Read La historia de Zoe Online

Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (16 page)

BOOK: La historia de Zoe
2.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Por aquí —nos dijo Magdy.

Señaló un sendero natural que reconocí como el que usamos para llegar al bosque. Me concentré en llegar al sendero y entonces algo apareció detrás de Gretchen y me agarró. Grité.

Hubo una detonación, seguida por un golpe sordo, y luego un grito.

Enzo se lanzó contra lo que me había agarrado. Un segundo más tarde estaba en el suelo del bosque, con el cuchillo de Dickory en la garganta. Tardé más de lo que debería en reconocer quién empuñaba el cuchillo.

—¡Dickory! —grité—. ¡Alto!

Dickory se detuvo.

—Suéltalo —dije—. No es ningún peligro para mí.

Dickory retiró el cuchillo y se apartó de Enzo, que se alejó de ambos.

—¿Hickory? —llamé—. ¿Va todo bien?

Oí desde delante la voz de Hickory.

—Tu amigo tenía una pistola. Lo he desarmado.

—¡Me está ahogando! —dijo Magdy.

—Si Hickory quisiera ahogarte, no podrías hablar —le respondí a gritos—. Suéltalo, Hickory.

—Me quedo con su pistola —dijo Hickory.

Hubo un rumor en la oscuridad mientras Magdy se incorporaba.

—Bien —acepté.

Ahora que habíamos dejado de movernos, fue como si alguien hubiera pulsado un botón de pausa, y toda la adrenalina de mi cuerpo se escapara. Me agaché para no caerme.

—No, no está bien —dijo Magdy. Lo vi salir de la penumbra y caminar hacia mí. Dickory se interpuso entre Magdy y yo. El paso del muchacho se detuvo rápidamente—. La pistola es de mi padre. Si la echa en falta, estoy perdido.

—¿Pero qué hacías con una pistola? —preguntó Gretchen.

También había vuelto adonde yo estaba, seguida por Hickory.

—Os dije que estaba preparado —contestó Magdy, y se volvió hacia mí—. Tienes que decirle a tus
guardaespaldas
que deben ser más cuidadosos —señaló a Hickory—. Casi me llevé la cabeza de ése.

—¿Hickory? —pregunté.

—No corrí ningún peligro serio —dijo Hickory, quitándole importancia. Su atención parecía estar en otra parte.

—Quiero que me devuelva mi pistola —insistió Magdy. Creo que intentaba hablar con tono amenazador; pero fracasó porque la voz se le quebró.

—Hickory te devolverá la pistola de tu padre cuando volvamos a la aldea —respondí. Sentí que empezaba a dolerme la cabeza por el cansancio.


Ahora —
dijo Magdy.

—Por el amor de Dios, Magdy —dije. De repente me sentí muy cansada, y furiosa—. ¿Quieres hacer el favor de dejar de dar la lata con la maldita pistola? Tienes suerte de no haber matado a ninguno de nosotros con ella. Y tienes suerte de no haberle dado a uno de ellos —señalé a Hickory y Dickory—, porque entonces estarías muerto, y los demás tendríamos que explicar lo que ha pasado. Así que no vuelvas a pedir tu estúpida pistola. Cierra la boca y vámonos a casa.

Magdy se me quedó mirando y luego se internó en la penumbra, hacia la aldea. Enzo me dirigió una mirada extraña y luego siguió a su amigo.

—Perfecto —dije, y me apreté las sienes con las manos.

El monstruoso dolor de cabeza que esperaba había llegado, y era un espécimen magnífico.

—Deberíamos regresar a la aldea —me dijo Hickory.

—¿Tú crees? —dije, y me levanté y me marché, manteniéndome apartada de Dickory y de él, de vuelta a la aldea. Gretchen, que de pronto se había quedado sola con mis dos guardaespaldas por compañía, no tardó en seguirme.

* * *

—No quiero que ni una palabra de lo que ha pasado esta noche le llegue a John y Jane —le dije a Hickory, cuando él, Dickory y yo nos encontramos en la placita de la aldea.

