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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (5 page)

BOOK: La Historiadora
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Como ya te he dicho —empezó mi padre, después de carraspear una o dos veces—, el profesor Rossi era un gran estudioso y un verdadero amigo. No me gustaría que pensaras algo diferente. Sé que lo que dije antes de él puede llevarte a pensar que está... loco. Recordarás que me explicó algo muy difícil de creer, y yo me quedé asombrado, hasta llegué a dudar de él, aunque vi sinceridad y aceptación en su cara. Cuando terminó de hablar, me miró con aquellos ojos acerados. —¿Qué demonios quieres decir? Debí de tartamudear.

—Lo repito —dijo Rossi tajantemente—. Descubrí en Estambul que Drácula sigue viviendo entre nosotros. O, al menos, vivía entonces. Le miré con ojos desorbitados.

—Sé que pensarás que estoy loco —prosiguió, más calmado—. Te aseguro que cualquier persona que husmea en la historia mucho tiempo puede volverse loca. —Suspiró—. En Estambul hay un depósito de materiales muy poco conocido, fundado por el sultán Mehmet II, quien conquistó la ciudad a los bizantinos en 1453. Este archivo se reduce a fragmentos dispersos reunidos con posterioridad por los turcos, a medida que iban siendo expulsados de los límites de su imperio. No obstante, también contiene documentos de finales del siglo quince, y entre ellos encontré algunos mapas que, en teoría, indicaban el emplazamiento de la Tumba Impía del mataturcos, quien supuse que sería Vlad Drácula. De hecho, había tres mapas, graduados en escala para plasmar la misma región cada vez en mayor detalle. No reconocí nada en dichos mapas, ni los relacioné con ninguna zona que yo conociera. Casi todos los nombres estaban en árabe, y databan de finales del siglo quince, según los bibliotecarios del archivo. —Dio unos golpecitos sobre el extraño volumen, que como ya te dije se parecía mucho al mío—. La información que había en el centro del tercer mapa estaba en un dialecto eslavo muy antiguo. Sólo un erudito ayudado por muchos especialistas en lingüística habría podido descifrarlo. Hice lo que pude, pero fue un trabajo incierto.

En ese momento, Rossi meneó la cabeza, como si todavía lamentara sus limitaciones. —El esfuerzo que invertí en este descubrimiento me alejó de manera irracional de mi investigación oficial de aquel verano sobre el comercio en la antigua Creta, pero creo que había perdido un poco la razón, sentado en aquella calurosa y pegajosa biblioteca de Estambul. Recuerdo que podía ver los minaretes de Santa Sofía a través de las mugrientas ventanas. Trabajaba con las pistas sobre la versión turca del reino de Vlad sobre el escritorio, consultando mis diccionarios, tomando numerosas notas y copiando los mapas a mano.

Para abreviar la historia de una larga investigación, una tarde me encontré concentrado en el punto cuidadosamente marcado de la Tumba Impía, en el tercer mapa, el más desconcertante. Recordarás que, en teoría, Vlad Tepes está enterrado en el monasterio de la isla del lago Snagov, en Rumanía. Este mapa, como los demás, no plasmaba ningún lago con isla, aunque sí un río que atravesaba la zona, el cual se ensanchaba hacia la mitad. Yo había traducido todo cuanto rodeaba los bordes, con la ayuda de un profesor de lenguas árabe y otomana de la Universidad de Estambul: proverbios crípticos sobre la naturaleza del mal, muchos del Corán. En algunos puntos del mapa, escondidos entre montañas toscamente dibujadas, había palabras escritas que, a primera vista, parecían nombres de lugares en un dialecto eslavo, pero traducidas como acertijos, tal vez lugares reales en código: el Valle de los Ocho Robles, la Aldea de los Cerdos Robados, etcétera. Nombres campesinos extraños que no significaban nada para mí.

Bien, en el centro del mapa, sobre el punto de la Tumba Impía, estuviera donde estuviera situada, había el dibujo tosco de un dragón, que llevaba un castillo a modo de corona. El dragón no se parecía en nada al de mis, nuestros, libros antiguos, pero supuse que había llegado a los turcos con la leyenda de Drácula. Debajo del dragón alguien había escrito con tinta palabras diminutas, que al principio juzgué árabes, como los proverbios anotados en los bordes del mapa. Cuando las examiné con una lupa, comprendí de repente que estaban en griego, y las traduje en voz alta antes de pensar en la cortesía, aunque la sala de la biblioteca estaba vacía, de no ser por mí y un aburrido bibliotecario que entraba y salía de vez en cuando, por lo visto para asegurarse de que yo no robaba nada. En aquel momento yo estaba solo por completo. Las letras infinitesimales bailaron bajo mis ojos cuando las pronuncié en voz alta: "En este lugar, él se aloja en la maldad. Lector, desentiérrale con una palabra".

