La Ilíada (33 page)

Read La Ilíada Online

Authors: Homero

Tags: #Clásico

BOOK: La Ilíada
9.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

242
Respondióle el dulce Sueño:

243
—¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Fácilmente adormecería a cualquier otro de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano, del cual son oriundos todos, pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus Cronión, si él no lo manda. Me hizo cuerdo tu mandato el día en que el muy animoso hijo de Zeus se embarcó en Ilio, después de destruir la ciudad troyana. Entonces sumí en grato sopor la mente de Zeus, que lleva la égida, difundiéndome suave en torno suyo; y tú, que intentabas causar daño a Heracles, conseguiste que los vientos impetuosos soplaran sobre el ponto y lo llevaran a la populosa Cos, lejos de sus amigos. Zeus despertó y encendióse en ira: maltrataba a los dioses en el palacio, me buscaba a mí, y me hubiera hecho desaparecer, arrojándome del éter al ponto, si la Noche, que rinde a los dioses y a los hombres, no me hubiese salvado; lleguéme a ella huyendo, y aquél se contuvo, aunque irritado, porque temió hacer algo que a la rápida Noche desagradara. Y ahora me mandas realizar otra cosa peligrosísima.

263
Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:

264
—Oh Sueño, ¿por qué en la mente revuelves tales cosas? ¿Crees que el largovidente Zeus favorecerá tanto a los troyanos, como en la época en que se irritó protegía a su hijo Heracles? Ea, ve y prometo darte, para que te cases con ella y lleve el nombre de esposa tuya, la más joven de las Gracias [Pasitea, de la cual estás deseoso todos los días].

270
Así habló. Alegróse el Sueño, y respondió diciendo:

271
—Ea, jura por el agua inviolable de la Éstige, tocando con una mano la fértil tierra y con la otra el brillante mar, para que sean testigos los dioses de debajo de la tierra que están con Crono, que me darás la más joven de las Gracias, Pasitea, de la cual estoy deseoso todos los días.

277
Así dijo. No desobedeció Hera, la diosa de los níveos brazos, y juró, como se le pedía, nombrando a todos los dioses subtartáreos, llamados Titanes. Prestado el juramento, partieron ocultos en una nube, dejaron atrás a Lemnos y la ciudad de Imbros, y siguiendo con rapidez el camino llegaron a Lecto, en el Ida, abundante en manantiales y criador de fieras; allí pasaron del mar a tierra firme, y anduvieron haciendo estremecer debajo de sus pies la cima de los árboles de la selva. Detúvose el Sueño antes que los ojos de Zeus pudieran verlo, y, encaramándose en un abeto altísimo que había nacido en el Ida y por el aire llegaba al éter, se ocultó entre las ramas como la montaraz ave canora llamada por los dioses
calcis
y por los hombres
cymindis
.

292
Hera subió ligera al Gárgaro, la cumbre más alta del Ida; Zeus, que amontona las nubes, la vio venir; y apenas la distinguió, enseñoreóse de su prudente espíritu el mismo deseo que, cuando gozaron las primicias del amor, acostándose a escondidas de sus padres. Y así que la tuvo delante, le habló diciendo:

298
—¡Hera! ¿Adónde vas, que tan presurosa vienes del Olimpo, sin los caballos y el carro que podrían conducirte?

300
Respondióle dolosamente la venerable Hera:

301
—Voy a los confines de la fértil tierra, a ver a Océano, origen de los dioses, y a la madre Tetis, que me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera invadió sus corazones. Tengo al pie del Ida, abundante en manantiales, los corceles que me llevarán por tierra y por mar, y vengo del Olimpo a participártelo; no fuera que te irritaras si me encaminase, sin decírtelo, al palacio del Océano, de profunda corriente.

312
Contestó Zeus, que amontona las nubes:

313
—¡Hera! Allá se puede ir más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor. Jamás la pasión por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como ahora: nunca he amado así, ni a la esposa de Ixión, que parió a Pintoo consejero igual a los dioses; ni a Dánae Acrisiona, la de bellos talones, que dio a luz a Perseo, el más ilustre de los hombres; ni a la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y de Radamantis igual a un dios; ni a Sémele, ni a Alcmena en Teba, de la que tuve a Heracles, de ánimo valeroso, y de Sémele a Dioniso, alegría de los mortales; ni a Deméter, la soberana de hermosas trenzas; ni a la gloriosa Leto; ni a ti misma: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.

329
Replicóle dolosamente la venerable Hera:

330
—¡Terribilísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! ¡Quieres acostarte y gozar del amor en las cumbres del Ida, donde todo es patente! ¿Qué ocurriría si alguno de los sempiternos dioses nos viese dormidos y lo manifestara a todas las deidades? Yo no volvería a tu palacio al levantarme del lecho; vergonzoso fuera. Mas, si lo deseas y a tu corazón le es grato, tienes la cámara que tu hijo Hefesto labró, cerrando la puerta con sólidas tablas que encajan en el marco. Vamos a acostarnos allí, ya que el lecho apeteces.

