Read La hija del Adelantado Online
Authors: José Milla y Vidaurre
Apareció inmediatamente el mayordomo Francisco de Alvarado, quien, como ha podido advertirse, hacía cuanto estaba a su alcance por favorecer los planes del Secretario, usando de la influencia que lo proporcionaba su empleo en Palacio y el de camarera de doña Leonor, que desempeñaba su sobrina, Melchora Suárez. No bien hubo entrado el mayordomo, díjole el Secretario:
—Y bien, Francisco, parece que tu sobrina tiene la poca gracia de echar a perder todo aquello que se encomienda a su discreción. Debo advertirte que el Licenciado de la Cueva, que acaba de salir de aquí, se manifiesta altamente disgustado de ti y de ella y me ha anunciado su resolución de no dar un escudo más a los que tan mal sirven sus intereses.
—Señor don Diego, contestó el mayordomo, el señor de la Cueva nos juzga con injusticia. Nuestro celo ha ido hasta donde podía ir el del más adicto de los servidores; pero vos conocéis el carácter resuelto de doña Leonor, y no ignoráis que el verdadero motivo de su negativa a acceder a las pretensiones del hermano político de su padre, consiste en la profunda pasión que ella ha concebido por don Pedro de Portocarrero.
—¡Buena excusa por cierto!, replicó Robledo. ¿Tan escasa de recursos es tu sobrina, que no encuentra alguna inclinación en el ánimo de su señora? Triunfar cuando no hay obstáculos, es cosa que hace cualquiera, Francisco. Dígote una vez por todas, que el dinero de un hidalgo como el Licenciado de la Cueva no se gana por no hacer nada. Él ha depositado su confianza en mí y debo ver por sus intereses como por los míos. Que tu sobrina busque los medios de hacer olvidar a Portocarrero, o por quien soy, que no volvéis a ver un maravedí más.
Después de haber lanzado aquella amenaza, que el Secretario sabía perfectamente había de hacer profunda impresión en el ánimo del codicioso mayordomo, Robledo, que le dio tiempo a que meditase sus palabras, agregó:
—Tú debes conocer a una viuda llamada Agustina Córdova.
—Ciertamente que la conozco, dijo Alvarado; como que fui amigo de su difunto marido, el capitán Francisco Cava, que por más señas, murió de un modo bastante extraño.
—¿Y tienes noticia del proceso que él entabló por la mala conducta de su esposa?
—Sí, recuerdo haber oído hablar de eso, y también que no pudo probarse que don Pedro de Portocarrero hubiese tenido relaciones con Agustina, después de su matrimonio.
—En eso puedes estar equivocado, contestó Robledo; pues hay declaraciones que comprometen gravemente a don Pedro. Por interposición del Adelantado, se echó tierra al asunto, como suele decirse, pero la causa que yo he tenido en mis manos, prueba la culpabilidad de Portocarrero.
Un rayo de alegría iluminó el semblante del interesado mayordomo, que comprendió desde luego todo el partido que aquel asunto, bien manejado, podía suministrar a su sobrina.
—Si tal hay, dijo, las cosas pueden encaminarse a un desenlace a medida de nuestros deseos. Esta misma noche hablará de eso Melchora a doña Leonor.
—Poco a poco, señor mío, dijo Robledo. Eso no se maneja como tienes tú costumbre de manejar la hacienda de tu amo; es decir, sin escrúpulo ni cuidado alguno. Yo te avisaré cuando sea ocasión de que tu sobrina hable de este asunto a doña Leonor. Entretanto, es necesario que vayas a casa de esa viuda y le digas que el Secretario del Gobernador le pide una secreta entrevista, para tratar un negocio grave.
—Vuestros deseos serán cumplidos, respondió el mayordomo, y no dudo que Agustina tendrá a mucha honra el recibir a una persona de vuestras circunstancias.
—Bien, dijo Robledo; despacha este encargo y no olvides que la menor indiscreción puede costarte muy cara.
—Contad, como siempre, con mi celo y con mi reserva, dijo el mayordomo, y se retiró, yendo inmediatamente a casa de la viuda del Capitán Francisco Cava.
Debemos dar a conocer a nuestros lectores este nuevo personaje que va a figurar en nuestra historia.
Agustina Córdova era una moza, que bajo el garbo y la gracia ligera, tan común en las mujeres que han nacido en la risueña Andalucía, ocultaba los instintos feroces de una habitante de los desiertos de África. Había venido a las Indias muy joven, y dejado, en México, en donde residió algún tiempo, una reputación muy poco envidiable. Siguiendo sus propensiones aventureras, pasó después de la Nueva España a Guatemala, y continuó llevando una vida escandalosa. Varios caballeros conquistadores quedaron cautivos de los encantos de aquella peligrosa y pérfida Sirena, que jugaba con las pasiones de los hombres, como el irritado mar, con las frágiles carabelas que imprudentes se arrojan a las aguas durante un temporal. Había causado la desgracia de más de uno de los incautos adoradores, a quienes hizo sufrir los tormentos de los celos, y a quienes abrumó con desdenes, después de haber alimentado sus amorosas esperanzas.
