Otra vez tenía la mirada perdida, pero de pronto se fijó en la mesa y pareció advertir que estaban sentados comiendo pizza.
—Te ahorraré los detalles, perdona —se excusó.
—No tiene importancia —replicó Julia—. Pero ¿cómo supisteis que era Kant? ¿Fue por las huellas dactilares?
—No había muestras fiables de las huellas dactilares de Nils Kant —señaló Lennart—. Tampoco de su dentadura. Al final se le identificó por una antigua lesión en su mano izquierda. Se había roto algunos dedos en una pelea en la cantera de Stenvik. Yo mismo he oído contar esa historia a varios vecinos de pueblo. Pues bien, el cuerpo del ataúd tenía exactamente la misma lesión. Así que el asunto se zanjó.
Durante unos segundos volvió a imperar el silencio en la cocina de la comisaría.
—¿Qué sentiste? —preguntó Julia—. Quiero decir al ver el cuerpo de Kant.
Lennart recapacitó.
—En realidad, nada. Yo quería ver a Kant vivo. A un cadáver no se le pueden pedir responsabilidades.
Julia asintió, meditabunda. Quería pedirle un favor a Lennart.
—¿Has estado alguna vez en casa de Kant? —preguntó—. ¿A alguien de la policía se le ocurrió buscar a Jens allí?
Lennart negó con la cabeza.
—¿Por qué razón tendríamos que haber buscado allí dentro?
—No lo sé. Trato de imaginar adónde dirigió sus pasos Jens. Si no bajó a la playa ni fue al lapiaz, quizás entrara en alguna casa vecina. Y la de Vera Kant se encuentra a unos pocos metros de la nuestra…
—¿Y para qué iría allí? —preguntó Lennart—. ¿Y por qué se quedaría?
—No lo sé. Quizás entrara, y resbalara, o… Quién sabe, puede que Vera Kant estuviera tan loca como su hijo.
«Quizás entraste en la casa, Jens, y Vera Kant cerró la puerta detrás de ti.»
—Dudo que sirva de mucho —prosiguió en voz alta—, pero ¿te gustaría echar un vistazo a la casa? ¿Conmigo?
—Un vistazo… ¿Me estás proponiendo entrar en la casa de Kant? —inquirió Lennart.
—Sólo para echar un vistazo, antes de que regrese a Gotemburgo mañana —prosiguió Julia, y le sostuvo la mirada, que ahora expresaba reserva. Tenía ganas de contarle que había visto luz en el interior de la vivienda pero temía habérselo imaginado—. No es ningún delito entrar en una casa abandonada, ¿verdad? Y siendo policía puedes entrar donde te dé la gana, ¿no?
Lennart negó con la cabeza.
—Tenemos unas reglas muy estrictas —repuso—. Como soy el único policía de la zona a veces me las salto un poco, pero…
—Nadie nos verá —interrumpió Julia—. Stenvik está casi desierto, y todas las casas que rodean la de Vera Kant son de verano. Ahí no vive nadie.
Lennart miró su reloj.
—Ahora tengo que irme a la reunión —comentó.
Julia pensó que al menos no había rechazado de plano su propuesta.
—¿Y más tarde?
—¿No querrás entrar ahí esta noche?
Julia asintió con la cabeza.
—Ya veremos —dijo Lennart—. La reunión puede prolongarse. Te llamaré si terminamos temprano. ¿Tienes móvil?
—Sí, llámame.
Había un par de lápices sobre la mesa de la cocina y Julia arrancó un trozo del cartón de la pizza y anotó su número. Lennart se lo guardó en el bolsillo de su pechera y se levantó.
—No hagas nada por tu cuenta —la advirtió, y la miró.
—Te lo prometo.
—La última vez que pasé la casa de Vera amenazaba ruina.
—Lo sé. No entraré sola —aseguró Julia. Pero si Jens se hallaba allí, solo en la oscuridad, ¿podría perdonarle que su madre no hubiera ido a buscarle?