341
Respondióle Zeus, que amontona las nubes:

342
—¡Hera! No temas que nos vea ningún dios ni hombre: te cubriré con una nube dorada que ni el Sol, con su luz, que es la más penetrante de todas, podría atravesar para mirarnos.

346
Dijo, y el hijo de Crono estrechó en sus brazos a la esposa. La divina tierra produjo verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo. Acostáronse allí y cubriéronse con una hermosa nube dorada, de la cual caían lucientes gotas de rocío.

352
Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto Gárgaro, vencido por el sueño y el amor y abrazado con su esposa. El dulce Sueño corrió hacia las naves aqueas para llevar la noticia al que ciñe y bate la tierra; y, deteniéndose cerca de él, pronunció estas aladas palabras:

357
—¡Poseidón! Socorre pronto a los dánaos y dales gloria, aunque sea breve, mientras duerme Zeus, a quien he sumido en dulce letargo, después que Hera, engañándole, logró que se acostara para gozar del amor.

361
Dicho esto, fuese hacia las ínclitas tribus de los hombres. Y Poseidón, más incitado que antes a socorrer a los dánaos, saltó enseguida a las primeras filas y les exhortó diciendo:

364
—¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida, para que se apodere de los bajeles y alcance gloria? Así se lo figura él y de ello se jacta, porque Aquiles permanece en las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquiles no hará gran falta, si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Pero, ea, procedamos todos como voy a decir. Embrazad los escudos mayores y más fuertes que haya en el ejército, cubríos la cabeza con el refulgente casco, coged las picas más largas, y pongámonos en marcha: yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva a esperarnos. Y el varón, que siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus hombros, déselo al menos valiente y tome otro mejor.

378
Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Los mismos reyes —el Tidida, Ulises y el Atrida Agamenón—, sin embargo de estar heridos, los pusieron en orden de batalla, y, recorriendo las hileras, hacían el cambio de las marciales armas. El esforzado tomaba las más fuertes y daba las peores al que le era inferior. Tan pronto como hubieron vestido el luciente bronce, se pusieron en marcha: precedíales Poseidón, que sacude la tierra, llevando en la robusta mano una espada terrible, larga y puntiaguda, que parecía un relámpago; y a nadie le era posible luchar con el dios en el funesto combate, porque el temor se lo impedía a todos.

388
Por su parte, el esclarecido Héctor puso en orden a los troyanos. Y Poseidón, el de cerúlea cabellera, y el preclaro Héctor, auxiliando éste a los troyanos y aquél a los argivos, extendieron el campo de la terrible pelea. El mar, agitado, llegó hasta las tiendas y naves de los argivos, y los combatientes se embistieron con gran alboroto. No braman tanto las olas del mar cuando, levantadas por el soplo terrible del Bóreas, se rompen en la tierra; ni hace tanto estrépito el ardiente fuego en la espesura del monte, al quemarse una selva; ni suena tanto el viento en las altas copas de las encinas, si arreciando muge; cuánto fue el griteno de troyanos y aqueos en el momento en que, vociferando de un modo espantoso, vinieron a las manos.

402
El preclaro Héctor arrojó el primero la lanza a Ayante, que contra él arremetía, y no le erró; pero acertó a darle en el sitio en que se cruzaban sobre el pecho la correa del escudo y el tahalí de la espada, guarnecida con argénteos clavos, y ambos protegieron el delicado cuerpo. Irritóse Héctor porque la lanza había sido arrojada inútilmente por su mano, y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte. El gran Ayante Telamonio, al ver que Héctor se retiraba, cogió una de las muchas piedras que servían para calzar las naves y rodaban entonces entre los pies de los combatientes, y con ella le hirió en el pecho, por cima del escudo, junto a la garganta; la piedra, lanzada con ímpetu, giraba como un torbellino. Como viene a tierra la encina arrancada de raíz por el rayo del padre Zeus, despidiendo un fuerte olor de azufre, y el que se halla cerca desfallece, pues el rayo del gran Zeus es formidable, de igual manera, el robusto Héctor dio consigo en el suelo y cayó en el polvo: la pica se le fue de la mano, quedaron encima de él escudo y casco, y la armadura de labrado bronce resonó en torno del cuerpo. Los aqueos corrieron hacia Héctor, dando recias voces, con la esperanza de arrastrarlo a su campo; mas, aunque arrojaron muchas lanzas, no consiguieron herir al pastor de hombres, ni de cerca ni de lejos, porque fue rodeado por los más valientes troyanos —Polidamante, Eneas, el divino Agenor, Sarpedón, caudillo de los licios, y el eximio Glauco—, y los otros tampoco le abandonaron, pues se pusieron delante con sus rodelas. Los amigos de Héctor lo levantaron en brazos, sacáronlo del combate, condujéronle adonde tenía los ágiles corceles con el labrado carro y el auriga, y se lo llevaron hacia la ciudad, mientras daba profundos suspiros.

