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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La horda amarilla (11 page)

BOOK: La horda amarilla
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—Bueno —gruñó Ángel—. Menos mal que los españoles adelantan lo que nosotros vamos perdiendo.

—El territorio ocupado por la Federación Ibérica es apenas nada en la vastedad de Asia. La Federación no podría ocupar jamás por sí sola todo el Imperio Asiático. Eche una mirada al mapa y se convencerá. Si nosotros somos arrollados, las probabilidades de victoria de los países latinos son nulas. Nos necesitan… y nosotros apenas si podemos defendernos.

—Bien —masculló el español entre dientes—. ¿Qué hay acerca de nuestro asalto contra la fortaleza de Tarjas-Kan? ¿Va a realizarse o no?

—He sometido el proyecto a la deliberación del Estado Mayor General… —balbuceó Duxon enrojeciendo.

—Y ha dicho que no —cortó Miguel Ángel secamente.

—En nuestra angustiosa situación no podemos lanzarnos en una aventura de tamaña naturaleza. El Estado Mayor ha calculado que para llegar al continente asiático y abrirnos paso hasta Jakutsk se necesitaría una concentración no menor de cincuenta mil aparatos, de los cuales perderíamos en lucha contra las formaciones de intercepción amarillas como el ochenta por ciento. Tenemos esos aviones, pero no podemos lanzarlos a la destrucción cuando se espera de un momento a otro a los bombarderos asiáticos sobre Nueva York y Washington. Por si todo esto no bastara, sepa que esta madrugada se ha lanzado sobre diversas zonas industriales de los Estados Unidos grandes contingentes de comandos. Buscarlos uno a uno y aniquilarlos es una tarea de magnitud gigantesca.

—En fin —suspiró Miguel Ángel—. Que no pueden ayudarnos.

—Créame que lo siento, míster Aznar. He apoyado su idea ante el Estado Mayor con tesón y la mejor de mis voluntades. Les he hablado de los torpedos terrestres y de sus efectos maravillosos… pero el terror cunde en el seno del Estado Mayor General, ésa es la pura verdad. No quieren exponer un solo aparato en esa aventura cuando se cierne sobre nosotros el peligro de correr la misma suerte que Otawa.

—Perfectamente —cortó Miguel Ángel—. En tal caso espero que no les sorprenda si me dirijo a la Federación Ibérica en petición de ayuda.

—Pensaba señalarle yo mismo la posibilidad de que la Federación Ibérica, en plena euforia por sus victorias y con su aviación táctica, prácticamente completa, acoja su plan con verdadero entusiasmo.

—Espero que así sea —sonrió el español con cierta acidez, y tendiendo su mano a Duxon se despidió diciendo—: Ha sido para mí un honor conocerle, general. Sé que estaba usted de parte de mi plan y no dudo de que haya hecho lo posible porque se llevara a la práctica. Adiós y buena suerte.

Se volvió hacia Ina Peattie ofreciéndole la mano y diciendo:

—Bien, coronela. Creo que ha llegado el momento de separarnos.

La muchacha volvió sus ojos angustiados hacia Duxon.

—Míster Aznar —dijo el general—. Si no constituyera un estorbo para ustedes les rogaría que admitieran a la coronela Ina Peattie como observadora en nombre de los Estados Unidos.

—Por el contrario —sonrió el español—. Será para nosotros un placer contar con la supervisión de la coronela Peattie. Puede venir con nosotros, si es su gusto.

—¡Ya lo creo! —exclamó la joven entusiasmada—. Gracias por su designación, general Duxon.

Salieron los tres juntos del despacho y en un tren repleto de movilizados regresaron a Richmond, donde les esperaba el destructor España. Mientras volaban hacia el auto planeta, Ina Peattie preguntó a Miguel Ángel qué pensaba hacer.

—¡Toma! —exclamó éste con sorpresa—. Pues ir inmediatamente a España y proponer a mis paisanos la aventura que los de usted no han querido apoyar.

Efectivamente, dos horas más tarde el auto planeta Rayo surcaba el espacio e iba a inmovilizarse sobre Madrid. Inmediatamente el Rayo se vio rodeado de esbeltos y rápidos aviones, en cuyos fuselajes campeaba el fiero león ibero.

Naturalmente, en Madrid se conocía la intervención de Miguel Ángel Aznar en la batalla aérea de Ontario. Incluso se le atribuía mucho más mérito del que en realidad le correspondía, porque los Estados Unidos, al difundir la noticia de la arribada a la Tierra de un extraño mundo autónomo tripulado por terrestres que habían salido de Norteamérica cuatrocientos treinta años antes, habían cuidado de exagerar la nota, rodeando al curioso auto planeta y a sus ocupantes de una aureola de misterio y sobrenatural poder, con el loable fin de asustar a los aviadores asiáticos.

Nuestros amigos fueron llevados inmediatamente a la capital española, emporio de la ciencia, las artes y las letras de todo el orbe hispánico.

