Oyó el teléfono al otro lado de la puerta y pensó que no le daría tiempo a responder, pero la señal sonaba y sonaba.
—¿Davidsson?
—Soy yo.
Era John.
—¿Cómo estás?
Gerlof se sentó pesadamente en la cama.
John guardaba silencio.
—¿Has hablado con Anders? —preguntó Gerlof.
—Sí. He llamado a Borgholm. He hablado con él.
—Bien. Quizá no deberías decirle que la policía quiere…
—Demasiado tarde —interrumpió John—. Le he contado que la policía había estado aquí.
—¡Vaya! —exclamó Gerlof—. ¿Qué te ha dicho?
—Nada. Sólo me ha escuchado.
Se hizo un silencio al otro lado del auricular.
—John…, creo que ambos sabemos qué hacía Anders en casa de Vera Kant. Qué era lo que buscaba en el sótano —añadió Gerlof—. El tesoro de los soldados. Ese botín de guerra que la gente siempre creyó que los dos jóvenes llevaban encima cuando desembarcaron en Öland.
—Sí —convino John.
—El tesoro que Nils Kant se llevó —prosiguió Gerlof—, si es que lo hizo realmente.
—Anders lleva muchos años hablando de eso.
—No lo encontrará —apuntó Gerlof—. Lo sé.
John guardó silencio de nuevo.
—Tenemos que ir a Ramneby —continuó Gerlof—. Al aserradero y al museo de la madera. Podríamos ir mañana.
—Mañana no puedo —se disculpó John—. Tengo que ir a Borgholm a buscar a Anders.
—La semana que viene entonces. Cuando el museo esté abierto —decidió Gerlof—. Y después podemos pasar por Borgholm y ver cómo se encuentra Martin Malm.
—Sí, claro —repuso John.
—Encontraremos a Nils Kant, John —le prometió.
Eran casi las nueve de la noche. El pasillo de la residencia de Marnäs estaba desierto y en silencio.
Gerlof se encontraba apoyado en su bastón al otro lado de la puerta cerrada de Maja Nyman. No le llegaba ningún ruido desde el interior de la habitación. Sobre la mirilla de la puerta había una hoja de papel con el siguiente mensaje escrito a mano: «¡POR FAVOR, LLAME A LA PUERTA! JUAN 10,7».
«En verdad, en verdad os digo: Yo soy la puerta de las ovejas», recitó Gerlof de memoria para sí mismo.
Dudó un rato, luego alzó la mano derecha y llamó a la puerta.
Pasó un rato, después Maja abrió. Unas horas antes se habían visto en la cena, y aún llevaba puesto el mismo vestido amarillo con la blusa blanca.
—Buenas noches —saludó él con una sonrisa cortés—. Sólo quería saber si estabas en casa.
—Gerlof.
Maja sonrió y asintió con la cabeza, pero a él le pareció ver una arruga de preocupación en su frente arrugada y oculta bajo el flequillo cano. Su visita resultaba inesperada.
—¿Puedo pasar?
Ella asintió con cierta vacilación y retrocedió un paso.
—No he limpiado.
—No importa —respondió Gerlof.
Apoyándose en su bastón, entró despacio en la habitación, que estaba igual de limpia que en sus anteriores visitas. Una alfombra persa granate cubría casi todo el suelo, y las paredes estaban repletas de retratos y cuadros…
Gerlof había visitado a Maja en varias ocasiones. A los pocos meses de su llegada a la residencia de Marnäs habían entablado una relación que finalizó un año después, cuando el dolor causado por el síndrome de Sjögren se volvió insoportable. Luego continuaron con una apacible amistad que aún mantenían. Ambos eran de Stenvik, ambos estaban solos tras un largo matrimonio. Habían tenido mucho de qué hablar.
—¿Te encuentras bien, Maja? —preguntó.
—Sí. Estoy bien de salud.
