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Authors: Homero

Tags: #Clásico

La Ilíada (36 page)

BOOK: La Ilíada
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Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Héctor mató a Esquedio, hijo de Perimedes y caudillo de los focios; Ayante quitó la vida a Laodamante, hijo ilustre de Anténor, que mandaba los peones, y Polidamante acabó con Oto de Cilene, compañero del Filida y jefe de los magnánimos epeos. Meges, al verlo, arremetió con la lanza a Polidamante; pero éste hurtó el cuerpo —Apolo no quiso que el hijo de Pántoo sucumbiera entre los combatientes delanteros—, y aquél hirió en medio del pecho a Cresmo, que cayó con estrépito, y el aqueo le despojó de la armadura que cubría sus hombros. En tanto, Dólope Lampétida, hábil en manejar la lanza (Lampo Laomedontíada había engendrado este hijo bonísimo, que estuvo dotado de impetuoso valor), se lanzó contra el Filida y, acometiéndole de cerca, diole un bote en el centro del escudo; pero el Filida se salvó, gracias a una fuerte coraza que protegía su cuerpo, la cual había sido regalada en otro tiempo a Fileo en Éfira, a orillas del río Seleente, por su huésped el rey Eufetes, para que en la guerra le defendiera de los enemigos, y entonces libró de la muerte a su hijo Meges. Éste, a su vez, dio una lanzada a Dólope en la parte inferior de la cimera del broncíneo casco, adornado con crines de caballo, rompióla y derribó en el polvo el penacho recién teñido de vistosa púrpura. Y mientras Dólope seguía combatiendo con la esperanza de vencer, el belicoso Menelao fue a ayudar a Meges; y, poniéndose a su lado sin ser visto, clavó la lanza en la espalda de aquél: la punta impetuosa salió por el pecho, y el guerrero cayó de cara. Ambos caudillos corrieron a quitarle la broncínea armadura de los hombros; y Héctor exhortaba a todos sus deudos e increpaba especialmente al esforzado Melanipo Hicetaónida; el cual, antes de presentarse los enemigos, apacentaba flexipedes bueyes en Percote, y, cuando llegaron los dánaos en las encorvadas naves, fuese a llio, sobresalió entre los troyanos y habitó el palacio de Príamo, que le honraba como a sus hijos. A Melanipo, pues, le reprendía Héctor, diciendo:

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¿Seremos tan indolentes, Melanipo? ¿No te conmueve el corazón la muerte del primo? ¿No ves cómo tratan de llevarse las armas de Dólope? Sígueme; que ya es necesario combatir de cerca con los argivos, hasta que los destruyamos o arruinen ellos la excelsa Ilio desde su cumbre y maten a los ciudadanos.

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Habiendo hablado así, echó a andar, y siguióle el varón, que parecía un dios. A su vez, el gran Ayante Telamonio exhortó a los argivos:

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—¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón pundonoroso, y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren; los que huyen no alcanzan gloria ni socorro alguno.

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Así dijo; y ellos, que ya antes deseaban derrotar al enemigo, pusieron en su corazón aquellas palabras y cercaron las naves con un muro de bronce. Zeus incitaba a los troyanos contra los aqueos. Y Menelao, valiente en la pelea, exhortó a Antíloco:

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—¡Antíloco! Ningún aqueo de los presentes es más joven que tú, ni más ligero de pies, ni tan fuerte en el combate. Si arremetieses a los troyanos a hirieras a alguno…

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Así dijo, y alejóse de nuevo. Antíloco, animado, saltó más allá de los combatientes delanteros; y, revolviendo el rostro a todas partes, arrojó la luciente lanza. Al verlo, huyeron los troyanos. No fue vano el tiro, pues hirió en el pecho, cerca de la tetilla, a Melanipo, animoso hijo de Hicetaón, que acababa de entrar en combate: el troyano cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. Como el perro se abalanza al cervato herido por una flecha que al saltar de la madriguera le tira un cazador, dejándole sin vigor los miembros, así el belicoso Antíloco se arrojó sobre ti, oh Melanipo, para quitarte la armadura. Mas no pasó inadvertido para el divino Héctor; el cual, corriendo por el campo de batalla, fue al encuentro de Antíloco; y éste, aunque era luchador brioso, huyó sin esperarle, parecido a la fiera que causa algún daño, como matar a un perro o a un pastor junto a sus bueyes, y huye antes que se reúnan muchos hombres; así huyó el Nestórida; y sobre él, los troyanos y Héctor, promoviendo inmenso alboroto hacían llover dolorosos tiros. Y Antíloco, tan pronto como llegó a juntarse con sus compañeros, se detuvo y volvió la cara al enemigo.

