276
—¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! ¡Sol, que todo lo ves y todo lo oyes! ¡Ríos! ¡Tierra! ¡Y vosotros que en lo profundo castigáis a los muertos que fueron perjuros! Sed todos testigos y guardad los fieles juramentos: Si Alejandro mata a Menelao, sea suya Helena con todas las riquezas y nosotros volvámonos en las naves, surcadoras del ponto; mas si el rubio Menelao mata a Alejandro, devuélvannos los troyanos a Helena y las riquezas todas, y paguen a los argivos la indemnización que sea justa para que llegue a conocimiento de los hombres venideros. Y, si, vencido Alejandro, Príamo y sus hijos se negaren a pagar la indemnización, me quedaré a combatir por ella hasta que termine la guerra.
292
Dijo, cortóles el cuello a los corderos y los puso palpitantes, pero sin vida, en el suelo; el cruel bronce les había quitado el vigor. Llenaron las copas sacando vino de la crátera, y derramándolo oraban a los sempiternos dioses. Y algunos de los aqueos y de los troyanos exclamaron:
298
—¡Zeus gloriosísimo, máximo! ¡Dioses inmortales! Los primeros que obren contra lo jurado, vean derramárseles a tierra, como este vino, sus sesos y los de sus hijos, y sus esposas caigan en poder de extraños.
302
De esta manera hablaban, pero el Cronión no ratificó el voto. Y Príamo Dardánida les dijo:
304
—¡Oídme, troyanos y aqueos, de hermosas grebas! Yo regresaré a la ventosa Ilio, pues no podría ver con estos ojos a mi hijo combatiendo con Menelao, caro a Ares. Zeus y los demás dioses inmortales saben para cuál de ellos tiene el destino preparada la muerte.
310
Dijo, y el varón igual a un dios colocó los corderos en el carro, subió él mismo y tomó las riendas; a su lado, en el magnífico carro, se puso Anténor. Y al instante volvieron a Ilio.
314
Héctor, hijo de Príamo, y el divino Ulises midieron el campo, y, echando dos suertes en un casco de bronce, lo meneaban para decidir quién sería el primero en arrojar la broncínea lanza. Los hombres oraban y levantaban las manos a los dioses. Y algunos de los aqueos y de los troyanos exclamaron:
320
—¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concede que quien tantos males nos causó a unos y a otros, muera y descienda a la morada de Hades, y nosotros disfrutemos de la jurada amistad.
324
Así decían. El gran Héctor, el de tremolante casco, agitaba las suertes volviendo el rostro atrás: pronto saltó la de Paris. Sentáronse los guerreros, sin romper las filas, donde cada uno tenía los briosos corceles y las labradas armas. El divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, vistió una magnífica armadura: púsose en las piernas elegantes grebas ajustadas con broches de plata; protegió el pecho con la coraza de su hermano Licaón, que se le acomodaba bien; colgó del hombro una espada de bronce guarnecida con clavos de plata; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió la robusta cabeza con un hermoso casco, cuyo terrible penacho de crines de caballo ondeaba en la cimera, y asió una fornida lanza que su mano pudiera manejar. De igual manera vistió las armas el aguerrido Menelao.
340
Cuando hubieron acabado de armarse separadamente de la muchedumbre, aparecieron en el lugar que mediaba entre ambos ejércitos, mirándose de un modo terrible; y así los troyanos, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas, se quedaron atónitos al contemplarlos. Encontráronse aquéllos en el medido campo, y se detuvieron blandiendo las lanzas y mostrando el odio que recíprocamente se tenían. Alejandro arrojó el primero la luenga lanza y dio un bote en el escudo liso del Atrida, sin que el bronce lo rompiera: la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. Y Menelao Atrida, disponiéndose a acometer con la suya, oró al padre Zeus:
351
—¡Soberano Zeus! Permíteme castigar al divino Alejandro, que me ofendió primero, y hazlo sucumbir a mis manos, para que los hombres venideros teman ultrajar a quien los hospedare y les ofreciere su amistad.
355
Dijo, y blandiendo la luenga lanza, acertó a dar en el escudo liso del Priámida. La ingente lanza atravesó el terso escudo, se clavó en la labrada coraza y rasgó la túnica sobre el ijar. Inclinóse el troyano y evitó la negra muerte. El Atrida desenvainó entonces la espada guarnecida de argénteos clavos; pero, al herir al enemigo en la cimera del casco, se le cayó de la mano, rota en tres o cuatro pedazos. Y el Atrida, alzando los ojos al anchuroso cielo, se lamentó diciendo:
365
—¡Padre Zeus, no hay dios más funesto que tú! Esperaba castigar la perfidia de Alejandro, y la espada se quiebra en mis manos, la lanza es arrojada inútilmente y no consigo vencerlo.
