Read La Historia Interminable Online

Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (31 page)

BOOK: La Historia Interminable
10.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Sabido es —le dijo sonriendo a Bastián— que no se puede fiar en los relatos de los héroes. Todos tienen tendencia a adornarse.

—Con adornos o sin ellos —alegó Hýnreck el Héroe—, valgo cien veces más que ese legendario Salvador.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Bastián.

—Bueno —dijo Hýnreck el Héroe—, si ese tipo tuviera en los huesos la mitad del tuétano que yo, no necesitaría escolta que lo protegiera y cuidara como a un bebé. Ese Salvador me parece un individuo bastante flojucho.

—¡Cómo podéis decir una cosa así! —exclamó Oglamar escandalizada—. ¡Ha salvado a Fantasia de la catástrofe!

—¡Y aunque así fuera! —contestó desdeñoso Hýnreckel Héroe—. Para eso no fue necesario hacer nada especialmente heroico.

Bastián decidió darle un pequeño escarmiento en la primera ocasión propicia.

Los otros tres caballeros habían encontrado casualmente en su viaje a la pareja y se habían unido a ella. Hykrion, que tenía un indómito bigote negro, opinaba que él era el brazo más fuerte y formidable de Fantasia. Hýsbald, que era pelirrojo y, en comparación con los otros, parecía delicado, estimaba que nadie era más hábil y diestro con la espada que él. Y Hydorn, por último, estaba convencido de que en la lucha no lo igualaba nadie en tenacidad y resistencia. Su aspecto confirmaba esta afirmación, porque era alto y delgado y parecía estar hecho sólo de tendones y huesos.

Al terminar la comida se pusieron en camino. La vajilla, el mantel y las provisiones fueron guardados en las alforjas de una acémila. La Princesa Oglamar subió a su blanco palafrén y se puso en marcha, sin cuidarse de los demás. Hýnreck el Héroe saltó sobre su corcel negro como el carbón y galopó tras ella.. Los otros tres caballeros propusieron a Bastián que fuera sobre la acémila, entre las alforjas de provisiones.

Bastián se subió, los caballeros montaron igualmente en sus caballos magníficamente enjaezados, y todos se pusieron a trotar por el bosque, con Bastián en último lugar. La acémila, una vieja mula, se quedaba cada vez más atrás, y Bastián intentó espolearla. Pero, en lugar de andar más aprisa, la mula se detuvo, volvió la cabeza y dijo:

—No te esfuerces, señor, porque me he quedado atrás con toda intención.

—¿Por qué? —preguntó Bastián.

—Sé quién eres, señor.

—¿Qué es lo que sabes?

—Cuando se es sólo media burra y no burra entera, una se da cuenta de las cosas. Hasta los caballos han notado algo. No necesitas decirme nada, señor. Me gustaría poder contarles a mis hijos y nietos que llevé al Salvador y fui la primera en saludarlo. Por desgracia, las de mi especie no tenemos hijos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Bastián.

—Yicha, señor.

—Oye, Yicha: no lo estropees todo y guárdate para ti lo que sabes. ¿Lo harás?

—Con mucho gusto, señor.

Y la mula se puso al trote para alcanzar a los otros.

El grupo esperaba al borde del bosque. Todos contemplaban admirados la ciudad de Amarganz, que relucía ante ellos a la luz del sol. El lindero del bosque estaba en una altura y desde allí se disfrutaba de una amplia vista sobre un gran lago, de color casi violeta, rodeado por todos lados de colinas igualmente boscosas. Y en medio de aquel lago estaba Amarganz, la Ciudad de Plata. Todas sus casas estaban situadas sobre pequeñas embarcaciones: los grandes palacios sobre anchas gabarras, los pequeños sobre barcas y botes. Y cada casa y cada embarcación eran de plata, de una plata finamente cincelada y artísticamente decorada. Las puertas y ventanas de los palacios grandes y pequeños, las torrecillas y los balcones eran de filigrana de plata de una clase tan maravillosa que no tenía igual en toda Fantasia. Por todo el lago se veían botes y barcas que llevaban visitantes a la ciudad desde las orillas. Hýnreck el Héroe y sus acompañantes se apresuraron a llegar a la playa, en donde aguardaba un transbordador de plata, de curvada proa. Toda la caravana, con caballos y acémilas, encontró sitio en él.

