Alzó el quinqué y continuó andando por el porche hasta la puerta principal. Estaba cerrada sin llave y Julia la abrió.
El recibidor de Vera. Era estrecho y alargado, empapelado de flores desvaídas por el sol, y estaba tan desierto como el porche. No le hubiera sorprendido encontrar un perchero con los abrigos negros de la dueña de la casa o hileras de zapatitos de mujer, pero el suelo se veía completamente desnudo. De las paredes y del techo colgaban blancas cortinas de telarañas.
En el recibidor había cuatro puertas. Todas estaban cerradas.
Alargó la mano hacia la puerta más cercana del recibidor y la abrió.
La habitación era pequeña, de unos pocos metros cuadrados, y estaba completamente vacía a no ser por unos tarros de cristal de contenido mohoso que había en el suelo. Un trastero.
Cerró la puerta con cuidado y abrió la siguiente.
La cocina de Vera: era enorme.
El suelo de linóleo marrón se volvía de piedra pulida a mitad de la habitación, donde una enorme cocina negra de hierro se erguía contra la pared. Enfrente había dos ventanas que daban a la parte trasera de la vivienda, y Julia reparó en que su casa de verano se encontraba a sólo un centenar de metros detrás de los árboles. Ese descubrimiento hizo que se sintiera menos sola, de modo que se atrevió a traspasar el umbral.
A la izquierda había una pequeña escalera empinada de madera con una barandilla desvencijada que conducía al piso de arriba. Un ligero hedor a plantas podridas flotaba en la inmóvil oscuridad. El suelo estaba cubierto de polvo y moscas muertas.
Vera Kant debía de pasar las tardes en esa estancia, inclinada sobre los pucheros. De allí había salido su hijo Nils un bonito día de verano después de la guerra, con su escopeta escondida en la mochila.
«Regresaré, madre.»
¿Le habría prometido eso?
Debajo de la escalera había una puerta entornada, y cuando Julia dio un paso adelante sin hacer ruido se encontró con un abismo al otro lado.
Era la escalera que conducía al sótano. Si quería encontrar algo, el sótano era un buen lugar para empezar.
Un cadáver escondido. Pero Vera no lo hizo. ¿O sí?
«Sólo un vistazo.»
Julia sintió el peso del móvil en su bolsillo. Tenía el número de Lennart almacenado en su memoria, y podría llamarle cuando quisiera; «Algo es algo», se dijo.
Así que alzó el quinqué y echó un vistazo al otro lado de la puerta que había debajo de la escalera.
Los peldaños que conducían al sótano eran de bastos tablones de madera. Al pie el suelo era de tierra compacta, que brillaba negra y húmeda a la luz del quinqué.
Pero había algo que no encajaba.
Julia bajó un par de peldaños para ver mejor. Agachó la cabeza para no darse con el techo inclinado y miró atentamente.
Alguien había removido el suelo de tierra del sótano.
La superficie al pie de la escalera estaba intacta, pero habían practicado agujeros de diferentes tamaños por todas partes junto a las paredes de piedra. Y había una pala apoyada contra la escalera de madera, como si la persona que cavaba sólo estuviera haciendo un descanso.
Las huellas de barro seco de un par de botas ascendían por los peldaños del sótano hasta Julia.
La tierra estaba apilada en pequeños montones junto a las paredes, y había un par de cubos llenos al fondo del todo. Alguien se dedicaba a cavar el sótano metódicamente.
¿Qué estaba pasando allí?
Julia subió de espaldas. Retrocedió escalera arriba tan silenciosamente como pudo. Regresó a la cocina y contuvo la respiración para oír mejor.
Todo seguía en silencio.
Podría llamar a Lennart en aquel momento, pero no quería que la oyeran.
Metió cuidadosamente la mano en el bolsillo y cogió el móvil. Comenzó a caminar por la cocina con pasos cortos, al tiempo que encendía el móvil y buscaba el número. Luego posó el pulgar sobre el botón de llamada.
Si ocurría algo, si…
Intentó convencerse de que Jens se hallaba con ella en esa casa oscura, aun cuando estuviera muerto, y que quería que ella lo encontrara. En parte lo había conseguido, y siguió avanzando.
Al pasar, las bolas de pelusas se arremolinaban en silencio alejándose de sus botas y se arrimaban a las paredes mientras pisaba el suelo de linóleo de la cocina, y luego el de piedra junto a la cocina de hierro.
Con el corazón desbocado subió el primer peldaño de la escalera que conducía al piso de arriba.
La madera crujió bajo sus pies, pero sólo levemente. Julia apoyó la mano derecha, que sostenía el móvil, sobre la barandilla para sentir la sólida seguridad de la pared, y siguió subiendo hacia donde la luz del quinqué no alcanzaba. Cuando un peldaño crujía ponía el zapato en el siguiente.
El piso de arriba estaba oscuro.
Se detuvo a medio camino, respiró y volvió a escuchar. Luego prosiguió.
El pasamanos acababa en una abertura sin puerta, y Julia pisó con cuidado al suelo de madera del piso de arriba.