Cuando salieron de la comisaría las calles de Marnäs estaban desiertas. Las luces de las tiendas se habían apagado y sólo el quiosco del otro lado de la plaza seguía abierto. Daba la sensación de que el aire húmedo fuera a helarse.
Lennart apagó la luz y cerró la puerta de la comisaría tras sí.
—¿Te vas a Stenvik?
—Quizá. —De pronto le vino una idea a la cabeza—. Lennart, ¿has averiguado algo de la sandalia? ¿La que te dio Gerlof?
El policía le lanzó una mirada inquisitiva, luego se acordó.
—No, lo siento. Todavía no. La envié a Linköping en un sobre lacrado, al laboratorio criminal, pero todavía no he recibido respuesta. Los llamaré la semana que viene. Pero quizá no deberíamos tener muchas esperanzas. Ha pasado demasiado tiempo y ni siquiera es seguro que sea auténtica…
—Lo sé… No tiene por qué ser de mi hijo —replicó Julia al punto.
Lennart asintió con la cabeza.
—Hasta luego, Julia.
Le tendió la mano, lo que resultó una forma algo impersonal de despedirse después de haber compartido sus intimidades. Pero Julia tampoco era muy dada a abrazar a la gente, así que le estrechó la mano.
—Adiós. Gracias por la pizza.
—De nada. Te llamaré después de la reunión.
Al despedirse, Lennart se quedó mirándola un segundo más de la cuenta, de una forma que más tarde podría dar lugar a interpretaciones interesadas. Después se dio la vuelta.
Julia cruzó la calle en dirección al coche. Condujo lentamente alejándose del centro de Marnäs, pasó por delante de la residencia, donde quizá Gerlof estuviera tomando el café de la tarde, y al final dejó atrás la iglesia a oscuras y el cementerio.
¿Estaba Lennart Henriksson casado o soltero? Julia no lo sabía y no se atrevía a preguntarlo.
De camino a Stenvik se preguntó si no se habría desnudado demasiado delante del policía, si no habría insistido más de la cuenta en sus remordimientos. Pero hablar le había sentado bien y le había dado cierta perspectiva del extraño día que había pasado en Borgholm, en que Gerlof se había sacado sus nuevas teorías de la manga, a saber, que el asesino de Jens se encontraba enfermo en una lujosa casa en Borgholm y que Nils Kant, el asesino de Henriksson, el policía provincial, quizás estuviera vivo y vendiera coches en la misma ciudad; era difícil saber si su padre le tomaba el pelo o no.
No. No eran cosas para tomarse a broma. Pero no parecía que esas ideas les llevaran a ninguna parte.
Lo mejor sería volver a casa.
Decidió que regresaría a Gotemburgo al día siguiente. Primero iría al entierro de Ernst Adolfsson; luego se despediría de Gerlof y de Astrid, y emprendería el viaje de vuelta a casa por la tarde, y allí intentaría llevar una vida mejor de la que había llevado hasta entonces. Beber menos vino, tomar menos pastillas. Pediría que le dieran el alta cuanto antes y empezaría a trabajar como enfermera de nuevo. Dejaría de vivir en el pasado y de dar vueltas a misterios que no tenían solución. Llevaría una vida normal e intentaría mirar hacia delante. Y la primavera siguiente podría regresar y visitar a Gerlof, y quizá también a Lennart.
Las primeras casas de Stenvik aparecieron a un lado de la carretera y frenó. Detuvo el coche junto a la casa de Gerlof a oscuras; se bajó, abrió la verja y entró el coche en el jardín. Decidió que pasaría la última noche en su habitación. Dormiría por última vez junto a los buenos y los malos recuerdos.
Al entrar encendió unas cuantas luces. Después salió de la casa y bajó al cobertizo para recoger el cepillo de dientes y el resto de sus pertenencias, incluidas las botellas de vino que se había traído de Gotemburgo y que, contra todo pronóstico, no había abierto.