Durante el viaje, Bastián supo por el barquero —quien, por cierto, llevaba un traje tejido de plata— que las aguas color violeta del lago eran tan saladas y amargas que, a la larga, nada podía resistir su poder destructor… nada, salvo la plata. El lago se llamaba Murhu o Lago de las Lágrimas. En tiempos muy remotos se había trasladado a la ciudad de Amarganz al centro del lago para protegerla de invasiones, porque quien había intentado llegar hasta ella en barcos de madera o embarcaciones de hierro se había hundido y había perecido, ya que el agua descomponía en poco tiempo buque y tripulación. Pero ahora había otra razón para que Amarganz estuviera sobre el agua. En efecto, a sus habitantes les gustaba reagrupar de vez en cuando sus viviendas, formando nuevas calles y plazas. Cuando, por ejemplo, dos familias que vivían en extremos opuestos de la ciudad se hacían amigas o emparentaban porque sus miembros jóvenes contraían matrimonio, dejaban su lugar anterior y colocaban próximos sus barcos de plata, haciéndose vecinas. Dicho sea de paso, la plata era de una clase especial y tan única como la incomparable belleza de su trabajo.

A Bastián le hubiera gustado oír más cosas aún, peroel transbordador había llegado a la ciudad y tuvo que bajar con sus compañeros de viaje.

Ante todo buscaron albergue, a fin de alojarse con sus caballerías. No fue muy fácil, porque Amarganz había sido tomada casi por asalto por los viajeros que llegaban, de cerca o de lejos, para el torneo. Pero finalmente encontraron sitio en una posada. Cuando Bastián llevaba a la mula al establo, le cuchicheó al oído:

—No te olvides de lo que me has prometido, Yicha. Hasta pronto.

Yicha se limitó a asentir con la cabeza.

Luego, Bastián dijo a sus compañeros de viaje que no quería seguir importunándolos e iba a visitar la ciudad por su cuenta. Les dio las gracias por su amabilidad y se despidió de ellos. En realidad, ardía en deseos de encontrar a Atreyu.

Las embarcaciones pequeñas estaban unidas entre sí por pasarelas: unas estrechas y frágiles, de forma que sólo podía pasar por ellas una persona, y otras anchas y espléndidas como calles, en las que se apretujaba la multitud. Había también puentes colgantes cubiertos y en los canales, entre los buques-palacio, se movían cientos de canoas de plata. Sin embargo, a dondequiera que se fuera o en dondequiera que se estuviera, se sentía siempre bajo los pies un suave subir y bajar del suelo, que recordaba que la ciudad entera flotaba sobre el agua.

La multitud de visitantes, de los que la ciudad parecía estar realmente rebosante, era tan multicolor y multiforme que haría falta un libro entero para describirla. Los amargancios eran fáciles de reconocer, porque llevaban todos trajes de tejido de plata, casi tan hermosos como el manto de Bastián. También sus cabellos eran plateados, y ellos eran altos y bien parecidos y tenían los ojos de un color tan violeta como Murhu, el Lago de las Lágrimas. La mayoría de los forasteros no eran tan hermosos. Había gigantes llenos de músculos, con cabecitas que, entre sus poderosos hombros, parecían pequeñas como manzanas. Circulaban por allí rufianes de la noche, sombríos y valentones, tipos solitarios con los que se veía que era imposible hacer buenas migas. Había espadachines de ojos rápidos y rápidas manos, y furibundos guerreros que andaban con los brazos en jarras y echando humo por boca y narices. Daban vueltas por el lugar fanfarrones, como peonzas vivas, y sátiros trotaban de un lado a otro sobre sus piernas nudosas, con gruesas cachiporras al hombro. Una vez, Bastián vio incluso un comerrocas,. cuyos dientes sobresalían como cinceles de acero. La pasarela de plata se curvó bajo su peso cuando el comerrocas cruzó pesadamente. Pero antes de que Bastián pudiera preguntarle si, por casualidad, se llamaba Pyernrajzarck, se había perdido entre el gentío.