Maja apartó una silla de la mesita de té al lado de la ventana y Gerlof se sentó, agradecido. Ella también tomó asiento y ambos guardaron silencio.
Al final él se vio obligado a decir algo.
—Maja, me pregunto si podrías contarme un poco más sobre algo de lo que ya hemos hablado otras veces…
Metió la mano en su bolsillo y sacó el pequeño sobre blanco que Julia le había dado la semana anterior.
—Mi hija encontró esta carta en el cementerio, junto a la lápida de Nils Kant —explicó Gerlof—. Sé que fuiste tú quien la escribió y la puso allí, pero no es de eso de lo que quería hablarte. Me pregunto…
—No tengo por qué avergonzarme de nada —replicó Maja enseguida.
—Claro que no —convino Gerlof—. Yo no he…
—A Nils nunca le dejo el ramo mejor —adujo Maja— Ése es siempre para mi marido… Siempre me ocupo primero de la tumba de Helge antes de ir a la de Nils.
—Eso está bien —dijo Gerlof—. Hay que cuidar todas las tumbas —continuó—. No era eso lo que quería preguntarte, era otra cosa. Recuerdo que una vez me dijiste que te encontraste con Nils en el lapiaz, el mismo día que él… se ocupó de los soldados alemanes.
Maja asintió con aire grave.
—Pude verlo en su rostro. Él no dijo nada, pero vi que algo había pasado. Intenté hablar con él, pero Nils se escapó por el lapiaz.
—Entiendo —dijo Gerlof, que hizo una pausa y continuó con delicadeza—: Y me contaste que ese día él te dio algo…
Maja lo miró fijamente. Asintió con la cabeza.
—Me pregunto si podrías enseñarme lo que te dio —prosiguió Gerlof—. Y decirme si se lo has contado a alguien más. ¿Lo has hecho?
Maja parecía inquieta y no le quitaba los ojos de encima.
—Nadie más lo sabe —dijo simplemente—. Y él no me dio nada, yo lo cogí.
—¿Disculpa?
—Nils no me dio nada —repitió Maja—. Yo lo cogí. Y me he arrepentido muchísimas veces…
—Un paquete —dijo Gerlof—. Dijiste que era un paquete.
—Seguí a Nils —explicó Maja—. Era joven y curiosa. Demasiado curiosa…, así que me escondí detrás de un enebro y vi cómo se alejaba. Se dirigió hacia el mojón a las afueras de Stenvik.
—¿El montón de piedras? —preguntó Gerlof—. ¿Y qué hizo?
Maja guardaba silencio. Ahora tenía la mirada ausente.
—Cavó en la tierra —respondió finalmente.
—¿Enterró algo? —quiso saber Gerlof—. ¿El paquete?
Maja lo miró y dijo:
—Nils está muerto, Gerlof.
—Eso parece —replicó él.
—Así es —prosiguió Maja—. No todos lo creen, pero yo lo sé. Si no, me habría buscado.
Gerlof asintió con la cabeza.
—¿Desenterraste el paquete cuando Nils se marchó?
Maja negó con la cabeza.
—Me fui corriendo a casa. Fue mucho después…, cuando regresó a casa.
Gerlof tardó unos segundos en comprenderla.
—Te refieres… a cuando regresó en el ataúd.
Maja asintió.
—Fui al lapiaz y lo desenterré —declaró ella.
Se puso en pie lentamente, se alisó la falda con las palmas de las manos y se dirigió hacia el televisor situado en un rincón de la habitación. Gerlof permaneció sentado pero volvió la cabeza para verla.
—Fue un día de otoño a mediados de los años sesenta, un par de años después del entierro de Nils —continuó Maja por encima del hombro—. Helge estaba en el campo y los niños habían ido a la escuela de Marnäs. Así que cogí una bolsa de plástico y una pala del jardín, cerré la casa con llave y me fui sola al lapiaz.
