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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (40 page)

BOOK: La hora del mar
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Llegó la hora de comer. Grupos de voluntarios repartían alimentos en las tiendas: un paquete por tienda, que incluía un litro de agua por ocupante. Algunos entraron en pánico. Estaban en los peores meses del verano y el aire caliente resecaba la piel de la cara; querían saber si habría más suministro de agua. Se les dijo que a media tarde se repartiría más, y que si guardaban la botella vacía, pronto podrían tener todo el agua que quisieran: estaban esperando camiones cisterna para todo el que quisiera acercarse. Las botellas vacías, pensó Marianne, se convertirían en un bien deliciosamente valioso cuando acabara el día, y las colas alrededor de los camiones cisterna serían largas. Si conocía a la masa de gente la mitad de bien que sospechaba, muchos harían acopio de botellas entre sus mochilas.

No tenía demasiada hambre, pero sí bastante sed. Pensó que sería buena idea regresar a su tienda y esperar la llegada del suministro del día, pero para entonces se encontraba en el extremo opuesto del campamento. Pensar siquiera en atravesar toda la improvisada ciudadela con el sol brillando en su punto más alto le provocó un cansancio infinito. Quizá alguien le guardaría su ración (sobre todo la dichosa botella), pero luego pensó que quizá no lo hicieran. Imaginó que alguien guardaría su litro de agua con disimulo. Quizá hasta podría hincarse de rodillas en la puerta del habitáculo con la lengua colgando flácida a un lado y el ladrón jamás reconocería haber guardado lo que era suyo por derecho.

Hacia las tres de la tarde, el sol castigaba con fuerza todo el campamento. Las únicas áreas de sombra eran las propias tiendas, y allí dentro el calor era tan intenso que la gente salía fuera a respirar un poco de aire. La ausencia del más mínimo atisbo de brisa empeoraba la situación; Marianne sudaba y, en ocasiones, sentía que le faltaba el aire. Le habían dicho que los rigores del verano eran especialmente hostiles en el sur, pero nunca habría imaginado algo así. ¿Sería eso lo que llamaban
terral
? Una especie de viento abrasador más propio del desierto que de una zona costera, pero que era característico de la zona.

Llegado un punto, empezó a ver tiendas prácticamente vacías. La sombra que caía sobre las mantas extendidas en el suelo parecía una especie de oasis comparado con el calor que estaba soportando. Hasta llegó a considerar, durante unos segundos, la idea de arrastrarse dentro y tumbarse a dormitar una buena siesta. Quizá para cuando despertara su suerte cambiase; quizá entonces diera con Thadeus y con Jorge.

Porque tienen que estar por aquí, en alguna parte. Deberían estar, ¿verdad? Me separé de ellos y el camino sólo era practicable en una dirección: hacia delante, no hacia ninguno de los otros lados. Deberían estar por aquí. Deberían.

Pero en mitad de esas divagaciones, se descubrió en el límite sur del campamento. La luz se reflejaba en el suelo de tierra e incidía, resplandeciente, en sus ojos. Sorprendida, los tapó con la mano. Ni se había dado cuenta de que se acababan las tiendas.
No ha sido buena idea andar tanto rato bajo el sol
, pensó. Se tocó la parte superior de la cabeza y notó el pelo caliente bajo la palma de la mano.
Me va a dar una insolación.

Iba a volverse cuando algo más llamó su atención.

Era una especie de caparazón de tortuga, pero le faltaba gran parte de la estructura. En las partes incompletas había un entretejido de algo que sólo después de pestañear unos instantes, identificó como ramas. Ramas o palos.
Es un caparazón de tortuga hecho de ramas
, pensó divertida.

En torno a la estructura había un buen número de gente. La mayoría se arremolinaba alrededor de ésta sin que pareciese que contribuyesen a la construcción en medida alguna. Pero algunos llevaban palas, y otros traían ramas de todo tipo de algún lugar detrás de las colinas.

