La hora de las sombras (12 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

BOOK: La hora de las sombras
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—¿Te dejó una llave? —preguntó Gerlof, a quien Ernst nunca le había dado muestras de semejante confianza.

Tampoco él le había dejado una copia de la llave de su casa a Ernst. Tal vez nunca habían confiado de verdad el uno en el otro.

—Ernst sabía que no fisgonearía —explicó John.

—A lo mejor deberíamos echar un vistazo en la casa —replicó Gerlof—. En realidad no sé qué tenemos que buscar. Pero debemos hacerlo.

—Sí. Ahora es diferente.

Gerlof no dijo nada más y se limitó a mirar al frente por el parabrisas; acababan de cruzarse con una ambulancia en la carretera de la costa. Era la primera vez que Gerlof veía una ambulancia en Stenvik.

Avanzaba lentamente por la carretera de la cantera y llevaba las luces azul oscuro del techo apagadas. No era una buena señal, pero era lo que esperaban. John redujo la velocidad al cruzarse con el otro vehículo, que luego giró por el camino norte de la aldea.

—El verano pasado vendió muchas obras —dijo John tras una pausa—. Nos gastamos algunas bromas al respecto, sobre si Ernst tenía más clientes que peces tenía yo en la red.

Gerlof asintió en silencio; no había mucho más que comentar. Aún sentía la muerte de Ernst como un gran peso sobre sus hombros.

John dobló por el pequeño sendero que conducía hasta la meseta elevada sobre la cantera y Gerlof observó las huellas de varios coches en el barro. Entonces vio el automóvil de Julia y el de Ernst; tras ellos había dos coches de policía y un vehículo más, un reluciente Volvo azul. Junto a él se hallaba un hombre de mediana edad con gorra y una cámara sobre la barriga.

—Bengt Nyberg se ha vuelto a comprar un coche —expuso Gerlof.

—Los redactores tienen un buen sueldo —constató John.

—¿De verdad? —preguntó Gerlof, y John frenó a la altura de la señal «PIEDRA ARTESANAL - BIENVENIDOS», y apagó el motor.

Se hizo el silencio.

Gerlof se bajó del coche con dificultad; tenía las articulaciones entumecidas como de costumbre, y éstas protestaban ante los movimientos inusuales. Apoyó el bastón, estiró la espalda y saludó con la cabeza al redactor del
Ölands-Posten
, que se acercaba a ellos con una mano sobre la cámara.

—Se lo ha llevado la ambulancia —anunció Nyberg.

—Lo sabemos —replicó Gerlof.

—También me lo he perdido. He sacado unas fotos de los policías y del lugar, pero no creo que las podamos publicar. Aunque eso lo decidirán en Borgholm.

Parecía estar hablando de las fotografías de un coche en la cuneta o de una ventana rota. A Gerlof el reportero siempre le había parecido un hombre insensible.

—Será mejor olvidarse de las fotos —dijo Gerlof.

—¿Sabéis quién lo ha encontrado? —preguntó Nyberg, y apretó un botón de la cámara.

El carrete comenzó a rebobinarse con un zumbido.

—No —respondió Gerlof.

Se encaminó lentamente hacia el borde de la cantera. ¿Dónde estaba Julia?

—Ahora vete a casa a escribir tu artículo, Bengt —le sugirió John, que iba detrás de Gerlof.

—Sí —convino Nyberg—. Mañana podréis leer los detalles.

Y se dirigió hacia su coche nuevo, entró en él y encendió el motor.

Gerlof pasó de largo la casa y el cobertizo y se dirigió lentamente a la cantera. Cuando se encontraba a pocos metros del borde del barranco vio a un policía uniformado que subía. Puso una pierna encima de la cornisa, se encaramó y a continuación se agachó para ayudar a un compañero más joven. Después se sacudió el polvo del uniforme y miró a Gerlof, que no reconoció a ninguno de los dos. Serían de Borgholm, o quizás hubieran venido del continente.

