Read La hija del Adelantado Online
Authors: José Milla y Vidaurre
Tal era la situación de las cosas, cuando el incidente ocurrido en el torneo fue a descubrir lo que los desgraciados amantes habían logrado mantener oculto. El Adelantado, cuya imaginación estaba en aquella época enteramente ocupada en el grandioso proyecto de la expedición en busca de las islas de la Especería, concertada con el Rey mismo y con el Virrey de México, don Antonio de Mendoza, dio poca atención a aquel suceso, creyendo, equivocadamente, que la inclinación recíproca de su hija y de don Pedro sería un capricho pasajero. En esa persuasión, habló del asunto a Portocarrero en los términos que hemos indicado. ¡Cuál no sería, pues, su asombro y su disgusto, cuando éste, en respuesta a aquella brusca interpelación, le declaró, en tono comedido, pero resuelto, su profunda pasión a doña Leonor! Tenía que decidir entre su palabra empeñada solemnemente, y poderosas consideraciones de familia por una parte, y el afecto casi de hermano que profesaba a Portocarrero, por otra. Para un hombre del carácter de Alvarado, que anteponía a todo las ideas de engrandecimiento personal, y que había sacrificado su inclinación a Cecilia Vázquez, la prima de Hernán Cortés, para casarse con la sobrina del duque de Alburquerque, para dar gusto al Secretario del Rey, no era de esperar quisiese desagradar a su esposa y a su cuñado, por afecto a un amigo. Así recibió la declaración de Portocarrero con visible disgusto y le dijo:
—Debéis, considerar, don Pedro, cuanta pena me causa lo que por desgracia viene a revelárseme demasiado tarde. Bien sabéis que mi palabra está empeñada, y no ignoráis las consideraciones que debo guardar al hermano de mi esposa. Doña Leonor obedecerá a mi voluntad, y a vos, amigo mío, el tiempo y las grandes empresas a que os llaman aun el servicio de Dios y del Rey, os harán olvidar ese afecto, al cual, en la situación en que se hallan las cosas, no debéis ya dar pábulo.
—Don Pedro, contestó Portocarrero; yo nada os pido, me habéis hecho una pregunta y os he respondido como lo acostumbro, con sinceridad. Si vuestra hija ha de ser esposa de don Francisco de la Cueva, no será en un imposible olvido en donde busque mi alma un lenitivo a su dolor. Vos, haced lo que creáis justo; exigidlo todo de mí; tenéis derecho a ello; todo os lo sacrificaré, menos un amor que nada pretende, a nada aspira y que perdurable en el fondo de mi corazón, jamás saldrá de él para servir de obstáculo al cumplimiento de vuestras promesas y a vuestras consideraciones de familia.
Dicho esto, Portocarrero estrechó la mano al Adelantado, y visiblemente conmovido, se salió del gabinete, dejando al Gobernador en la mayor confusión.
Después de haber paseado un momento por el gabinete, entregado a sus cavilaciones, don Pedro sacudió con fuerza una campanilla de plata con incrustaciones de oro, que estaba sobre la mesa; presentose el paje de servicio y el Adelantado le provino llamase a Robledo, que trabajaba en otro gabinete. Acudió inmediatamente el Secretario, no con el aire altanero con que lo hemos visto aparecer ante la servidumbre del Gobernador, sino aparentemente humilde y esforzándose por dar a su semblante, habitualmente desagradable y torvo, cierta expresión de franqueza expansiva y de respetuosa jovialidad. Don Pedro, que parecía agitado por violentas emociones, se sentó junto a la mesa, y apoyando en ella los codos, hizo descansar la cabeza sobre sus dos manos.
IENTRAS
el Gobernador repasaba en su imaginación los sucesos de aquellos días y maduraba los vastos proyectos que su espíritu audaz había concebido, y cuya realización aumentaría aún los inmensos dominios del monarca español y la gloria del que llevase a término tan alta empresa, otra escena de muy diferente carácter, aunque no extraña a los acontecimientos que hemos referido en los últimos capítulos, pasaba en otra pieza del Palacio del Adelantado.
Doña Leonor, más triste y abatida aun que de ordinario, estaba sentada en un sillón, tapizado de tafetán carmesí, como los demás muebles de la habitación, tan ricamente adornada casi, como podía haberlo estado la de cualquiera noble señora europea. Varios objetos de oro y plata y mosaicos de plumas traídos de México, como también diferentes adornos venidos de Castilla, decoraban el dormitorio de la joven, a quien su padre amaba con idolatría. Alvarado, como la generalidad de los conquistadores españoles, se mostraba, es verdad, ávido de riquezas; pero, como casi todos ellos también, era generoso y espléndido hasta la prodigalidad.