Bastián llegó por fin al centro de la ciudad. Y allí era donde se celebraban los torneos, que estaban en todo su auge. En una gran plaza redonda, que parecía una enorme pista de circo, cientos de competidores medían sus fuerzas y demostraban lo que sabían hacer. En torno al amplio redondel se apiñaba una multitud de espectadores, que animaban con sus gritos a los combatientes; también las ventanas y los balcones de los buques-palacio de alrededor rebosaban casi de espectadores, y muchos de éstos habían conseguido trepar a los tejados adornados con filigrana de plata.

Sin embargo, Bastián no se interesó tanto al principio por el espectáculo que ofrecían los competidores. Quería encontrar a Atreyu que, sin duda, contemplaba los juegos desde algún sitio. Y entonces observó que la multitud miraba siempre con expectación hacia un palacio determinado, sobre todo cuando uno de los competidores había realizado alguna hazaña especialmente impresionante. Con todo, Bastián tuvo que abrirse paso por uno de los puentes colgantes y trepar luego a una especie de farola antes de poder echar una ojeada a aquel palacio.

En un amplio balcón habían colocado dos altos sillones de plata. En uno de ellos se sentaba un hombre muy viejo, al que barba y cabellos de plata le caían en oleadas hasta el cinto. Debía de ser Qüérquobad, el Anciano de Plata. Junto a él estaba un muchacho, aproximadamente de la edad de Bastián. Llevaba pantalones largos de cuero blando y el torso desnudo, de forma que podía verse que su piel era de color verde oliva. La expresión de su rostro delgado era seria, casi adusta. Llevaba el pelo, largo y negroazulado, recogido en una trenza en la nuca y atado con unas tiras de cuero. Le cubría los hombros un manto de color púrpura. Contemplaba serenamente y, sin embargo, con peculiar intensidad el campo de batalla. Nada parecía escapar a sus ojos oscuros. ¡Atreyu!

En aquel momento apareció en la abierta puerta del balcón que había detrás de Atreyu otro rostro muy grande, parecido al de un león, aunque en lugar de piel tenía escamas de madreperla blanca y le colgaban de la boca unas barbas largas, también blancas. Los ojos eran de color rubí y chispeaban, y cuando levantó la cabeza por encima de Atreyu se vio que iba unida a un cuello largo, flexible e igualmente cubierto de escamas de madreperla, del que caía una melena como de fuego blanco. Era Fújur, el dragón de la suerte. Pareció decirle algo a Atreyu, porque Atreyu asintió.

Bastián bajó de la farola. Ya había visto bastante. Dedicó su atención a los competidores.

En el fondo, no se trataba tanto de verdaderos y auténticos torneos como de una especie de representación circense en gran escala. Es verdad que, en aquel momento, se desarrollaban precisamente una lucha a brazo partido entre dos gigantes, cuyos cuerpos se retorcían formando un solo nudo que rodaba de un lado a otro; es verdad que aquí y allá había parejas de la misma especie o de especies muy distintas, que demostraban su habilidad en la esgrima o en el manejo de la maza o de la lanza, pero naturalmente no luchaban a vida o muerte. Una de las reglas del juego era incluso demostrar lo caballeresca y limpiamente que uno combatía y cómo sabía dominar su violencia. Un competidor que, llevado por la ira o la ambición, hubiera herido gravemente a su contrincante hubiera sido descalificado inmediatamente. La mayoría trataban de probar su destreza en el manejo del arco, o de exhibir su fuerza levantando enormes pesos; otros mostraban sus habilidades realizando hazañas acrobáticas o con toda clase de pruebas de valor. Los concursantes eran tan diversos como variado lo que hacían.