En aquel momento, oí que una puerta se abría con estrépito en el vestíbulo de abajo. Pasos pesados ascendieron la escalera. No obstante, yo todavía estaba abstraído con una idea: la lupa acababa de revelarme que este mapa, al contrario que los dos primeros, más generales, había sido anotado por tres personas diferentes, y en tres idiomas diferentes. La caligrafía, así como los idiomas, eran distintos. Como los colores de las antiquísimas tintas. Entonces tuve una repentina visión; ya sabes, esa intuición en la que un estudioso casi puede confiar cuando le respaldan semanas de trabajo minucioso.

Tenía la impresión de que, al principio, el mapa había consistido en este dibujo central y las montañas que lo rodeaban, con la exhortación en griego en el centro. Probablemente, sólo más tarde se habían añadido los nombres en el dialecto eslavo, para identificar los lugares a que hacía referencia, al menos codificados. Después, había caído en manos otomanas, que lo habían rodeado de material procedente del Corán, dando así la impresión de albergar o encarcelar el ominoso mensaje del centro, o de rodearlo de talismanes contra la oscuridad. Si eso era cierto, ¿quién, conocedor del griego, había sido el primero en anotar el mapa, y tal vez en dibujarlo? Sabía que los estudiosos bizantinos utilizaban el griego en los tiempos de Drácula, pero casi ningún erudito del mundo otomano lo empleaba.

Antes de que pudiera redactar ni una sola nota sobre esta teoría, que podía implicar análisis más allá de mis posibilidades, la puerta situada al otro lado de las estanterías se abrió y entró un hombre alto y corpulento, que avanzó a grandes zancadas y se plantó ante la mesa donde yo estaba trabajando. Tenía el aire de un intruso consciente de serlo, lo cual me convenció de que no se trataba de ningún bibliotecario. Por el mismo motivo, pensé que debía ponerme en pie, pero el orgullo me lo impidió. Podría haber parecido una actitud deferente, cuando la interrupción había sido inesperada y bastante grosera.

Nos miramos a la cara, y yo me quedé más sorprendido que nunca. El hombre estaba completamente fuera de lugar en aquel entorno esotérico, apuesto y elegante al estilo turco o eslavo del sur, con un poblado mostacho y ropas oscuras hechas a medida, como un ejecutivo occidental. Sus ojos se encontraron con los míos de manera beligerante, y sus largas pestañas se me antojaron desagradables en aquel rostro severo. Tenía la piel cetrina, aunque inmaculada, y los labios muy rojos.

—Señor —dijo en voz baja y hostil, casi un gruñido en inglés con acento turco—, creo que no tiene el permiso pertinente para lo que está haciendo.—¿Para qué?

Me enfurecí al instante.

—Para este trabajo de investigación. Está trabajando con material que el Gobierno turco considera perteneciente a archivos privados de nuestro país. ¿Puedo ver sus papeles, por favor?

—¿Quién es usted? —pregunté con idéntica frialdad—. ¿Puedo ver los suyos?

Extrajo un billetero del bolsillo interior de la chaqueta, lo abrió sobre la mesa con gesto enérgico delante de mí y volvió a cerrarlo. Sólo tuve tiempo de ver una tarjeta marfileña con un montón de títulos en árabe y turco. La mano del hombre era de un repelente tono cerúleo y tenía largas uñas, con vello oscuro en el dorso.

—Ministerio de Cultura —dijo con frialdad—. Tengo entendido que carece de un acuerdo de intercambio con el Gobierno turco para examinar esos materiales. ¿Es eso cierto?

—Por supuesto que no.

Le mostré una carta de la Biblioteca Nacional, la cual me autorizaba a investigar en cualquiera de sus dependencias de Estambul.

—No es suficiente —replicó el hombre, y tiró sobre la mesa mis papeles— Lo mejor será que me acompañe.

—¿Adónde?

Me levanté, pues me sentía más seguro de pie, y confié en que no lo tomara como un gesto de obediencia.

—A la policía si es necesario.

—Esto es indignante. —Había aprendido que, en caso de duda burocrática, era

conveniente alzar la voz—. Estoy preparando un doctorado por la Universidad de Oxford, y soy ciudadano del Reino Unido. Me presenté en la universidad el día que llegué y recibí

esta carta como prueba de mi situación. No permitiré que la policía me interrogue..., ni tampoco usted.

—Entiendo.

Sonrió de una forma que me provocó un nudo en el estómago. Había leído algo sobre las cárceles turcas y sus ocasionales presos occidentales, y mi situación se me antojó precaria, aunque no entendía en qué clase de problema podía haberme metido. Confiaba en que alguno de los aburridos bibliotecarios me oiría y vendría a silenciarnos. Entonces comprendí que ellos habrían sido los responsables de admitir a este personaje, con su tarjeta intimidatoria, en mi presencia. Tal vez sí que era alguien importante. Se inclinó hacia delante.

—Déjeme ver lo que está haciendo aquí. Apártese, por favor.

Obedecí a regañadientes y el hombre se inclinó sobre mi mesa, cerró de golpe mis diccionarios para leer la cubierta, siempre con aquella sonrisa inquietante. Era una presencia enorme al otro lado de la mesa, y percibí que olía de una forma rara, como una colonia usada sin demasiado éxito para disimular algo desagradable. Por fin, cogió el mapa en el que yo había estado trabajando, con manos de pronto delicadas, y lo sostuvo casi con ternura. Dio la impresión de que no necesitaba examinarlo mucho rato para saber lo que era, aunque yo pensé que se estaba echando un farol.