Marianne se acercó, arrastrando prácticamente los pies, más movida por la promesa de algo de sombra que por curiosidad. Pensaba, simplemente, que aquello podía ser algún tipo de salón social, o quizá un almacén para los prometidos camiones cisterna.
Porque si los dejan al sol simplemente, creo que tomaremos té instantáneo. La gente tendrá unas cagaleras con el agua hervida que esto va a ser épico.

Cuando estaba acercándose, con los ojos entrecerrados y el sudor empapando su frente, percibió algo: la gente que estaba reunida se giraba para mirarla, y la mayoría sonreían. Hasta le pareció ver (
pellízcame si quieres
) que alguno asentía con un gesto de aprobación. Quizá fuera un principio de insolación, pero se sintió como cuando uno tiene diecisiete años y empieza a andar por el comedor del instituto donde tus amigos van a darte una fiesta de cumpleaños sorpresa, y lo ve en sus caras.

Un hombre le salió al paso. Era joven, aunque no demasiado, con un bonito pelo castaño que le caía en suaves ondulaciones a ambos lados de la cara, confundiéndose con el de la barba. Sus ojos eran negros y profundos, enterrados por la piel arrugada por efecto del sol. Llevaba un pantalón de peto pero sin camiseta, de forma que las tiras del pantalón adornaban sus hombros desnudos.

—¡Bienvenida! —exclamó.

—Gracias… —soltó Marianne, forzando una sonrisa.

—¿Has venido a participar? —preguntó.

—¿A participar? —repitió Marianne, balbuceante. Su propia voz le sonó rara, pastosa. La saliva tenía ya un espesor preocupante.

—¿No sabes lo que estamos construyendo aquí? —preguntó el hombre.

Había extendido el brazo con un gesto que a Marianne le resultó cómico, como si fuese un prestidigitador en un número de magia y estuviera a punto de gritar: «¡El mayor espectáculo del mundo!»

—No… —contestó brevemente, disimulando una sonrisa.

—¡Vale! —dijo sonriendo y moviendo la cabeza lentamente de arriba abajo—. ¿Quieres que te lo cuente?

—En realidad tengo que irme —consiguió decir Marianne, que tenía que entrecerrar los ojos para poder soportar la intensidad de la luz—. Creo que he caminado demasiado bajo el sol y me estoy arrugando como una pasa. Voy a ir a por mi botella de agua antes de que alguien decida guardársela.

—¡Pero eso puede arreglarse! —exclamó el hombre. Con un gesto rápido, sacó una botella pequeña de agua del bolsillo del peto y se la ofreció. Estaba prácticamente llena.

Marianne sacudió la cabeza.

—¡Oh, no puedo aceptarlo! —dijo.

—Por favor… —exclamó el hombre con una sonrisa—. ¡Dar de beber al sediento, todo un clásico en la agenda de cualquier samaritano! Este mundo es lo que es gracias a esa regla. Si la rechazas, me sentiré muy ofendido.

Marianne dudó unos segundos, pero finalmente decidió que probablemente tardaría menos aceptando el agua que insistiendo en rechazarla. Aquel hombre tenía la sonrisa maravillosa de los grandes vendedores, y por su cuidado físico y su lenguaje corporal, probablemente se dedicara a algo muy en esa línea.

—De acuerdo —concedió—. Sólo un poco.

—Bebe la que necesites.

Bebió con avidez. Pensaba dar un trago por cortesía, pero al sentir el agua en su boca cambió de idea. Estaba caliente, pero se deslizaba por su garganta arrastrando la sequedad horrible, y antes de que quisiera darse cuenta, había consumido la mitad del botellín.

Cuando se dio cuenta se ruborizó.

—Oh, lo siento… —dijo.

El hombre rió con ganas.

—¡Bebe toda la que quieras! —dijo—. Es más, quédatela. En serio. Estoy acostumbrado a trabajar bajo el sol y no necesito beber mucho. Con lo que todavía tengo, me sobra hasta que nos den más.