Continuamente, los que eran vencidos abandonaban el terreno, por lo que, poco a poco, cada vez eran menos los competidores. Bastián vio cómo entraba en liza Hykrion, el fuerte, Hýsbald, el ligero y Hydorn, el duro. Hýnreck el Héroe y su adorada, la Princesa Oglamar, no estaban con ellos. Quedaban aún sobre el terreno unos cien competidores. Como se trataba ya de una selección de los mejores, a Hykrion, Hýsbald y Hydorn no les fue tan fácil vencer a sus contrarios. Hizo falta toda la tarde para que Hykrion demostrase ser el más poderoso de los fuertes, Hýsbald el más diestro de los ligeros y Hydorn el más resistente de los duros. El público los vitoreó, aplaudiendo entusiasmado, y los tres se inclinaron mirando al balcón donde se sentaban Qüérquobad,

el Anciano de Plata, y Atreyu. Éste se levantaba ya para decir algo, cuando de pronto entró en el palenque otro competidor. Era Hýnreck. Se hizo un silencio expectante y Atreyu volvió a sentarse. Como sólo debían acompañarlo tres hombres, ahora había uno de más. Uno de ellos tendría que quedarse.

—Caballeros —dijo Hýnreck con voz fuerte, de modo que todos pudieran oírlo—, no creo que la modesta exhibición de vuestras habilidades que acabáis de realizar pueda haber fatigado vuestras fuerzas. Con todo, no sería digno de mí, en esas circunstancias, retaros de uno en uno. Como hasta ahora no he visto entre todos los competidores ningún contrincante capaz de medirse conmigo, no he participado y, por consiguiente, estoy fresco todavía. Si alguno de vosotros se siente demasiado agotado, puede abandonar libremente. De todos modos, yo estaría dispuesto a competir con los tres a la vez. ¿Tenéis alguna objeción?

—No —respondieron los tres como un solo hombre.

Y entonces se entabló un combate en el que saltaron chispas. Los. golpes de Hykrion no habían perdido nada de su violencia, pero Hýnreck el Héroe era más fuerte. Hýsbald lo atacó por todos lados con la velocidad del relámpago, pero Hýnreck el Héroe era más rápido. Hydorn intentó fatigarlo, pero Hýnreck el Héroe era más resistente. El combate había durado apenas diez minutos cuando los tres caballeros estaban ya desarmados y doblaban la rodilla ante Hýnreck el Héroe. El miró orgulloso a su alrededor buscando evidentemente la admiración de su dama, quien, sin duda, estaba en algún lugar entre la multitud. El júbilo y los aplausos de los espectadores atronaron como un huracán la plaza. Probablemente pudieron oírse hasta en las más remotas orillas de Murhu, el Lago de las Lágrimas.

Cuando se restableció la calma, Qüérquobad, el Anciano de Plata, se puso en pie y preguntó en voz alta:

—¿Hay alguien que se atreva aún a enfrentarse con Hýnreck el Héroe?

—¡Sí, yo!

Era Bastián.

Todos los rostros se volvieron hacia él. La multitud le abrió paso y Bastián entró en la plaza. Se oyeron exclamaciones de asombro y de preocupación.

—¡Qué guapo es!… ¡Qué lástima! … ¡No lo dejéis!

—¿Quién eres? —preguntó Qüérquobad, el Anciano de Plata.

—Mi nombre —respondió Bastián— sólo lo diré después.

Vio que Atreyu entornaba los ojos y lo miraba inquisitivamente, pero lleno de incertidumbre aún.

BOOK: La Historia Interminable
10.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Glass Word by Kai Meyer
Bend (A Stepbrother Romance) by Callahan, Ellen
An Honorable Thief by Anne Gracie
Everybody's Autobiography by Gertrude Stein
Mind Magic by Eileen Wilks
X Descending by Lambright, Christian