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Authors: Cees Nooteboom

La historia siguiente

BOOK: La historia siguiente
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Herman Mussert, un profesor neerlandés de lenguas muertas, se acuesta en su tranquilo apartamento de Amsterdam y amanece, al día siguiente, en la habitación de un hotel de Lisboa. Al despertarse, su primera sensación no es de sorpresa, sino que siente un extraño escalofrío por la posibilidad de ser otro y por la hilarante probabilidad de estar muerto. El hombre de Amsterdam tal vez esté muriendo, pero el de Lisboa contará la historia de su vida y la de las dos mujeres que fueron importantes en ella. Éste será el inicio de una breve novela, llena de inteligencia y sabia ironía, sobre el sentido que tienen las metamorfosis y la muerte, tanto para el mundo de los clásicos grecolatinos como para el pensamiento científico.

Cees Nooteboom

La historia siguiente

ePUB v1.0

chungalitos
01.05.12

Título original:
Het volgende verhaal

Cees Nooteboom, 1991.

Traducción: Julio Grande

Scham straubt sich dagegen, metaphysischen Intentionen unmittelbar auszudrücken; wagte man es, so ware man dem jubelnden MiBverstandnis preisgegeben.

[El pudor se opone a expresar directamente las intenciones metafísicas; si alguien se atreviera a expresarlas, quedaría a merced del error triunfante.]

Th. Adorno,
Noten zur Literatur, II.

zur SchluBszene des Faust

1

Nunca he tenido un interés exagerado por mi propia persona, pero esto tampoco implicaba que fuera capaz de dejar de reflexionar sobre mí, sin más, cuando quisiera; lamentablemente éste no es el caso. Y esta mañana tenía algo sobre lo que reflexionar, eso es cierto. Otra persona hubiera hablado quizá de un asunto de vida o muerte, pero yo no utilizo este tipo de palabras grandilocuentes; ni siquiera cuando no hay nadie cerca, como entonces.