Cierto que sus inmediatos servidores no recibían sus salarios, como se lo hemos oído a ellos mismos y lo atestigua el testamento que otorgó, dos años después y muerto ya don Pedro, su fiel amigo y escrupuloso fideicomisario el señor obispo Marroquín, de veneranda memoria; pero aquel descuido en hombres de la clase de Alvarado, era harto común en aquellos tiempos y aun lo ha sido en épocas más recientes, sin que deba considerarse como prueba de ánimo mezquino y de un corazón apocado. Así, don Pedro que no pagaba su servidumbre, derramaba el oro entre sus deudos y entre sus mismos criados; proporcionando a aquellos todas las superfluidades de lujo y a estos cuanto puede tender a que muestre la magnificencia del servidor, la grandeza del amo.
Nada faltaba, pues, a la hija de la princesa Jicontecal, de cuanto podía haber satisfecho los caprichos de una joven de diez y ocho años; nada, sino lo que no se compra con el oro, ni puede proporcionar el más afectuoso de los padres: la tranquilidad del corazón. Las seis indias que servían inmediatamente a doña Leonor, esclavas a pesar de las prohibiciones reales, y sus otras criadas españolas, aguardaban en una pieza inmediata las órdenes de señora, que vestida con un ligero traje de muselina blanca, concluía su minucioso tocado, auxiliada del celo inteligente de su camarera Melchora Suárez, la sobrina del mayordomo Francisco de Alvarado.
—Te lo he dicho ya, y es inútil repetirlo, decía doña Leonor; por más halagüeña que sea para mí la elección de un caballero como don Francisco, mi resolución es irrevocable.
—Pero Señora, contestó respetuosamente la camarera, no podéis persistir en semejante idea. Encerraros en un claustro, a los diez y ocho años, y renunciar al lisonjero porvenir que os aguarda, no puede hacerse sino por motivos muy graves. Reflexionad bien antes de decidiros; pensad, sobre todo, en la pena que eso causaría a vuestro ilustre padre...
—Melchora, interrumpió doña Leonor, sabes que amo y respeto a mi padre más que a nadie en este mundo, y no querría, por nada de esta vida, ocasionarle la más ligera desazón. Pero no puedo, no debo dar la mano a un hombre a quien no amo. Mi único anhelo es ser esposa de Jesucristo; y desde el retiro a que me habré consagrado con la plenitud de mi voluntad, rogaré a Dios por el Adelantado y le pediré día y noche favorezca sus empresas y que le haga olvidar a su desventurada hija.
—Señora, replicó la camareta, estáis aún muy joven, permitidme os lo diga, para tomar semejante partido; y debierais oír los consejos de vuestra familia, de vuestro padre que tanto os ama y de doña Beatriz, en quien habéis encontrado una segunda madre.
La hija del Adelantado guardó un profundo silencio, visto lo cual, prosiguió así la camarera:
—Entre los señores que podrían aspirar a vuestra mano, nadie más digno que el hermano político de vuestro padre. Emparentado con una de las más ilustres familias de Castilla, animoso en la guerra y sabio en el consejo, don Francisco de la Cueva está llamado a los más altos empleos en servicio del Rey. Desde luego, se le designa ya como la persona a quién el Adelantado mi señor encomendará el gobierno del reino, cuando se verifique la expedición proyectada. Don Francisco ha desempeñado ya estas funciones a satisfacción de todos.
—Sí, dijo doña Leonor; en unión de otro caballero que tiene tantos derechos como él a esa distinción; de don Pedro de Portocarrero.
—Verdad es, contestó Melchora; pero ser cierto el rumor que hoy circula en Palacio, el señor de Portocarrero tiene que pasar ahora por una dura prueba, que acaso lo inhabilitará, humillando algún tanto su justa arrogancia.
El orgullo y el amor herido acabaron de traicionar el mal guardado secreto de la joven. Con la altivez de una reina, se levantó de su asiento y con voz balbuciente dijo:
—¿Humillar dices? ¿Y quién en este mundo es capaz de humillar a Portocarrero? ¿De qué rumor hablas?
—Señora, dijo con fingida indiferencia la camarera, es una cosa que no puede interesaros...
—Dime inmediatamente lo que hay, interrumpió doña Leonor, quiero y debo saberlo todo.
—Pues ya que lo ordenáis, contestó Melchora, os diré que los jueces del torneo han pronunciado su sentencia respecto al incidente ocurrido ayer entre don Pedro y el Veedor Ronquillo...
—¿Y bien?
—Han condenado al señor de Portocarrero a dar satisfacción pública a don Gonzalo.
La orgullosa joven dio un grito de indignación, y saliendo de su cuarto precipitadamente, se lanzó al gabinete del Gobernador. Un momento antes había entrado en el despacho el Secretario Robledo.
—Señor, dijo la joven dirigiéndose a su padre, mi camarera acaba de decirme que los jueces del campo han decidido la cuestión suscitada con motivo del incidente ocurrido ayer en el torneo entre don Pedro de Portocarrero y el Veedor Gonzalo Ronquillo. ¿Sabéis cuál ha sido esta decisión?
