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Authors: Homero

Tags: #Clásico

La Ilíada (7 page)

BOOK: La Ilíada
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1
Puestos en orden de batalla con sus respectivos jefes, los troyanos avanzaban chillando y gritando como aves —así profieren sus voces las grullas en el cielo, cuando, para huir del frío y de las lluvias torrenciales, vuelan gruyendo sobre la corriente del Océano y llevan la ruina y la muerte a los pigmeos, moviéndolos desde el aire cruda guerra— y los aqueos marchaban silenciosos, respirando valor y dispuestos a ayudarse mutuamente.

10
Así como el Noto derrama en las cumbres de un monte la niebla tan poco grata al pastor y más favorable que la noche para el ladrón, y sólo se ve el espacio a que alcanza una pedrada; así también, una densa polvareda se levantaba bajo los pies de los que se ponían en marcha y atravesaban con gran presteza la llanura.

15
Cuando ambos ejércitos se hubieron acercado el uno al otro, apareció en la primera fila de los troyanos Alejandro, semejante a un dios, con una piel de leopardo en los hombros, el corvo arco y la espada; y, blandiendo dos lanzas de broncínea punta, desafiaba a los más valientes argivos a que con él sostuvieran terrible combate.

21
Menelao, caro a Ares, violo venir con arrogante paso al frente de la tropa, y, como el león hambriento que ha encontrado un gran cuerpo de cornígero ciervo o de cabra montés, se alegra y tl devora, aunque o persigan ágiles perros y robustos mozos; así Menelao se holgó de ver con sus propios ojos al deiforme Alejandro —figuróse que podría castigar al culpable— y al momento saltó del carro al suelo sin dejar las armas.

30
Pero el deiforme Alejandro, apenas distinguió a Menelao entre los combatientes delanteros, sintió que se le cubría el corazón, y, para librarse de la muerte, retrocedió al grupo de sus amigos. Como el que descubre un dragón en la espesura de un monte, se echa con prontitud hacia atrás, tiémblanle las carnes y se aleja con la palidez pintada en sus mejillas; así el deiforme Alejandro, temiendo al hijo de Atreo, desapareció en la turba de los altivos troyanos.

38
Advirtiólo Héctor y lo reprendió con injuriosas palabras:

39
—¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! Ojalá no te contaras en el número de los nacidos o hubieses muerto célibe. Yo así lo quisiera y te valdría más que ser la vergüenza y el oprobio de los tuyos. Los melenudos aqueos se ríen de haberte considerado como un bravo campeón por tu gallarda figura, cuando no hay en tu pecho ni fuerza ni valor. Y siendo cual eres, ¿reuniste a tus amigos, surcaste los mares en ligeros buques, visitaste a extranjeros y trajiste de remota tierra una mujer linda, esposa y cuñada de hombres belicosos, que es una gran plaga para tu padre, la ciudad y el pueblo todo, y causa de gozo para los enemigos y de confusión para ti mismo? ¿No esperas a Menelao, caro a Ares? Conocerías de qué varón tienes la floreciente esposa, y no te valdrían la cítara, los dones de Afrodita, la cabellera y la hermosura, cuando rodaras por el polvo. Los troyanos son muy tímidos; pues, si no, ya estarías revestido de una túnica de piedras por los males que les has causado.

58
Respondióle el deiforme Alejandro:

59
—¡Héctor! Con motivo me increpas y no más de lo justo; pero tu corazón es inflexible como el hacha que hiende un leño y multiplica la fuerza de quien la maneja hábilmente para cortar maderos de navío: tan intrépido es el ánimo que en tu pecho se encierra. No me eches en cara los amables dones de la dorada Afrodita, que no son despreciables los eximios presentes de los dioses y nadie puede escogerlos a su gusto. Y si ahora quieres que luche y combata, detén a los demás troyanos y a los aqueos todos, y dejadnos en medio a Menelao, caro a Ares, y a mí para que peleemos por Helena y sus riquezas: el que venza, por ser más valiente, lleve a su casa mujer y riquezas; y, después de jurar paz y amistad, seguid vosotros en la fértil Troya y vuelvan aquéllos a Argos, criadora de caballos, y a la Acaya, de lindas mujeres.

76
Así dijo. Oyólo Héctor con intenso placer, y, corriendo al centro de ambos ejércitos con la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas, que al momento se quedaron quietas. Los melenudos aqueos le arrojaban flechas, dardos y piedras. Pero Agamenón, rey de hombres, gritóles con voz recia:

82
—Deteneos, argivos; no tiréis, jóvenes aqueos; pues Héctor, el de tremolante casco, quiere decirnos algo.

84
Así se expresó. Abstuviéronse de combatir y pronto quedaron silenciosos. Y Héctor, colocándose entre unos y otros, dijo:

86
—Oíd de mis labios, troyanos y aqueos de hermosas grebas, el ofrecimiento de Alejandro por quien se suscitó la contienda. Propone que troyanos y aqueos dejemos las bellas armas en el fértil suelo, y él y Menelao, caro a Ares, peleen en medio por Helena y sus riquezas todas: el que venza, por ser más valiente, llevará a su casa mujer y riquezas, y los demás juraremos paz y amistad.

