La hora del mar (42 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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—¿Sabes qué es un… Temazcal?

22 - Operación Mahoma

El
Searcher II
sobrevolaba la ciudad a una confortable altura de seis mil metros. Se movía lentamente y en círculos, describiendo la misma rutina que una experta águila imperial desarrollaría para perseguir su sustento diario.

Pero el
Searcher
no buscaba presas; sólo sacaba fotografías y vídeos de alta resolución que luego enviaba a la central del PASI (Plataforma Autónoma Sensorizada de Inteligencia) y, desde allí, a la Sala de Guerra.

—General, en cuanto a Málaga, las imágenes no dejan lugar a dudas —dijo el oficial, extendiéndole una pequeña y manejable pantalla digital. Las imágenes del
Searcher
acababan de ser agregadas al informe activo.

El general Abras la examinó. Tenía razón: las criaturas habían avanzado diligentemente hacia el extremo norte de la ciudad, pero las imágenes revelaban también que un desorbitado número de ellas se habían aglutinado en un punto de la ciudad, cerca de la zona centro y no muy lejos del mar.

—¿Qué es ese lugar? —preguntó.

—Es un monte, general —contestó el oficial—. En la fotografía número doce tiene un mapa topográfico. Parece el punto más alto de la ciudad; al menos, de la zona más urbanizada. Hay un hotel… un Parador de Turismo, y las ruinas de un castillo construido por los árabes en la España del siglo X.

El general Abras reflexionó unos instantes.

—Hay otra cosa, general —dijo el oficial—. Estos trazos gruesos de aquí.

El militar miró donde le indicaba. En efecto, parecía que alguien se había entretenido en pegar tiras de cinta aislante de color negro sobre el trazado de las calles. Salían del mar y conectaban con el monte, como ríos de petróleo.

—¿Qué son? —preguntó el general Abras.

—Estamos recibiendo datos de numerosos avistamientos por todo el mundo. Creemos que son una especie de transporte. Emergen del agua en forma de globo y pueden elevarse hasta veinte metros en vertical. En Escocia los han usado para encaramarse a lo alto de los acantilados de algunas zonas costeras. Luego, la parte frontal se abre y descarga esas criaturas. No parecen tener capacidad ofensiva en sí mismos, aunque hay informes de Japón que aseguran que usaron esas mismas cosas para caer sobre los soldados, produciendo su muerte por aplastamiento y asfixia.

—Quiero ver el informe de eso —dijo Abras.

—Están a punto de incorporarlo a la base de datos, general —confirmó el oficial.

Abras estudió la fotografía unos instantes más. El castillo de Gibralfaro era una mancha oscura en la fotografía, como si alguien hubiera derramado una gota de pintura sobre ésta. Era casi aberrante a la vista. Había visto miles de fotografías aéreas, incluyendo varias de la manifestación antiglobalización que reunió a más de ciento cincuenta mil personas en la contracumbre del G-8, en Italia, a finales de julio del 2001. Ni siquiera aquellas fotos donde los seres humanos se apiñaban de una forma tan desmañada tenían un aspecto similar. Era casi como si aquellas criaturas estuvieran encaramadas unas sobre otras.

—¿Qué ha dicho Inteligencia? —preguntó al fin.

—Acabamos de recibir el material, señor.

Abras sacudió la cabeza.

—No hay tiempo. Un buen plan ahora es mejor que un plan perfecto mañana.

El oficial asintió con un pequeño atisbo de sonrisa en el rostro. Reconoció esa cita del célebre general Patton.

—¿Para qué trepa un monte un pez, Ramos?

El oficial pestañeó, confundido.

—No lo sé, señor…

—Para lo mismo que sus ancestros, Ramos, cuando salieron del agua millones de años atrás.

—Para… ¿respirar? —aventuró el oficial.

—Para evolucionar, Ramos —contestó el general—. Para obtener una ventaja competitiva sobre las otras especies.

El oficial asintió.

—Sea lo que sea —contestó el general intentando apartar la vista de la imagen—, no me gusta. Vamos a llegar hasta allí y a echarlos de ese lugar.

—Sí, señor.

—¿Están nuestros hombres en la zona?

—Han empezado ya el ataque, señor.

El general asintió.

—Póngame con el oficial al mando —dijo.

El Grupo de Caballería de Reconocimiento II de la Legión Reyes Católicos llegaba al extremo norte de la ciudad, donde gran parte de las Brigadas de Infantería Mecanizada Guzmán el Bueno y Extremadura esperaban con todos sus efectivos desplegados. Los grandes cañones escupían ya fuego, las ametralladoras montadas en los vehículos oruga descarnaban toda su potencia de fuego con una cadencia abrumadora, y los morteros llenaban el aire de proyectiles que luego descendían provocando explosiones y cráteres. En el área de impacto, al otro lado de la autovía, el enemigo bullía como agua hirviendo, estallando en mil pedazos bajo las despiadadas explosiones. A pesar del enorme número de bajas, parecían no tener fin. El aire estaba lleno del humo; olía a pólvora, a carne quemada y a fuego.

