La historia siguiente (5 page)

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Authors: Cees Nooteboom

BOOK: La historia siguiente
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HIC · SITUS · EST · PHAETHON · CURRUS

AURIGA · PATERNI

QUEM · SI · NON · TENUIT · MAGNIS

TAMEN · EXCIDIT · AUSIS

Aquí yace Faetón: condujo el carro de Febo y falló, pero al menos se atrevió. Métricamente no estaba bien. Y había omitido que las ninfas marinas fueron las que me enterraron (¡a él!); el porqué sólo lo sabe el cielo.

Cuando sonó el timbre la clase desapareció enseguida, más rápido que otras veces. Maria Zeinstra se acercó a mi mesa y me preguntó:

—¿Te excitas siempre tanto?

—Lo siento —dije.

—No, pero si me parece rematadamente bien. Y es un relato fantástico, no lo conocía. ¿Continúa?

Y le hablé de las hermanas de Faetón, las Helíades, que se transformaron en árboles por la pena que les causó la muerte de su hermano.

—Como tu rata en larvas y luego en escarabajos.

—Con un rodeo. Pero no es lo mismo.

Quería contarle lo espléndidamente que describe Ovidio esa transformación en árboles, cómo su madre —mientras se desarrolla aún el proceso— quiere besar a las muchachas y arranca la corteza y las ramas de alrededor de los rostros que iban desapareciendo, y cómo entonces empiezan a salir gotas de sangre de estas ramas. Mujeres, árboles, sangre, ámbar. Pero ya era bastante complicado.

—Todas estas metamorfosis mías son metáforas de tus metamorfosis.

—¿Mis metamorfosis?

—Bueno sí, en la naturaleza. Sólo que sin dioses. Nadie lo hace por nosotros, lo hacemos nosotros mismos.

—¿El qué?

—Cambiar.

—Cuando nos morimos sí, pero para ello necesitamos a los enterradores.

—Me parece una ardua tarea el enrollamos. Sería una bola carroñera considerablemente grande. Rosa —lo veía ante mí. Las manos dobladas hacia dentro, mi cabeza de pensador en el vientre. Ella rió.

—Para ello tenemos otros empleados. Larvas, gusanos. También muy formales —seguía allí. De repente parecía tener catorce años.

—¿Crees que seguiremos existiendo?

—No —respondí sinceramente—. Ni siquiera estoy seguro de que existamos —quise haber dicho, y entonces lo dije.

—¡Bah, qué tontería! —sonó muy dialectal. Pero de repente me cogió de las solapas de la chaqueta—. ¿Vienes a tomar una copa conmigo? —y sin transición, tocando mi pecho con su dedo—: ¿Y entonces esto? ¿Acaso tampoco existe esto?

—Éste es mi cuerpo —dije. Sonó pedante.

—Sí, eso lo dijo también Jesucristo. Así que al menos admites que existe.

—Sí, bueno.

—Y entonces cómo lo llamas. «Mí», «yo», algo así, ¿no?

—¿Es tu yo el mismo de hace diez años? ¿Será el mismo dentro de cincuenta años?

—Para entonces espero no existir ya. Pero ahora dime: exactamente, qué crees que somos.

—Un conjunto de circunstancias y funciones compuestas y siempre cambiantes a las que decimos «yo». Tampoco sabría decirte nada mejor. Hacemos como si fuera invariable, pero varía continuamente hasta que se suspende. Pero seguimos llamándolo «yo». De hecho es una especie de profesión del cuerpo.

—¡Vaya!

—No, lo digo en serio. Este cuerpo más o menos casual o este grupo de funciones tiene la tarea de ser yo durante su vida. Se parece mucho a una especie de profesión. ¿O acaso no?

—En mi opinión estás un poco chiflado —dijo—. Pero lo cuentas muy bien. Y ahora quiero una copa.