A esas horas de la noche sólo había un par de personas, que desaparecieron rápidamente cuando Hickory y Dickory aparecieron. Dos semanas no habían sido tiempo suficiente para que la gente se acostumbrara a ellos. Nos quedamos con la plaza para nosotros solos.

—Como tú digas —respondió Hickory.

—Gracias —contesté, y eché a andar hacia la tienda que compartía con mis padres.

—No tendrías que haber ido al bosque —dijo Hickory.

Al oír eso me detuve. Y me volví para encararme con él.

—¿Cómo dices?

—No tendrías que haber ido al bosque. No sin nuestra protección.

—Teníamos protección —contesté, y una parte de mi cerebro no dio crédito a que esas palabras hubieran salido de mi boca.

—Tu protección era una pistola empuñada por alguien que no sabía utilizarla —dijo Hickory—. La bala que disparó cayó al suelo a menos de treinta centímetros de él. Casi se disparó en el pie. Lo desarmé porque era una amenaza para sí mismo, no para mí.

—Se lo diré. Pero no importa. No necesito vuestro permiso para hacer lo que se me antoje, Hickory. Dickory y tú no sois mis padres. Y vuestro tratado no dice que podáis decirme lo que tengo que hacer.

—Eres libre para hacer lo que quieras —respondió Hickory—. Pero corriste un riesgo innecesario, tanto al ir al bosque como al no informarnos de tu intención.

—Eso no os impidió seguirme —dije en tono acusador.

—No —respondió Hickory.

—Así que os encargasteis de seguirme cuando no os había dado permiso para hacerlo.

—Sí.

—No volváis a hacerlo. Sé que la intimidad es un concepto extraño para vosotros, pero a veces no os quiero cerca. ¿Podéis comprenderlo? Tú —señalé a Dickory— estuviste a punto de cortarle el cuello a mi novio. Sé que no te gusta, pero eso es pasarse.

—Dickory no le habría hecho daño a Enzo —dijo Hickory.

—Enzo no lo sabe —repliqué, y me volví hacia Dickory—. ¿Y si le hubiera dado por pelearse contigo? Podrías haberlo lastimado sólo para reducirlo. No necesito este tipo de protección. Y no la quiero.

Hickory y Dickory permanecieron allí en silencio, empapándose de mi furia. Después de un par de segundos, me harté.

—¿Bien?

—Salíais corriendo del bosque cuando os encontrasteis con nosotros —dijo Hickory.

—¿Sí? ¿Y? Creíamos que nos estaban persiguiendo. Algo espantó a los fantis que estábamos observando y Enzo pensó que podría ser un depredador o algo por el estilo. Fue una falsa alarma. No había nada detrás de nosotros, o nos habría alcanzado cuando vosotros dos salisteis de la nada y nos disteis un susto de muerte.

—No.

—¿No? ¿No nos disteis un susto de muerte? Lamento diferir.

—No. Os seguían.

—¿De qué estás hablando? No había nada detrás de nosotros.

—Estaban en los árboles —dijo Hickory—. Os seguían por arriba. Os adelantaban. Los oímos a ellos antes de oíros a vosotros.

Me sentí débil.

—¿A ellos?

—Por eso intervinimos en cuanto os oímos llegar —dijo Hickory—. Para protegeros.

—¿Qué eran?

—No lo sabemos. No tuvimos tiempo para hacer una buena observación. Y creemos que el disparo de tu amigo los asustó.

—Así que no era algo que nos estuviera cazando necesariamente —dije—. Podría haber sido cualquier cosa.

—Tal vez —dijo Hickory, de esa forma estudiadamente neutral que empleaba cuando no quería estar en desacuerdo conmigo—. Fueran lo que fueran, se movían contigo y tu grupo.

—Chicos, estoy cansada —dije, porque no quería seguir pensando en eso, y si seguía pensando en que una carnada de criaturas nos seguía por los árboles, podría desplomarme allí mismo—. ¿Podemos continuar esta conversación mañana?

