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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (30 page)

BOOK: La Historia Interminable
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Se volvió una vez más hacia Graógraman que, inmóvil y con muertos ojos de piedra, estaba sobre su pedestal. La rendija de luz de la puerta caía precisamente sobre él.

—¡Adios Graógraman, y gracias por todo! —dijo Bastián en voz baja—. Volveré. Seguro que volveré.

Luego se deslizó por la abertura de la puerta, que inmediatamente se cerró tras él.

Bastián no sabía que no cumpliría su promesa. Mucho, sólo muchísimo tiempo después vendría alguien en su nombre y la cumpliría por él.

Pero ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

XVI

Amarganz, La Ciudad De Plata

urpúrea caía la luz, en lentas oleadas, sobre el suelo y las paredes de la estancia. Era una habitación de seis esquinas, parecida a una gran celdilla de abeja. En una pared sí y otra no había puertas, y las tres paredes intermedias estaban cubiertas de extrañas pinturas. Eran paisajes quiméricos y criaturas que parecían medio plantas y medio animales. Por una de las puertas había entrado Bastián y las otras dos quedaba a su derecha y su izquierda. La forma de todas las puertas era idéntica, pero la de la izquierda era negra y la de la derecha blanca.

En la estancia contigua la luz era amarillenta. Las paredes mostraban la misma disposición. Las pinturas representaban toda clase de utensilios que Bastián no lograba identificar. ¿Eran herramientas o armas? Las dos puertas que, a izquierda y derecha, conducían más allá, tenían el mismo color; eran amarillas, pero la de la izquierda era alta y estrecha y la de la derecha, en cambio, baja y ancha. Bastián atravesó la de la izquierda.

La estancia en que penetró era, como las dos anteriores, hexagonal, pero tenía una luz azulada. Las pinturas de las paredes mostraban adornos retorcidos o caracteres de algún alfabeto extraño. Aquí las dos puertas eran de la misma forma pero de distinto material: una de madera y otra metálica. Bastián se decidió por la de madera.

Es imposible describir todas las puertas y estancias que atravesó Bastián vagabundeando por el Templo de las Mil Puertas. Había portones que parecían grandes agujeros de cerradura y otros que semejaban la entrada del infierno; había puertas doradas y oxidadas, acolchadas y claveteadas, delgadas como el papel y gruesas como puertas de caja de caudales. Había una que parecía la boca de un gigante y otra que se abría como un puente levadizo, una que semejaba una gran oreja y otra hecha de pan de especias, una que tenía la forma de una puerta de horno y otra que había que desabrochar. A veces, las dos puertas de salida de una habitación tenían algo en común —forma, material, tamaño o color—, pero había siempre alguna cosa que las diferenciaba esencialmente.

Bastián había pasado ya muchas veces de una estancia hexagonal a otra. Cada decisión que tomaba lo ponía ante una nueva decisión, la cual, a su vez, lo arrastraba a otra nueva. Pero todas aquellas decisiones no cambiaban en nada el hecho de que estaba en el Templo de las Mil Puertas… y seguiría estando en él. Mientras andaba y andaba, comenzó a pensar en cuál podía ser la causa. Su deseo había bastado para llevarlo al laberinto pero, evidentemente, no era suficiente para hacer que encontrara la salida. Bastián había deseado compañía. Pero se daba cuenta de que, al hacerlo, no se imaginaba nada concreto. Y eso no lo ayudaba en nada a decidir entre una puerta de cristal y otra de mimbre. Hasta entonces había elegido simplemente al buen tuntún, sin pensárselo mucho. En realidad, cada vez hubiera podido elegir igualmente la otra puerta. Pero de esa forma nunca saldría de allí.

Estaba precisamente en una habitación de luz verdosa. En tres de sus seis paredes había pintadas figuras de nubes. La puerta de la izquierda era de madreperla blanca; la de la derecha, de ébano negro. Y Bastián supo de pronto lo que deseaba: ¡Atreyu!

La puerta de madreperla le recordó a Fújur, el dragón de la suerte, cuyas escamas brillaban como la madreperla, de manera que se decidió por ella.