—¿Es usted pariente? —preguntó el policía de mayor edad.

—Somos viejos amigos —contestó Gerlof—. Su familia vive en Småland.

El policía asintió con la cabeza.

—No hay mucho que ver —dijo.

—¿Ha sido un accidente?

—Un accidente laboral —respondió el policía.

—Al parecer quiso mover la escultura hacia el borde —dijo el policía más joven, y señaló hacia el canto de la roca; en la hierba había una pequeña grieta—. Estaba aquí y tuvo que sujetar la piedra. Y después…

—Bueno, se resbaló o tropezó y se precipitó al vacío y le cayó la piedra encima —añadió el policía de más edad.

—Debió de ser muy rápido —observó el policía más joven.

Gerlof avanzó un paso adelante, apoyado en el bastón. En ese momento la vio.

La torre de iglesia, la mayor escultura de Ernst, reposaba en el fondo de la cantera. Se podía ver claramente dónde había chocado al caer. En el suelo había una profunda hendidura.

Un rastro de Ernst. Gerlof retiró rápidamente la mirada y observó lo que quedaba de la cantera, pero al pensar en la cantidad de lápidas y losas que se habían arrancado de la montaña durante años, desvió la vista y contempló la playa y el mar, y entonces, por fin, se sintió algo mejor.

A continuación miró a la derecha, al borde de la roca, donde se alineaban las otras esculturas de piedra. Ernst las había colocado de manera que guardaran un par de metros de distancia entre ellas, pero a lo lejos se vislumbraba un espacio más ancho. Gerlof se dirigió hacia allí.

Había caído otra escultura desde ese lugar, una más pequeña. La vio tirada abajo en la cantera, un objeto largo y redondeado que tanto podía ser una especie de huevo como la cabeza de un trol. A diferencia de la torre de iglesia, aquella escultura se había partido en dos.

Vaya. Gerlof se dio la vuelta lentamente para no perder el equilibrio en el irregular terreno de grava y se encaminó hacia la casa.

—¿Aún está Julia Davidsson? —preguntó a los dos policías.

Éstos se habían detenido a echarle un vistazo al cobertizo de Ernst, donde mazos, carretillas y una vieja pulidora se agolpaban junto a otras esculturas de piedra de diferentes tamaños.

—Está ahí dentro con Henriksson —dijo el policía de más edad, y señaló hacia la casa.

—Gracias.

La puerta estaba entornada, así que John debía de haber entrado. Gerlof subió con dificultad la pequeña escalera de madera. Intentó en vano limpiarse los pies en el felpudo. A continuación empujó la puerta.

Varios pares de zapatos le cortaban el paso; Gerlof tuvo que apartarlos con el bastón para poder pasar. Era impensable que él pudiera agacharse para descalzarse, así que entró en el pequeño recibidor con los zapatos puestos. De las paredes colgaban fotografías enmarcadas de viejos canteros que llevaban palancas y palas en las manos.

Del interior de la casa le llegaron unas voces quedas.

John estaba junto a la ventana del salón y miraba hacia fuera.

Julia se hallaba sentada en el sofá junto a otro policía uniformado, un hombre de cierta edad que se había quitado respetuosamente la gorra.

Gerlof lo saludó con un gesto de la cabeza.

—Hola, Lennart.

El hombre del sofá era el primer agente que Gerlof reconocía. Lennart Henriksson formaba parte del cuerpo desde hacía casi treinta y cinco años, trabajaba en la zona norte de Öland pero vivía en una casa al norte de Marnäs y dirigía una pequeña comisaría junto al puerto. Tenía el pelo cano y no le faltaba mucho para jubilarse. Por lo general tenía una mirada lánguida y los anchos hombros caídos, pero ahora, sentado junto a Julia, mantenía la espalda erguida.

—Hola, capitán —saludó Henriksson a Gerlof.