Un día de tantos, quiso la casualidad, o la mala estrella de aquella mujer, que encontrase en su camino al hermoso y valiente Portocarrero; y la que hasta entonces se había burlado de tantos galanes, vino a quedar rendida ante la varonil energía del célebre capitán. Agustina olvidó a sus otros adoradores, y no pensó ya sino en conservar el afecto de don Pedro. Este, sin embargo no podía sentir verdadero amor por quien no merecía su estimación, y muy pronto comenzó a cansarse de aquellas relaciones. Hizo un viaje a México, y conoció a la hija de su amigo el Adelantado, lo cual acabó de arrojar su alma la inclinación poco noble que tenía Agustina Córdova. Cuando volvió a Guatemala, Portocarrero apareció completamente cambiado. No era ya el joven atrevido, ligero y galante, cuyo nombre andaba siempre mezclado en aventuras escandalosas; grave, circunspecto y dominado exclusivamente por la casta inclinación que había concebido y que guardaba como un tesoro en el fondo de su alma, no volvió a presentarse jamás en casa de su antigua querida. Para esta, como para todos, fue un misterio el origen de la mudanza de don Pedro: puso en juego cuantos ardides son imaginables para volver a atraer a sus redes al caballero; pero todo fue en vano; Portocarrero había dado entrada en su alma a un amor que excluía hasta la más remota posibilidad de cualquier bastarda afección. Rechazó, pues, las importunas solicitudes de Agustina, que desesperada, entregó su mano al Capitán Francisco Cava, uno de sus más constantes y antes desdeñados adoradores.
Llevada por su perversa índole, continuó en su vida licenciosa, y el pobre Capitán, cansado al fin, se resolvió a acusarla. No faltaron personas malintencionadas que intentaron complicar en aquellos escandalosos procesos a Portocarrero, pretendiendo que había repetido sus visitas a Agustina, después de casada, pero la verdad pudo más que la malicia, y nada se probó contra don Pedro. Pendiente aún el proceso, murió Cava, de un modo bastante sospechoso, y el asunto quedó olvidado.
Agustina no perdía de vista a Portocarrero; su pasión parecía aumentar en proporción de la indiferencia y la frialdad de don Pedro, a quien había llegado a hacerse odioso el nombre de aquella mujer.
Tal era la situación de las cosas cuando el diabólico Secretario Robledo concibió el proyecto de presentar a Portocarrero ante doña Leonor, como reo de infidelidad, cometida con una mujer casada, de malísima reputación y de carácter despreciable. No ignoraba la herida mortal que aquel dardo, astutamente asestado, debía causar en el corazón de la orgullosa y apasionada hija del Adelantado, y con el objeto de llevar a cabo sus planes, había comenzado a urdir la indigna trama, como ya hemos podido advertirlo por su conversación con don Francisco de la Cueva y con el mayordomo del Gobernador. Robledo consideró que conduciría a su propósito una conversación con Agustina, a quien no conocía personalmente, pues vivía muy retirada, después de la muerte de su marido. El Secretario quedó, pues, aguardando con impaciencia que le avisase el mayordomo, para pasar a casa de Agustina; esperando con plena confianza, hallar en ella un activo y celoso auxiliar para la realización de sus miras. Veremos más adelante cuál fue el resultado de aquella entrevista y el nuevo giro que ella dio a los sucesos que prestan asunto a esta narración.
ON
impaciente curiosidad aguardaba el desocupado vecindario la llegada del día señalado para que tuviese lugar la pública satisfacción que debía dar el Portocarrero al astuto y maligno Veedor Gonzalo Ronquillo. Ignorando el pueblo la resolución de don Pedro, creía que este apelaría al juicio de Dios conforme a las antiguas costumbres, y que un duelo a muerte, en que llevaría el Veedor la peor parte, vendría a poner en claro la inocencia del valeroso Capitán.
El 7 de Octubre desde muy temprano se agolpaba la multitud en la plaza, frente a las galerías de las Casas consistoriales, punto señalado para la ceremonia a fin de que la nobleza y el pueblo pudiesen presenciarla con entera comodidad.