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Los troyanos, semejantes a carniceros leones, asaltaban las naves y cumplían los designios de Zeus, el cual les infundía continuamente gran valor y les excitaba a combatir, y al propio tiempo abatía el ánimo de los argivos, privándoles de la gloria del triunfo, porque deseaba en su corazón dar gloria a Héctor Priámida, a fin de que éste arrojase el abrasador y voraz fuego en las corvas naves, y se efectuara de todo en todo la funesta súplica de Tetis. El próvido Zeus sólo aguardaba ver con sus ojos el resplandor de una nave incendiada, pues desde aquel instante haría que los troyanos fuesen perseguidos desde las naves y dana gloria a los dánaos. Pensando en tales cosas, el dios incitaba a Héctor Priámida, ya de por sí muy enardecido, a encaminarse hacia las cóncavas naves. Como se enfurece Ares blandiendo la lanza, o se embravece el pernicioso fuego en la espesura de poblada selva, así se enfurecía Héctor: su boca estaba cubierta de espuma, los ojos le centelleaban debajo de las torvas cejas y el casco se agitaba terriblemente en sus sienes mientras peleaba. Y desde el éter Zeus protegía únicamente a Héctor, entre tantos hombres, y le daba honor y gloria; porque el héroe debía vivir poco, y ya Palas Atenea apresuraba la llegada del día fatal en que había de sucumbir a manos del Pelida. Héctor deseaba romper las filas de los combatientes, y probaba por donde veía mayor turba y mejores armas; mas, aunque ponía gran empeño, no pudo conseguirlo, porque los dánaos, dispuestos en columna cerrada, hicieron frente al enemigo. Cual un peñasco escarpado y grande, que en la ribera del espumoso mar resiste el ímpetu de los sonoros vientos y de las ingentes olas que allí se rompen, así los dánaos aguardaban a pie firme a los troyanos y no huían. Y Héctor, resplandeciente como el fuego, saltó al centro de la turba como la ola impetuosa levantada por el viento cae desde lo alto sobre la ligera nave, llenándola de espuma, mientras el soplo terrible del huracán brama en las velas y los marineros tiemblan amedrentados porque se hallan muy cerca de la muerte, de tal modo vacilaba el ánimo en el pecho de los aqueos. Como dañino león acomete un rebaño de muchas vacas que pacen a orillas de extenso lago y son guardadas por un pastor que, no sabiendo luchar con las fieras para evitar la muerte de alguna vaca de retorcidos cuernos, va siempre con las primeras o con las últimas reses; y el león salta al centro, devora una vaca y las demás huyen espantadas, así los aqueos todos fueron puestos en fuga por Héctor y el padre Zeus, pero Héctor mató a uno solo, a Perifetes de Micenas, hijo de aquel Copreo que llevaba los mensajes del rey Euristeo al fornido Heracles. De este padre obscuro nació tal hijo, que superándole en toda clase de virtudes, en la carrera y en el combate, campeó por su talento entre los primeros ciudadanos de Micenas y entonces dio a Héctor gloria excelsa. Pues al volverse tropezó con el borde del escudo que le cubría de pies a cabeza y que llevaba para defenderse de los tiros, y, enredándose con él, cayó de espaldas, y el casco resonó de un modo horrible en torno de las sienes. Héctor lo advirtió enseguida, acudió corriendo, metió la pica en el pecho de Perifetes y le mató cerca de sus mismos compañeros que, aunque afligidos, no pudieron socorrerle, pues temían mucho al divino Héctor.

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Por fin llegaron a las naves. Defendíanse los argivos detrás de las que se habían sacado primero a la playa, y los troyanos fueron a perseguirlos: Aquéllos, al verse obligados a retirarse de las primeras naves, se colocaron apiñados cerca de las tiendas, sin dispersarse por el ejército porque la vergüenza y el temor se lo impedían, y mutua e incesantemente se exhortaban. Y especialmente Néstor, protéctor de los aqueos, dirigíase a todos los guerreros, y en nombre de sus padres así les suplicaba:

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—¡Oh amigos! Sed hombres y mostrad que tenéis un corazón pundonoroso delante de los demás varones. Acordaos de los hijos, de las esposas, de los bienes, y de los padres, vivan aún o hayan fallecido. En nombre de estos ausentes os suplico que resistáis firmemente y no os entreguéis a la fuga.

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Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Atenea les quitó de los ojos la densa y divina nube que los cubría, y apareció la luz por ambos lados, en las naves y en la lid sostenida por los dos ejércitos con igual tesón. Vieron a Héctor, valiente en la pelea, y a sus propios compañeros, así a cuantos estaban detrás de los bajeles y no combatían, como a los que junto a las veleras naves daban batalla al enemigo.

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No le era grato al corazón del magnánimo Ayante permanecer donde los demás aqueos se habían retirado; y el héroe, andando a paso largo, iba de nave en nave llevando en la mano una gran percha de combate naval que medía veintidós codos y estaba reforzada con clavos. Como un diestro cabalgador escoge cuatro caballos entre muchos, los guía desde la llanura a la gran ciudad por la carretera, muchos hombres y mujeres le admiran, y él salta continuamente y con seguridad del uno al otro, mientras los corceles vuelan; así Ayante, andando a paso seguido, recorría las cubiertas de muchas naves y su voz llegaba al éter. Sin cesar daba horribles gritos, para exhortar a los dánaos a defender naves y tiendas. Tampoco Héctor permanecía en la turba de los troyanos, armados de fuertes corazas: como el águila negra se echa sobre una bandada de alígeras aver —gansos, grullas o cisnes cuellilargos— que están comiendo a orillas de un río; así Héctor corría en derechura a una nave de negra proa, empujado por la mano poderosa de Zeus, y el dios incitaba también a la tropa para que le acompañara.