La Línea de Control era, efectivamente, la autovía del Mediterráneo por donde Marianne y decenas de miles de ciudadanos habían pasado el día anterior, un poco más al sur del embalse del Limonero. Había centinelas apostados en los montes lindantes para prevenir un movimiento envolvente del enemigo que los superase, porque todos los vehículos pesados y las unidades de ataque estaban orientados hacia la ciudad. Tampoco querían que el enemigo se escabullera por entre los montes y avanzara hacia el norte, ya que allí era donde estaban estableciendo el campamento civil.

Eso, sobre todo, era lo que trataban de proteger a toda costa.

El general de brigada Estévez estaba también al mando. Su superior no había podido incorporarse al cuerpo; había desaparecido en el mar a bordo de una fragata que desapareció en el radar en el transcurso de algo menos de dos segundos. Lamentablemente, había demasiados flancos abiertos por toda la Península como para hacer llegar a alguien más experimentado a tiempo, así que Estévez estaba ahora al cargo de muchos más operativos de los que había visto juntos en su vida. Se daba cuenta, con cierta desazón, de que era responsable de uno de los operativos más importantes en la historia reciente del ejército español y, mientras repasaba el plan de acción con el resto de los oficiales, sudaba copiosamente.

—¡Le repito que no habrá apoyo aéreo! —chillaba un teniente a su colega—. ¡Se cargan los aviones como si fuesen moscardones!

—¿Cuándo ha ocurrido eso? —preguntaba otro.

—¡Por el amor de Dios! —explotó Estévez—. ¡Está ocurriendo en todo el mundo! ¡Tienen cosas que lanzan esporas al aire! ¡Esporas que queman los motores como si fuesen papel de fumar! ¿En qué clase de agujero ha estado usted metido?

El general de brigada Estévez levantaba una mano en el aire, ordenando silencio; estaba al habla con el Mando Central y recibiendo nuevas instrucciones. Sus enlaces con los otros oficiales estaban leyendo su cambio de expresión en el rostro con profunda preocupación.

Luego, devolvió el aparato al técnico. Estaba lívido.

—¿Qué ocurre? —preguntó el enlace. Tuvo que acercarse mucho para hacerse oír por encima de la discusión.

—Nos han ordenado que atravesemos la ciudad hasta… —consultó el mapa brevemente y colocó un amarillento dedo sobre el monte de Gibralfaro—, hasta aquí.

El enlace le miró como si le acabara de comunicar que debían trasladar sus carros de combate hasta la mismísima Luna.

—Eso… Eso es imposible.

—Debemos hacerlo —dijo—. Máxima prioridad.

—Pero… Ya ha visto las imágenes… No tenemos efectivos para eso. ¡Apenas podemos contenerlos desde esta posición!

—¡Bien! —explotó el general—. ¡Pues empecemos a elaborar un plan de ataque con lo que tenemos!

Los otros oficiales se giraron para mirarlo.

—¡Ya lo han oído! Tenemos un nombre precioso para esto: Operación Mahoma. No sé qué coño habrán visto en esa montaña, ¡pero debemos hacerla nuestra!

Para Estévez, elaborar un buen plan era la única esperanza de éxito. Demasiado bien sabía que el enemigo no sólo les superaba en número, contaba también con el factor sorpresa; nunca podían saber qué nuevos trucos sacarían de las oscuras aguas del océano para someterlos. Para ello, podía inspirarse en los Grandes Maestros de la historia de la estrategia militar; el legado de miles de contiendas donde los humanos se esforzaron por destruir a otros humanos podría servir ahora para salvar a esa misma humanidad en un momento decisivo de su supervivencia como especie. El tebano Epaminondas, por ejemplo, venció a los espartanos usando técnicas envolventes que luego inspiraron a Napoleón. Gengis Khan también tenía sus trucos, como atar troncos a los caballos para levantar grandes nubes de polvo y así hacer parecer sus ejércitos más numerosos. Los ingleses sacaron un partido extraordinario a sus arcos largos durante la Edad Media, y Hitler sorprendió al mundo con sus técnicas de
Blitzkrieg
o guerra relámpago. Tampoco podía olvidar a Temístocles, que durante la batalla de Salamina se aprovechó del concepto del cuello de botella para impedir al ejército enemigo atacar en toda su magnitud; algo que luego Leónidas utilizó en las Termopilas. ¿Y Alejandro Magno? Empleó las reformas que hizo su padre Filipo II en el ejército macedonio para vencer en sus batallas. Él necesitaba algo así.

—Si separamos las fuerzas —estaba diciendo uno de los tenientes— corremos el riesgo de no tener capacidad suficiente para contenerlos.

—Tampoco tenemos espacio suficiente para replegarnos —dijo otro oficial—. Los llevaríamos al área civil.

Estévez estudiaba los mapas, sin decir nada.

—¡No entiendo por qué no pueden darnos apoyo aéreo! —insistió el oficial que gritaba hacía unos momentos antes.