—Sí, hija mía, contestó don Pedro, que se levantó para recibir a doña Leonor, a quien abrazó afectuosamente. Sí, con profunda pena he sabido que los jueces condenan a Portocarrero.
—¿Y permitiréis que se ejecute esa sentencia?, preguntó doña Leonor, en cuyas mejillas había sustituido el rojo encendido a la palidez habitual. ¿Se humillará el primero de vuestros capitanes ante un...?
—Permitidme, señora, dijo a la sazón Robledo, que aventure mi humilde opinión en este negocio. Los jueces del campo han querido mostrar su imparcialidad, condenando al amigo de Su Señoría y decidiendo en favor del que parece enemigo suyo.
—¿Y es esto cuanto tenéis que decir en apoyo de tan inicua sentencia, señor Robledo?; dijo doña Leonor, mirando con arrogante y desdeñosa dignidad al Secretario. Mala prueba dais de la habilidad que generalmente se os reconoce para los negocios. ¿De cuándo acá es un título a la consideración y a la indulgencia de la justicia, el ser enemigo de mi padre?
—Señora, replicó Robledo, la diferencia de nuestro modo de ver este asunto, es quizá que yo lo juzgo con la cabeza y vos con el corazón.
—Yo no os reconozco el derecho, dijo doña Leonor, de escudriñar el móvil de mis acciones. Os olvidáis de quien soy yo y quien sois vos, y se diría que pretendéis convertiros en mi acusador. Señor, añadió volviéndose al Adelantado, perdonadme y permitid que me retire, había venido a hablaros e ignoraba que estuvieseis ocupado con gente extraña.
Dicho esto, doña Leonor besó la mano a don Pedro y se disponía a retirarse, sin dirigir una mirada al Secretario; pero el Gobernador la detuvo y dijo sonriendo:
—Comprendo que reclamas lo que crees te pertenece de derecho. Fuiste la Reina del torneo, y cuando menos, debió haberse consultado tu opinión sobre el incidente con que terminó. Vamos a discutir el punto. Robledo, añadió volviéndose al Secretario, ya te llamaré si acaso necesito de tu auxilio en el debate con esta bella argumentadora.
—Señor, dijo el Secretario, mi presencia aquí...
—Basta. Déjanos; replicó el Adelantado con autoridad y dando a su semblante el aspecto casi feroz que tomaba algunas veces. Robledo hizo una profunda cortesía y se retiró con el corazón henchido de hiel.
—Y bien, dijo don Pedro, dulcificando su fisonomía; Robledo ha sido quizá atrevido, pero acertado. No es simplemente el interés de la justicia el que te mueve, Leonor; lo veo, aunque me sea conocida la rectitud de tu carácter. Tu corazón se interesa por Portocarrero más de lo que debiera.
Doña Leonor guardó silencio por un momento, y luego, como quien se hace violencia, dijo:
—Sí, padre mío, ¿por qué ocultároslo? ya Amo a don Pedro, lo he amado tiempo hace y lo amaré mientras viviere. Jamás mi pobre corazón que ha sufrido en silencio, ha alimentado la esperanza lisonjera de ver satisfecha su única ilusión. Conozco vuestros proyectos, y sin fuerza para secundarlos, he resuelto, como ya os lo he dicho, abrazar el estado religioso. Mi doloroso secreto se habría sepultado conmigo en la soledad del claustro, si no se me obligase hoy a revelaroslo. Porque yo, que todo lo sufro, que nada pido, no puedo sobrellevar la idea de la humillación y el vilipendio del hombre al que amo. Prefiero mil vidas de tormento, a ver por un instante descender un sólo escalón de su elevado pedestal al que es el ídolo de mi alma. No permitáis que los enemigos de Portocarrero, que son también los vuestros, ejecuten sus insidiosos proyectos; evitadle esa mancha y después permitid que ya que vuestra palabra empeñada es un muro entre él y yo, lleve adelante mi resolución.
No fue poco lo que se sorprendió, don Pedro al escuchar aquellas palabras, pronunciadas en tono respetuoso, pero firme. Doña Leonor había heredado el carácter incontrastable de su padre; y delicada hasta el último extremo en materia de honor, como debía serlo una dama de aquel siglo caballeresco, no toleraba la idea de que se pretendiese humillar la altivez de su amante. Don Pedro reflexionó un momento, y luego con mucha calma y acento bondadoso, dijo:
—Hija mía; yo no puedo aprobar una inclinación que viene a echar abajo proyectos madurados por mi experiencia y por el entrañable afecto que te profeso. Mi hermano político hará tu felicidad; ese enlace, que doña Beatriz y yo hemos tratado, estrechará los lazos de las dos familias; y la nuestra, ilustre por sí, lo será aún más, mediante ese nuevo parentesco con una de las primeras casas de Europa.