—Como tú quieras, Zoë —dijo Hickory.

—Gracias —contesté, y empecé a dirigirme a la tienda—. Y recordad lo que os he dicho de no contárselo a mis padres.

—No se lo contaremos a tus padres.

—Y recordad lo que os he dicho de no seguirme.

No dijeron nada a esto. Les di las buenas noches agotada y me fui a dormir.

* * *

A la mañana siguiente, encontré a Enzo delante de la tienda de su familia, leyendo un libro.

—Guau, un libro de verdad —dije—. ¿A quién mataste para conseguirlo?

—Se lo pedí prestado a uno de los chicos menonitas —respondió él. Me mostró el lomo—.
Huckleberry Finn.
¿Has oído hablar de él?

—Le estás preguntando a una chica de un planeta llamado Huckleberry si ha oído hablar de
Huckleberry Finn
—contesté. Esperé que el tono incrédulo de mi voz transmitiera diversión.

Al parecer, no.

—Lo siento —dijo él—. No hice la conexión.

Volvió a abrir el libro por donde iba leyendo.

—Escucha —dije—. Quería darte las gracias. Por lo que hiciste anoche.

Enzo me miró por encima de su libro.

—No hice nada anoche.

—Te quedaste detrás de Gretchen y de mí. Te interpusiste entre nosotras y lo que nos seguía. Sólo quería que supieras que lo agradezco.

Enzo se encogió de hombros.

—Después de todo, no había nada siguiéndonos —dijo. Pensé en contarle lo que me había dicho Hickory, pero me lo callé—. Y cuando alguien salió, estaba delante de ti. Así que no fui de gran ayuda, en realidad.

—Sí, respecto a eso... Quería pedirte disculpas. Por lo que pasó con Dickory.

No sabía muy bien cómo expresarlo. Supuse que decir «siento que mi guardaespaldas alienígena estuviera a punto de arrancarte la cabeza con un cuchillo» no sonaría muy bien.

—No te preocupes por eso —dijo él.

—Pues me preocupo.

—No. Tu guardaespaldas hizo su trabajo.

Durante un segundo pareció que Enzo iba a decir algo más, pero entonces ladeó la cabeza y me miró como si esperara que terminara de hacer lo que estaba haciendo para así poder volver a su importantísimo libro.

De repente se me ocurrió que Enzo no me había escrito ninguna poesía desde que desembarcamos en Roanoke.

—Muy bien, pues —dije mansamente—. Supongo que te veré más tarde.

—De acuerdo —dijo Enzo, y me dirigió una despedida amistosa con la mano y metió la nariz en los asuntos de Huck Finn.

Regresé a mi tienda, donde encontré a
Babar.
Me acerqué a él y le di un abrazo.

—Felicítame,
Babar.
Creo que acabo de tener mi primera pelea con mi novio.

Babar
me lamió la cara. Eso me hizo sentirme un poco mejor. Pero no mucho.

14

—No, sigues siendo demasiado lenta —le dije a Gretchen—. Hace que suenes desafinada. Tienes que ser una nota más alta. Así.

Canté la parte que quería que ella cantara.

—Estoy cantando así —dijo Gretchen.

—No, estás cantando más bajo.

—Entonces eres tú quien canta la nota equivocada —dijo Gretchen—. Porque yo estoy cantando la nota que tú cantas. Adelante, cántala.

Me aclaré la garganta y canté la nota que quería que ella cantara. Ella la igualó a la perfección. Dejé de cantar y escuché a Gretchen. Desafinaba.

—Bueno, a la porra —dije.

—Te lo dije.

—Si pudiera reproducirte la canción, podrías oír la nota y cantarla.

—Si pudieras reproducir la canción, no intentaríamos cantarla —dijo Gretchen—. Sólo la escucharíamos, como seres humanos civilizados.

—Buen argumento.

—No tiene nada de bueno. Te lo juro, Zoë. Sabía que venir a un mundo colonial iba a ser difícil. Estaba preparada para eso. Pero si hubiera sabido que iban a quitarme mi PDA, me habría quedado en Erie. Adelante, llámame simple.