En la habitación siguiente había dos puertas, una de ellas de hierba tejida y la otra consistente en una reja de hierro. Bastián eligió la de hierba, pensando en el Mar de Hierba, el país de Atreyu.

En la nueva habitación se encontró ante dos puertas que sólo se diferenciaban en que una era de cuero y la otra de fieltro. Bastián pasó, naturalmente, por la de cuero.

Otra vez se encontró ante dos puertas, y allí tuvo que reflexionar una vez más. Una era purpúrea y la otra verde oliva. Atreyu era un piel verde y llevaba un manto de piel de búfalo purpúreo. En la puerta verde oliva había pintados unos sencillos signos de color blanco, como los que llevaba Atreyu en la frente y las mejillas cuando el viejo Caíron lo encontró. Sin embargo, los mismos signos aparecían también en la puerta purpúrea, y Bastián no sabía si el manto de Atreyu llevaba esos signos. Así pues, debía de tratarse de un camino que llevaba hasta otro, pero no hasta Atreyu.

Bastián abrió la puerta oliva… ¡y se encontró al aire libre!

Con gran asombro por su parte, no estaba sin embargo en el Mar de Hierba, sino en un claro bosque primaveral. Los rayos de sol se abrían paso a través del follaje joven y sus juegos de luces y sombras centelleaban en el suelo musgoso. Olía a tierra y a setas, y el aire tibio estaba lleno de gorjeos de pájaros. Bastián se volvió y vio que acababa de salir de una pequeña capilla del bosque. En aquel momento, la puerta de la capilla había sido la de salida del Templo de las Mil Puertas. Bastián la abrió otra vez, pero sólo vio ante sí el interior estrecho y pequeño de la capilla. El tejado se componía únicamente de unas vigas carcomidas que se alzaban en el aire del bosque, y las paredes estaban cubiertas de musgo.

Bastián se puso en camino, sin saber al principio hacia dónde. No dudaba de que, antes o después, se tropezaría con Atreyu. Y se alegraba tremendamente pensando en ese encuentro. Les silbó a los pájaros, que le contestaron, y cantó, muy alto y loco de alegría, todo lo que le pasó por la cabeza. Después de andar un poco, vio en un claro a un grupo de personas acampadas. Al acercarse se dio cuenta de que se trataba de muchos hombres con armas magníficas. También había entre ellos una hermosa dama, que se sentaba en la hierba y rasgueaba un laúd. Detrás había algunos caballos, ricamente ensillados y embridados. Delante de los hombres, que estaban echados en la hierba y conversaban, había extendido un mantel blanco y, sobre él, toda clase de alimentos y bebidas.

Bastián se aproximó al grupo, pero antes ocultó el amuleto de la Emperatriz Infantil bajo su camisa, porque quería conocer a aquella gente sin darse él a conocer ni llamar la atención.

Cuando lo vieron llegar, los hombres se pusieron en pie y lo saludaron cortésmente, inclinándose. Evidentemente, lo tomaban por un príncipe oriental o algo parecido. También la hermosa dama inclinó sonriente la cabeza, pero siguió pulsando su instrumento. Uno de los hombres era especialmente alto e iba vestido de forma especialmente lujosa. Todavía era joven y tenía rubios los cabellos, que le caían sobre los hombros.

—Soy Hýnreck el Héroe —dijo— y esta dama es la Princesa Oglamar, hija del rey de Lunn. Estos hombres son mis amigos Hykrion, Hýsbald y Hydom. ¿Cuál es vuestra gracia, joven amigo?

—No puedo revelar mi nombre… todavía —respondió Bastián.

—¿Un voto? —preguntó la Princesa Oglamar con un poco de ironía—. ¿Tan joven y ya con un voto?

—¿Sin duda venís de lejos? —quiso saber Hýnreck el Héroe.

—Sí, de muy lejos —contestó Bastián.

—¿Sois un príncipe? —preguntó la princesa, contemplándolo con agrado.

—Eso no puedo decirlo —replicó Bastián.