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De nuevo se trabó un reñido combate al pie de los bajeles. Hubieras dicho que, sin estar cansado ni fatigados, comenzaban entonces a pelear. ¡Con tal denuedo luchaban! He aquí cuáles eran sus respectivos pensamientos: los aqueos no creían escapar de aquel desastre, sino perecer; los troyanos esperaban en su corazón incendiar las naves y matar a los héroes aqueos. Y con estas ideas asaltábanse unos a otros.

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Héctor llegó a tocar la popa de una nave surcadora del ponto, bella y de curso rápido; aquélla en que Protesilao llegó a Troya y que luego no había de llevarle otra vez a la patria tierra. Por esta nave se mataban los aqueos y los troyanos: sin aguardar desde lejos los tiros de flechas y dardos, combatían de cerca y con igual ánimo, valiéndose de agudas hachas, segures, grandes espadas y lanzas de doble filo. Muchas hermosas dagas, de obscuro recazo, provistas de mango, cayeron al suelo, ya de las manos, ya de los hombros de los combatientes; y la negra tierra manaba sangre. Héctor, desde que cogió la popa, no la soltaba y, teniendo entre sus manor la parte superior de la misma, animaba a los troyanos:

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—¡Traed fuego, y todos apiñados, trabad la batalla! Zeus nos concede un día que lo compensa todo, pues vamos a tomar las naves que vinieron contra la voluntad de los dioses y nos han ocasionado muchas calamidades por la cobardía de los viejos, que no me dejaban pelear cerca de aquéllas y detenían al ejército. Mas, si entonces el largovidente Zeus ofuscaba nuestra razón, ahora él mismo nos impele y anima.

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Así dijo; y ellos acometieron con mayor ímpetu a los argivos. Ayante ya no resistió, porque estaba abrumado por los tiros: temiendo morir, dejó la cubierta, retrocedió hasta un banco de remeros que tenía siete pies, púsose a vigilar, y con la pica apartaba del navío a cuantos llevaban el voraz fuego, en tanto que exhortaba a los dánaos con espantosos gritos:

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—¡Oh amigos, héroes dánaos, servidores de Ares! Sed hombres y mostrad vuestro impetuoso valor. ¿Creéis, por ventura, que hay a nuestra espalda otros defensores o un muro más sólido que libre a los hombres de la muerte? Cerca de aquí no existe ciudad alguna defendida con torres, en la que hallemos refugio y cuyo pueblo nos dé auxilio para alcanzar ulterior victoria; sino que nor hallamos en la llanura de los troyanos, de fuertes corazas, a orillas del mar y lejos de la patria tierra. La salvación, por consiguiente, está en los puños; no en ser flojos en la pelea.

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Dijo, y acometió furioso con la aguda lanza. Y cuantos troyanos, movidos por las excitaciones de Héctor, quisieron llevar ardiente fuego a las cóncavas naves, a todos los hirió Ayante con su larga pica. Doce fueron los que hirió de cerca, delante de los bajeles.

Canto XVI*
Patroclea

* Al advertirlo, Patroclo suplica a Aquiles que rechace al enemigo; y, no consiguiéndolo, le ruega que, por lo menos, le preste sus armas y le permita ponerse al frente de los mirmídones para ahuyentar a los troyanos. Accede Aquiles, y le recomienda que se vuelva atrás cuando los haya echado de las naves, pues el destino no le tiene reservada la gloria de apoderarse de Troya. Mas Patroclo, enardecido por sus hazañas, entre ellas la de dar muerte a Sarpedón, hijo de Zeus, persigue a los troyanos por la llanura hasta que Apolo le desata la coraza. Euforbo lo hiere y Héctor lo mata.

1
Así peleaban por la nave de muchos bancos. Patroclo se presentó a Aquiles, pastor de hombres, derramando ardientes lágrimas como fuente profunda que vierte sus aguas sombrías por escarpada roca. Tan pronto como le vio el divino Aquiles, el de los pies ligeros, compadecióse de él y le dijo estas aladas palabras:

7
—¿Por qué lloras, Patroclo, como una niña que va con su madre y deseando que la tome en brazos, la tira del vestido, la detiene a pesar de que lleva prisa, y la mira con ojos llorosos para que la levante del suelo? Como ella, oh Patrocio, derramas tiernas lágrimas. ¿Vienes a participarnos algo a los mirmidones o a mí mismo? ¿Supiste tú solo alguna noticia de Ftía? Dicen que Menecio, hijo de Áctor, existe aún; vive también Peleo Eácida entre los mirmidones, y es la muerte dé aquél o de éste lo que más nos podría afligir. ¿O lloras quizás porque los argivos perecen, cerca de las cóncavas naves, por la injusticia que cometieron? Habla, no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.

20
Dando profundos suspiros, respondiste así, caballero Patroclo:

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