95
Así dijo. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y Menelao, valiente en la pelea, les habló de este modo:

97
—Ahora oídme también a mí. Tengo el corazón traspasado de dolor, y creo que ya, argivos y troyanos, debéis separaros, pues padecisteis muchos males por mi contienda, que Alejandro originó. Aquél de nosotros para quien se hallen aparejados el destino y la muerte perezca; y los demás separaos cuanto antes. Traed un cordero blanco y una cordera negra para la Tierra y el Sol; nosotros traeremos otro para Zeus. Conducid acá a Príamo para que en persona sancione los juramentos, pues sus hijos son soberbios y fementidos: no sea que por alguna transgresión se quebranten los juramentos prestados invocando a Zeus. El alma de los jóvenes es siempre voluble, y el viejo, cuando interviene en algo, tiene en cuenta lo pasado y lo futuro a fin de que se haga lo más conveniente para ambas partes.

111
Así dijo. Gozáronse aqueos y troyanos con la esperanza de que iba a terminar la calamitosa guerra. Detuvieron los corceles en las filas, bajaron de los carros y, dejando la armadura en el suelo, se pusieron muy cerca los unos de los otros. Un corto espacio mediaba entre ambos ejércitos.

116
Héctor despachó dos heraldos a la ciudad para que enseguida le trajeran las víctimas y llamaran a Príamo. El rey Agamenón, por su parte, mandó a Taltibio que se llegara a las cóncavas naves por un cordero. El heraldo no desobedeció al divino Agamenón.

121
Entonces la mensajera Iris fue en busca de Helena, la de níveos brazos, tomando la figura de su cuñada Laódice, mujer del rey Helicaón Antenórida, que era la más hermosa de las hijas de Príamo. Hallóla en el palacio tejiendo una gran tela doble, purpúrea, en la cual entretejía muchos trabajos que los troyanos, domadores de caballos, y los aqueos, de broncíneas corazas, habían padecido por ella por mano de Ares. Paróse Iris, la de los pies ligeros, junto a Helena, y así le dijo:

130
—Ven acá, ninfa querida, para que presencies los admirables hechos de los troyanos, domadores de caballos, y de los aqueos, de broncíneas corazas. Los que antes, ávidos del funesto combate, llevaban por la llanura al luctuoso Ares unos contra otros, se sentaron —pues la batalla se ha suspendido— y permanecen silenciosos, reclinados en los escudos, con las luengas picas clavadas en el suelo. Alejandro y Menelao, caro a Ares, lucharán por ti con ingentes lanzas, y el que venza lo llamará su amada esposa.

139
Cuando así hubo hablado, le infundió en el corazón dulce deseo de su anterior marido, de su ciudad y de sus padres. Y Helena salió al momento de la habitación, cubierta con blanco velo, derramando tiernas lágrimas; sin que fuera sola, pues la acompañaban dos doncellas, Etra, hija de Piteo, y Clímene, la de ojos de novilla. Pronto llegaron a las puertas Esceas.

146
Allí, sobre las puertas Esceas, estaban Príamo, Pántoo, Timetes, Lampo, Clitio, Hicetaón, vástago de Ares, y los prudentes Ucalegonte y Anténor, ancianos del pueblo; los cuales a causa de su vejez no combatían, pero eran buenos arengadores, semejantes a las cigarras que, posadas en los árboles de la selva, dejan oír su aguda voz. Tales próceres troyanos había en la torre. Cuando vieron a Helena, que hacia ellos se encaminaba, dijéronse unos a otros, hablando quedo, estas aladas palabras:

156
—No es reprensible que troyanos y aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las diosas inmortales. Pero, aun siendo así, váyase en las naves, antes de que llegue a convertirse en una plaga para nosotros y para nuestros hijos.

161
Así hablaban. Príamo llamó a Helena y le dijo:

162
—Ven acá, hija querida; siéntate a mi lado para que veas a tu anterior marido y a sus parientes y amigos —pues a ti no te considero culpable, sino a los dioses que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos— y me digas cómo se llama ese ingente varón, quién es ese aqueo gallardo y alto de cuerpo. Otros hay de mayor estatura, pero jamás vieron mis ojos un hombre tan hermoso y venerable. Parece un rey.

171
Contestó Helena, divina entre las mujeres:

172
—Me inspiras, suegro amado, respeto y temor. ¡Ojalá la muerte me hubiese sido grata cuando vine con tu hijo, dejando, a la vez que el tálamo, a mis hermanos, mi hija querida y mis amables compañeras! Pero no sucedió así, y ahora me consumo llorando. Voy a responder a tu pregunta: Ése es el poderosísimo Agamenón Atrida, buen rey y esforzado combatiente, que fue cuñado de esta desvergonzada, si todo no ha sido sueño.