Marianne le entregó la botella.

—No sería justo. De verdad, ya estoy mucho mejor. Me has hecho un gran favor.

El hombre movió la cabeza.

—Cómo están las cosas —dijo—. Si dar un poco de agua se convierte en un acto tan protocolario como éste, es que están realmente mal.

—Las cosas están mal —dijo Marianne.

Ahora que decía eso, se daba cuenta de que no había vuelto a pensar en el ruido metálico. Durante unos segundos hasta dudó de que estuviera ahí, pero por supuesto, bastaba invocarlo en su cabeza para que volviera a notar su monótona cadencia.

—Pues de eso va todo esto —dijo el hombre entonces, extendiendo los brazos.

La reluciente fila de dientes volvió a aparecer. Marianne pensó fugazmente en la imagen de Jesucristo en la cruz; aquel hombre ciertamente se daba un aire.
Quizá de eso va todo esto
, se dijo. Se daba cuenta ahora de que la gente alrededor les miraba más o menos abiertamente, y los que lo hacían sonreían con esa complacencia de los que asisten a la entrega de la Medalla de Honor Por Diez Años Cuidando De Los Animales. Pensó en la gente que había visto en el campamento rezando y en la forma de aquel caparazón. A lo mejor aquella estructura en la que la mayoría trabajaba tan afanosamente era una especie de iglesia, o el recinto sagrado de algún otro culto de cualquier tipo. Al fin y al cabo sabía muy bien que, en tiempos de desesperación, la gente vuelve sus ojos hacia el cielo.

Marianne forzó también una sonrisa, pero se sentía como en una de esas presentaciones de fin de semana. El amabilísimo comercial empieza con algo de adulación y conversación trivial y luego pone en marcha su batería de argumentos para que suscribas algún tipo de póliza. O un set completo de Rezos y Plegarias al Altísimo Padre Creador, por mor de la Salvación y Amén.

—¿Ah, sí? —dijo Marianne finalmente—. ¿Qué estáis haciendo?

El hombre le ofreció una sonrisa radiante.

—Es un poco largo de explicar —dijo despacio—. Pero has venido justo a tiempo. Nuestro chamán explicará pronto lo que vamos a hacer aquí. Ha venido mucha gente. ¿Por qué no te quedas y escuchas? Yo creo que lo encontrarás interesante.

¡Un chamán! Marianne rebuscó en su memoria, pero lo cierto era que no podía asociar esa palabra con nada concreto, pese a que la había escuchado cientos, tal vez miles de veces. Sólo una imagen apareció en su mente con una claridad destacable: la de una especie de nativo americano de semblante serio, vestido con un taparrabos y una corona de plumas sobre la cabeza. ¿Identificaba la palabra entonces con algún tipo de sacerdote indio? ¿Qué era exactamente el chamanismo? En su cabeza, la palabra se asociaba también difusamente con charlatanes dotados no de energía interior, sino de una gran creatividad. Vendehúmos que hablaban del aspecto más primitivo, invisible y espiritual del hombre, y que se deshacían en explicaciones surrealistas mientras adornaban tótems, pintaban iconos animales y hacían sonar tambores en mitad de alguna danza febril.

Oh, por Dios
, pensó Marianne.
Esta sí que es buena. Es el Día de los Chiflados. Justo lo que todos necesitamos, ¡un chamán! Joder, ¡estamos salvados! Imploraremos a la Luna para que influya espiritualmente en nuestro chakra y nos limpie del somorgujo interior que atrae a esos coprolitos asesinos con pinzas, porque, queridos hermanos y discípulos, el sol es nuestra cábala y el universo tiene su Enorme Ojo puesto en nosotros.

—Oh… —dijo Marianne al fin—. No lo sé… —Buscó en su cabeza alguna excusa convincente y encontró una—: Es que he perdido a unos amigos y estoy tratando de encontrarlos…

Pero has aceptado su agua, querida amiga
, dijo una voz en el trasfondo de su mente.
Ahora tienes una deuda con ellos, y tendrás que tomar su papilla dialéctica te guste o no. Así es como funciona. De eso es de lo que va todo esto.

