La hija del Adelantado (16 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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Aceptose el proyecto por los conspiradores, y después de haber renovado el juramento de guerra a muerte al Adelantado y prometídose todos fidelidad, decisión y reserva, se separaron para ir a continuar los trabajos preparatorios de la evasión de los dos monarcas. Dejemos a los conjurados tomar sus medidas para el golpe de mano con que esperaban cambiar el destino del reino, y digamos lo que hacía entre tanto el Secretario del Gobernador, que no veía la más ligera apariencia de la tempestad que se aprestaba a descargar sobre la cabeza de su antiguo amo y generoso protector.

Más y más apasionado cada día de la artificiosa viuda, Robledo había olvidado casi sus otros asuntos y, aún se cuidaba ya muy poco de los de don Francisco de la Cueva. Amaba a Agustina con toda la violencia de una inclinación no correspondida y atizada al mismo tiempo con diabólica astucia, y devorado por los celos, no pensaba sino en sorprender a la viuda en alguna de sus entrevistas con el médico, en la falsa creencia de que era éste su preferido rival. Instaba, pues, vivamente a la vieja criada a que cumpliese su oferta, renovándole la promesa de pagar aquel servicio con una generosa dápa. Mas a pesar del deseo que ésta tenía de satisfacer el anhelo del Secretario, no se proporcionaba ocasión de hacerlo. Ocupado Peraza en aquellos días con los preparativos de la evasión de los prisioneros, apenas tenía tiempo para ir una u otra vez a casa de Agustina, donde permanecía pocos momentos.

El 16 de Marzo visitó el médico a la viuda, y la vieja, que procuraba escuchar las conversaciones de su señora y el doctor, oyó que éste, al despedirse, dijo a Agustina que volvería el 20, a eso de las diez de la noche, teniendo que comunicarle un asunto de la mayor importancia y gravedad. Contestole la Córdova que lo aguardaría; y la criada, oído esto, calculó que aquella era una excelente oportunidad para que el señor Robledo cumpliese sus deseos. Fue, pues, a buscarlo, y le comunicó lo que había escuchado a su ama y al doctor.

Pensativo quedó don Diego al oír lo que la vieja le contaba, y le dijo:

—¿En qué pieza de la casa recibe tu señora al herbolario?

—En la sala, contestó la criada.

—¿Y sería fácil que yo me ocultase allí para poder escuchar su conversación?

—Solamente que os decidáis, replicó la anciana, a esconderos desde temprano bajo el canapé, pues no hay otra parte donde pudierais oír la conversación sin ser visto. Mi señora sale por las tardes y suele volver a eso de las siete; entrando vos un poco antes de esa hora, podríais cumplir vuestro propósito, siendo imposible que os vean.

—Bien, contestó Robledo, después de haber reflexionado, y sin que lo arredrase la idea de permanecer agazapado bajo aquel mueble durante cuatro o cinco horas; tal lo habían puesto los celos, que le mordían con rabia el corazón. Se hará como me indicas. Antes de las siete estaré en tu casa y me ocultarás en el lugar que me dices. Por lo demás, si oyes cualquier ruido, voces o altercado, no acudas ni llames, y guarda el más profundo secreto sobre lo que puedas ver u oír esa noche. La menor indiscreción o ligereza te costará muy cara.

Al decir esto, con un semblante que expresaba perfectamente la resolución de recurrir a cualquiera extremidad, Robledo despidió a la vieja, después de haberle puesto en la mano un puñado de monedas de oro.

Llegó al fin el 20 de marzo, aguardado con tanta impaciencia por los conspiradores y por el Secretario del Gobernador, aunque por motivos harto diferentes. Todo estaba listo para que se verificase la evasión de los prisioneros. Peraza había llevado a Sinacam y a Sequechul instrumentos muy finos con los cuales limaron la víspera los barrotes de hierro de la ventana, dejándolos colocados, para quitarlos en el momento preciso. Los principales conjurados debían distribuirse delante de las Casas consistoriales y calles adyacentes, a fin de proteger la fuga, y el denodado y resuelto herbolario, subiría sólo a colocar la tabla por la cual debían pasar los dos monarcas.

A las siete de aquella noche, Robledo llegaba embozado en su capa, que ocultaba la espada y daga de que iba armado, a la puerta de la casa de Agustina, en donde lo aguardaba ya la anciana dueña. La viuda estaba ausente, como lo había previsto la criada, y así el Secretario del Gobernador pudo introducirse en la sala y colocarse bajo el canapé que sobre ser bastante bajo, tenía una especie de falda de madera esculpida que caía desde el asiento hasta tocar con el suelo y hacía imposible ver cualquier objeto que ocultase aquel mueble. La viuda llegó poco después y se ocupó en arreglar algunos papeles y alhajas que tenía en un cofrecillo, operación que pudo ver Robledo perfectamente, al través de los huecos que dejaban las labores de la cincelada falda del sofá.