—Hola, papá —dijo Julia en voz baja.

Era la primera vez en muchos años que ella se dirigía a él con esa palabra, por lo que Gerlof dedujo que estaba algo conmocionada. Se acercó lentamente y se quedó de pie junto a la mesa.

—¿Quieres sentarte? —preguntó el policía.

—No te preocupes, Lennart. A veces necesito un poco de ejercicio.

—Tienes buen aspecto, Gerlof.

—Gracias.

Se hizo un silencio. John pasó por detrás de ellos y abandonó el salón sin decir una palabra.

—Julia me estaba contando que es tu hija —dijo Lennart.

Gerlof asintió y de nuevo hubo un silencio.

—¿Se ha ido la ambulancia? —preguntó Julia, y luego miró a Gerlof.

—Sí, John y yo nos la hemos cruzado al llegar.

Julia asintió.

—Entonces ya se lo han llevado.

—Sí, así es. —Gerlof miró a Henriksson—. ¿Ha venido algún médico?

—Sí. Un joven becario de Borgholm… Era la primera vez que lo veía. No ha hecho más que constatar lo que había ocurrido.

—¿Ha dicho que fue un accidente? —preguntó Gerlof.

—Sí. Luego se ha marchado.

—Pero Ernst pasó la noche tirado bajo la lluvia.

—Sí —dijo Lennart—. Tuvo que ocurrir ayer por la tarde.

—Así que no había sangre —dijo Gerlof—. ¿Todas las huellas desaparecieron con la lluvia?

Él mismo no sabía por qué hacía estas preguntas o adónde le podían llevar, pero supuso que quería darse importancia. El deseo de ser importante es quizá lo último que se pierde.

—Tenía sangre en la cara —dijo Julia—. Un poco de sangre.

Gerlof asintió. Se oyeron unos pasos cansinos en el pasillo, y el policía más joven asomó la cabeza por la puerta del salón.

—Ya hemos acabado, Lennart —anunció—. Nos marchamos.

—Bien. Creo que me quedaré un rato más.

—De acuerdo, cuídate.

Gerlof detectó un tono respetuoso en la voz del joven policía. Quizá fuera por los muchos años de servicio de Lennart, o por el hecho de que su padre también hubiera sido policía y hubiera muerto en acto de servicio.

—Conducid con cuidado hasta Borgholm —dijo Henriksson, y su colega asintió con la cabeza y se marchó.

Tras él apareció John con un gran monedero de cuero marrón en la mano. Lo levantó para que lo vieran Gerlof, Julia y Henriksson.

—Tres mil doscientas cincuenta y ocho coronas por vender piedras —dijo—. Estaba en el cajón inferior de la cocina, debajo de las bolsas de plástico.

—Guárdalo, John —le pidió Henriksson desde el sofá—. Sería una tontería dejar tanto dinero aquí.

—Puedo guardarlo hasta que repartan la herencia entre sus parientes —intervino Gerlof, y alargó la mano hacia el monedero.

John pareció aliviado al entregárselo.

El silencio volvió a reinar en la habitación.

—Bueno —dijo Henriksson al rato. Se inclinó hacia delante y se levantó del sofá no sin cierto esfuerzo—. Tengo que irme.

—Gracias… —Julia permaneció sentada en el sofá; buscaba las palabras—… por haberme dedicado su tiempo.

—De nada. —Henriksson la miró—. No es nada agradable llegar el primero al lugar de un accidente mortal. A mí me ha pasado muchas veces durante todos estos años. Uno se siente muy… solo. Impotente.

Julia asintió.

—Ahora me siento mejor.

—Bien. —Henriksson se puso la gorra—. Tengo una oficina en Marnäs. Pásate si necesitas algo. —Miró a John y a Gerlof—. Vosotros también, claro. La oficina está abierta, sólo tenéis que venir. ¿Cerraréis vosotros?