Me desperté con la ridícula sensación de que tal vez ya estaba muerto, pero en ese momento no pude determinar si ya estaba muerto de veras, si había estado muerto, o si por lo contrario no lo estaba. La muerte —había aprendido— no era nada, y si estabas muerto —esto también lo había aprendido— se paraban todas las consideraciones. Así que esto no casaba, ya que todavía las tenía: consideraciones, pensamientos y recuerdos. Y aún estaba en alguna parte; un poco más tarde resultaría incluso que podía andar, mirar, comer (el sabor dulce de esas pelotitas de masa hechas con leche materna y miel que toman los portugueses en el desayuno permanecía todavía, horas más tarde, en mi boca). Podía pagar incluso con dinero de curso legal. Esto último fue, por lo que a mí respecta, lo más convincente. Te despiertas en una habitación en la que no te has dormido, tu cartera está, como corresponde, en una silla junto a tu cama. Sabía también que estaba en Portugal, aunque la noche anterior me había acostado como siempre en Amsterdam, pero con lo que no había contado es con que hubiera dinero portugués en mi cartera. La habitación misma la había reconocido inmediatamente. Al fin y a la postre allí se había desarrollado uno de los episodios más importantes de mi vida, en la medida en que se pueda decir tal cosa de mi vida. Pero me desvío. Desde mi época de profesor sé que hay que contar todo al menos dos veces, y así dejar abierta la probabilidad de que surja orden en lo que parece caos. Por eso vuelvo a la primera hora de aquella mañana, el momento en el que abrí los ojos, que obviamente aún tenía. Alguien había dicho: «sentiremos las corrientes de aire entre las grietas de la construcción causal». Pues aquella mañana había una considerable corriente de aire en mí, aunque la primera visión fue la de un techo con unas cuantas vigas extremadamente sólidas que corrían paralelas; una estructura tal que, por su pureza funcional, evocaba reposo y seguridad, algo de lo que todo ser humano —por muy equilibrado que sea— tiene necesidad cuando vuelve del negro dominio del sueño. Funcionales eran esas vigas porque sostenían con su fuerza el piso superior, y pura era la estructura a causa de las distancias absolutamente iguales de las vigas entre sí. Así que esto tenía que haberme producido tranquilidad, pero ni hablar. Lo primero es que no eran mis vigas, y lo segundo es que resonaba desde arriba, en esta habitación, ese sonido de lascivia humana tan doloroso para mí. Sólo había dos posibilidades: o no era mi habitación, o no era yo, y en este caso tampoco eran mis ojos ni mis oídos, ya que no sólo las vigas eran más estrechas que las de mi dormitorio en el Keizersgracht, sino que además allí no vivía nadie encima de mí que me pudiera molestar con su invisible pasión. Permanecí tumbado y muy quieto, aunque sólo fuera para hacerme a la idea de que quizá mis ojos no fueran mis ojos, lo que, naturalmente, es una complicada manera de decir que yacía allí quieto como la muerte porque tenía un miedo de muerte de ser alguien diferente. Ésta es la primera vez que intento contarlo y no es sencillo. No me atrevía a moverme, ya que si era otra persona, no sabía cómo debía hacerlo. Algo así. Mis ojos —así seguía llamándolos provisionalmente— miraban las vigas que no eran mis vigas, y mis oídos o los de ese eventual otro escuchaban el
crescendo
erótico de arriba coincidiendo con la sirena de una ambulancia en la calle, que tampoco emitía ya su sonido habitual. Me toqué los ojos y noté que al hacerlo los cerraba. Ciertamente, uno no se puede tocar los ojos, siempre se baja antes el telón que está hecho para esto; lo único que ocurre entonces es que, naturalmente, uno no se puede ver la mano con la que toca esos ojos velados. Bolas, eso tocaba. Si uno es osado puede incluso apretarlas un poco. Me avergüenza decir que, después de tantos años sobre la Tierra, todavía no sé de lo que consta un ojo en realidad. Córnea, retina, el iris y la pupila que en todo criptograma se convierten en flor y en alumna, ya sabía; pero la materia propiamente dicha, esa masa viscosa de jalea coagulada o gelatina, eso siempre me ha aterrorizado. Siempre se reían de mí cuando hablaba sobre gelatina, pero el duque de Cornwall, sin embargo, grita cuando arranca los ojos del conde de Gloucester en
El rey Lear
: «Out! vil e jelly!», y precisamente era en esto en lo que pensaba cuando apretaba esas bolas sin vista que eran o no eran mis ojos. Permanecí durante largo tiempo así tendido e intenté recordar la noche anterior. No hay nada excitante en las noches de un soltero como yo, si es que yo era aquel de quien se trataba. A veces se puede ver un perro intentando morderse su propio rabo. Entonces se forma una especie de ciclón perruno que concluye con la aparición del perro como perro saliendo de esa tormenta. Vacío, eso es lo que se ve entonces en los ojos del perro, y vacío era lo que yo sentía en esa cama extraña. Porque, suponiendo que yo no fuera yo y, por consiguiente, fuera alguien diferente (decir «nadie», pensé, sería ir demasiado lejos), entonces debería pensar, sin embargo, que los recuerdos de ese otro eran mis recuerdos; todo el mundo dice al fin y al cabo «mis recuerdos» para significar sus recuerdos.