Mientras avanzaba por el camino vecinal, tuvo muy presente que la casa de Vera Kant se erguía en la oscuridad a su izquierda; pero no volvió la cabeza. Apenas echó un rápido vistazo a las luces de las casas de Astrid y John en dirección sur, antes de bajar al cobertizo.
Después de recoger todas sus cosas se fijó en el viejo quinqué que colgaba de una ventana; tras unos segundos de indecisión lo descolgó del gancho y se lo llevó a la casa. Por si acaso.
Cuando volvía observó la casa de Vera tras los altos setos de espino blanco: grandes y negros. Esta vez no había ninguna luz encendida detrás de las ventanas.
«Nunca buscamos allí dentro», había dicho Lennart.
¿Y qué motivo habrían tenido para entrar en la casa? Vera Kant no estaba bajo sospecha de haber secuestrado a Jens.
Pero ¿y si Nils Kant se hubiera escondido allí? ¿Y si su madre lo hubiera protegido? ¿Y si Jens hubiese salido al camino envuelto en la niebla y hubiera echado a andar hacia el mar y se hubiera detenido ante la verja de Vera Kant y hubiese abierto la puerta y entrado…?
No, era demasiado rocambolesco.
Julia siguió caminando hasta la casa de verano. Entró en el interior caldeado y encendió todas las luces de la casa. Sacó una botella de vino tinto de la bolsa y, dado que era su última noche en Öland, la abrió en la cocina y se sirvió un vaso. Bebió de pie junto a la encimera, y al terminar lo volvió a llenar de inmediato. Se lo llevó al salón.
Notó cómo el alcohol se esparcía por su cuerpo.
Un vistazo. Si la reunión de Lennart en Marnäs terminaba temprano y llamaba… entonces le pediría que fuera a verla. Pero ¿y si no quería entrar en la casa donde había crecido el asesino de su padre? ¿Aunque sólo fueran a echar un vistazo?
Era como si Gerlof le hubiera contagiado una especie de fiebre; Julia no podía dejar de pensar en Nils Kant.
Gotemburgo, agosto de 1945
El primer verano tras los seis largos años de guerra mundial es radiante, caluroso y rebosa confianza en el futuro. En la gran ciudad de Gotemburgo van a construirse nuevas zonas residenciales, así que se derriban las viejas casuchas de madera. Nils Kant observa cómo las excavadoras trabajan mientras deambula por las calles de la ciudad.
Nils lee «PAZ EN EL MUNDO» en los carteles que cuelgan de las fachadas del centro. Unos días después compra el
Göteborgs-Posten
y lee el titular de la primera página: «LA BOMBA ATÓMICA. NUEVA SENSACIÓN MUNDIAL». Japón ha capitulado sin condiciones; la nueva bomba de los americanos ha puesto fin a la guerra. Para tener semejante éxito debe de haber sido una bomba increíble; eso es lo que Nils ha oído comentar a la gente en el tranvía, pero cuando ve en el periódico la fotografía de la inmensa nube en forma de seta que se alza hacia el cielo, por alguna razón recuerda la mosca azul que se posó en la mano del soldado muerto.
Por lo que a Nils respecta, la paz no ha llegado: la justicia aún le busca.
Es por la tarde. Nils se encuentra bajo un árbol en un pequeño parque a las afueras de la ciudad y ve a un joven trajeado que se aproxima por la calle con pasos apresurados.
Nils viste un traje oscuro de segunda mano que ha comprado en una tienda de Haga; ni es nuevo ni está demasiado raído. Lleva un sombrero calado; ya no se afeita, se ha dejado crecer la barba, una espesa barba negra que se recorta cada mañana frente al espejo de la pequeña habitación individual en Majorna.
