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Authors: José Milla y Vidaurre

La hija del Adelantado (7 page)

BOOK: La hija del Adelantado
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—Señor, contestó la altiva joven; creo que la nieta de un monarca no necesita de alianzas para elevarse, y que para mi sangre, tanto vale un caballero español de la familia de los duques de Alburquerque, como otra de la de los condes de Medellín.

—No he olvidado, Leonor, dijo don Pedro, la altura de tu origen, ni digo que tu linaje pueda ceder a otro alguno. Te hablo del mayor lustre que recibirá mi casa y sobre todo, deseo reflexiones en la posición que me la creado el compromiso contraído con don Francisco. ¿Has visto alguna vez que el astro del día retroceda en su carrera?

—¡Jamás! contestó doña Leonor, con acento melancólico.

—¡Jamás! repitió don Pedro. Dígote, pues, que antes verías volver atrás a ese astro, con el cual me ha comparado la imaginación de tus compatriotas, que a don Pedro de Alvarado retirar la palabra dada a un caballero. En cuanto a la sentencia de los jueces del campo, añadió, la considero hija mía, injusta, si bien tengo la seguridad de que don Francisco de la Cueva ha procedido conforme a su conciencia. Así lo juzga también él mismo, Portocarrero, y se somete a ella.

—¿Portocarrero consiente en dar la satisfacción que se le exige? preguntó la joven, asombrada.

—Sí, contestó don Pedro; consiente en darla, y yo no puedo oponerme, una vez que él cree debido acatar la decisión de los jueces.

—¡Alma generosa! exclamó doña Leonor. ¿Y queréis que no lo ame?, padre mío ¡Cuánto más grande no es don Pedro, aparentemente vencido, que sus enemigos en su menguado triunfo! Señor: cuanto soy y tengo a vos os lo debo. Vuestra voluntad ha sido y es mi ley. Como siempre obedeceré en todo. Hay, sin embargo, una sola cosa en la cual ni vos ni yo misma podemos mandar. Permitid que vuestra desgraciada hija lleve a cabo su resolución. Si vos habéis dispuesto de mi mano, yo he entregado mi corazón y seré, perdonad que os lo declare, o de Dios, o de él.

Dicho esto, la joven tomó la mano al Adelantado y besándola tierna y respetuosamente, salió del gabinete y volvió a su habitación.

Don Pedro la siguió con una mirada que expresaba la más profunda simpatía; y después de haber permanecido largo rato pensativo, ordenó al paje de servicio llamase a Robledo.

El Adelantado y su Secretario se encerraron para despachar los negocios del gobierno, y doña Leonor hizo llamar a su amiga doña Juana de Artiaga, antigua y única depositaria de aquel secreto, guardado por tanto tiempo y, que a la sazón había dejado de serlo para todas las personas que componían la pequeña corte de los Gobernadores de Guatemala.

Veamos lo que pasaba entretanto, en la cámara de la señora Adelantada, donde estaban empeñados en conversación doña Beatriz y el Licenciado de la Cueva. Referiremos fielmente el diálogo de los dos hermanos:

—¿Y creéis que se ejecutará esa decisión? —preguntaba doña Beatriz—, y que eso facilitará en alguna manera la realización de nuestros proyectos

—En cuanto a la ejecución, hermana mía, contestó don Francisco, no hay en ello la menor duda. Todo está dispuesto para que tenga lugar pasado mañana la reunión de la nobleza en las Casas consistoriales; hemos procurado que el acto tenga grande aparato, a fin de que la humillación del orgulloso Portocarrero sea aún más completa.

—¿Y no teméis que él se niegue a dar la satisfacción?

—No. Con magnanimidad, aparente sin duda, se ha sometido a la sentencia y ofrece dar la satisfacción, confesando haberse conducido como mal caballero. En cuanto a la influencia que ese incidente deba ejercer en el ánimo de doña Leonor, espero será grande. Es altiva y pundonorosa hasta el extremo, y Portocarrero perderá mucho en su estimación. Por lo demás, pienso que la inclinación que le profesa, no debe ser aún muy profunda, y que vuestro influjo y el respeto de su padre acabarán de decidirla.

—Don Francisco, replicó doña Beatriz, no contéis demasiado con lo que el Adelantado y yo podamos hacer. Leonor se ha mostrado hasta hoy rebelde a nuestros consejos, aunque siempre respetuosa. Ella nos había ocultado constantemente ese secreto, que una casualidad ha venido a revelarnos, e insiste en volver a Castilla, para tomar el velo. Es necesario valerse de otros medios.

—Varios he tentado, dijo don Francisco. Melchora Suárez, a quien maneja Robledo, trabaja activamente en el ánimo de su señora; pero hasta hoy nada ha obtenido. Esperemos a ver el resultado de la escena de pasado mañana.