369
Dice, y arremetiendo a Paris, cógelo por el casco adornado con espesas crines de caballo, que retuerce, y lo arrastra hacia los aqueos de hermosas grebas, medio ahogado por la bordada correa que, atada por debajo de la barba para asegurar el casco, le apretaba el delicado cuello. Y se lo hubiera llevado, consiguiendo inmensa gloria, si al punto no lo hubiese advertido Afrodita, hija de Zeus, que rompió la correa hecha del cuero de un buey degollado: el casco vacío siguió a la robusta mano, el héroe lo volteó y arrojó a los aqueos, de hermosas grebas, y sus fieles compañeros lo recogieron. De nuevo asaltó Menelao a Paris para matarlo con la broncínea lanza; pero Afrodita arrebató a su hijo con gran facilidad, por ser diosa, y llevólo, envuelto en densa niebla, al oloroso y perfumado tálamo. Luego fue a llamar a Helena, hallándola en la alta torre con muchas troyanas; tiró suavemente de su perfumado velo, y, tomando la figura de una anciana cardadora que allá en Lacedemonia le preparaba a Helena hermosas lanas y era muy querida de ésta, díjole la diosa Afrodita:
390
—Ven acá. Te llama Alejandro para que vuelvas a tu casa. Hállase, esplendente por su belleza y sus vestidos, en el torneado lecho de la cámara nupcial. No dirías que viene de combatir, sino que va al baile o que reposa de reciente danza.
395
Así dijo. Helena sintió que en el pecho le palpitaba el corazón; pero, al ver el hermosísimo cuello, los lindos pechos y los refulgentes ojos de la diosa, se asombró y le dijo:
399
—¡Cruel! ¿Por qué quieres engañarme? ¿Me llevarás acaso más allá, a cualquier populosa ciudad de la Frigia o de la Meonia amena donde algún hombre dotado de palabra te sea querido? ¿Vienes con engaños porque Menelao ha vencido al divino Alejandro, y quieres que yo, la odiosa, vuelva a su casa? Ve, siéntate al lado de Paris, deja el camino de las diosas, no te conduzcan tus pies al Olimpo; y llora, y vela por él, hasta que te haga su esposa o su esclava. No iré allá, ¡vergonzoso fuera!, a compartir su lecho; todas las troyanas me lo vituperarían, y ya son muchos los pesares que conturban mi corazón.
413
La divina Afrodita le respondió airada:
414
—¡No me irrites, desgraciada! No sea que, enojándome, te desampare; te aborrezca de modo tan extraordinario como hasta aquí te amé; ponga funestos odios entre troyanos y dánaos, y tú perezcas de mala muerte.
418
Así dijo. Helena, hija de Zeus, tuvo miedo; y, echándose el blanco y espléndido velo, salió en silencio tras la diosa, sin que ninguna de las troyanas lo advirtiera.
421
Tan pronto como llegaron al magnífico palacio de Alejandro, las esclavas volvieron a sus labores, y la divina entre las mujeres se fue derecha a la cámara nupcial de elevado techo. La risueña Afrodita colocó una silla delante de Alejandro; sentóse Helena, hija de Zeus, que lleva la égida, y, apartando la vista de su esposo, lo increpó con estas palabras:
428
—¡Vienes de la lucha, y hubieras debido perecer a manos del esforzado varón que fue mi anterior marido! Blasonabas de ser superior a Menelao, caro a Ares, en fuerza, en puños y en el manejo de la lanza; pues provócalo de nuevo a singular combate. Pero no: te aconsejo que desistas, y no quieras pelear ni contender temerariamente con el rubio Menelao; no sea que enseguida sucumbas, herido por su lanza.
437
Respondióle Paris con estas palabras:
438
—Mujer, no me zahieras con amargos baldones. Hoy ha vencido Menelao con el auxilio de Atenea; otro día lo venceré yo, pues también tenemos dioses que nos protegen. Mas, ea, acostémonos y volvamos a ser amigos. Jamás la pasión se apoderó de mi espíritu como ahora; ni cuando, después de robarte, partimos de la amena Lacedemonia en las naves surcadoras del ponto y llegamos a la isla de Cránae, donde me unió contigo amoroso consorcio: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.
447
Dijo, y empezó a encaminarse al tálamo; y enseguida lo siguió la esposa.
448
Acostáronse ambos en el torneado lecho, mientras el Atrida se revolvía entre la muchedumbre, como una fiera, buscando al deiforme Alejandro. Pero ningún troyano ni aliado ilustre pudo mostrárselo a Menelao, caro a Ares; que no por amistad lo hubiesen ocultado, pues a todos se les había hecho tan odioso como la negra muerte. Y Agamenón, rey de hombres, les dijo:
456
—iOíd, troyanos, dárdanos y aliados! Es evidente que la victoria quedó por Menelao, caro a Ares; entregadnos la argiva Helena con sus riquezas y pagad una indemnización, la que sea justa, para que llegue a conocimiento de los hombres venideros.
461
Así dijo el Atrida, y los demás aqueos aplaudieron.