Por lo que él sabe sólo hay una fotografía suya, y es de hace siete u ocho años: una fotografía de grupo del colegio en la que Nils aparece de pie en la última fila con los ojos en sombra por la gorra. Es borrosa y ni siquiera sabe si la policía habrá tenido acceso a ella; aun así hace lo posible para que no le reconozcan.
Desde la calle que discurre por debajo del parque se domina el puerto; es una de las más lúgubres de Gotemburgo, tiene más barro y charcos que las vías adoquinadas, y casas de madera sin pintar que parecen apoyarse unas en otras para no derrumbarse. Nils Kant, con su barba, su traje usado y su cabello peinado hacia atrás encaja en el ambiente. Parece pobre, pero no un criminal. Al menos eso espera.
Gran parte del éxito de su huida de Öland ha consistido en encajar, volverse invisible y pasar completamente desapercibido.
A Nils le costó muchísimo alejarse de la costa del Báltico, desde donde divisaba su isla entre los abetos. Merodeó un tiempo por los alrededores del aserradero del tío August, y no fue hasta el tercer día, una mañana en que vio un coche de policía aparcado junto a la oficina, cuando emprendió su marcha en dirección oeste.
Primero se adentró en el espeso bosque de abetos.
Gracias a sus correrías por el lapiaz estaba acostumbrado a caminar largos trechos y era hábil en encontrar el camino correcto con la ayuda del sol y su intuición.
Durante el mes de junio caminó por el campo como uno más de los muchos jóvenes humildes que se dirigían hacia alguna gran ciudad en busca de una nueva vida tras la guerra, y apenas llamó la atención. Pocas personas se fijaron en él. Evitó los caminos, andaba por el bosque, comía bayas, bebía agua de los riachuelos y dormía bajo algún abeto grande y espeso, o en un granero si llovía. Unas veces encontraba manzanas silvestres, otras se colaba en una granja y robaba huevos o una jarra de leche.
La provisión de toffees de crema de Vera se acabó al tercer día.
En Husqvarna se detuvo unas cuantas horas para visitar la ciudad de donde procedía su escopeta, pero no vio la fábrica de armas y no se atrevió a preguntar dónde se encontraba. Husqvarna parecía casi tan grande como Kalmar, y Jönköping, la ciudad más cercana, era todavía más grande. Aunque el traje le olía a bosque y sudor, las calles estaban tan atestadas que cuando salía a pasear nadie le miraba a los ojos.
Hasta se aventuró a comer en un restaurante y comprarse zapatos nuevos. Un par bueno costaba treinta y una coronas, que habría que restar a la suma que su madre le había dado, y que había incrementado su tío August. Sus reservas de dinero menguaban; no obstante, entró en un pequeño bar junto a la vía del tren y encargó un gran bistec, una cerveza y una copa de coñac Grönstedt, todo por dos coronas y sesenta y tres céntimos. Era caro, pero Nils pensó que se lo merecía después de la larga marcha.
Fortalecido tras la visita al bar salió de Jönköping y prosiguió su camino en dirección oeste atravesando los bosques de Västergötland durante algunas semanas más. Finalmente alcanzó la costa.
Gotemburgo es la segunda ciudad del reino, Nils lo aprendió en el colegio. Gotemburgo es enorme; hay manzanas y manzanas de altas casas a lo largo del río Gota, por sus calles circulan cientos de vehículos y gente de todo tipo. Al principio, Nils casi sintió pánico al verse rodeado de toda esa gente; los primeros días se perdía constantemente. En las calles cercanas al puerto ha oído idiomas extranjeros; hay marineros procedentes de Inglaterra, Dinamarca, Noruega y Holanda. Ha visto barcos partir rumbo a países lejanos y naves que atracan lentamente en los muelles con mercancías de otros lugares. Ha comido un plátano por primera vez en su vida; ennegrecido y algo podrido, pero aun así sabía bien. Un plátano de Sudamérica.