El puerto es enorme en comparación con los distintos puertos de Öland, inmenso y diferente. Hileras de grúas se recortan contra el cielo como negros animales prehistóricos y los remolcadores expulsan un humo espeso mientras se mueven entre los grandes transatlánticos que parten hacia aguas navegables. En el puerto de Gotemburgo las velas y los mástiles han desaparecido casi por completo; de un lado a otro de los muelles sólo se ven filas de cargueros de motor.
Nils se ha paseado por allí; ha estudiado los largos cascos de los barcos y ha pensado en los plátanos de Sudamérica.
Permanece lo menos posible en la desangelada habitación individual del hotel; regresa tarde y se levanta temprano. No echa de menos las frías noches en que dormía sobre un lecho de musgo y ramas de abeto en el bosque, pero cuando está tumbado en la cama entre esas cuatro paredes se imagina en una celda, y se pasa el rato temiendo oír los pesados pasos de la policía subiendo por la escalera.
Una noche la puerta de la habitación se abrió y la larga figura del policía provincial uniformado traspasó el umbral. Llevaba la ropa ensangrentada. Alargó la mano, de la que le chorreaba sangre a borbotones, hacia la cama.
«Tú me asesinaste, Nils. Al fin te he encontrado.»
Nils se levantó de un salto de la cama apretando con fuerza los dientes. La habitación estaba vacía.
Durante su estancia en Gotemburgo sólo le ha enviado una postal a Vera. Una postal en blanco y negro del faro de Vinga. Nils la ha enviado a Stenvik, en el otro extremo del país, sin escribir remitente o saludo alguno. Sólo se atreve a revelarle a su madre que sigue libre y se encuentra en algún lugar de la costa oeste.
Ahora el joven ha entrado en el parque. Tiene la edad de Nils y se llama Max.
Lo vio por primera vez tres días antes en un pequeño café del puerto: Max estaba sentado en un rincón a un par de mesas de distancia. Enseguida se fijó en él, pues fumaba cigarrillos que guardaba en una pitillera de oro y hablaba en voz alta, en un dialecto cerrado de Gotemburgo, con las camareras, el sonriente dueño del café y los demás clientes. Todos le llamaban Max. A veces entraba gente desde la calle y se sentaba a su mesa, hombres jóvenes y mayores que hablaban en voz baja. Max bajaba la voz a su vez, y la conversación se desarrollaba entre gestos y rápidos intercambios de palabras.
Max vendía algo, eso estaba claro, y dado que nunca entregaba ninguna mercancía a los que se acercaban a su mesa, Nils sospechó que vendía información y buenos consejos. Así que al rato se levantó y se sentó a la mesa del rincón sin presentarse. En cuanto lo tuvo cerca descubrió que Max era más joven que él; tenía el pelo grasiento y la cara llena de espinillas, pero una mirada despierta mientras le escuchaba.
Sentarse a hablar con un desconocido después de tanto tiempo de soledad le resultó muy extraño, pero lo consiguió. Con la misma voz queda que los otros que se habían sentado a la mesa pidió un buen consejo. Y un favor muy importante. Max escuchó y asintió con la cabeza.
—Dos días —indicó.
Era el tiempo que necesitaba para conseguir el importante favor.
—Te daré veinticinco coronas —ofreció Nils.
—Treinta y cinco sería más conveniente —replicó el joven al vuelo.
Nils recapacitó.
—Treinta, entonces.
Max asintió y se inclinó hacia delante.
—No volveremos a vernos aquí —dijo bajando aún más la voz—. Nos encontraremos en un parque…, un buen parque que suelo utilizar.
Dio una dirección, se levantó y abandonó el café apresuradamente.
Ahora Nils espera en el parque. Lleva allí media hora; se ha dado una vuelta y ha comprobado que la zona está desierta, y ha encontrado dos vías de escape por si algo sale mal. No le ha dicho su nombre a su nuevo conocido, pero está seguro de que Max ha comprendido que la policía le busca.
El joven se acerca directamente a él sin mirar de reojo o hacer señas a algún observador oculto.
Aun así Nils no se tranquiliza, pero tampoco huye. Clava la mirada en Max, que ahora se ha detenido a unos metros de distancia.
—
Celeste Horizon
—dice—. Ése es tu barco. —Nils asiente con la cabeza—. Es inglés. —Max se sienta en una piedra entre los árboles y saca un cigarrillo—. Pero el capitán es danés, se llama Petri. No me ha hecho preguntas sobre la identidad del pasajero, sólo le interesa hablar de dinero.
—Pues hablemos —dice Nils.
—Ahora están cargando madera; zarparán dentro de tres días —anuncia Max, y expulsa el humo.
—¿Rumbo adónde?
—A East London. Allí descargarán la madera, después irán a Durban para cargar carbón, y luego continuarán hasta Santos. Si quieres, puedes desembarcar allí.
—Pero yo quiero ir a América —suelta Nils sin pensárselo—. Quiero ir a Estados Unidos.
Max se encoge de hombros.
—Santos está en Brasil, al sur de Río —dice—. Siempre puedes coger otro barco desde allí.