Bueno, le parecía un hombrecillo raro, pero mi carbonizado Faetón la había impresionado; yo estaba clarísimamente disponible, y ella tenía que vengarse. Lo que hace grandes a los dramas griegos es que este tipo de disparates psicológicos no viene a cuento. También quise haberle dicho esto, pero la conversación se compone en su mayor parte de cosas que no se dicen. Somos descendencia; no tenemos vidas míticas, sino psicológicas. Y sabemos todo; siempre somos nuestro propio coro unánime.

—Lo que peor encuentro de toda esta historia —dijo— es que es un cliché —naturalmente, hablaba de Herfst y D'India, y todavía no estaba seguro de que tuviera razón. Lo peor era, sin duda, el misterio de Lisa d'India. Todo lo demás: joven y bonita alumna, profesor, era el cliché. Lo misterioso estaba en el poder que la alumna había adquirido.

—¿Puedes comprenderlo?

Sí, podía comprenderlo muy bien. Lo que no podía comprender, pero no lo dije, era por qué había elegido precisamente a este Rey Insulso; pero para esto ya había inventado Platón su fórmula mágica: «El amor está en aquel que ama, no en aquel que es amado». Formaría parte de su vida de ahora en adelante; era una equivocación a la que tenía derecho. A mí me vino bien, ya que había llegado por primera vez en mi vida cerca de algo que se parecía al amor; Maria Zeinstra pertenecía a los hombres libres y aceptaba esto como algo evidente, cortaba por lo sano, parecía como si ahora yo, por primera vez, también tuviera que ver algo con los neerlandeses o con el pueblo. Pero estas cosas no pueden decirse.

Ella estaba de pie, en una estática pose de baile, entre las cuatro paredes de mi casa, con mis cuatro mil libros, y dijo:

—No soy una ignorante, pero esto es demasiado. ¿Vives solo aquí?

—Con Murciélago —dije. Murciélago era mi gato—. No creo que llegues a verlo: es muy tímido —cinco minutos más tarde estaba echada en el banco con Murciélago roncando encima de ella; el último rayo de sol en el cabello rojizo que volvía a darle de nuevo otro matiz de rojo; dos cuerpos contorsionándose, ronroneo y charla; y yo estaba allí como la prolongación de mi librería, esperando hasta que pudiera ser admitido. Mujeres de libros un poco etéreas: esto había sido hasta ahora mi territorio (desde tímidas hasta amargadas), y todas habían podido explicar bien lo que me pasaba: «Asquerosa presunción» o «Me parece que no te das ni cuenta de que estoy aquí» eran lamentos frecuentemente oídos, junto con: «¿Tienes que ponerte a leer otra vez precisamente ahora mismo?» y «¿Alguna vez piensas en alguien que no seas tú?». Pues sí que lo hacía, pero no en ellas. Y además, tenía que ponerme de nuevo a leer enseguida, ya que la compañía de la mayoría de las personas, después de los acontecimientos fáciles de predecir, no da pie a ninguna conversación. Por consiguiente, me había hecho un maestro en «sugerir despedidas», de manera que mi círculo estaba finalmente limitado a seres humanos del sexo femenino que pensaban exactamente igual que yo. Té, simpatía, satisfacción de la necesidad, y luego lectura. Las gruñidoras mujeres pelirrojas que sabían todo sobre enterradores y cuartitos de huevos no formaban parte de él, sobre todo si se contorsionaban con mi gato sobre el sofá en una secuencia ondulante de vientres, pechos, brazos extendidos y rientes ojos verdes, o me atraían hacia sí, me quitaban las gafas, se desnudaban (en vista del cambio de colores en mi borroso campo de visión) y decían cosas que yo no podía entender. Incluso puede que yo también dijera esa noche las cosas que los hombres dicen en tales circunstancias: sólo sé que todo cambiaba constantemente y que eso debía de ser algo así como la felicidad. Una vez terminado, tenía la sensación de haber cruzado a nado el Canal de la Mancha; recuperé de nuevo las gafas y la vi salir despidiéndose con la mano. Murciélago me miró como si fuera a hablar por primera vez, me bebí media botella de calva dos y puse el
Ritorno d'Ulisse in patria
hasta que los vecinos de abajo empezaron a patalear. El recuerdo del placer es el más tenue que hay, pues al existir este placer sólo en el pensamiento, se convierte en su propia antítesis: ausente y, por tanto, impensable. Sé que esa noche me vi a mí mismo repentinamente: un hombre solo en un cubo, rodeado por invisibles otros en los cubos de al lado, y decenas de miles de páginas a su alrededor en las que aparecen descritos los mismos —pero diferentes— sentimientos de hombres auténticos o ficticios. Me emocioné. Yo nunca escribiría una de esas páginas, pero la sensación de esas horas transcurridas ya no se me podría arrebatar. Ella me había mostrado un terreno que para mí estaba vedado. Lo estaba aún, pero al menos ahora lo había visto. Visto no es la palabra. Oído. Ella había hecho un sonido que no era de este mundo, que nunca antes había oído. Era el sonido de un niño y, al mismo tiempo, de un dolor que no podía expresarse con palabras. En el lugar de donde procedía ese sonido no se podía vivir.