433
Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus engendró, bajaron a Héctor del carro y le rociaron el rostro con agua: el héroe cobró los perdidos espíritus, miró a lo alto, y, poniéndose de rodillas, tuvo un vómito de negra sangre; luego cayó de espaldas, y la noche obscura cubrió sus ojos, porque aún tenía débil el ánimo a consecuencia del golpe recibido.

440
Los argivos, cuando vieron que Héctor se ausentaba, arremetieron con más ímpetu a los troyanos, y sólo pensaron en combatir. Entonces el veloz Ayante de Oileo fue el primero que, acometiendo con la puntiaguda lanza, hirió a Satnio Enópida, a quien una náyade había tenido de Énope, mientras éste apacentaba rebaños a orillas del Satnioente; Ayante Oilíada, famoso por su lanza, llegóse a él, le hirió en el ijar y le tumbó de espaldas; y, en torno del cadáver, troyanos y dánaos trabaron un duro combate. Fue a vengarle Polidamante Pantoida, hábil en blandir la lanza; e hirió en el hombro derecho a Protoenor, hijo de Areílico: la impetuosa lanza atravesó el hombro, y el guerrero, cayendo en el polvo, cogió el suelo con sus manos. Y Polidamante exclamó con gran jactancia y a voz en grito:

454
—No creo que el brazo robusto del valeroso Pantoida haya despedido la lanza en vano; algún argivo la recibió en su cuerpo, y me figuro que le servirá de báculo para apoyarse en ella y descender a la morada de Hades.

458
Así dijo. Sus jactanciosas palabras apesadumbraron a los argivos y conmovieron el corazón del aguerrido Ayante Telamoníada, a cuyo lado cayó Protoenor. En el acto arrojó Ayante una reluciente lanza a Polidamante, que se retiraba; éste dio un salto oblicuo y evitóla, librándose de la negra muerte; pero en cambio la recibió Arquéloco, hijo de Anténor, a quien los dioses habían destinado a morir: la lanza se clavó en la unión de la cabeza con el cuello, en la extremidad de la vértebra, y cortó ambos ligamentos; cayó el guerrero, y cabeza, boca y narices llegaron al suelo antes que las piernas y las rodillas. Y Ayante, vociferando, al eximio Polidamante le decía:

470
—Reflexiona, oh Polidamante, y dime sinceramente: ¿La muerte de ese hombre no compensa la de Protoenor? No parece vil, ni de viles nacido, sino hermano o hijo de Anténor, domador de caballos, pues tiene el mismo aire de familia.

475
Así dijo, porque le conocía bien; y a los troyanos se les llenó el corazón de pesar. Entonces Acamante, que se hallaba junto al cadáver de su hermano para protegerlo, envasó la lanza a Prómaco, el beocio, cuando éste cogía por los pies al muerto e intentaba llevárselo. Y enseguida jactóse Acamante grandemente, dando recias voces:

479
—¡Argivos que sólo con el arco sabéis combatir y nunca os cansáis de proferir amenazas! El trabajo y los pesares no han de ser solamente para nosotros, y algún día recibiréis la muerte de este mismo modo. Mirad a Prómaco, que yace en el suelo, vencido por mi lanza, para que la venganza por la muerte de un hermano no sufra dilación. Por esto el hombre que es víctima de alguna desgracia, anhela dejar un hermano que pueda vengarle.

486
Así dijo. Sus jactanciosas frases apesadumbraron a los argivos y conmovieron el corazón del aguerrido Penéleo, que arremetió contra Acamante; el cual no aguardó la acometida del rey Penéleo. Éste hirió a Ilioneo, hijo único que a Forbante —hombre rico en ovejas y amado sobre todos los troyanos por Hermes, que le dio muchos bienes— su esposa le había parido: la lanza, penetrando por debajo de una ceja, le arrancó la pupila, le atravesó el ojo y salió por la nuca, y el guerrero vino al suelo con los brazos abiertos. Penéleo, desnudando la aguda espada, le cercenó la cabeza, que cayó a tierra con el casco; y, como la fornida lanza seguía clavada en el ojo, cogióla, levantó la cabeza cual si fuese una flor de adormidera, la mostró a los troyanos y, blasonando del triunfo, dijo:

501
—¡Teucros! Decid en mi nombre a los padres del ilustre Ilioneo que le lloren en su palacio; ya que tampoco la esposa de Prómaco Alegenórida recibirá con alegre rostro a su marido cuando, embarcándonos, nos vayamos de Troya los aqueos.

Other books

Black Bottle by Anthony Huso
Bared Blade by Kelly McCullough
Mazirian the Magician by Jack Vance
Lost in London by Callaghan, Cindy
Wordless by AdriAnne Strickland
The Heroes' Welcome by Louisa Young
Waiting For You by Higgins, Marie
Private's Progress by Alan Hackney