—Oh, ¡lo siento! —dijo el hombre—. Espero que los encuentres pronto. Cuando lo hagas, quizá quieras pasarte a vernos. Y si al atardecer aún no los has encontrado, ¡vuelve por aquí! Si quieres, para entonces podré ayudarte a buscarlos.

Marianne compuso una sonrisa, pero como no estaba segura de que hubiera resultado muy creíble, saludó con la mano sin añadir nada más y se dio la vuelta para alejarse.

El chamán, un hombre de piel oscura y rostro surcado de profundas arrugas al que sus discípulos conocían como Yolyo, estaba aplacando su largo pelo oscuro con ambas manos. Mientras lo hacía, mantenía los ojos cerrados, intentando volver a encontrar la serenidad que había perdido en los últimos días. Solamente a través del silencio interior podría volver a conectar con su Ser y recibir el conocimiento y la información de todo el Cosmos para ayudar a la Humanidad.

Yolyo Corazón de Tierra era hijo de padre español y madre mexicana, descendiente de una ancestral estirpe de chamanes. Adiestrado por su madre desde que podía recordar, Yolyo había dedicado su vida al chamanismo. Todavía recordaba las primeras enseñanzas de su madre, cuando corría medio desnudo por el patio de su casa, en Nepopualco: «Somos el enlace entre la conciencia y el inconsciente de la Humanidad, chamaquito. Somos Guerreros de la Luz. Transportamos la luz a todo aquel que la precise, pero también somos centinelas de la Madre Tierra. Vigilamos, a menudo despreciados, pero nuestra labor es la más importante de todas, porque el hijo que ha olvidado en qué útero se engendró, ha perdido la conexión con la esencia misma de la vida y la luz, camina por la oscuridad.»

Respiró hondo, intentando eliminar el miedo que se había apoderado de él. Echaba de menos Tepoztlan, un santuario creado en la naturaleza donde las rocas estaban cubiertas de una exuberante vegetación semitropical y los árboles eran generosos con el copal, del que se extraía un valioso incienso que había utilizado en sus rituales miles de veces. Allí, alejados de la profusa civilización, la conexión con la Madre Tierra era mucho más sencilla: la energía fluía de cada piedra, de los insectos bajo las hojas, del aire puro y de la tibia calidez que exudaba la jungla. La invisible musicalidad de las plantas creciendo furtivamente a su alrededor alegraba su espíritu y avivaba su voz interior, y la conexión con Gaia, la vieja Tlazolteotl, era absoluta. Ahora, sin embargo, no tenía nada de eso. Estaba sentado en el suelo, rodeado de una vasta extensión de tierra dormida y casi estéril, que lloraba amargamente la ausencia de lluvia. Yolyo casi podía percibir su sufrimiento cuando apoyaba la mano sobre ella. El polvo cubría su rostro; sus labios estaban quemados y cubiertos de pequeñas llagas, y cuando cerraba los ojos, sus pestañas parecían tener un peso extra. Era como un Hombre de Ceniza.

¿Que si tenía miedo? Yolyo estaba aterrorizado. Pese a que tenía ya cerca de sesenta años, sentía que no estaba todavía preparado para la tarea que tenía por delante. El llanto de Gaia, además, se había manifestado a primera hora de la mañana, denunciando muy a las claras el poco tiempo de que disponían. Le hubiera gustado que su madre (o aún mejor, su abuela, la chamán más poderosa y dotada que había conocido jamás) continuase aún con vida. La Madre Tierra había estado llamando a casa durante demasiado tiempo; había intentado hablar con sus hijos, pero éstos estaban demasiado ocupados para atender la llamada, enredados en los complicados engranajes de sus vidas y atrapados en un sistema adulador que los malcriaba. Madre esperaba una respuesta que no llegó nunca, y había terminado por reaccionar, encolerizada.

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