* Menelao lo busca por el cameo de batalla y recibe en la cintura el impacto de una flecha lanzada por Pándaro, que así rompe la tregua covenida por los dos ejércitos antes de empezar el singular desafío. Entonces comienza una encarnizada lucha entre aqueos y troyanos.
1
Sentados en el áureo pavimento junto a Zeus, los dioses celebraban consejo. La venerable Hebe escanciaba néctar, y ellos recibían sucesivamente la copa de oro y contemplaban la ciudad de Troya. Pronto el Cronida intentó zaherir a Hera con mordaces palabras; y, hablando fingidamente, dijo:
7
—Dos son las diosas que protegen a Menelao, Hera argiva y Atenea alalcomenia; pero, sentadas a distancia, se contentan con mirarlo; mientras que Afrodita, amante de la risa, acompaña constantemente al otro y lo libra de Las parcas, y ahora lo acaba de salvar cuando él mismo creía perecer. Pero, comp la victoria quedó por Menelao, caro a Ares, deliberemos sobre sus futuras consecuencias: si conviene promover nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, o reconciliar a entrambos pueblos. Si a todos pluguiera y agradara, la ciudad del rey Príamo continuaría poblada y Menelao se llevaría la argiva Helena.
20
Así dijo. Atenea y Hera, que tenían Los asientos contiguos y pensaban en causar daño a Los troyanos, se mordieron Los labios. Atenea, aunque airada contra su padre Zeus y poseída de feroz cólera, guardó silencio y nada dijo; pero a Hera no le cupo la ira en el pecho, y exclamó:
25
—¡Crudelísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! ¿Quieres que sea vano e ineficaz mi trabajo y el sudor que me costó? Mis corceles se fatigaron, cuando reunía el ejército contra Príamo y sus hijos. Haz lo que dices, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
30
Respondióle muy indignado Zeus, que amontona las nubes:
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—¡Desdichada! ¿Qué graves ofensas te infieren Príamo y sus hijos para que continuamente anheles destruir la bien edificada ciudad de Ilio? Si trasponiendo las puertas de los altos muros, te comieras crudo a Príamo, a sus hijos y a los demás troyanos, quizá tu cólera se apaciguara. Haz lo que te plazca; no sea que de esta disputa se origine una gran riña entre nosotros. Otra cosa voy a decirte que fijarás en la memoria: cuando yo tenga vehemente deseo de destruir alguna ciudad donde vivan amigos tuyos, no retardes mi cólera y déjame hacer lo que quiera, ya que ésta te la cedo espontáneamente, aunque contra los impulsos de mi alma. De las ciudades que los hombres terrestres habitan debajo del sol y del cielo estrellado, la sagrada Ilio era la preferida de mi corazón, con Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno. Mi altar jamás careció en ella del alimento debido, libaciones y vapor de grasa quemada; que tales son los honores que se nos deben.
5o Contestóle enseguida Hera veneranda, la de ojos de novilla:
51
—Tres son las ciudades que más quiero: Argos, Esparta y Micenas, la de anchas calles; destrúyelas cuando las aborrezca tu corazón, y no las defenderé, ni me opondré siquiera. Y si me opusiere y no lo permitiere destruirlas, nada conseguiría, porque tu poder es muy superior. Pero es preciso que mi trabajo no resulte inútil. También yo soy una deidad, nuestro linaje es el mismo y el artero Crono engendróme la más venerable, por mi abolengo y por llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los inmortales todos. Transijamos, yo contigo y tú conmigo, y los demás dioses inmortales nos seguirán. Manda presto a Atenea que vaya al campo de la terrible batalla de los troyanos y los aqueos, y procure que los troyanos empiecen a ofender, contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.
68
Así dijo. No desobedeció el padre de los hombres y de los dioses; y, dirigiéndose a Atenea, profirió enseguida estas aladas palabras:
70
—Ve muy presto al campo de los troyanos y de los aqueos, y procura que los troyanos empiecen a ofender, contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.
73
Con tales voces instigólo a hacer lo que ella misma deseaba; y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo. Cual fúlgida estrella que, enviada como señal por el hijo del artero Crono a los navegantes o a los individuos de un gran ejército, despide gran número de chispas; de igual modo Palas Atenea se lanzó a la tierra y cayó en medio del campo. Asombráronse cuantos la vieron, así los troyanos, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas, y no faltó quien dijera a su vecino:
82
—O empezará nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, o Zeus, árbitro de la guerra humana, pondrá amistad entre ambos pueblos.
85
De esta manera hablaban algunos de los aqueos y de los troyanos. La diosa, transfigurada en varón —parecíase a Laódoco Antenórida, esforzado combatiente—, penetró por el ejército troyano buscando al deiforme Pándaro. Halló por fin al eximio y fuerte hijo de Licaón en medio de las filas de hombres valientes, escudados, que con él habían llegado de las orillas del Esepo; y, deteniéndose cerca de él, le dijo estas aladas palabras: