La Ilíada (38 page)

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Authors: Homero

Tags: #Clásico

BOOK: La Ilíada
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306
Entonces, ya extendida la batalla, cada jefe mató a un hombre. El esforzado hijo de Menecio, el primero, hirió con la aguda lanza a Areílico, que había vuelto la espalda para huir: el bronce atravesó el muslo y rompió el hueso, y el troyano dio de ojos en el suelo. El belicoso Menelao hirió a Toante en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y dejó sin vigor sus miembros. El Filida, observando que Anficlo iba a acometerlo, se le adelantó y logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna, donde más grueso es el músculo: la punta desgarró los nervios, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero. De los Nestóridas, Antíloco traspasó con la broncínea lanza a Atimnio, clavándosela en el ijar, y el troyano cayó a sus pies; el hermano de Atimnio, Maris, irritado por tal muerte, se puso delante del cadáver y arremetió con la lanza a Antíloco; y entonces el otro Nestórida, Trasimedes, igual a un dios, le previno y antes que Maris pudiera herir a Antíloco le acertó él en la espalda: la punta desgarró el tendón de la parte superior del brazo y rompió el hueso; el guerrero cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. De tal suerte, estos dos esforzados compañeros de Sarpedón, hábiles tiradores, a hijos de Amisodaro, el que alimentó a la indomable Quimera, causa de males para muchos hombres, fueron vencidos por los dos hermanos y descendieron al Érebo. Ayante Oilíada acometió y cogió vivo a Cleobulo, atropellado por la turba, y le quitó la vida, hiriéndole en el cuello con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los ojos del guerrero. Penéleo y Licón fueron a encontrarse, y, habiendo arrojado sus lanzas en vano, pues ambos erraron el tiro, se acometieron con las espadas: Licaón dio a su enemigo un tajo en la cimera del casco, que adornaban crines de caballo; pero la espada se le rompió junto a la empuñadura; Penéleo hundió la suya en el cuello de Licón, debajo de la oreja, y se lo cortó por entero: la cabeza cayó a un lado, sostenida tan sólo por la piel, y los miembros perdieron su vigor. Meriones dio alcance con sus ligeros pies a Acamante, cuando subía al carro, y le hirió en el hombro derecho: el troyano cayó en tierra, y las tinieblas cubrieron sus ojos. A Erimante metióle Idomeneo el cruel bronce por la boca: la lanza atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los dientes; los ojos llenáronse con la sangre que fluía de las narices y de la boca abierta, y la muerte, cual si fuese obscura nube, envolvió al guerrero.

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Cada uno de estos caudillos dánaos mató, pues, a un hombre. Como los voraces lobos acometen a corderos o cabritos, arrebatándolos de un hato que se dispersa en el monte por la impericia del pastor, pues así que aquéllos los ven se los llevan y despedazan por tener los últimos un corazón tímido; así los dánaos cargaban sobre los troyanos, y éstos, pensando en la fuga horrísona, olvidábanse de su impetuoso valor.

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El gran Ayante deseaba constantemente arrojar su lanza a Héctor, armado de bronce; pero el héroe, que era muy experto en la guerra, cubriendo sus anchos hombros con un escudo de pieles de toro, estaba atento al silbo de las flechas y al ruido de los dardos. Bien conocía que la victoria se inclinaba del lado de los enemigos, pero resistía aún y procuraba salvar a sus compañeros queridos.

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Como se va extendiendo una nube desde el Olimpo al cielo, después de un día sereno, cuando Zeus prepara una tempestad, así los troyanos huyeron de las naves, dando gritos, y ya no fue con orden como repasaron el foso. A Héctor le sacaron de allí, con sus armas, los corceles de ligeros pies; y el héroe desamparó la turba de los troyanos, a quienes detenía, mal de su grado, el profundo foso. Muchos veloces corceles, rompiendo los carros de los caudillos por el extremo del timón, allí los dejaron. Patroclo iba adelante, exhortando vehementemente a los dánaos y pensando en causar daño a los troyanos; los cuales, una vez puestos en desorden, llenaban todos los caminos huyendo con gran clamoreo; la polvareda llegaba a lo alto debajo de las nubes, y los solípedos caballos volvían a la ciudad desde las naves y las tiendas. Patroclo, donde veía más gente del pueblo desordenada, allí se encaminaba vociferando; los guerreros caían de cara debajo de los ejes de sus carros, y éstos volcaban con gran estruendo. Al llegar al foso, los caballos inmortales que los dioses habían regalado a Peleo como espléndido presente lo salvaron de un salto, deseosos de seguir adelante; y, cuando a Patroclo el ánimo le impulsó a ir hacia Héctor para herirlo, ya los veloces corceles de éste se lo habían llevado. Como en el otoño descarga una tempestad sobre la negra tierra, cuando Zeus envía violenta lluvia, irritado contra los hombres que en el foro dan sentencias inicuas y echan a la justicia, no temiendo la venganza de los dioses; y todos los ríos salen de madre y los torrentes cortan muchas colinas, braman al correr desde lo alto de las montañas al mar purpúreo y destruyen las labores del campo; de semejante modo corrían las yeguas troyanas, dando lastimeros relinchos.

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Patroclo, cuando hubo separado de los demás enemigos a los que formaban las últimas falanges, les obligó a volver hacia los bajeles, en vez de permitirles que subiesen a la ciudad; y, acometiéndoles entre las naves, el río y el alto muro, los mataba para vengar a muchos de los suyos. Entonces envasóle a Prónoo la brillante lanza en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y le dejó sin vigor los miembros: el troyano cayó con estrépito. Luego acometió a Téstor, hijo de Enope, que se hallaba encogido en el lustroso asiento y en su turbación había dejado que las riendas se le fuesen de la mano: clavóle desde cerca la lanza en la mejilla derecha, se la hizo pasar por los dientes y lo levantó por cima del barandal. Como el pescador sentado en una roca prominente saca del mar un pez enorme, valiéndose de la cuerda y del reluciente bronce, así Patroclo, alzando la brillante lanza, sacó del carro a Téstor con la boca abierta y le arrojó de cara al suelo; el troyano, al caer, perdió la vida. Después hirió de una pedrada en medio de la cabeza a Erilao, que a acometerle venía, y se la partió en dos dentro del fuerte casco: el troyano dio de manos en el suelo, y le envolvió la destructora muerte. Y sucesivamente fue derribando en la fértil tierra a Erimante, Anfótero, Epaltes, Tlepólemo Damastórida, Equio, Piris, Ifeo, Evipo y Polimelo Argéada.

419
Sarpedón, al ver que sus compañeros, de corazas sin cintura, sucumbían a manos de Patroclo Menecíada, increpó a los deiformes licios:

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—¡Qué vergüenza, oh licios! ¿Adónde huís? Sed esforzados. Yo saldré al encuentro de ese hombre, para saber quién es el que así vence y tantos males causa a los troyanos, pues ya a muchos valientes les ha quebrado las rodillas.

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Dijo; y saltó del carro al suelo sin dejar las armas. A su vez Patroclo, al verlo, se apeó del suyo. Como dos buitres de eorvas uñas y combado pico riñen, dando chillidos, sobre elevada roca; así aquéllos se acometieron vociferando. Violos el hijo del artero Crono; y, compadecido, dijo a Hera, su hermana y esposa:

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—¡Ay de mí! La parca dispone que Sarpedón, a quien amo sobre todos los hombres, sea muerto por Patroclo Menecíada. Entre dos propósitos vacila en mi pecho el corazón: ¿lo arrebataré vivo de la luctuosa batalla, para llevarlo al opulento pueblo de la Licia, o dejaré que sucumba a manos del Menecíada?

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Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:

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—¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! ¿Una vez más quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en la memoria: Piensa que, si a Sarpedón le mandas vivo a su palacio, algún otro dios querrá sacar a su hijo del duro combate, pues muchos hijos de los inmortales pelean en torno de la gran ciudad de Príamo, y harás que sus padres se enciendan en terrible ira. Pero, si Sarpedón te es caro y tu corazón le compadece, deja que muera a manos de Patroclo Menecíada en reñido combate; y cuando el alma y la vida le abandonen, ordena a la Muerte y ál dulce Sueño que lo lleven a la vasta Licia, para que sus hermanos y amigos le hagan exequias y le erijan un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los muertos.

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Así dijo. El padre de los hombres y de los dioses no desobedeció, a hizo caer sobre la tierra sanguinolentas gotas para honrar al hijo amado, a quien Patroclo había de matar en la fértil Troya, lejos de su patria.

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Cuando ambos héroes se hallaron frente a frente, Patrocio arrojó la lanza, y, acertando a dar en el empeine del ilustre Trasimelo, escudero valeroso del rey Sarpedón, dejóle sin vigor los miembros. Sarpedón acometió a su vez; y, despidiendo la reluciente lanza, erró el tiro; pero hirió en el hombro derecho al corcel Pédaso, que relinchó mientras perdía el vital aliento. El caballo cayó en el polvo, y el ánimo voló de su cuerpo. Forcejearon los otros dos corceles por separarse, crujió el yugo y enredáronse las riendas a causa de que el caballo lateral yacía en el polvo. Pero Automedonte, famoso por su lanza, halló el remedio: desenvainando la espada de larga punta, que llevaba junto al fornido muslo, cortó apresuradamente los tirantes del caballo lateral, y los otros dos se enderezaron y obedecieron a las riendas. Y los héroes volvieron a acometerse con roedor encono.

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Entonces Sarpedón arrojó otra reluciente lanza y erró el tiro, pues aquélla pasó por cima del hombro izquierdo de Patroclo sin herirlo. Patroclo despidió la suya y no en balde; ya que acertó a Sarpedón y le hirió en el tejido que al denso corazón envuelve. Cayó el héroe como la encina, el álamo o el elevado pino que en el monte cortan con afiladas hachas los artífices para hacer un mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo ensangrentado. Como el rojizo y animoso toro, a quien devora un león que se ha presentado entre los fexípedes bueyes, brama al morir entre las mandíbulas del león, así el caudillo de los licios escudados, herido de muerte por Patrocio, se enfurecía; y, llamando al compañero, le hablaba de este modo:

491
—¡Caro Glauco, guerrero afamado entre los hombres! Ahora debes portarte como fuerte y audaz luchador; ahora te ha de causar placer la batalla funesta, si eres valiente. Ve por todas partes, exhorta a los capitanes licios a que combatan en torno de Sarpedón y defiéndeme tú mismo con el bronce. Constantemente, todos los días, seré para ti motivo de vergüenza y oprobio, si, sucumbiendo en el recinto de las naves, los aqueos me despojan de la armadura. ¡Pelea, pues, denodadamente y anima a todo el ejército!

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Así dijo; y el velo de la muerte le cubrió los ojos y las narices. Patroclo, sujetándole el pecho con el pie, le arrancó el asta, con ella siguió el diafragma, y salieron a la vez la punta de la lanza y el alma del guerrero. Y los mirmidones detuvieron los corceles de Sarpedón, los cuales anhelaban y querían huir desde que quedó vacío el carro de sus dueños.

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Glauco sintió hondo pesar al oír la voz de Sarpedón y se le turbó el ánimo porque no podía socorrerlo. Apretóse con la mano el brazo, pues le abrumaba una herida que Teucro le había causado disparándole una llecha cuando él asaltaba el altó muro y el aqueo defendía a los suyos; y oró de esta suerte a Apolo, el que hiere de lejos:

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—Oyeme, oh soberano, ya te halles en el opulento pueblo de Licia, ya te encuentres en Troya; pues desde cualquier lugar puedes atender al que está afligido, como lo estoy ahora. Tengo esta grave herida, padezco agudos dolores en el brazo y la sangre no se seca; el hombro se entorpece, y me es imposible manejar firmemente la lanza y pelear con los enemigos. Ha muerto un hombre fortísimo, Sarpedón, hijo de Zeus, el cual ya ni a su prole defiende. Cúrame, oh soberano, la grave herida, adormece mis dolores y dame fortaleza para que mi voz anime a los licios a combatir y yo mismo luche en defensa del cadáver.

527
Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo y enseguida calmó los dolores, secó la negra sangre de la grave herida e infundió valor en el ánimo del troyano. Glauco, al notarlo, se holgó de que el gran dios hubiese escuchado su ruego. Enseguida fue por todas partes y exhortó a los capitanes licios para que combatieran en torno de Sarpedón. Después, encaminóse a paso largo hacia los troyanos; buscó a Polidamante Pantoida, al divino Agenor, a Eneas y a Héctor armado de broncé; y, deteniéndose cerca de los mismos, dijo estas aladas palabras:

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—¡Héctor! Te olvidas del todo de los aliados que por ti pierden la vida lejos de los amigos y de la patria tierra, y ni socorrerles quieres. Yace en tierra Sarpedón, el rey de los licios escudados, que con su justicia y su valor gobernaba a Licia. El broncíneo Ares lo ha matado con la lanza de Patroclo. Oh amigos, venid e indignaos en vuestro corazón: no sea que los mirmidones le quiten la armadura e insulten el cadáver, irritados por la muerte de los dánaos, a quienes dieron muerte nuestras picas junto a las veleras naves.

548
Así dijo. Los troyanos sintieron grande e inconsolable pena, porque Sarpedón, aunque forastero, era un baluarte para la ciudad; había llevado a ella a muchos hombres y en la pelea los superaba a todos. Con grandes bríos dirigiéronse aquéllos contra los dánaos, y a su frente marchaba Héctor, irritado por la muerte de Sarpedón. Y Patroclo Menecíada, de corazón valiente, animó a los aqueos; y dijo a los Ayantes, que ya de combatir estaban deseosos:

556
—¡Ayantes! Poned empeño en rechazar al enemigo y mostraos tan valientes como habéis sido hasta aquí o más aún. Yace en tierra Sarpedón, el que primero asaltó nuestra muralla. ¡Ah, si apoderándonos del cadáver pudiésemos ultrajarlo, quitarle la armadura de los hombros y matar con el cruel bronce a alguno de los compañeros que lo defienden!…

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Así dijo, aunque ellos ya deseaban rechazar al enemigo. Y troyanos y licios por una parte, y mirmidones y aqueos por otra, cerraron las falanges, vinieron a las manos y empezaron a pelear con horrenda gritería en torno del cadáver. Crujían las armaduras de los guerreros, y Zeus cubrió con una dañosa obscuridad la reñida contienda, para que produjese mayor estrago el combate que por el cuerpo de su hijo se empeñaba.

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