A eso de las nueve, comenzaron a llegar los capitulares y otros caballeros, el Prelado y su clero, el Juez de residencia y por último el Gobernador, seguido de su servidumbre. Los jueces del campo tomaron asiento a la derecha del Adelantado. Gonzalo Ronquillo, lleno de impaciencia, había llegado uno de los primeros y dejaba ver en su semblante el gozo que rebosaba en su corazón, por el triunfo que iba a alcanzar, en aquella solemne ceremonia, sobre el que era objeto de su inextinguible saña. Portocarrero, por su parte, no había sido menos puntual. Su hermosa cabeza, profusamente cubierta de largos cabellos negros, descollaba en un grupo de caballeros, sin que pudiese descubrirse en su frente serena, en la expresión tranquila de su mirada ni en la naturalidad de sus movimientos, la más ligera señal de impaciencia o de despecho. El alma de aquel hombre vivía en una esfera a donde no podían alcanzar las mezquinas pasiones que agitaban a sus envidiosos adversarios.
Llegó por fin el momento esperado con tanta impaciencia por nobles y plebeyos. Colocáronse los asistentes en sus respectivos puestos, y en medio del más profundo silencio, don Francisco de la Cueva leyó en voz clara y firme la sentencia que condenaba a don Pedro de Portocarrero, por haber faltado a las leyes de caballería en el torneo. Enseguida el Veedor Ronquillo y el mismo Portocarrero hacia el centro del semicírculo que formaban los asistentes al acto; y el Licenciado de la Cueva entregó a don Pedro un papel en que estaba escrita la fórmula de la satisfacción que debía dar al Veedor. Cuando Portocarrero iba a principiar la lectura de aquel documento, se oyó, con sorpresa general, una voz que salía del grupo que formaba la servidumbre del Gobernador, colocada detrás del sillón que este ocupaba.
—¡Justicia, en nombre del Rey!; exclamó aquella voz, e inmediatamente el anciano Pedro Rodríguez se adelantó resueltamente, y colocándose en medio del semicírculo, antes de que los presentes pudiesen volver de su asombro, añadió:
—¡Justicia! La sentencia que acabáis de oír, caballeros, no puede ni debe ejecutarse. Está pronunciada sobre un supuesto falso.
Don Francisco de la Cueva quiso imponer silencio al criado del Gobernador; pero Alvarado, que conocía la lealtad y el recto juicio de Rodríguez, comprendió desde luego que no sin un motivo harto grave, se había atrevido a interrumpir la ceremonia. Tomó pues, la palabra y dijo:
—Permitan Vuestras Mercedes a este anciano, que exponga sus razones con toda libertad. He dejado obrar a los jueces del campo como lo han creído conveniente; mas yo faltaría a mis deberes, si no interpusiese mi autoridad, cuando se nos anuncia la revelación de algún hecho muy grave sin duda, y en el cual acaso esté interesado el servicio de Dios y del Rey. Pedro Rodríguez, añadió volviéndose al criado, habla; pero no olvides la responsabilidad que contraes, si aventuras una acusación que no puedas probar.
El Juez Alonso de Maldonado, el señor obispo Marroquín y otros de los presentes apoyaron la indicación del Gobernador; y aunque el Tesorero Castellanos aventuró unas pocas observaciones, no se atrevió a insistir, advirtiendo la decisión de la generalidad a escuchar lo que el anciano tenía que exponer. Por lo demás, tanto el Tesorero como el Veedor Ronquillo, estaban lejos de sospechar lo que iba a decir Pedro Rodríguez.
—La sentencia de los jueces del campo, dijo este, en tono firme y grave, no puede ni debe ejecutarse. Se ha pronunciado sobre el falso supuesto de haber sido casual la caída de la visera del señor de Portocarrero y la herida que este caballero recibió. Yo os digo, señores, que el incidente que dejó descubierto el rostro del campeón, fue efecto de un maleficio y la herida, hecho criminal y premeditado. Acuso formalmente a don Gonzalo Ronquillo aquí presente, de ese maleficio y de haber faltado a las leyes de la caballería, hiriendo al paladín, después de haber caído la visera del yelmo.
El asombro se pintó en los semblantes de los concurrentes. La acusación era harto grave y nada extraña en una época en que la creencia en hechicerías estaba demasiado arraigada, aun entre las personas de calidad. Ronquillo se puso pálido al escuchar aquellas palabras y el Tesorero real se mostró también visiblemente azorado.
—Hace cuatro noches, prosiguió Rodríguez, sin desconcertarse, dos hombres embozados se dirigieron con cautela a la Catedral y lograron penetrar hasta la capilla de la Vera—Cruz, en donde, como sabéis, estaban depositadas las armas de los que debían justar al siguiente día. Detuviéronse delante de una armadura azul, en cuyo escudo estaba pintada una rosa iluminada por el sol y en torno de la cual revoloteaba una abeja. Uno de los hombres se acercó a aquellas armas, mientras el otro conversaba con el único testigo de aquella escena misteriosa. Lo que aquel hombre hizo en el yelmo, yo, señores, no sabré decíroslo. Sé que los dos embozados salieron inmediatamente de la iglesia y recomendaron el más profundo secreto al que les había proporcionado acercarse a las armas.