Gerlof vio cómo Maja hacía esfuerzos para coger un cofre azul de madera decorado con rosas rojas de una estantería debajo del televisor. Lo había visto en otras ocasiones, era su viejo costurero. Llevó el cofre hasta la mesa de té y lo colocó ante Gerlof.
—Crucé la carretera —prosiguió ella—, y después de media hora llegué al lapiaz, a las afueras de Stenvik. Encontré lo que quedaba del mojón e intenté recordar dónde había cavado Nils exactamente… Y al final lo encontré.
Abrió la tapa del cofre. Gerlof vio tijeras, lana y filas de carretes de hilo y recordó la época en que él cosía los desgarrones de las velas. Entonces Maja levantó el doble fondo y lo puso a un lado, y Gerlof vio un estuche plano en el compartimento secreto.
Una caja de hojalata, descolorida por viejas manchas de óxido.
Gerlof confiaba en que se tratara de eso.
—Aquí está.
Maja alzó el estuche y se lo entregó. Él oyó que algo resonaba en su interior.
—¿Puedo abrirlo?
—Puedes hacer lo que quieras con él, Gerlof.
El estuche no tenía cerradura y lo abrió con sumo cuidado.
Ahí dentro algo brillaba.
En el estuche había apenas una veintena de trozos de cristal, simples fruslerías; pero no le resultó difícil comprender que se trataba de piedras preciosas. Y una cruz. Gerlof no era un experto, pero el crucifijo parecía ser de oro macizo.
Gerlof cerró la tapa, antes de sucumbir a la tentación de coger las piedras y hacerlas rodar entre sus dedos.
—¿Le has hablado a alguien más de este hallazgo? —preguntó en voz baja.
—Se lo conté a mi marido antes de que muriera —respondió Maja.
—¿Crees que él se lo pudo haber contado a alguien más?
—Él no hablaba de esas cosas con la gente —aseguró Maja—. Y si lo hubiera hecho me lo habría dicho. No teníamos secretos.
Gerlof la creyó. Helge no era muy hablador. Pero por alguna razón en el norte de Öland se había extendido el rumor de que los soldados que Nils había matado llevaban un botín de guerra de los países bálticos. Gerlof también lo había oído; al igual que John y Anders Hagman.
—Así que lo has mantenido oculto todo este tiempo.
Maja asintió.
—Nunca hice nada con ellas, no eran mías. —Y añadió—: Pero una vez intenté dárselas a Vera, la madre de Nils.
—¿Qué? ¿Cuándo lo hiciste?
Maja se sentó con cuidado en la silla que había a su lado, y Gerlof notó que las rodillas de ambos se tocaban por debajo de la mesa de té entre las patas adornadas de volutas.
—Fue unos años después, a finales de los sesenta. Helge había oído decir que Vera Kant había empezado a vender sus terrenos de la costa, que necesitaba dinero. Así que pensé que quizá debería devolverle las piedras…
—¿Fuiste a verla? —preguntó Gerlof.
Maja asintió.
—Tomé el autobús a Stenvik y entré en el jardín de Vera. Era verano, así que la puerta estaba entreabierta cuando subí la escalera; me temblaban las piernas. Le tenía miedo a Vera, como la mayoría… —Maja guardó silencio y luego prosiguió—: Había un gramófono o una radio encendida en la casa; oí una débil música. Y voces. Tenía visita.
Gerlof contuvo la respiración.
—Tuvo una sirvienta durante años, así que quizá fuera…
—No. Eran dos hombres —interrumpió Maja—. Oí dos voces masculinas en la cocina. Uno murmuraba y otro hablaba en voz alta e imperativa, casi como un capitán…
—¿Viste a alguno?