Noche en mi recuerdo, noche en Lisboa. Las luces de la ciudad se habían encendido, mi mirada se había convertido en un pájaro que vagaba por encima de las calles. Hacía fresco allí arriba; las voces de los niños habían desaparecido de los jardines; veía las oscuras sombras de los amantes: estatuas que se agarraban entre sí, seres dobles moviéndose lentamente.
Ignis mutat res
,
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murmuré; pero ningún fuego cambiaría mi materia: ya había cambiado. Aún se derretía y se quemaba algo a mi alrededor; allí había otros seres bicéfalos, pero hacía ya mucho tiempo que había perdido mi otra cabeza pelirroja; la mitad femenina se había escindido de mí, me había convertido en una especie de rescoldo, un resto. Lo que hacía aquí, en esta expedición quizá por mí buscada, quizá no, debía de ser un peregrinaje a aquellos días; y si era así, tenía que ir como un devoto medieval a lo largo de todos los lugares de mi tan breve vida de santo, a todas las estaciones donde el pasado tenía un rostro. Igual que las luces a mis pies, descendería por la ciudad hasta llegar al río; el ancho y arcano camino de oscuridad de allí abajo, sobre el que las pequeñas luces móviles trazaban sus huellas: escritura, letras relucientes sobre una negra pizarra. Ella siempre quería volver a coger estos pequeños transbordadores, en aquel entonces, una orgía de llegada y despedida. Unas veces veíamos desaparecer la ciudad, otras las colinas y las dársenas de la otra orilla, de manera que parecíamos pertenecer sólo al agua; dos livianos estúpidos entre los trabajadores, personas que no pertenecían al mundo real, sino a los navajazos del sol en el agua, el viento que tiraba de sus vestidos. Había sido su idea: ella me había invitado. No viajaríamos juntos; ella tenía que ir a un congreso de biólogos en Coimbra, después pasaría unos cuantos días en Lisboa y yo me uniría a ella.

—¿Y tu marido?

—Tiene un torneo de baloncanasta.

La venganza la conocía por Esquilo; el baloncanasta no. Por el amor de su cercanía tuve que soportar la sombra de un poeta en chándal, pero quien ha tomado una vez la figura del enamorado come y bebe de todo: platos llenos de cardos, barriles llenos de vinagre. La primera noche la llevé a Tavares, en la Rua de Misericórdia. Mil espejos en un armario lleno de oro. No es por masoquismo por lo que voy allí esta noche. Voy a verificar. Quiero verme y, puedes contar con ello, allí estoy reflejado en una selva de espejos que me lanzan cada vez más lejos con mis espaldas, la luz de los candelabros en mis miles de espejuelos. Rodeado por cada vez más camareros se me conduce a mi mesa; decenas de manos encienden decenas de velas, recibo unos doce menús y quince vasos de sercial y, cuando finalmente se han ido todos, me veo sentado múltiple y poliédrico: mi insoportable dorso, mi traicionero perfil, mis innumerables brazos que se extienden hacia uno de mis vasos, mis innumerables vasos. Pero ella no está. Nada pueden los espejos, nada pueden retener, ni a vivos ni a muertos; son nauseabundos sirvientes de cristal, testigos que continuamente cometen perjurio.