A las diez en punto dieron en la puerta de la calle dos aldabonazos, cuyo eco resonó en el corazón agitado de don Diego. Habría querido volverse todo él ojos y oídos, para ver y escuchar cuanto se hiciese y se dijese en aquella entrevista. Al entrar bajo el canapé, había cuidado de desnudar su daga, cuya aguzada punta acariciaba con la yema del dedo, cuando apareció el doctor. Peraza estaba pálido, y su semblante, con una expresión sombría que no le era habitual, indicaba la conmoción de su ánimo. Sentose sin decir palabra frente a Agustina, que después de un momento de silencio, dijo:

—Y bien, don Juan, ¿qué es lo que ocurre? Algo muy extraordinario ha sucedido, pues leo en vuestra fisonomía la agitación de vuestro espíritu. Explicaos.

—Agustina, contestó Peraza en tono grave; no ha sucedido aún nada extraordinario; pero van a tener lugar esta misma noche, y dentro de pocas horas, acontecimientos que decidirán la suerte del reino y la mía.

Asombrado quedó Robledo al escuchar aquellas palabras, tan diferentes de las que él aguardaba oír en la que creía ser una cita amorosa.

—Qué, dijo Agustina, como quien estaba ya, aunque a medias, en antecedentes. ¿Vais a dar el golpe esta noche?

—Sí, contestó Peraza; vamos a poner en libertad a los Reyes indios presos en las Casas consistoriales. Yo favoreceré su evasión, los sacaré de la ciudad y los conduciré hasta ponerlos al frente de sus tribus, que están prontas a sublevarse con diez y siete cacicazgos más, que formarán por todo un cuerpo de cincuenta mil guerreros.

—¿Y después? dijo Agustina.

—Después, replicó Peraza, los enemigos que aquí quedan se pondrán al frente de nuestros numerosos y decididos partidarios y atacarán el Palacio del Gobernador, de quien procurarán apoderarse, y decapitarlo inmediatamente, lo mismo que a vuestro cortejo, el antiguo lacayo Robledo. Entre tanto, yo embestiré la ciudad a la cabeza de los indios.

El corazón de Robledo palpitaba con violencia y un sudor frío comenzó a inundar su frente. No que lo hubiese atemorizado la inesperada revelación que acababa de escuchar, pues aquel hombre no contaba entre sus defectos la pusilanimidad, sino que temblaba a la idea de no tener tiempo de frustrar los planes de los conjurados. Estuvo a punto de resolverse a salir y matar al médico allí mismo; pero reflexionó y prefirió aguardar a que acabase de explicar los pormenores del complot, con esperanza de que mencionase los nombres de los otros conjurados. Pero aquella esperanza se frustró. El herbolario dijo únicamente cuáles eran los pueblos con cuyos caciques se contaba, refirió otros pormenores poco importantes del plan y calló los nombres de los demás comprometidos, quizá por ser ya conocidos de Agustina. Después de haber hecho aquella relación, añadió Peraza.

—Amiga mía, os he iniciado en el grave secreto de los importantes acontecimientos que van a tener lugar desde esta misma noche. Ahora, réstame pediros un favor y es el objeto principal con que os he dado cita para esta conversación.

—Decid, Don Juan, contestó la viuda; sabéis que podéis contar con mi amistad.

—Gracias, Agustina. Lo sé, y en esa confianza os entrego esta llave, que encierra mis papeles de familia y otros documentos importantes. Si, lo que no espero, fracasa nuestro proyecto y me veo obligado a huir, acudiréis a mi casa, abriréis mi papelera y tomaréis un paquete atado con una cinta verde. Es una memoria en que están consignadas mis observaciones sobre el filtro que tiene la virtud de inspirar el amor. Allí está explicada la manera de administrarlo y por qué no produjo sus efectos naturales en don Pedro de Portocarrero. Tomaréis esos papeles y la redoma, que encontraréis allí también y contiene el precioso licor; haced de uno y otro el uso que más os plazca. Encontraréis otro paquete atado con un cordón azul, cerrado y sellado: contiene mis papeles de familia; suplícoos que si muero, lo arrojéis al fuego sin abrirlo.

Diciendo esto, Peraza, no poco conmovido, se levantó y se despedía ya de Agustina; pero esta lo detuvo, y le dijo:

—Don Juan, cumpliré con exactitud vuestras recomendaciones, si llegare el caso desgraciadamente; pero no creo que así suceda. Vuestras disposiciones están perfectamente tomadas y pienso que el éxito más feliz coronará la empresa. Ahora, oíd una idea que me ha ocurrido. Deseo acompañaros esta noche y ayudar a la evasión de los prisioneros.