Era joven, y carecía de la experiencia y los conocimientos que tenía el resto. Estévez sabía que había subido puestos por el sendero del enchufismo, como muchos de los oficiales que conocía, pero a diferencia de éstos, el teniente Guerrero era un imbécil. Estévez desconocía exactamente hasta dónde se extendía su red de contactos, pero le habían advertido de que estaba recomendado por gente muy poderosa; el tipo de gente que a esas alturas rumiaba toda la información en el bunker de la Moncloa en vez de estar respirando pólvora y polvo de derribo en el campo de batalla. Eso hacía que escuchara sus comentarios con cierto chirriar de dientes.

—Podemos lanzar un bombardeo desde gran altura —continuó diciendo Guerrero—. ¡Dudo mucho que puedan lanzar esporas tan alto!

El oficial que discutía con él se colocó las gafas en su sitio, presionando delicadamente en el centro de la montura con el dedo índice.

—Eso está fuera de toda cuestión —explicó—. Tienen los efectivos desplegados en otra parte. ¡Está en el…! —Hizo una pausa para tranquilizarse y luego continuó otra vez con más calma—. Está en el informe.

—¡No he leído ningún informe! ¡Ya tenemos mucha gente que lee esos informes! ¡Díganme para qué sirven! ¡Se supone que debemos actuar! ¡Eso es lo que…!

—Teniente —interrumpió el general Estévez—, le sugiero que antes de continuar con la reunión lea ese informe.

El teniente Guerrero dio un respingo, como si fuese un gato al sol al que alguien ha arrojado un vaso de agua.

—¿Pero general…? —musitó.

—Léalo. Contiene información imprescindible para continuar con esta reunión de alto nivel. Léalo y vuelva.

Guerrero se quedó mirándolo durante unos segundos interminables, y luego mutó su expresión. Ahora no parecía sorprendido, sino ofendido. Su rostro empezó a adquirir tonos cobrizos y su mandíbula empezó a temblar visiblemente. Lanzó una mirada desafiante al general, saludó marcialmente y se alejó del improvisado tenderete donde estudiaban la situación dando grandes zancadas.

—Bien, ¿qué sugieren? —dijo el general.

Todos se lanzaron a hablar a la vez.

Josh Cothran los había imaginado como preservativos gigantes, pero lo cierto era que se parecían más, en cuanto a textura y aspecto, a la lámina de algas que solía recubrir el sushi.

Aunque desde el aire parecían planos como tiras de papel, si uno hubiera podido colocarse en alguna de las calles del barrio de La Malagueta, habría visto tubos de tres y hasta seis metros de diámetro cimbreándose como un gusano repugnante. Cuando sus anillos se expandían, los vehículos que estaban prisioneros debajo crujían y explotaban, arrojando una lluvia de cristales sobre el mar de Rocas Negras que llenaba las calles. De estas últimas había tantas que parecían caminar las unas sobre las otras; las pinzas y los caparazones entrechocaban produciendo una musicalidad monocorde y enfermiza.

Algo más caminaba entre el enjambre de criaturas. Habían salido del agua después de arrastrarse por los fondos marinos durante varios miles de kilómetros. Allí avanzaron a buena velocidad ayudándose de unas aletas dorsales y escogiendo con instinto experto las corrientes submarinas más favorables. Ahora, en tierra firme, las aletas yacían nacidas a ambos lados, y las criaturas se desplazaban despacio, como si las hubiesen filmado a cámara lenta. Sus dieciséis patas, altas y delgadas, maniobraban con extrema prudencia, manteniendo la amorfa masa que eran sus cuerpos a varios metros de altura. En ellas, un único ojo oscuro, neblinoso como el de un besugo, se movía de un lado a otro con enervante rapidez. Debajo de sus cuerpos colgaban una especie de bolsas que se bamboleaban con el movimiento; una miríada de venas surcaba ese escroto infame de un color violáceo y desvaído dándole la apariencia de una úlcera escalofriante. Vistas desde lejos, aquellas criaturas habrían recordado vagamente a los ácaros que pululan por nuestros sofás cuando se los observa con el microscopio.

De vez en cuando, una de esas criaturas se detenía sobre los tubos y extendía sus patas, como una araña que intenta protegerse de una inesperada brisa de aire. Entonces el escroto se agitaba, se contraía y volvía a extenderse, vomitando una tromba de una sustancia líquida sobre el tubo, que lo bañaba y lo mantenía hidratado. Cuando ocurría eso, dos de las patas se plegaban en sus múltiples segmentos y, afanosamente, extendían el líquido por la superficie del tubo.

A la altura de la plaza de toros de Málaga, los tubos comenzaban una trabajosa ascensión por el monte de Gibralfaro. Los seres humanos habían construido allí una serie de rampas dispuestas en zigzag para que los turistas pudieran ascender al castillo, y por ellas se desplegaban aquellos gusanos inverosímiles, de una proporción y una longitud que desafiaban a las de cualquier otro organismo viviente, incluso de la época de los animales prehistóricos. Todas las rampas desembocaban en la cima del monte.

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