181
Así dijo. El anciano contemplólo con admiración y exclamó:

182
—¡Atrida feliz, nacido con suerte, afortunado! Muchos son los aqueos que lo obedecen. En otro tiempo fui a la Frigia, en viñas abundosa, y vi a muchos de sus naturales —los pueblos de Otreo y de Migdón, igual a un dios— que con los ágiles corceles acampaban a orillas del Sangario. Entre ellos me hallaba, a fuer de aliado, el día en que llegaron las varoniles amazonas. Pero no eran tantos como los aqueos de ojos vivos.

191
Fijando la vista en Ulises, el anciano volvió a preguntar:

192
—Ea, dime también, hija querida, quién es aquél, menor en estatura que Agamenón Atrida, pero más ancho de espaldas y de pecho. Ha dejado en el fértil suelo las armas y recorre las filas como un carnero. Parece un velloso carnero que atraviesa un gran rebaño de cándidas ovejas.

199
Al momento le respondió Helena, hija de Zeus:

200
—Aquél es el hijo de Laertes, el ingenioso Ulises, que se crió en la áspera ítaca; tan hábil en urdir engaños de toda especie, como en dar prudentes consejos.

203
El sensato Anténor replicó al momento:

204
—Mujer, mucha verdad es lo que dices. Ulises vino por ti, como embajador, con Menelao, caro a Ares; yo los hospedé y agasajé en mi palacio y pude conocer la condición y los prudentes consejos de ambos. Entre los troyanos reunidos, de pie, sobresalía Menelao por sus anchas espaldas; sentados, era Ulises más majestuoso. Cuando hilvanaban razones y consejos para todos nosotros, Menelao hablaba de prisa, poco, pero muy claramente: pues no era verboso, ni, con ser el más joven, se apartaba del asunto; el ingenioso Ulises, después de levantarse, permanecía en pie con la vista baja y los ojos clavados en el suelo, no meneaba el cetro que tenía inmóvil en la mano, y parecía un ignorante: lo hubieras tomado por un iracundo o por un estúpido. Mas tan pronto como salían de su pecho las palabras pronunciadas con voz sonora, como caen en invierno los copos de nieve, ningún mortal hubiese disputado con Ulises. Y entonces ya no admirábamos tanto la figura de héroe.

225
Reparando la tercera vez en Ayante, dijo el anciano:

226
—¿Quién es ese otro aqueo gallardo y alto, que descuella entre los argivos por su cabeza y anchas espaldas?

228
Respondió Helena, la de largo peplo, divina entre las mujeres:

229
—Ése es el ingente Ayante, antemural de los aqueos. Al otro lado está Idomeneo, como un dios, entre los cretenses; rodéanlo los capitanes de sus tropas. Muchas veces Menelao, cáro a Ares, lo hospedó en nuestro palacio cuando venía de Creta. Distingo a los demás aqueos de ojos vivos, y me sería fácil reconocerlos y nombrarlos; mas no veo a dos caudillos de hombres, Cástor, domador de caballos, y Pólux, excelente púgil, hermanos carnales que me dio mi madre. ¿Acaso no han venido de la amena Lacedemonia? ¿O llegaron en las naves, surcadoras del ponto, y no quieren entrar en combate para no hacerse partícipes de mi deshonra y de mis muchos oprobios?

243
Así habló. A ellos la fértil tierra los tenía ya consigo, en Lacedemoma, en su misma patria.

243
Los heraldos atravesaban la ciudad con las víctimas para los divinos juramentos, los dos corderos, y el regocijador vino, fruto de la tierra, encerrado en un odre de piel de cabra. El heraldo Ideo llevaba además una reluciente crátera y copas de oro; y, acercándose al anciano, invitólo diciendo:

250
—¡Levántate, Laomedontíada! Los próceres de los troyanos, domadores de caballos, y de los aqueos, de broncíneas corazas, te piden que bajes a la llanura y sanciones los fieles juramentos; pues Alejandro y Menelao, caro a Ares, combatirán con luengas lanzas por la esposa: mujer y riquezas serán del que venza, y, después de pactar amistad con fieles juramentos, nosotros seguiremos habitando la fértil Troya, y aquéllos volverán a Argos, criador de caballos, y a Acaya, la de lindas mujeres.

259
Así dijo. Estremecióse el anciano y mandó a los amigos que engancharan los caballos. Obedeciéronlo solícitos. Subió Príamo y cogió las riendas; a su lado, en el magnífico carro, se puso Anténor. E inmediatamente guiaron los ligeros corceles hacia la llanura por las puertas Esceas.

264
Cuando hubieron llegado al campo, descendieron del carro al almo suelo y se encaminaron al espacio que mediaba entre los troyanos y los aqueos. Levantóse al punto el rey de hombres, Agamenón, levantóse también el ingenioso Ulises; y los heraldos conspicuos juntaron las víctimas que debían inmolarse para los sagrados juramentos, mezclaron vinos en la crátera y dieron aguamanos a los reyes. El Atrida, con la daga que llevaba junto a la gran vaina de la espada, cortó pelo de la cabeza de los corderos, y los heraldos lo repartieron a los próceres troyanos y aqueos. Y, colocándose el Atrida en medio de todos, oró en alta voz con las manos levantadas:

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