—¡Vos Agustina! dijo Peraza, sorprendido; ¿vos queréis ir a mezclaros con los conjurados?

—¿Y por qué no? Tengo valor para eso y para mucho más, y sabéis que mi espíritu se complace en el peligro y en los lances aventurados. Así, estoy resuelta a ir con vos y voy a vestir un traje completo de caballero, que me ha servido ya otras veces. Aguardadme, que pronto estoy de vuelta.

Dicho esto, y sin dar tiempo a que Peraza le hiciese nuevas observaciones, entró Agustina en su alcoba, dejando al médico asombrado de aquella resolución atrevida y extravagante. Robledo, que lo había escuchado todo, pensó de nuevo si le convendría salir y asesinar al doctor; pero anhelando siempre descubrir a los otros conjurados, que sin duda se retirarían si veían que no llegaba Peraza a la hora convenida, resolvió no moverse y dejar correr las cosas, calculando que saliendo inmediatamente después que el médico y Agustina, tendría tiempo sobrado para impedir la evasión de los prisioneros y capturar a todos los conspiradores. Aguardó, pues, con paciencia el desenlace de aquel drama.

Agustina no tardó mucho en presentarse completamente transformada en un bizarro caballero.

—Vamos, dijo a Peraza; son las once, tenemos aún una hora.

El médico quiso todavía disuadirla de su empeño; pero viendo que nada lograba, tomó su partido y salió de la sala, seguido de la disfrazada viuda. No bien hubo oído Robledo el golpe de la puerta de la calle que cerraron Peraza y Agustina, salió con presteza de su escondite, y tropezó con un objeto pequeño que llamó su atención. Era la llave de la papelera del herbolario, que Agustina había dejado caer al suelo, y que no recogió por olvido. Apoderose de ella don Diego, y se dirigió a la puerta de la calle, a toda prisa. Tiró del cerrojo, quiso abrir pero inútilmente. La viuda había tenido la precaución de dejar asegurada la casa, y había echado la llave. El Secretario bramó de coraje, y dio voces a la criada, que acudió inmediatamente.

—¡Una luz! gritó Robledo, trae una luz.

Llevó la vieja una bujía. Robledo vio que la puerta estaba con llave, y en su impaciencia quiso romper la cerradura con la punta de su daga. Empeño inútil. El arma saltó hecha pedazos. Don Diego cerró los puños y dio con ellos un golpe formidable a la puerta, que ni aun se conmovió; visto lo cual, gritó desesperado:

—¡Todo se ha perdido! ¡Maldición!

Capítulo XIV

IENTRAS
el pobre Robledo bramaba de coraje, al ver que la viuda lo había dejado preso, sin pensarlo, en aquel momento decisivo, ella y su compañero se dirigían hacia las Casas consistoriales; encontrando en diferentes puntos escalonados a los conspiradores, que habían acudido a cubrir los puestos que se les asignaran. El médico pasó sin obstáculo, mediante la seña y contraseña convenidas, y poco antes de las doce, llegó al pie de la torre donde estaban encerrados los Reyes. Dos embozados aguardaban allí, con tres caballos enjaezados. Peraza les habló en voz baja y los despidió, enviándolos a cubrir una esquina inmediata, y confió el cuidado de los corceles al fingido caballero que lo acompañaba. Despojose de su capa y de su espada, para estar más ligero, y conservó solamente una daga. Enseguida, comenzó a trepar por los andamios poco a poco, procurando a tientas afianzar bien los pies, pues la noche era obscurísima y la altura a que debía subir como de veinte varas. Llegó al fin a la cima sin contratiempo alguno. Con la daga cortó las cuerdas que ataban una tabla y la colocó entre la ventana y el andamio. Dio un ligero silbido, e inmediatamente desaparecieron los barrotes de la ventana de la torre, y salió el joven Sequechul, precediendo a su anciano compañero, a quien daba la mano, para ayudarlo a pasar el improvisado puente. Sin decirles palabra, Peraza fue descendiendo como una culebra, seguido de los dos Reyes. Habrían bajado unas diez varas, cuando se oyó a lo lejos un fuerte y agudísimo silbido, como el que se da con un silbato de metal. Peraza se estremeció, y dijo a sus compañeros:

—Apresuraos, que hay novedad. Ese silbido es un aviso que nos da alguno de nuestros centinelas avanzados.

No había acabado el doctor de pronunciar aquellas palabras, cuando resonó otro silbido aún más fuerte y más próximo, seguido de otro y otro, que no dejaron ya al médico la menor duda de que estaban descubiertos. Sin desalentarse, resolvió tentar a la fortuna, y ver si aún podían escapar.

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