—No os fiéis mucho de eso, dijo doña Beatriz. Leonor es caprichosa y rara; y no será extraño que en vez de considerar deprimido a Portocarrero, aumente su afecto una persecución que ella cree injusta. Es necesario buscar otro arbitrio para destruir esa inclinación.

—Hablaré de esto a Robledo. La imaginación de ese hombre es fecunda para esa clase de expedientes. Todo el secreto estriba en excitarla a fuerza de oro. Voy a aguardar que concluya el despacho y conferenciaré con él.

Dicho esto, se levantó don Francisco, y despidiéndose de doña Beatriz, pasó al gabinete en que trabajaba Robledo, y aguardó a que concluyese con el Gobernador. Preocupado don Pedro por sus asuntos de familia, dio aquel día menos atención que la acostumbrada a los negocios del Gobierno; escuchando distraído la lectura de varias cartas y memoriales importantes, que el astuto Secretario sometió a la consideración de su señor, aprovechando la ocasión de obtener con poca dificultad lo que otra vez habría sido objeto de una meditación más detenida. Obtuvo para persas solicitudes un buen despacho, que sabía iba a ser generosamente retribuido por los interesados; y satisfecho con aquel triunfo, que dulcificaba en parte la amargura del desprecio con que lo había tratado un momento antes la hija del Adelantado, salió del gabinete del Gobernador y se dirigió al suyo, en donde tuvo con don Francisco de la Cueva la conversación de que daremos cuenta a nuestros lectores en el siguiente capítulo.

Capítulo VI

NTES
de referir la conversación entre el Licenciado, don Francisco de la Cueva, hermano político del Gobernador, y el escribano de cabildo y Secretario privado de don Pedro, Diego Robledo, conviene dar a los lectores una idea más completa de este personaje y de las relaciones que existían entre él y el Licenciado de la Cueva.

Como ya lo hemos indicado, Robledo, de simple criado de don Pedro, había ascendido a un puesto importante, obteniendo, a fuerza de astucia, la Confianza del Gobernador y la de los principales miembros del Ayuntamiento. Hábil, con esa especie de habilidad incapaz de elevarse a concepciones grandes, Robledo era un palaciego intrigante, que pensaba más en su propio adelanto, que en el buen servicio del Rey. Pródigo y disipado, cuanto adquiría era poco para satisfacer sus pasiones; insensible y calculador, su voluntad de hierro no retrocedía ante los obstáculos, y sin pretender atacarlos de frente, procuraba llegar a su objeto por caminos indirectos y casi siempre por medios reprobados. Incapaz de comprender la grandeza de ánimo y la generosidad, incurría en la falta, harto común en los hombres de carácter igual al suyo, de juzgar a los demás por su propio corazón, suponiendo que todo podía obtenerse por medio del oro. Figurando en un tiempo en que la humildad del origen era una falta y viviendo enmedio de hidalgos orgullosos, el menosprecio, más o menos disimulado, de estos, hería su amor propio y había petrificado en su corazón la hiel de la envidia y del odio hacia todo lo que le era superior por el nacimiento, por el valor, por la riqueza y por la posición social.

Una de las personas que por su mérito se habían captado el odio de Robledo, era don Pedro de Portocarrero, viendo el maligno Secretario con celosa emulación equilibrada su influencia por la amistad casi fraternal con que Alvarado distinguía a aquel caballero. Así, aunque procurando disfrazar su encono, trabajaba constantemente en el ánimo de su señor para desconceptuar al que era objeto de su saña. Vendido desde algún tiempo a don Francisco de la Cueva, que consideró oportuno aprovechar la influencia del Secretario, disimulando el desprecio que le inspiraba, Robledo era recompensado generosamente por el hermano político del Gobernador a quien ayudaba cuando podía en todos sus planes.

Dos eran los que de preferencia ocupaban a la sazón el espíritu de don Francisco; el de ser nombrado Teniente de Gobernador, cuando el Adelantado marchase a la expedición que traía entre manos y el de su matrimonio con doña Leonor. En uno y otro servía Robledo con empeñoso afán al ambicioso y enamorado hidalgo; aunque como ya hemos visto con ningún éxito respecto al segundo. Con el oro de don Francisco, había ganado el Secretario una gran parte de la servidumbre de la hija del Gobernador, consecuente en su sistema de que por aquel medio podía obtenerse todo. Cuando Robledo entró en su gabinete donde lo aguardaba el Licenciado de la Cueva, el mañoso Secretario estaba no poco chasqueado, al ver que sus manejos escollaban en la firme decisión de doña Leonor. Después de haber saludado a Francisco, dijo:

—Parece cosa del diablo, señor Licenciado, que cuanto más empeño se pone, tanto más se dificulta y aleja la consecución de vuestros deseos. Por lo que hace a la Tenencia, veo alargarse los preparativos de la marcha más de lo que yo imaginaba, y creo pasará algún tiempo antes de que estén concluidos. En cuanto al otro asunto, mis trabajos más asiduos han escollado hasta ahora en la decisión de doña Leonor, que parece ha concebido una pasión algo sería por Portocarrero. He ganado toda la servidumbre de esa señora y nada adelantamos. Veo será preciso apelar a otros recursos. Pero para todo se necesita dinero.