A ella le excitaba esto, por entonces. Ponía la cabeza cada vez de una forma distinta, miraba desde diferentes ángulos con sus ojos, valoraba su cuerpo como sólo pueden hacerla las mujeres, lo miraba de la forma en que lo miraban los otros. Con todas estas mujeres pelirrojas iba a dormir esta noche, incluso con la más lejana, con la más apartada; las manchas rojas en el negro campo de los camareros móviles; y yo: yo cada vez me hacía más pequeño y, mientras ponía su mano sobre la mía y todas esas manos enternecedoras se arremolinaban a través de la imagen, me excluyó de su mirada; mis dimensiones disminuían mientras las suyas aumentaban, absorbía las miradas de huéspedes y camareros, nunca había existido tanto. Llenaba tanto los espejos que todavía hoy la busco en ellos; pero no la veo. En algún sitio del
software
archivador, detrás de esta reluciente frente del hombre que me mira, allí permanece ella hablando, riendo, comiendo y flirteando con los camareros; una mujer que con los dientes tan asombrosamente blancos muerde el aporto como si éste estuviera hecho de carne. Conozco a esta mujer, todavía no es la extranjera de más adelante. Esa noche estuvimos andando, aun después de veinte años no tengo ninguna necesidad de migajas de pan para volver a encontrar el camino: sigo el trayecto de mi deseo. Quise ir a ese extraño saliente de la Praça do Comércio donde se yerguen dos columnas en la suave ondulación del agua como un puerto hacia el océano y el resto del mundo. El nombre del dictador está escrito en ellas, pero él desapareció con su anacrónico imperio; el agua devora despacio las columnas. ¿Puedes descifrar todavía mis tiempos? Ya son completamente pasado, me había despistado por un momento, no me lo tomes a mal. Aquí estoy de nuevo, el imperfecto que reflexiona en el pasado sobre el pasado, imperfecto sobre pluscuamperfecto. Este presente era una equivocación, sólo sirve para ahora, para ti, aunque no tienes ningún nombre. Al fin y al cabo estamos presentes los dos aquí, todavía.

Me senté donde había estado sentado con ella y evoqué su recuerdo, pero no vino; todo lo que colgaba a mi alrededor era un abanico de palabras impotentes que querían nombrar otra vez los colores de su cabello, una rivalidad entre bermellón, castaño, rojo sanguíneo, rojo rosado, herrumbre, y ni tan siquiera uno de estos colores era su color; su rojo se apartó de mí tan pronto como dejé de verlo y, sin embargo, sigo buscando algo que al menos pueda fijar su aspecto, como si debiera escribirse un protocolo en este lugar de despedida, como si fuera una obligación:
officium
. Pero hiciera lo que hiciese el lugar junto a mí permanecía vacío, tan vacío como la silla junto a la estatua de Pessoa delante del café A Brasileira en la Rua Garrett. Al menos aquél había elegido por sí mismo su soledad; si alguien se hubiese sentado a su lado habría sido él mismo, uno de sus tres otros que se habían emborrachado hasta morir —en silencio y de común acuerdo— junto a él, en la oscura cueva de detrás, entre las altas sillas de negra piel y botones de cobre, los espejos deformantes de los heterónimos, los templos griegos suspendidos en el cielo de las paredes, y el pesado reloj de A. Romero en la parte de atrás, en la pequeña sala, que bebía del tiempo como los clientes de la negra y dulce bebida mortal en sus pequeñas tacitas blancas.

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