Nils recapacita. ¿Santos está en Sudamérica? Puede ser un buen punto de partida para futuros viajes, antes de regresar a Europa.
Asiente con la cabeza.
—Bien.
Max se pone rápidamente en pie. Le tiende la mano.
Nils deposita cinco monedas de dos coronas en ella.
—Antes debo ver a ese tal Petri —indica—. Te daré el resto después. Enséñame dónde puedo encontrarlo.
Max esboza una sonrisa.
—Mañana preséntate en el puerto como un cargador más. —Nils le mira sin comprender, y Max prosigue—: Los cargadores van al puerto al amanecer y esperan que los contraten. Unos consiguen trabajo, otros tienen que volverse a casa. Tú bajarás al puerto y te reunirás con ellos mañana temprano… y te elegirán para cargar el
Celeste Horizon.
Nils asiente de nuevo.
El joven guarda las monedas en el bolsillo a toda prisa.
—Me llamo Max Reimer. ¿Y tú?
Nils no contesta. ¿Acaso no ha pagado para evitar preguntas? Nota cómo se le acelera el pulso en la vena del cuello: es su ira que lentamente se despierta.
Max le sonríe satisfecho; no parece sentirse amenazado.
—Yo creo que eres de Småland —dice, y apaga el cigarrillo—. Tu acento es de por allí.
Nils sigue callado. Sabe que puede derribarlo; Max es más bajo que él y no le costaría ningún esfuerzo. Tirarlo al suelo y luego patearlo a conciencia. Utilizar una piedra pesada para liquidarlo y después ocultar el cuerpo en el parque.
Sería muy sencillo.
¿Y después? Después Max podría regresar por las noches, igual que el policía provincial.
—No preguntes más de la cuenta —le dice, y emprende la caminata por el parque hacia el puerto—. Podrías quedarte sin dinero.
Lennart no telefoneó.
Julia esperó sentada durante horas en la casa de verano. El reloj marcó las ocho y media de la tarde del martes, luego las nueve, pero él no llamó.
Julia se bebió toda la botella de vino tinto; no le costó nada. Y su decisión de entrar en la casa de Vera Kant se volvió tan ineludible que dejó de importarle que Lennart la acompañara o no.
Pensó en llamar a Gerlof y contarle lo que iba a hacer, pero luego se echó atrás. Había limpiado y hecho la maleta: ya no sabía qué más hacer para entretenerse. La devoraban la inquietud y la curiosidad.
La oscuridad y el silencio se cernían sobre las paredes de la casa. A las diez menos cuarto se levantó por fin, un poco mareada a causa del vino, pero más decidida que ebria.
Se puso un jersey más debajo del abrigo, calcetines gruesos y botas. Encontró un viejo gorro de lana marrón en el armario del recibidor y se remetió el pelo mientras se miraba al espejo. ¿Se le habían alisado las arrugas de preocupación de la frente tras la conversación con Lennart?
Quizás, aunque tal vez fuera el vino.
Se metió el móvil en el bolsillo, sujetó la vieja lámpara de queroseno con la mano izquierda y apagó la luz de la casa. Estaba preparada.
«Sólo un vistazo.»
La noche era más clara y fría que antes, y apenas soplaba el viento entre los árboles. Al salir al camino vecinal, la oscuridad la envolvió, aunque veía las luces cabrilleando en el continente.
Una docena de metros más adelante se detuvo y aguzó el oído para escuchar los sonidos de la oscuridad: el crepitar de las hojas o el crujir de las ramas. Pero no se oía ningún ruido: nada se movía.
Stenvik estaba desierto. La gravilla crujió bajo sus botas mientras echaba a andar hacia la casa de Vera Kant.
Una vez allí se detuvo de nuevo. La verja blanquecina brillaba en la oscuridad y estaba cerrada como siempre. Julia alargó la mano lentamente y palpó el pestillo de hierro. Tenía un tacto rugoso a causa del óxido y no se movía.
Empujó la verja, que chirrió débilmente pero no se movió. Quizá los goznes estaban oxidados.
Julia dejó el quinqué sobre la grava, se arrimó a la verja y, sujetando con ambas manos su parte superior, la levantó hacia arriba y hacia adentro. Entonces la puerta se deslizó unos centímetros antes de atascarse de nuevo. Pero ahora podía pasar a través de la abertura.
La embriaguez del vino mantenía a raya el miedo a la oscuridad, pero no del todo.
El jardín de la casa estaba bordeado de altos árboles e invadido por sombras. Julia se detuvo unos minutos para acostumbrar su vista a la oscuridad. Poco a poco fue descubriendo detalles: en el jardín había un sinuoso sendero de piedra caliza que se internaba entre las sombras como una silenciosa invitación; junto a él se veía la tapa ovalada de un pozo marrón cubierta de hojas y negras manchas de moho, y por todas partes crecían hierbajos. Al otro lado del pozo había una leñera alargada, cuyo techo parecía a punto de derrumbarse como una tienda de campaña mal levantada.