Los españoles continuaban siendo tan vehementes y ruidosos como siempre en sus explosiones de alegría popular. En Nueva York, Miguel Ángel habíase sentido como un forastero al que todos miraban con la fijeza que se observa a un bicho raro. En Madrid, Ángel sintió por primera vez el calor del cariño y respeto popular y la agradable sensación de encontrarse «en casa", entre hermanos, entre gentes de su misma ideología y temperamento. Los madrileños habían organizado precipitadamente un magno recibimiento levantando carteles donde se leía: "Bienvenido a tu patria, Miguel Ángel Aznar».

El alcalde de Madrid y un grupo de altos oficiales del Ejército y la Aviación españolas, encabezado por el general Cervera, en representación del Generalísimo Ávila, importándoles un ardite la posibilidad de que los asiáticos arrasaran de un momento a "otro el bello exterior madrileño con proyectiles dirigidos, habían salido también a recibir a Miguel Ángel Aznar, a su esposa y a sus amigos. Estos, después de estrechar confusos las manos de todos los altos personajes civiles y militares, fueron obligados a subir en tres automóviles descubiertos. Los automóviles, precedidos por una escolta de motoristas y seguidos por una interminable caravana de coches, atravesaron las principales vías de la populosa ciudad recibiendo los aplausos y vítores del apretujado público.

Como en volandas fueron después apeados de los coches, subidos a una enorme terraza del estilo de las que habían visto en Nueva York y agasajados con uno de los tradicionales vinos de honor donde, cosa por demás extraordinaria, el vino era auténtico Jerez, procedente de uvas naturales. España, indudablemente, había vuelto a escalar la altura de su primitivo Imperio. Por todos lados se veían muestras de su riqueza, esplendor y poderío. Una densa formación de diez mil aviones pasó en cierto momento sobre las cabezas de nuestros asombrados amigos relampagueando al espléndido sol de la tarde. Tras aquella formación pasó luego otra de más de treinta mil aparatos de los llamados «acorazados del aire». Aquella fuerza considerable se dirigía hacia los campos de batalla de la torturada Europa para disputar la supremacía del cielo al Imperio Asiático.

Entre las dos luces del atardecer aullaron las sirenas. El profesor Erich von Eicken y Edgar Ley levantaron la vista hacia el cielo.

—No se alarmen —les dijo el general Cervera en correcto inglés:

—No se trata de ninguna señal de alarma, sino del toque de queda. Estamos en guerra, la noche sigue siendo propicia para los ataques aéreos y todos debemos encerrarnos en la ciudad subterránea.

El toque de queda dispersó al público. Muchos de los altos personajes también se marcharon a cumplir con sus obligaciones. El general Cervera y un nutrido grupo de oficiales del Ejército y la Aviación acompañaron a nuestros amigos hasta las habitaciones que les habían preparado en el propio edificio del. Gobierno. Una vez estuvieron solos el general Cervera se volvió hacia Miguel Ángel y le preguntó:

—¿Van ustedes a quedarse muchos días entre nosotros?

Ángel explicó brevemente a Cervera el motivo que les había traído a España.

—El Generalísimo está demasiado ocupado para recibirle ahora —se excusó Cervera—. Pero estoy seguro que apoyará su plan en cuanto yo se lo comunique… que va a ser ahora mismo.

Cervera se marchó y nuestros amigos se dispusieron a cenar. Al sentarse a la mesa, una hora más tarde, entró de nuevo el general Cervera y se dirigió sin pérdida de tiempo hacia Ángel. Este no confiaba en conseguir la colaboración de la Aviación española y estaba preparado para recibir una negativa. Su asombro fue mayúsculo al decirle Cervera:

—Ya está todo arreglado. He hablado un momento con el Generalísimo y me ha conferido carta blanca. ¿Cuándo quiere que ataquemos a Jakutsk?

Capítulo 9.
Golpe de mano

S
iguieron dos días de febriles preparativos. El general Cervera quería reunir la mayor cantidad posible de los mejores aparatos de la Federación Ibérica para el asalto de Jakutsk, donde según los datos del Servicio de Información estaba Tarjas-Kan, dirigiendo con la habilidad que le caracterizaba la defensa de Europa y la invasión de los Estados Unidos.

En Europa la progresión de los ejércitos hispanos proseguía lenta, pero ininterrumpidamente. Los españoles habían ocupado toda la antigua Francia, Suiza, parte de Italia y Austria. Como el primer día de operaciones, las tropas de invasión encontraban una fiera y tenaz resistencia en su avance. El territorio que quedaba en manos de la Federación Ibérica no serviría ni para alimentar una brizna de hierba durante veinte años. Sin embargo, ingentes masas de hombres, de máquinas diabólicas y de aviones, se despedazaban en él y sobre él para conseguir la supremacía.

De los Estados Unidos continuaban llegando malas noticias. Los americanos, en un esfuerzo desesperado por rechazar a la horda amarilla, habían puesto en línea formidables masas de aviones. El general Cervera aseguraba que si los Estados Unidos perdían la violenta batalla aérea que ya llevaba dos días de duración, el territorio de la Unión quedaría prácticamente en manos del Imperio Asiático. Y así debía de ser, porque los norteamericanos no cesaban de lanzar angustiosos S.O.S. a la Federación Ibérica. Esta, consciente de que si caían los Estados Unidos se volcarían contra ella todas las fuerzas amarillas, ahora entretenidas en América, había acudido en auxilio de sus aliados con algunas de sus divisiones aéreas. La feroz lucha aérea proseguía al otro lado del Atlántico el día elegido por el general Cervera para efectuar el raid nocturno sobre Jakutsk.