—No, no —respondió Maja enseguida—. Y tampoco me quedé a escuchar. Llamé a la puerta en cuanto subí la escalera. Entonces las voces callaron y Vera llegó volando al porche y cerró la puerta de la cocina. Fue una conmoción regresar a la aldea y verla después de tantos años. Se había quedado tan delgada y encorvada…, como una cuerda reseca. Pero seguía siendo tan desconfiada como siempre; me miró como si fuera una ladrona o algo por el estilo. «¿Qué quieres?», me preguntó. Ni un saludo, ni una cortesía. Me quedé muda. Tenía el estuche en el bolsillo, pero no lo saqué. Comencé a tartamudear algo sobre Nils y el lapiaz…, y seguramente fue una tontería. Lo fue, porque Vera se puso a gritarme que me fuera. Después regresó a la cocina. Y yo me volví a casa…, y unos años después ella murió.
Gerlof asintió. Vera había muerto en la misma escalera desde la que Julia se había caído.
—¿Oíste de qué hablaban? ¿Los dos hombres?
Maja negó con la cabeza.
—Sólo entendí unas palabras antes de llamar —respondió ella—. Algo sobre echar de menos. El hombre que hablaba con la voz alta dijo que alguien echaba de menos: «Y ambos os echáis de menos», o algo por el estilo.
Gerlof recapacitó.
—Quizá fueran parientes de Vera. ¿Familiares de Småland?
—Quizá —convino Maja.
Guardaron silencio. Gerlof no tenía más preguntas; ahora debía pensar en ello.
—Bueno… —dijo, y alargó la mano para acariciar con cuidado el hombro de Maja, pero ella se inclinó un poco y los dedos acabaron tocándole el rostro.
Y ahí se quedaron, casi por voluntad propia, y se movieron con un temblor que poco a poco se tornó en caricia.
Maja cerró los ojos.
Gerlof se sobresaltó y se puso de pie.
—Bueno… —repitió de nuevo—. No puedo…, ya no puedo.
—¿Estás seguro? —preguntó Maja, y abrió los ojos.
—El cuerpo me duele demasiado —respondió él.
—Quizá desaparezca en primavera —aventuró Maja—. A veces ocurre.
Gerlof asintió, compungido.
—Sí —contestó Gerlof—. Gracias por la conversación, Maja. No se lo contaré a nadie. Ya lo sabes.
Maja permaneció sentada a la mesa.
—No te preocupes, Gerlof.
Él se dio cuenta de que aún sostenía el estuche en su mano izquierda y lo depositó rápidamente sobre la mesa. Pero Maja lo cogió, sacó el crucifijo y le tendió de nuevo el estuche.
—Toma, llévatelo —dijo—. Ya no quiero guardarlo más. Será mejor que lo conserves tú.
—De acuerdo.
Asintió varias veces con la cabeza, como torpe despedida, y abandonó la habitación de Maja con el estuche en el bolsillo del pantalón. Era pesado y frío y tintineaba débilmente mientras caminaba por el pasillo desierto.
Gerlof cerró la puerta con llave al regresar a su habitación. No solía hacerlo, pero esta vez sí.
«El botín de guerra», pensó. Los soldados siempre buscaban un botín. ¿Quién les había dado esas piedras preciosas o a quién se las habían robado? Aparte de los soldados, ¿habría muerto alguien más por ellas?
¿Y dónde podría guardarlas? Gerlof miró alrededor. No tenía ningún costurero con doble fondo.
Finalmente se encaminó hacia la librería. En una de las estanterías se hallaba el barco embotellado que representaba la última travesía del velero
Bluebird,
de Hull, como él creía que había sucedido aquella noche de tormenta en la costa de Bohuslän. El
Bluebird
se dirigía hacia los escollos.
Gerlof cogió la botella y le quitó el corcho. A continuación abrió el estuche y vertió lenta y cuidadosamente las piedras en la botella. La agitó para recolocarlas. Bien, si no se miraba con demasiada atención las piedras parecían los escollos contra los que el velero estaba a punto de encallar.
Debería servir por el momento.
Gerlof colocó la botella en su lugar en la estantería y escondió el estuche vacío detrás de una hilera de libros en una balda inferior.