Se hallaba en un pasillo tan estrecho como el recibidor; y con una puerta cerrada en cada extremo.
El miedo y la indecisión la hicieron detenerse de nuevo.
¿Derecha o izquierda? Si se quedaba parada demasiado tiempo le resultaría imposible continuar, así que eligió torcer hacia el lado izquierdo del pasillo. También parecía el menos oscuro. Siguió adelante, entre más pelusas y negros cadáveres de moscas.
En las paredes había rectángulos más claros: huellas de cuadros retirados.
Se encontraba al final del pasillo. Abrió la puerta y alzó el quinqué.
La habitación era pequeña y estaba desamueblada, como el resto de la casa. Pero no estaba vacía del todo. Julia cruzó el umbral y se detuvo al ver una oscura figura tendida junto a la única ventana de la habitación.
No. No era una persona, sino un saco de dormir, como un capullo negro desenrollado. A su lado había una serie de recortes colgados de la pared.
Julia dio un paso adelante. Los recortes eran antiguos y estaban amarillentos, sujetos con agujas a la pared.
«SOLDADOS ALEMANES HALLADOS MUERTOS POR DISPAROS DE ESCOPETA», decían los negros titulares de uno de ellos.
En otro se leía:
«ASESINO DE POLICÍA BUSCADO POR TODO EL PAÍS.»
Y en un tercero, menos descolorido:
«NIÑO DESAPARECIDO SIN DEJAR RASTRO EN STENVIK.»
Un niño pequeño le sonreía despreocupado desde un retrato en blanco y negro, y a Julia le embargó la misma desesperación que sentía cada vez que veía a su hijo. Había más recortes, pero no se quedó en la habitación a leerlos. Apartó rápidamente la mirada y volvió sobre sus pasos.
Se detuvo. A la luz del quinqué vio que la puerta al otro lado del pasillo estaba abierta.
Antes había estado cerrada, pero ahora se veía el umbral y detrás la oscuridad de la habitación. No es que estuviera a oscuras, sino que se veía negra como boca de lobo.
Y no estaba vacía. Julia sintió que alguien esperaba en su interior. Una anciana. Estaba sentada en una silla junto a la ventana.
Era su dormitorio. Un dormitorio frío, henchido de soledad y de espera y de amargura.
La mujer esperaba que le hicieran compañía, pero Julia se había quedado clavada en el pasillo y no podía moverse.
Oyó un chasquido en la oscuridad. La mujer se había incorporado. Se dirigía a la puerta. Se acercaba arrastrando los pies.
Julia tenía que irse. Tenía que abandonar el piso de arriba.
La llama del quinqué parpadeó, se movió con rapidez.
Alcanzó el descansillo y descendió.
Le pareció oír pasos arriba y sintió la fría presencia de la anciana detrás de ella.
«¡Él me ha engañado!»
Julia sintió el odio como un golpetazo en la espalda. Bajó a ciegas en la oscuridad, trastabilló en un peldaño y perdió el equilibrio, tres o cuatro metros por encima del suelo de piedra.
Braceó en el aire, y el móvil y el quinqué salieron volando.
Ambos se estrellaron contra el suelo de la cocina. Saltaron llamas del quinqué, y Julia comprendió que muy pronto ella misma aterrizaría sobre el suelo de piedra.
Apretó los dientes para aguantar el dolor.
El día del entierro de Ernst Adolfsson, Gerlof se despertó en el frío y gris amanecer, sintiéndose como si se hubiera caído al suelo desde una gran altura. El dolor de las articulaciones y rodillas era paralizante.
Era el estrés, el síndrome de Sjögren que volvía a visitarlo; un verdadero incordio. Necesitaría una silla de ruedas para ir a la iglesia.
El síndrome reumático que padecía era un acompañante, no un amigo, a pesar de que muchas veces Gerlof había intentado darle la bienvenida y desarmarlo relajándose e intentando ser amable con él. Aunque le daba a Sjögren acceso ilimitado a su cuerpo, no servía de nada. Cuando aparecía siempre se mostraba igual de implacable: se lanzaba sobre él, se introducía en sus articulaciones, arrancando y tirando de sus nervios, le secaba la boca y le provocaba escozor de ojos.
Gerlof le dejaba hacer hasta que se cansaba. Se reía en su cara.
—Vuelvo al cochecito —constató tras el desayuno.
—Dentro de nada estará andando de nuevo, Gerlof.
Marie, su asistente ese día, le colocó un pequeño cojín para que apoyara la espalda y desplegó con los zapatos de charol el reposapiés de la silla de ruedas.
Con su ayuda, y no poco esfuerzo, Gerlof se había puesto su único traje negro, que brillaba de tantos lavados. Lo había comprado para el entierro de Ella, su mujer, y después lo había utilizado en una docena de funerales de amigos y familiares en la iglesia de Marnäs. Más tarde o más temprano lo llevaría puesto en su propio entierro.