—Simple.

—Ahora dime que estoy equivocada —dio Gretchen—. Te desafío.

No le dije que estaba equivocada. Sabía cómo se sentía. Sí, era de simples admitir que echabas de menos tu PDA. Pero cuando te has pasado toda la vida pudiendo ver todo lo que te parecía divertido en tu PDA (música, vídeos, textos y conversaciones con amigos), separarte de ella hace que te sientas fatal. Realmente fatal. Tan mal como te sentirías atrapada en una isla desierta donde sólo hubiera cocos que entrechocar. Porque no había nada que sustituyera las PDA. Sí, los menonitas coloniales habían traído su pequeña biblioteca de libros impresos, pero consistía en su mayor parte en Biblias y manuales agrícolas y unos cuantos «clásicos», de los cuales Huck Finn era uno de los volúmenes más modernos. En cuanto a la música pop y otras diversiones, bueno, no era algo que les fuera mucho.

Se notaba que a unos cuantos de los jóvenes menonitas les parecía divertido vernos al resto sufriendo el mono. No parecía muy cristiano por su parte, tengo que decirlo. Por otro lado, sus vidas no se habían visto drásticamente alteradas al desembarcar en Roanoke. Si estuviera en su piel y viera a un puñado de gente quejándose y gimiendo por lo horrible que era que les hubieran quitado los juguetes, puede que también me sintiera un poquito superior.

Hicimos lo que hace la gente cuando no tiene más remedio: nos adaptamos. Yo no había leído un libro desde que desembarcamos en Roanoke, pero estaba en la lista de espera para un ejemplar encuadernado de
El mago de Oz.
No había programas de televisión ni ningún otro entretenimiento, pero Shakespeare nunca falla: había organizada una lectura pública de la obra
Noche de reyes
para una semana después. Prometía ser bastante mala (había oído alguno de los ensayos), pero Enzo leía el papel de Sebastián y lo hacía bastante bien, y la verdad sea dicha, sería la primera vez que viera una obra de Shakespeare en vivo, o cualquier otra obra que no fuera una representación escolar. Y de todas formas, no había otra cosa que hacer.

En cuanto a la música, esto es lo que sucedió: un par de días después de desembarcar unos cuantos colonos sacaron guitarras y acordeones y tambores y otros instrumentos y empezaron a tocar juntos. Les salió fatal, porque nadie conocía la música de los demás. Fue como lo que había pasado en la
Magallanes.
Así que empezaron a enseñarse unos a otros sus canciones, y entonces apareció más gente para cantarlas, y luego apareció más gente aún para escucharlas. Y así fue como en el mismo culo del espacio, cuando no había nadie mirando, la colonia de Roanoke reinventó el
hootenanny,
que es como lo llamó papá. Le dije que era un nombre estúpido, y él me dijo que estaba de acuerdo, pero dijo que la otra palabra
(wingding)
era peor. No pude discutírselo.

Los Hootenanners de Roanoke (como se llamaban ahora) aceptaban peticiones... pero sólo si la persona que lo solicitaba cantaba la canción. Y si los músicos no conocían la canción, tenías que cantarla al menos un par de veces hasta que ellos pudieran descubrir cómo imitarla. Esto llevó a una interesante situación: los cantantes empezaban a hacer versiones a capella de sus canciones favoritas, primero ellos solos y luego en grupos, que podían o no ser acompañadas por Los Hootenanners. Se convirtió en una cuestión de orgullo que la gente apareciera con sus canciones favoritas ya preparadas, de modo que el público no tuviera que tragarse un puñado de rones secos antes de escuchar las interpretaciones para poder soportarlas.

BOOK: La historia de Zoe
2.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Surviving Scotland by Kristin Vayden
Shadowboxer by Tricia Sullivan
Killashandra by Anne McCaffrey
The Isle of Devils by Craig Janacek
Armistice by Nick Stafford
Hex by Rhiannon Lassiter