—Esto es su material de archivo, ¿verdad?

—Sí —dije irritado.

—Se trata de una posesión muy valiosa del Estado turco. No creo que usted lo necesite para propósitos relacionados con países extranjeros. Y este pedazo de papel, este pequeño mapa, ¿lo ha traído desde su universidad inglesa hasta Estambul?

Pensé en contestar que también tenía otros asuntos, para despistarle, pero comprendí que eso podría prolongar el interrogatorio.

—Sí, por decirlo así.

—¿Por decirlo así? —preguntó, más apaciguado—. Bien, creo que lo vamos a confiscar temporalmente. Qué deshonra para un investigador extranjero.

Me hervía la sangre, tan cerca estaba de la solución, y agradecí el hecho de no haberme traído mis copias de los antiguos mapas de los Cárpatos, que quería empezar a comparar con este mapa al día siguiente. Estaban escondidos en mi maleta, en la habitación del hotel.

—No tiene el menor derecho a confiscar material que me han autorizado a estudiar —dije con los dientes apretados—. Denunciaré este caso de inmediato a la biblioteca de la universidad, y a la embajada británica. De todos modos, ¿por qué se opone a que estudie estos documentos? Son fragmentos oscuros de historia medieval. Estoy seguro de que no tienen nada que ver con los intereses del Gobierno turco.

El burócrata miraba a lo lejos, como si las agujas de Santa Sofía presentaran un interesante ángulo nuevo que nunca hubiera tenido ocasión de ver.

—Es por su bien —dijo en tono desapasionado—. Sería mucho mejor dejar que otro trabajara en eso. En otro momento.

Se quedó inmóvil, con la cabeza vuelta hacia la ventana, casi como si quisiera que siguiera su mirada. Experimenté la sensación infantil de que no debía hacerlo, porque podía ser una añagaza, de modo que le miré a él, a la espera. Y entonces vi, como si el desconocido hubiera deseado que la luz aceitosa del día cayera sobre él, su cuello. A un lado, en la carne más profunda de una garganta musculosa, había dos marcas de pinchazos con restos de costras de color parduzco, no recientes pero no totalmente curados, como si dos espinas gemelas le hubieran atravesado, o bien hubieran sido ocasionados por la punta de un cuchillo afilado.

Me alejé de la mesa, y pensé que había perdido la razón por culpa de mis morbosas lecturas, que me había desequilibrado. Pero la luz del día era muy normal, el hombre del traje oscuro parecía muy real, incluso con el olor debido a falta de higiene y sudor, y algo más debajo de su colonia. Nada desapareció o cambió. No podía apartar mis ojos de aquellas dos pequeñas heridas. Al cabo de unos segundos se volvió, como satisfecho de lo que había visto (o yo había visto), y sonrió de nuevo.

—Por su bien, profesor.

Le vi salir de la sala con el mapa enrollado en la mano, falto de palabras, y escuché sus pasos que se alejaban escaleras abajo. Pocos minutos después apareció un anciano bibliotecario de espeso cabello gris, cargado con dos infolios antiguos, que empezó a guardar en un estante cercano al suelo.

—Perdone —le dije, casi sin voz—. Perdone, pero ha sido indignante. —Me miró

perplejo—. ¿Quién era ese hombre? El burócrata.

—¿El burócrata?

El bibliotecario repitió mi palabra, vacilante.

—Deben facilitarme enseguida un escrito oficial sobre mi derecho a trabajar en este archivo.

—Pero usted tiene todo el derecho a trabajar aquí —dijo el anciano en tono tranquilizador—. Yo mismo le registré.

—Lo sé, lo sé. Alcáncele y oblíguele a devolverme el mapa.

—¿A quién he de alcanzar?

—Al hombre del ministerio de... El hombre que acaba de subir. ¿No le dejó entrar usted?

El bibliotecario me miró con curiosidad.

—¿Alguien acaba de entrar? No ha venido nadie desde hace tres horas. Estoy en la entrada. Por desgracia, poca gente viene a investigar.

—El hombre... —dije, y enmudecí. Me vi de repente como un extranjero demente y gesticulante—. Se llevó mi mapa. Me refiero al mapa del archivo.

—¿Qué mapa, Herr profesor?

—Estaba trabajando con un mapa. Esta mañana firmé cuando me lo entregaron, en recepción.

—¿No será ese mapa?

El hombre indicó mi mesa. En el centro había un mapa de carreteras de los Balcanes que no había visto en mi vida. No estaba allí cinco minutos antes, de eso estaba seguro. El bibliotecario estaba guardando su segundo infolio.

—Da igual.

Recogí mis libros con la mayor celeridad posible y me fui de la biblioteca. No vi ni rastro del burócrata en la bulliciosa calle llena de tráfico, aunque varios hombres de su corpulencia y estatura, vestidos con trajes similares, me adelantaron portando maletines.

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