Miguel Ángel Aznar rechazó unas tras otras las peticiones de su esposa y de Else von Eicken, quienes insistían en tomar parte en la expedición. Finalmente venció Ángel y las dos mujeres fueron a ocupar una habitación en la residencia del Gobierno como invitadas de la señora de Cervera.

Iban a tomar parte en el raid la Segunda y Tercera divisiones de Bombarderos Tácticos y quince escuadrones de la Décima División de Caza. Era el Aircomando más formidable registrado en la Historia, y aunque los peligros no eran pocos, las probabilidades de alcanzar Jakutsk estaban todas de parte de los asaltantes.

Era una noche de luna llena cuando Miguel Ángel y sus compañeros llegaron a bordo del auto planeta acompañados del general Cervera y de la observadora norteamericana, coronela Ina Peattie. Sobre la explanada del piso superior, correctamente formados, estaban los hombres mecánicos y los tres hombres azules que constituían la tripulación del Rayo. Luego de haber escuchado atentamente las instrucciones, cada hombre, electrónico o humano, fue a ocupar su puesto y empezó una febril actividad.

Las doscientas «zapatillas volantes» despegaron desde el anillo inferior del auto planeta. Cuarenta y dos destructores del tipo España hicieron lo mismo desde el anillo superior. Dentro de cada cámara neumática, preparado para ser lanzado al espacio en un momento dado, había un destructor llevando a bordo dos torpedos terrestres. Dispuestos para entrar en las cuatro cámaras había cuatro destructores más con otros dos torpedos cada uno. Habían, pues, en total dieciséis torpedos terrestres para ser lanzados contra Jakutsk. Al general Cervera le parecían pocos, pero el profesor Stefansson insistió en que bastaba con que solamente la mitad alcanzaran a la ciudad subterránea para levantarla en vilo. —Me daré por satisfecho si los torpedos terrestres consiguen romper la costra de roca y acero que protege a Jakutsk —dijo el general Cervera—. Si se abre una brecha nuestros bombarderos se encargarán de lo demás. Rociaremos todo con gelatina venenosa, arrojaremos una lluvia de bombas de aire líquido y haremos correr a Tarjas-Kan la misma suerte que él hizo correr a los ciudadanos de Otawa.

Cuando Richard Balmer recibió por radio la comunicación de que las formaciones de aviones hispanos estaban saliendo de sus diversas bases, el profesor Erich von Eicken, ayudado por Edgar Ley, puso al auto planeta en marcha y, rodeados por el enjambre de destructores y «zapatillas volantes» se dirigieron hacia los Pirineos, donde se concentraron las fuerzas aéreas.

Habían decidido realizar el ataque al amanecer. La noche protegería a los aviones. Ni de día ni de noche era posible ver a los aparatos cuando volaban a mil millas sobre tierra, pero estos aviones hubieran sido vistos a modo de brillantes estrellas al amanecer y al oscurecer sobre el horizonte, porque entonces recogerían la luz del sol y relucirían como monedas de plata.

El Aircomando voló hacia el Este bajo el negro cielo tachonado de estrellas. Siendo como eran electrónicamente «transparentes», no había cuidado de que les descubrieran por radar. En cambio, era más que probable que hubiera vigías celestes establecidos alrededor de Asia formando escalones de diferente altura, y si eran descubiertos por éstos, el plan tropezaría con un cúmulo de grandes dificultades.

Era curiosa la sensación que se experimentaba volando a mil millas sobre la Tierra. La guerra moderna había retrocedido a fuerza de técnica y adelantos hasta los primitivos tiempos. Los aviones surcaban como los antiguos buques de guerra un mar inmenso por donde el enemigo patrullaba ojo avizor. Este mar era negro y estaba claveteado de puntos brillantes, cada uno de los cuales podía ser lo mismo una estrella que la luz del enemigo al acecho. Este océano sideral era infinitamente mayor que el más grande de los compuestos por agua, pero las aeronaves que navegaban por él eran a la vez infinitamente más numerosas que las qué antaño guardaban los mares del mundo. Con cinco siglos de constantes adelantos, la lucha del hombre contra el hombre no había cambiado en su ley fundamental. Las naves eran más veloces y los cañones más mortíferos y de más alcance. Los vigías humanos habían sido sustituidos por los ojos electrónicos. Estos eran capaces de ver más allá de donde alcanzaba la pupila humana. Pero como el enemigo también disponía de estas aeronaves, de estos cañones y de estos vigías electrónicos, las fuerzas estaban igualadas y se anulaban. Tan rápidamente como el Aircomando podía descubrir el enemigo, podía el enemigo descubrirle a él instantáneamente, al mismo tiempo, sin una fracción de segundo de diferencia.

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