—Bien, Robledo, contestó don Francisco con mal humor; dinero y más dinero. Tendrás cuanto quieras; pero es necesario vencer los obstáculos y encontrar algún medio de destruir la inclinación que yo supongo menos arraigada de lo que a ti te parece. ¿Qué dice Melchora Suárez?

—Señor, la camarera nada ha adelantado, y según acaba de decirme, unas pocas palabras que aventuró contra Portocarrero, sirvieron únicamente para irritar a su señora y provocaron una escena, de que yo mismo he sido testigo y víctima, en parte. Pero ya sabéis, don Francisco, que no hay nada que yo no haga en vuestro servicio.

—Sí, con tal de que te siga pagando como hasta ahora; dijo para sí el Licenciado, y luego contestó:

—Gracias, Robledo; estoy plenamente satisfecho de tu celo, por más que el resultado no haya coronado aún mis deseos. Es necesario que continúes sin descanso, y que no pares, hasta obtener lo que anhelo ardientemente y que asegurará tu fortuna.

—Señor, dijo el Secretario; eso es lo menos para mí, que estoy bastante pagado con el gusto de serviros. ¿Y sabéis que hace un momento me ha ocurrido una idea que pienso será de seguro resultado?

—Di; ¿cuál es?

—¿Conocéis, por ventura, a Agustina Córdova, la viuda del Capitán Francisco Cava?

—Sí, por cierto, ¿Y bien?

—¿Ignoráis, acaso, las relaciones, un tanto escandalosas, que tuvo con Portocarrero?

—Algo he oído de eso. Sé que hará cosa de cinco o seis años, esa mujer, que no ha gozado en la ciudad de buena reputación, fue acusada por su propio marido, y creo recordar que andaba mezclado en el asunto el nombre de don Pedro de Portocarrero.

—Es así efectivamente, dijo Robledo. El Capitán entabló proceso a su mujer; pero no pudo probarse que don Pedro hubiese tenido relaciones con ella después de casada, aunque sí consta las tuvo siendo soltera.

—Pues si no hay más que eso, contestó don Francisco, creo que poco adelantaremos. Doña Leonor no puede ser demasiado severa por un galanteo que tuvo lugar antes de que Portocarrero la conociese.

—Ciertamente que no; pero bien sabéis que un proceso archivado da mucho de sí, y que, puesto en manos hábiles, puede aumentar o disminuir como se quiera.

—A la verdad, dijo el Licenciado, que no alcanzo lo que quieres decir.

—¿Que no lo alcanzáis? Pues nada más claro. Suprimiendo algunas declaraciones y añadiendo otras, está hecho todo.

—La honradez natural del caballero se rebeló contra tan inicuo proyecto, y después de haber contemplado un momento a Robledo, que resistió impávido aquella mirada, dijo:

—No, ¡vive Dios! No se dirá jamas que un hombre de mi calidad ha recurrido contra un caballero a tan indigna trampa. ¿No tenéis otro medio que proponerme?, añadió, levantándose para marcharse.

Ninguno, dijo el escribano del Cabildo. O hacemos aparecer a Portocarrero en relaciones adúlteras con esa mujer, en la época en que conocía y amaba a doña Leonor, o renunciad, don Francisco, a vuestras pretensiones.

—Pues a ese precio, renunciaría a la mano de una hija del Rey de España, dijo con severidad el Licenciado; os prohíbo expresamente añadió, volver a hablarme de semejante proyecto; y salió del gabinete sin despedirse del Secretario.

—¡Necio! exclamó Robledo luego que estuvo solo. Será preciso hacerle el bien a su pesar; ya que mi propio interés y mi encono están íntimamente ligados con sus proyectos.

Dicho esto, sacó un legajo que tenía oculto en un secreto de su papelera y se puso a recorrerlo muy despacio, tomando apuntamientos a medida que iba repasando las fojas. Concluido aquel minucioso examen, el Secretario dejó la pluma y apoyando la cabeza en ambas manos, quedose profundamente pensativo, como quien busca los medios de combinar bien sus proyectos. Dos ligeros golpes dados fin la puerta del gabinete, sacaron de su distracción a Robledo, que dijo: «adelante» después de haber colocado de nuevo el legajo en su escondrijo.

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