—Sí —respondió Gerlof.

Y Henriksson se despidió con un gesto de la cabeza y salió.

Oyeron cómo arrancaba el coche y se alejaba lentamente.

—Nosotros también tenemos que irnos —le dijo Gerlof a Julia. Se guardó el monedero de Ernst en el bolsillo y miró a John—. ¿Podemos salir un momento? —preguntó—. Sólo quiero enseñarte una cosa… Algo que he observado.

—¿Queréis que os acompañe? —dijo Julia.

—No hace falta.

Al salir de la casa John dejó que Gerlof se adelantara. Apoyado en su bastón éste salió a la escalera, bajó a la grava y dobló en la esquina hacia el borde de la cantera.

—¿Qué vamos a ver? —dijo John.

—Se halla ahí, junto al borde; lo he descubierto antes de entrar… Aquí.

Gerlof señaló al fondo de la cantera, donde se encontraba la piedra pulida que parecía un gran huevo o una cabeza deformada partida en dos pedazos, uno grande y otro pequeño.

—¿La reconoces? —le preguntó a John.

John asintió con la cabeza lentamente.

—Es la que Ernst llamaba «la Piedra de Kant» —dijo—. En broma.

—La han empujado —continuó Gerlof—. ¿Verdad?

—Sí —John asintió de nuevo—. Eso parece.

—Este verano estaba detrás de la casa —dijo Gerlof.

—Y ahí seguía la semana pasada cuando vine a ver a Ernst —confirmó John—. Estoy seguro.

—Ernst la tiró a propósito —añadió Gerlof.

—Seguramente.

Los viejos amigos se miraron.

—¿Qué piensas? —preguntó John.

—Bueno, no estoy seguro —Gerlof suspiró—. No sé. Creo que Nils Kant puede haber regresado.

9

Julia se ocupó de que los dos afligidos ancianos tomaran un café bien fuerte. Tomó prestada la porcelana blanca de Ernst con soles amarillos ölandeses y le sirvió una taza a cada uno antes de abandonar la habitación con la sensación de haber hecho algo útil para variar. Sentados en el sofá, John y Gerlof se pusieron a hablar de Ernst en voz baja.

Comentaban pequeñas historias y fragmentos de recuerdos, a menudo sin interés, sobre los errores que Ernst había cometido cuando le contrataron como cantero al poco de mudarse a Öland, o acerca de las preciosas esculturas que había creado con posterioridad en su taller. Julia comprendió que, aparte de los años que había pasado de marinero en el mar Báltico durante la guerra, Ernst había dedicado toda su vida adulta a dar forma a la piedra. Cuando la cantera cerró a finales de los años sesenta, continuó trabajando por su cuenta. Recogía las piedras que los canteros habían desechado y las cortaba, tallaba y creaba con ellas una especie de arte.

—Adoraba esta cantera —comentó Gerlof, y miró por la ventana—. De haber tenido dinero seguramente se la habría comprado a Gunnar Ljunger de Långvik; no quería vivir en otro lugar. Lo sabía todo sobre extraer, cortar y trabajar las diferentes clases de piedras.

—Ernst hacía las lápidas más bonitas —dijo John—. Cualquiera que pasee por los cementerios de Marnäs y Borgholm puede verlas.

Sentada en silencio, Julia miraba un montón de viejos libros sobre la región apilados sobre la mesa junto al sofá. Escuchaba a John y Gerlof, pero no se le quitaba de la cabeza el estado en que había encontrado a Ernst.

Lennart Henriksson, el primer policía en llegar al lugar del accidente, se había apresurado a cubrir a Ernst con una manta que llevaba en el coche y luego la había acompañado al interior de la casa. Se había quedado con ella pero no había dicho gran cosa, y Julia se había sentido a gusto con él. Tras el día de la desaparición de Jens ya había oído demasiadas palabras de consuelo vacías, palabras que ella no había pedido.

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