Encima del traje llevaba su abrigo gris, alrededor del cuello una gruesa bufanda de lana y una gorra de fieltro calada encima de los ojos. Ese sombrío día de mediados de octubre la temperatura había descendido a cero grados.
—¿Preparado? —preguntó Boel al salir de la oficina—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
Siempre preguntaba lo mismo.
—Depende de lo inspirado que esté hoy el pastor Högström —señaló Gerlof.
—Podremos calentar tu almuerzo en el microondas —le tranquilizó Boel—, si hiciera falta.
—Muchas gracias —respondió Gerlof, que no creía que volviera con hambre después del entierro de Ernst.
Pensó que Boel, en su necesidad de controlarlo todo, se alegraría de que Sjögren le hubiera obligado a utilizar la silla de ruedas, pues así era más fácil de dirigir. Pero dentro de nada, cuando el síndrome se hubiera tranquilizado, estaría de nuevo en pie. Volvería a andar, y entonces encontraría al asesino de Jens.
Marie se puso los mitones y sujetó el manillar de la silla de ruedas.
Subieron al ascensor, que bajó despacio, y salieron al aire frío y luminoso; descendieron la rampa y llegaron a la rotonda. La gravilla congelada crujió bajo las ruedas de la silla cuando tomaron el desierto camino de la iglesia.
Gerlof apretó los dientes. Aborrecía la impotencia que sentía al ir en silla de ruedas, pero intentó relajarse y dejarse llevar.
—¿Llegamos tarde? —preguntó.
Había tardado mucho tiempo en vestirse.
—No demasiado —dijo Marie—. Sólo un poco, es culpa mía… Menos mal que la iglesia queda cerca.
—Así nos evitamos la espera —comentó Gerlof, y Marie rió educadamente.
Eso le gustó: no todos los asistentes del hogar Marnäs comprendían que era obligación de los jóvenes reírse de la bromas de los mayores.
Continuaron su camino hacia la iglesia y Gerlof inclinó la cabeza para protegerse el rostro del viento cortante que soplaba desde el estrecho de Kalmar. Lo conocía de sobra: era un viento fuerte y constante procedente del sudoeste que habría impulsado a un velero hacia el norte bordeando la costa sueca hasta Estocolmo. Pero un día como éste no echaba de menos el mar. Las olas habrían azotado la cubierta, el frío habría helado las bancadas. Después de más de treinta años en tierra Gerlof aún se sentía capitán, y ningún marinero deseaba hacerse a la mar en invierno.
Las campanas comenzaron a repicar cuando pasaron junto a la parada de autobús y giraron por el camino que conducía a la iglesia. El desolado y prolongado tintineo que emitían resonaba sobre el paisaje llano, y Marie no podía menos de apresurarse.
Gerlof no tenía prisa en llegar al entierro; lo veía como un ritual para los demás dolientes. Él ya se había despedido de Ernst hacía una semana, cuando fue a la cantera con John. La añoranza que sentía por su amigo se mezclaba con la pena por la muerte de Ella, y sabía que sólo su propia muerte le libraría de ambas. Al mismo tiempo tenía la desagradable sensación de que Ernst no descansaba en paz y esperaba impaciente a que Gerlof colocara en su sitio todas las piezas del puzle que él había dejado tras sí.
Había al menos media docena de coches estacionados en el pequeño aparcamiento frente a la iglesia. Buscó con la vista el Ford rojo de Julia, pero no lo encontró. En cambio vio el Volvo de Astrid Linder y supuso que Julia, su hija, viajaba con ella desde Stenvik. En caso de que hubiera asistido al entierro.
La iglesia encalada del siglo XIX de Marnäs se perfilaba contra el cielo gris. Durante más de mil años los cristianos se habían reunido en el mismo lugar. Ésta era la tercera iglesia, edificada cuando la construcción medieval se tornó demasiado estrecha y ruinosa.
Entraron en el cementerio y recorrieron apresuradamente el sendero de piedra; luego Marie aminoró el paso y tiró de la silla de ruedas para cruzar el bajo umbral de la puerta de la iglesia.
Gerlof se quitó el gorro tan pronto como traspasaron el pórtico. Éste estaba oscuro y desierto, pero la nave se hallaba abarrotada de gente vestida de negro.
Flotaba un leve murmullo en el ambiente; el servicio aún no había comenzado.
Muchas de las cabezas agachadas se volvieron discretamente hacia él cuando entró por el pasillo lateral izquierdo de la iglesia. Qué aspecto más lamentable y débil debía de ofrecer a la gente, pensó. Y así se sentía, débil y en un estado lamentable, pero con la cabeza lúcida: eso era lo más importante.
Algunas personas iban a los entierros para ver quién sería el próximo en estirar la pata. «Pues miradme —pensó Gerlof—, que no me veréis peor que ahora.»
Pronto se levantaría y andaría.
Una pequeña mano blanca le saludaba desde uno de los bancos delanteros. Pertenecía a Astrid Linder, que llevaba puesto un sombrero negro con velo. Había un sitio libre a su lado en la cuarta fila, y no pareció darse cuenta de que Gerlof iba en silla de ruedas.