabras y gestos logró que el hombre se levantara (que estuviera dormido pero de pie, por así decirlo) con la bata puesta y ceñida por el cinturón de modo que sus pintorescos honores quedaran ocultos del todo —y una larga mirada a su alrededor le cerciorase de que aún no les veía nadie— la muchacha exhaló un suspiro de alivio y se dispuso a llevarle hasta la casa de Cif usando los mismos métodos.
Pero apenas habían llegado al disco lunar cuando un interrogante cruzó por la mente de Dedos: ¿dónde estaban todos?
Era una pregunta más fácil de formular que de responder.
Se diría que después del segundo gran cambio de tiempo, todo el mundo habría salido a gozar del clima, empapándose de calor y hablando del prodigio.
Sin embargo, adondequiera que uno dirigiese la mirada, no se veía ni oía a una sola persona. Era misterioso.
Durante todo el día anterior la búsqueda del capitán Ratonero había mantenido un tráfico denso entre el lugar de la excavación, el cuartel y la casa de Cif. Hoy no había rastro de semejante tráfico desde la partida de Cif a la luz de la luna, hacía horas.
Era como si el hechizo de sueño de Fafhrd afectara a todo Puerto Salado excepto a ella. Tal vez así era en realidad.
Y el encantamiento de sonambulismo al que estaba sometido Fafhrd era mucho más fuerte de lo que ella había juzgado al principio. Ya estaban a medio camino de la casa de Cif y no mostraba señales de remitir.
Dedos empezó a dudar del poder que tendría el beso de Afreyt para disiparlo. Quizá sería mejor dejarle dormir cuanto necesitara, como ella le había sugerido cuando intentaba despertarle.
¿Y si a Afreyt no le gustaba la idea del Apuesto Muchacho En Trance y el beso reanimador? ¿O si lo intentaba y no surtía efecto? ¿Y si luego ambas intentaban despertar a Fafhrd y no podían? ¿Y si la señora Afreyt la culpaba por ello?