Desgraciadamente siempre he tenido un gran dominio de mí mismo, de otro modo quizá hubiera gritado, y quienquiera que fuese ese otro disponía también de esta misma cualidad y se mantenía tranquilo. Resumiendo, aquel que yacía allí decidió hacer caso omiso de sus o de mis especulaciones y entregarse a la tarea del recuerdo, y visto que él —quienquiera que fuese— se decía a sí mismo «yo» en esa habitación de Lisboa que por descontado reconocía endiabladamente bien, me acordé de lo siguiente: la noche de un soltero que prepara su condumio en Amsterdam, lo que en mi caso significa la apertura de una lata de judías blancas. «Lo mejor sería que las comieras aún frías, directamente de la lata», me dijo una vez una vieja amiga, y no andaba descaminada. El sabor es incomparable. Ahora tengo que explicar, naturalmente, todo lo que hago y soy, pero mejor lo aplazamos un poco hasta otra ocasión. Por lo demás, soy filólogo especializado en latín y griego, en otro tiempo profesor de lenguas muertas o, como decían mis alumnos, muerto profesor de lenguas. Debo de haber tenido entonces unos treinta años. Mi apartamento está lleno de libros que me permiten vivir allí, entre ellos. Así pues, éste es el decorado, y así debió de haber sido anoche: un hombre más bien bajo, con el cabello rojizo, que ahora amenaza con volverse blanco, si es que por lo menos tiene aún esa oportunidad. Parezco comportarme como un ratón de biblioteca inglés del siglo pasado, vivo en un viejo sillón Chesterfield sobre el que hay un antiquísimo tapiz persa que evita la visión de sus salientes entrañas, y leo bajo una lámpara de pie con pantalla que se encuentra junto a la ventana. Leo siempre. Mis vecinos de enfrente, al otro lado del canal, alguna vez han dicho que siempre se alegran cuando regreso de mis viajes, ya que me consideran como una especie de faro. La mujer ha llegado a confesarme que a veces me observa con unos prismáticos.

—Cuando vuelvo a mirar después de una hora, usted sigue sentado igual que antes; a veces pienso sencillamente que está usted muerto.

—Lo que usted llama muerte es en realidad concentración, señora —dije, ya que soy muy bueno truncando conversaciones no deseadas. Pero ella quería saber a toda costa lo que estaba leyendo. Éstos son momentos muy gratos, pues esta conversación tuvo lugar en De Klepel,
[1]
el café de nuestro barrio, y yo tengo una voz potente, algunos llegan incluso a decir que agresiva—. Ayer por la noche estuve leyendo los
Caracteres
de Teofrasto, señora, y después leí algo de las
Dionisíacas
de Nono —entonces se hace el silencio durante un instante en el café, y todo el mundo me vuelve a dejar tranquilo.