Julia dio un precavido paso adelante en el oscuro jardín. Y otro más. Escuchó y dio un tercer paso. Cada vez le resultaba más difícil avanzar.
De repente el móvil empezó a sonar; el corazón se le desbocó. Lo sacó del bolsillo apresuradamente, como si no quisiera molestar a alguien o a algo en la oscuridad, y contestó.
—¿Sí?
—Hola… ¿Julia?
Escuchó la tranquila voz de Lennart en el auricular.
—Hola —respondió, esforzándose por sonar sobria—. ¿Dónde estás?
—Sigo en la reunión. Y aún nos queda un rato…
—Vale. —Julia avanzó un par de pasos por el camino de piedra. En ese momento vio una esquina de la casa de Vera Kant—. De acuerdo.
—Mañana es el entierro y antes tengo que trabajar un par de horas —continuó Lennart—. No creo que pueda ir a Stenvik esta noche…
—Lo entiendo —repuso Julia rápidamente—. Otra vez será.
—¿Estás fuera de casa? —preguntó Lennart.
Su voz no delataba sospecha, sin embargo, Julia se sobresaltó al responder con una pequeña mentira.
—He salido al cantil. Solo… Estoy dando un pequeño paseo nocturno.
—Bien. ¿Nos vemos mañana? ¿En la iglesia?
—Sí…, allí estaré —respondió Julia.
—De acuerdo —dijo Lennart—. Buenas noches.
—Buenas noches… Que duermas bien —se despidió Julia.
La voz de Lennart desapareció con un clic. De nuevo estaba completamente sola, pero ahora se sentía mejor. Había presentido que él no podría venir.
El sendero concluía a unos pocos pasos al pie de una ancha escalera, también de piedra, que conducía a una puerta de madera blanca y un porche acristalado y decorado con tallas astilladas y erosionadas por la lluvia y el viento.
La casa se alzaba ante Julia como un silencioso castillo de madera. Las oscuras ventanas le recordaron las ruinas quemadas del castillo de Borgholm.
«Jens, ¿estás ahí dentro?»
Ni siquiera la oscuridad podía ocultar el deterioro de la casa. Los cristales de las ventanas, a ambos lados de la puerta principal, estaban rotos, y la pintura de los marcos, descascarillada.
El interior del porche estaba oscuro como boca de lobo.
Julia salvó el último tramo hasta la casa lentamente. Aguzó el oído. ¿A quién pensaba encontrar? ¿Por qué había bajado la voz al hablar con Lennart por teléfono?
Comprendió lo ridículo de sus esfuerzos por no hacer ruido cuando nadie podía oírla; aun así, no conseguía relajarse. Subió la escalera de piedra con las piernas entumecidas y la espalda rígida.
Intentó meterse en la cabeza de Jens, pensar como él habría pensado en el caso de que hubiera estado allí el día de su desaparición. Si hubiera entrado en el jardín de Vera Kant, ¿se habría atrevido a subir la escalera, acercarse a la puerta y llamar? Quizás.
El mango de hierro de la puerta del porche apuntaba hacia abajo, como si alguien estuviera abriéndola desde dentro. Julia supuso que estaría cerrada con llave, y ni siquiera se preocupó por alargar la mano, antes de advertir que estaba entornada. La jamba estaba rota, o le habían arrancado un trozo de madera, por lo que ya no se podía cerrar con llave. Lo único que tenía hacer era abrir y entrar.
Así que alguien se había colado en casa de Vera Kant.
¿Y si fueran ladrones? Iban a los pueblos de veraneo en invierno para entrar en las casas vacías sin problemas. Seguro que les interesaría una finca abandonada que había pertenecido a la mujer más rica del norte de Öland.
¿Y si era otra persona?
Julia alargó la mano sin hacer ruido y tiró de la puerta. Estaba atascada, y al bajar la vista observó que habían introducido una pequeña cuña de madera debajo.
Alguien la habría colocado allí para que el viento no abriera la puerta rota de golpe. ¿Un ladrón sería tan cuidadoso?
No.
Julia empujó la cuña de madera con el pie y tiró de nuevo de la manija. Las bisagras chirriaron, pero la puerta se abrió lentamente.
La compacta oscuridad del otro lado aumentó su nerviosismo, pero ahora no podía dar marcha atrás. «Por querer saber, la zorra perdió la cola.»
La persona que había colocado la cuña de madera lo había hecho desde el exterior, de modo que no se encontraba dentro de la casa. A no ser que hubiera otra entrada.
Julia traspasó con tanto cuidado como pudo el umbral de la casa de Vera Kant.
Hacía tanto frío dentro como fuera, y todo estaba oscuro y en silencio como en una cueva. No se veía nada, pero entonces recordó que tenía un quinqué en la mano.
Sacó la caja de cerillas del bolsillo del abrigo, encendió una cerilla y levantó el cristal del quinqué. La ancha mecha comenzó a arder con una llamita titilante, que se tornó más fuerte y más clara cuando Julia la cubrió con el cristal. Era suficiente para iluminar el porche vacío con un hilo de luz grisácea, aun cuando la oscuridad seguía cerniéndose en los rincones.