—Sea como fuere, ¡sed bienvenido a nuestra Mesa Redonda! —exclamó Hýnreck el Héroe—. ¿Nos concederéis el honor de sentaros con nosotros y compartir nuestro yantar, joven señor?

Bastián aceptó agradecido, se sentó y se sirvió.

Por la conversación de la dama y los cuatro caballeros supo que muy cerca estaba la grande y magnífica Amarganz, la Ciudad de Plata. Allí debía celebrarse una especie de torneo. Llegaban de cerca y de lejos los héroes más audaces, los mejores cazadores y los guerreros más valientes, pero también toda clase de aventureros y valentones, para participar en los festejos. Sólo a los tres más valientes y mejores, que vencieran a todos los demás, se les concedería el honor de tomar parte en una especie de expedición de búsqueda. Se trataba de un viaje probablemente muy largo y arriesgado, cuyo objetivo era encontrar a determinado personaje que se hallaba en alguno de los innumerables países de Fantasia y al que solo llamaban «el Salvador». Su nombre no lo sabía nadie. No obstante, a él debía el reino de Fantasia el existir otra vez o el seguir existiendo. En efecto, en otro tiempo había caído sobre Fantasia una terrible catástrofe que había estado a punto de aniquilarla por completo. El citado «Salvador» la había evitado en el último momento, al llegar y darle a la Emperatriz Infantil el nombre de Hija de la Luna, por el que hoy la conocían todos los seres de Fantasia. Sin embargo, desde entonces vagaba de incógnito por el país, y la misión de la expedición de búsqueda sería encontrarlo y, por decirlo así, darle escolta para que nada le ocurriera. Para ello, sin embargo, había que elegir sólo a los hombres más capaces y valientes, porque podía ser que hubiera que afrontar aventuras inconcebibles.

El torneo en el que debía hacerse la elección había sido organizado por Qüérquobad, el Anciano de Plata —en la ciudad de Amarganz reinaba siempre el hombre más viejo o la mujer más vieja, y Qüérquobad tenía ciento siete años—. Pero no sería él quien elegiría entre los concursantes, sino un joven cazador llamado Atreyu, un muchacho del pueblo de los pieles verdes, que era huésped de Qüérquobad, el Anciano de Plata. Atreyu era el único que podría reconocer al «Salvador», porque lo había visto una vez en un espejo mágico.

Bastián callaba, limitándose a escuchar. No le fue fácil, porque había comprendido enseguida que aquel «Salvador» era él. Y cuando se pronunció incluso el nombre de Atreyu, el corazón le dio saltos en el pecho y le costó un esfuerzo enorme no traicionarse. Pero estaba decidido a conservar de momento su incógnito.

Por lo demás, a Hýnreck el Héroe no le interesaba tanto en todo aquel asunto la expedición de búsqueda y su objetivo como ganar el corazón de la Princesa Oglamar. Bastián se dio cuenta enseguida de que Hýnreck el Héroe estaba enamorado de la damita hasta los huesos. Suspiraba de cuando en cuando, en momentos en que no había por qué suspirar, y miraba siempre a su adorada con ojos tristes. Ella hacía como si no se diera cuenta. Al parecer, en alguna ocasión había hecho voto de tomar por marido sólo al mayor de todos los héroes, a aquel que pudiera vencer a todos los demás. No se contentaría con menos. Ése era el problema de Hýnreck el Héroe, que tenía que demostrar que era el mejor. Al fin y al cabo, no podía matar a alguien que no le hubiera hecho nada. Y guerras no había desde hacía tiempo. Le hubiera encantado luchar contra monstruos y demonios; si de él hubiera dependido, le hubiera puesto a ella cada mañana una sanguinolenta cola de dragón sobre la mesa del desayuno, pero por ninguna parte había monstruos ni dragones. Cuando el emisario de Qüérquobad, el Anciano de Plata había llegado hasta él para invitarlo al torneo, había aceptado enseguida, naturalmente. Sin embargo, la Princesa Oglamar había insistido en ir también, porque quería convencerse por sus propios ojos de lo que él era capaz de hacer.

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