Pero ahora se trata de otro ayer por la noche. Había llegado a casa zumbando con la fuerza de cinco aguardientes de hierbas y me había abierto tres latas: sucedáneo de tortuga de Campbell, judías blancas en salsa de tomate de Heinz, y salchichas de Frankfurt de Heinz. La sensación del abridor que va cortando la lata, el suave golpecillo cuando se produce la apertura y ya se puede oler algo de su contenido, y luego el corte mismo a lo largo del borde redondo y el indescriptible sonido que lo acompaña es una de las experiencias más sensuales que conozco, aunque en mi caso esto no quiera decir mucho. Ceno en la mesa de la cocina, sentado sobre una silla de cocina y frente a la reproducción de una imagen pintada por Pitino en el fondo de un cuenco, en el siglo VI antes de Cristo —quien fue tan insolente como para apropiarse del tiempo anterior a él con efectos retroactivos—, que representa a Peleo luchando con Tetis. Siempre he tenido debilidad por la nereida Tetis no sólo por ser la madre de Aquiles, sino sobre todo por no querer casarse con el mortal Peleo, siendo hija de dioses. Tenía razón. Cuando se es inmortal, el hedor que pende por todas partes en torno a los seres mortales debe de ser insoportable. Intentó por todos los medios escapar de este futuro cadáver; se transformó sucesivamente en fuego, agua, un león y una serpiente. Ésta es la diferencia entre dioses y hombres. Los dioses pueden transformarse a sí mismos, los hombres sólo pueden ser transformados. Me gusta mi cuenco; los dos combatientes no se miran el uno al otro, sólo se ve un ojo de cada uno, un agujero colocado transversalmente que no parece estar dirigido hacia ninguna parte. El furioso león está junto a la mano de Tetis absurdamente estirada, la serpiente se enrosca alrededor de los tobillos de Peleo y, al mismo tiempo, todo parece estar quieto; es una lucha silenciosa como la muerte. La miro continuamente mientras como, ya que no me permito leer durante la comida. Y disfruto, aunque no se lo crea nadie. También los gatos comen todos los días lo mismo —igual que los leones en el jardín zoológico—, y todavía no les he oído quejarse nunca. Salsa piccalilli sobre las judías, mostaza sobre las salchichas de Frankfurt, algo que a mí —ahora que lo digo— me hace pensar en que me llamo Mussert. Herman Mussert. Nada agradable.
[2]
Mostaza hubiera sido mejor, pero no hay nada que hacer. Y mi voz es lo suficientemente potente como para cortar de raíz cualquier risa estúpida. Después de la cena he fregado los platos y he ido a sentarme en mi silla con mi taza de Nescafé. Enciendo la lámpara: los vecinos pueden encontrar su puerto de amarre. Primero he leído algo de Tácito para achicar esos aguardientes. Esto siempre da resultado, es infalible. Una lengua de mármol pulido que expulsa los malos vapores. Luego he leído algo sobre lava, pues desde que fui despedido del instituto escribo guías de viaje, una tarea estúpida con la que me gano el pan de cada día, pero no es ni con mucho tan idiota como la de todos esos llamados escritores literarios de viajes, que sienten la necesidad de untar su preciosa alma sobre los paisajes del mundo entero para epatar a la burguesía. Después el diario
NRC
, donde aparecía sólo una cosa que valía la pena recortar y llevarse a la cama, a saber: una foto. Lo restante era política neerlandesa, y hay que tener los sesos reblandecidos para ocuparse con ella. Luego un artículo sobre el pago de las deudas, de las que yo mismo no estoy libre, y sobre la corrupción en el Tercer Mundo, pero esto lo acababa de leer mucho mejor en Tácito, consultemos: libro II de las
Historiae
, capítulo 86, acerca de Antonius Primus
(tempore Neronis falsi damnatus)
[3]
. Actualmente la gente ya no sabe escribir. Yo tampoco, ni quiero, aunque uno de cada cuatro neerlandeses tenga en su casa una guía de viajes del doctor Estrabón (al editor no le sonaba nada bien «Mussert»). «Después de haber dejado el bello jardín del templo de Saihoji, volvemos a nuestro punto de partida…» Un trabajo de este estilo, y además copiado en gran parte, como todos los libros de cocina y guías de viaje. Uno debe vivir, pero cuando el año que viene reciba la jubilación, se acabó, entonces continuaré con mi traducción de Ovidio. «Y de Aquiles, una vez tan grande, sólo queda un escaso puñado», hasta ahí había llegado anoche;
Metamorfosis
, libro XII, lo añado por si acaso; y entonces empezaron a cerrárseme los ojos. La métrica no casaba, y nunca —lo sé— nunca obtendría la pulida sencillez de
et de tam magno restat Achille nescio quid parvum, quod non bene compleat urnam
, justamente lo necesario para llenar una urna… Nunca más aparecerá una lengua como el latín; nunca la precisión, la belleza y la expresión formarán tal unidad. Todas nuestras lenguas tienen demasiadas palabras, basta con mirar en las ediciones bilingües; a la izquierda, las palabras escasas y medidas, los esculpidos versos; a la derecha, la página completa, el embotellamiento, el amasijo de palabras, la intrincada jerigonza. Nadie verá jamás mi traducción, si llego a tener una tumba la llevaré conmigo. No quiero formar parte de los demás chapuceros. Me desnudé y fui a la cama con la foto que había recortado del
NRC
simplemente para fantasear un poco con ella. Esa foto no la hizo nadie, sino algo, un cohete espacial, el
Voyager
, a seis mil millones de kilómetros de distancia de la Tierra, de donde procedía. Este tipo de cosas no me dicen mucho en sí mismas, mi transitoriedad no aumenta finalmente conforme me voy haciendo más insignificante. Pero mi relación con ese Viajero era especial, ya que tenía la sensación de haber estado de viaje con él en persona. Quien lo quiera puede volver a encontrado en la
Guía de viaje para América del Norte
del doctor Estrabón, si bien allí no aparece, naturalmente, mi cursilona emoción de aquel día, ya me cuido yo de ello. Había ido a la Institución Smithsoniana de Washington porque el editor había dicho que era interesante para los jóvenes. Sólo con esta palabra se me revuelven las tripas, pero soy obediente. La técnica no me dice mucho; es una continua extensión del cuerpo con imprevisibles consecuencias, realmente sólo te gusta cuando tú mismo ya eres un poco de aluminio y plástico y ya no crees tanto en el libre albedrío. Pero algunos aparatos tienen su propia belleza —si bien nunca admitiré esto en público—, así que estuve paseando por allí bastante contento, entre los pequeños aviones de la moderna prehistoria suspendidos en el aire y las chamuscadas cabinas espaciales que demostraban tan convincentemente el inicio de nuestro mutacionismo. Naturalmente, el espacio es nuestro destino; eso ya lo sé, al fin y al cabo vivo en él. Pero la excitación de los grandes viajes ya no la experimentaré más, soy de aquellos que prefieren quedarse atrás, alguien de antaño, de antes de la gran huella acanalada del pie de Armstrong sobre la piel de la Luna. También pude ver eso aquella tarde, porque sin habérmelo pensado demasiado había entrado en una especie de teatro donde se mostraban películas sobre navegación espacial. Fui a sentarme en una de esas sillas americanas que te envuelven plácidamente como si estuvieras en el útero, y empecé mi viaje a través del espacio; se me saltaron las lágrimas casi inmediatamente. Por supuesto, más tarde el doctor Estrabón no diría palabra sobre esto. La emoción debe provenir del arte, y aquí se me engañó con la realidad; algún que otro estafador técnico había logrado mediante trucos ópticos que el polvo lunar estuviera a nuestros pies, que pareciera como si nosotros mismos estuviéramos en la Luna y pudiéramos pasear por ella. En la lejanía brillaba (!) la inexistente Tierra; sobre esa ficha efímera, plateada y flotante no podían haber escrito nunca un Homero o un Ovidio acerca del destino de los dioses y los hombres. Olía la materia muerta a mis pies, veía las pequeñas nubes de polvo lunar que remolineaban hacia arriba y volvían a posarse; se me privó de mi existencia sin habérseme otorgado otra a cambio. No sé si a los otros seres humanos que estaban a mi alrededor también les ocurría lo mismo. Había un silencio mortal, estábamos en la Luna y no podríamos volver nunca, luego iríamos hacia fuera —a la estridente luz del día— sobre un disco del tamaño de un florín, un objeto motriz que estaba colgado en algún sitio de la negra pantalla del espacio y no estaba conectado a nada. Pero lo peor no había llegado aún. Tengo en mi poder los textos más bellos que el mundo haya producido —al menos eso me parece a mí—, pero nunca hasta ahora he podido derramar una lágrima por un verso o una imagen, igual que jamás he podido llorar por las cosas por las que los hombres suelen llorar. Mis lágrimas aparecen exclusivamente con lo cursi, cuando Él la ve a Ella por primera vez en tecnicolor, con todo lo que el populacho sentimentaloide se ha inventado y la música que lo acompaña: miel pervertida que tiene por objeto no dejar al alma ninguna salida; la idea de la música vuelta contra sí misma. Esa música la tocaban ahora y, naturalmente, no pude contener las lágrimas. Churchill lloraba —según dicen— con todo; pero probablemente no lo hizo cuando dio la orden de bombardear Dresde. Allí iba el
Voyager
, una máquina absurda realizada por hombres, una araña brillante en el vacío rozando planetas sin vida donde nunca había existido la pena —a no ser la pena de las rocas que sufren bajo la insoportable carga de hielo—; y lloré. El Viajero mismo navegaba alejándose para siempre de nosotros, decía «blip» de vez en cuando y fotografiaba todas esas esferas congeladas o abrasadas —pero sin vida— que, junto a la bola sobre la que nosotros teníamos que vivir, giraban en torno a un ardiente borbotón de gas; y los altavoces, que nos rodeaban invisibles en la oscuridad, nos cubrían con música que intentaba desesperadamente adulterar el silencio de este viajero de metal solitario y, en ese mismo instante, empezó a hablarnos —primero quedamente a través de la música, después casi como un solo—, una velada voz. Dentro de noventa mil años, decía la voz, el Viajero habría alcanzado las fronteras de nuestra galaxia. Hizo una pausa, la música se hinchó como un oleaje emponzoñado y luego volvió a disminuir hasta hacerse el silencio, de manera que la voz pudo colocar su disparo mortal:

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